Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


V. La tumba de Villa (6/6)


Hizo ademán de buscar su arma, pero la escolta de Villa, Rufo Arce al frente, ya había desenfundado, y Caballero decidió escapar.

Salió a la carrera de entre sus hombres y se dirigió hacia una vieja caseta que los carrancistas habían acondicionado como establo durante la noche.

Corría hacia las caballerizas, volviéndose frecuentemente hacia la arboleda y descargando su pistola hacia allí, entre blasfemias e imprecaciones. Sus hombres no le disparaban, ya fuera por respeto, temor o lealtad hacia aquel hombre que hasta hacía apenas un instante les había mandado y ante el que la tropa, siguiendo a sus mandos intermedios, se había revelado. Algunos de ellos incluso parecían dudar acerca de qué camino tomar; si sumarse al motín de los sargentos o seguir a su capitán en su huída hacia las caballerizas.

Los acompañantes de Villa, Rufo Arce y los otros seis, imitaron el proceder de los amotinados, y no pegaron ni un solo tiro; temerosos de crear problemas con sus nuevos aliados y que la cosa terminase con los carrancistas retractándose en lu-gar de con la única huída de un oficial iracundo.

A pesar de ello, los disparos de Caballero llegaban hasta nuestras posiciones al otro lado del sembrado, y con ellos una inquietud que se apoderó de todos nosotros, que nos mostrábamos cada vez más decididos a lanzarnos al ataque contra la arboleda para rescatar al general, romper el cerco, o, simplemente, morir matando.

Afortunadamente no fue así, y los oficiales mantuvieron sus puestos, siguiendo las órdenes que Villa les había dado y conteniéndonos de este modo al resto.

Del otro lado, entre gritos y menciones a las madres de todos sus oficiales, Caballero alcanzó los establos.

—¡Les voy a traer acá a todo el ejército de México, traidores hijos de la gran chingada!

El capitán Caballero temblaba, ciego de rabia, cuando cerró tras de sí el cochambroso portón del cuchitril que cobijaba a su caballo, la vetusta caseta de caminero que se alzaba en el límite del bosquecillo.

Se detuvo y observó la arboleda por un hueco entre la tablazón. Algunos hombres habían abandonado a Villa y venían hacia donde él se encontraba.

Disparó hacia ellos. Las balas resonaron con fuerza en el interior del establo y se perdieron entre los árboles sin encontrar su objetivo. De inmediato se volvió de nuevo hacia los caballos, dispuesto definitivamente a huir, abandonando allá a los hombres sobre los que hasta hacía bien poco mandaba.

Estaba tan fuera de sí que tropezó y cayó de bruces sobre la paja que alfombraba el suelo del improvisado establo, apoyando las manos sobre la linda boñiga de un caballo que descansaba tranquilo en la sombría cuadra hasta el momento en que el capitán constitucionalista había irrumpido en ella.

Aún en el suelo, giró sobre su costado izquierdo, trabándose con las patas de un animal. Olvidando por un momento quienes iban tras él, fijó su vista en las palmas de sus manos, ahora calientes del contacto con las heces recién servidas.

A pesar de que fue tan sólo un instante el que su cabeza estuvo ocupada con tan apestoso asunto que se traía entre manos, jamás volvió a poner sus pensamientos en sus perseguidores. Una yegua, asustada por los disparos que acababan de resonar en la vieja caseta, y descentrada por la repentina entrada de luz exterior que había roto su penumbra, se encabritó, alzándose sobre sus patas traseras.

En la mente del capitán carrancista la sensación de asco dejó paso al pavor cuando, al volver la cabeza hacia la bestia, vio como el casco de una de sus manos delanteras se acercaba imparable hacia su rostro, irremisiblemente encaminada la pezuña del animal hacia su nariz.

Y eso fue lo último que el capitán Caballero pensó, porque su mente ya no estaba allá para pensar ni opinar nada acerca de la terrible estampa que a cuantos entraron después al establo mostraba su propia sangre al manar como un arroyo pastoso de sus fosas nasales, inundando el hueco surgido donde antes estuvo su ya demacrado rostro. Había dejado de pensar, de sentir y de padecer cuando su nariz crujió bajo la violenta embestida que le propinó su propia yegua, hundiéndosela en el rostro y aplastándole el cráneo.

* * *

Debió de parecerle buena la yegua asesina a Arce, porque aprovechando que estaba sin dueño, la agarró de las riendas y se la llevó después hasta El Valle. Otros hombres tomaron el cadáver del capitán y lo sacaron fuera de la caseta, colocándolo entre dos frondosos árboles situados ya en el límite del bosquecillo. Fue el propio Villa quien escogió la ubicación, interesado al parecer en que la tumba resultase visible desde la llanura. También insistió en que el hoyo en cuestión fuese poco profundo. Después pidió un par de maderos lisos y algo para escribir.

Para entonces ya se había levantado el cerco y los sitiados andábamos ya confraternizando con los sitiadores en los alrededores del silo. Con la situación calmada tuve la ocurrencia de acercarme hasta la arboleda, y me cayó de regalo una pala. Villa nos dejó a unos cuantos cavando bajo los árboles y se apartó unos metros. Volvió minutos después, con la tumba parcamente horadada ya en el suelo, y nos sorprendió —una vez más, y lo que te rondaré, morena— a todos.

Había estado deleitándose con la que en tiempos había sido una de sus mayores inquietudes, que no eran otras que leer y escribir. Desde que aprendió las primeras letras —primero preso en la capital y después garabateando con su dedo en la arena del desierto, a los veintisiete años— siempre había sido muy aficionado a perfeccionar su escritura.

Vino con una cruz compuesta por los dos listones que se había llevado, y marcado sobre ella, con letras claras, traía su propio nombre: General Francisco Villa, ponía.

De nuevo fluía la impredecible personalidad de Villa, e incluso en los momentos de gran agobio como eran aquellos, con todos los gringos habidos y por haber acercándose a El Valle para convencernos de las bondades de una siesta bajo cinco palmos de tierra, Pancho Villa se permitía el lujo de hacer bromas y urdir engaños, riéndose a un tiempo de los gringos y de la propia muerte.

Como habría de decir después en su corrido el gran Cristino, allá estaba servidor, la noche después de cierto altercado con una dama estadounidense, cavándole la tumba al general Villa. Aunque para alivio nuestro, y especialmente del propio Pancho Villa, la tumba llevaría su nombre pero no sus carnes.

Mientras cavábamos la mentada tumba, los hombres más cercanos al difunto merodeaban por allá. Entre todos ellos había uno que probablemente intentando congraciarse con aquel Francisco Villa al que tanto temía y con los que le acompañábamos, no dejaba de soltar pestes contra el que había sido su superior.

—Yo soy bien creyente, mis cuates —dijo en una ocasión—, y ahora Dios me recompensa. Cuántas veces en los últimos meses le pedí que lo hundiera más que a mí… y al fin el Señor me ha dado mi capricho…

Tanto y tan exagerado fue lo que aquel dijo criticando a su antiguo oficial y halagando al nuevo jefe, que en un momento dado, cuando el mentado soldado carrancista estaba a punto de dejar de saber dónde terminaba la punta de su lengua y dónde comenzaba el trasero de don Francisco, el propio Villa le reprendió.

—Ya deja la lambeteada, que mal capricho te ha dado Dios entonces.

—¿A qué atole me dice eso, señor? —preguntó confuso el soldado carrancista.

—Porque de veletas está México lleno —respondió Villa—, y yo estoy harto de gentes que cuando llegan a la cima se dejan mover por el aire que más pega y cambian de dirección.

—Mas el quería entregarle, señor general…

—Clarines soldado, y no lo logró. Por eso él se ha rentado una linda parcelita y yo aún sigo de nómada; pero fue hombre que no se dejó mecer del aire, y yo le respeto. No se debe pedir tan alegremente que se hunda a gente así. Además, como la tumba es falsa y de seguro que los gringos la abrirán, no nos hemos tomado mucha molestia en meterla muy abajo, tan sólo un palmo escaso. Debería pedirle a Dios que le hundiesen más que a este Caballero, no sea que quede usted al aire y se lo coman los chacales si acaban dándole tierra del modo que a él. Y a nadie le gustaría llegar al otro lado con los huesos roídos por las alimañas.

El soldado se quedó muy blanco, no volvió a decir palabra y poco a poco se fue alejando de la tumba de su anterior jefe, fuertemente reprendido por las palabras del nuevo. Después, como si no acabase de sentar cátedra alguna, Villa se dirigió de nuevo a sus ayudantes que lo acompañaban y al resto de los carrancistas presentes.

—Espero que el día que me toque sea en un sitio más lindo que éste. Y si, como temo, las sendas de la Revolución me citan de improviso con la Huesuda, ustedes inventen algo bonito para poner en mi epitafio, ya que hoy nada he puesto yo. Se lo digo a mis Dorados, que quizás estén en mi velorio, pero también a los de ocre, porque nadie sabe quién le rodeará a uno cuando le manden al otro barrio.

Lo dijo sin rencor, consciente de que lo único que le unía a aquellos soldados que hasta hacía unas horas escasas nos cercaban era el odio furibundo hacia los invasores del norte, y que en un futuro, cuando los gringos se hubiesen marchado, aquellos u otros carrancistas tratarían de nuevo de meterlo en un hoyo como aquel. Si es que finalmente los gringos se marchaban sin llevársele en una caja de pino.

Afortunadamente, tales palabras que entre otros enemigos hubieran resultado impronunciables, allá eran posibles. Si hubo algo claro en México durante la época de la Revolución fue precisamente que se trataba de un asunto de mexicanos que debía de ser solucionado por mexicanos, desechando mayoritariamente cualquier opción que conllevase una injerencia extranjera en la guerra.

De este modo, y aunque a veces los distintos gobiernos federales admitieron ayudas de tipo técnico por parte de los gringos, jamás permitieron el apoyo militar explícito de éstos. Desde la época del desembarco estadounidense en Veracruz contra Huerta, cuando Carranza se opuso a la entrada en suelo mexicano de los gringos a pesar de que le era absolutamente propicia, hasta estos momentos que ahora cuento, todos los mexicanos abandonaron sus rencillas internas cuando los gringos pasaron la raya y su secular intervencionismo en los despachos se convirtió en una invasión en toda regla.

No importaba ser hombre de Carranza, que era de facto el presidente de la República, o serlo de Villa, que era, de facto también y por desgracia, general de una gloriosa División venida a grupo de guerrilleros en busca de un arsenal que detuviese su caída. Daba gusto ver como los mexicanos, enfrascados durante años en una lucha intestina que enfrentaba las más variopintas huestes acaudilladas por líderes de todo tipo y condición, aparcábamos esta pelea fratricida al olor del gringo.

Y lo hacíamos porque en la revolución más caótica, juerguista e imprevisible de todos los tiempos, en la que fusilamientos y cañonazos se repartían a partes iguales con riadas de alcohol y buenas canciones, a todos nos pareció plato de gran gusto el dejar de matar manitos por un tiempo y dedicarnos a joder gringos.

Tras solicitar un epitafio a los que le rodeaban, Villa se apoyó ufano sobre la cruz con su nombre, holgándose por ser capaz de mantenerse junto a y no bajo ella, como era el deseo de muchos.

—¿No querían los gringos mi tumba? Pues acá la tienen. Y ahora yo también quiero algo suyo. Vayan a Galeana y tráiganme a Ramiro Pozal.

V. La tumba de Villa (5/6)


Arce, que había regresado sin contratiempos pasando junto a los cuervos que revoloteaban sobre al caballo muerto, esperaba desde hacía algún tiempo refrescándose a la puerta de la estancia en que se encontraba entrevistándose el general. Cuando el espía salió, pasó al interior y dio cuenta a Villa del resultado de su embajada.

—Traigo malas noticias, general —comenzó Arce—. No están por la labor de negociar. Al parecer su jefe, un tal Caballero, no piensa desaprovechar la oportunidad de hacernos pínole ahora que nos tiene cercados. Puede que incluso ya hayan soltado el borrego de que nos han agarrado.

Villa se mesó los bigotes. Estaba ofuscado.

—Así que están amachados en no negociar… —susurró, lanzando una mirada hacia sus hombres de confianza, que seguían a distancia la conversación.

—Bueno, en realidad sí que han hecho una oferta, nomás que está cabrón de aceptar. ¡Pretenden que vaya usted en persona a negociar tras sus líneas!

Villa quedó un momento en silencio. Volvió a atusarse los bigotes mientras recapacitaba. Y sonrió.

—Pues eso es lo que toca —dijo—. Estoy precisado a ir si queremos salir de este maldito silo.

—¡Pero olvidarán las banderas blancas y le agarrarán en cuanto lo tengan a mano! —dijo Arce, alarmado.

—Quizás.

El general arqueó las cejas y, levantándose de su banqueta, salió fuera.

* * *

A muchos kilómetros de allá, quince hombres se apearon del tren en la estación en El Fuerte aquella misma mañana. Habían salido de El Paso ocho días antes, tomando el camino que hacia el oeste recorrían los ferrocarriles de la Southern Pacific hasta llegar a la ciudad de Tucson, en Arizona.

Allí habían cambiado de línea y seguido la que, hacia al sur, atravesaba Sonora con rumbo al golfo de California.

Pasaron la frontera por Nogales y bajaron directamente hasta encontrarse con el océano en la ciudad de Guaymas, desde donde corrieron paralelos a la costa, cruzando el Yaqui y el río Fuerte para cambiar de nuevo la dirección de su viaje nada más cruzar el puente que sobre éste se tendía cerca de Los Machis.

Tomaron entonces un tercer tren, que llevaba desde la costa de nuevo hacia la fronteriza Chihuahua, como si quisieran completar sus vacaciones y cruzar México para volver de nuevo a El Paso.

Pero debió de gustarles Sinaloa, porque cuando llegaron a la villa de El Fuerte, donde las montañas de la sierra dejan de ser ondulaciones en el horizonte y se puede admirar ya la grandeza de sus graníticas moles, bajaron del tren.

Adquirieron buenas monturas y cierto número de mulas de carga y porteadores, contrataron los servicios de un guía local, y pusieron rumbo a las nevadas cumbres de la Sierra Madre.

Bradley Morgan, sin duda con el objetivo de olvidar pasados y penosos momentos, se había llevado lejos del desolado Columbus a unos amigos, y todos ellos marchaban, buscando paisajísticos deleites, hacia las Barrancas.

* * *

En El Valle, mientras tanto, ya se preparaba la segunda embajada, cuya composición no difirió mucho de la primera. A decir verdad tan sólo hubo un cambio. A los siete hombres en-viados a los carrancistas en la primera ocasión se sumaba un octavo: el mismísimo Pancho Villa, que había decidido negociar en persona a pesar de las advertencias de sus oficiales.

En esta ocasión, y como precaución —bastante somera, por cierto—, todos iban a caballo, aunque era bastante poca la seguridad que las bestias aportarían una vez en terreno de los de Carranza.

Cruzaron el sembrado al paso, como si no fuese con ellos la cosa, mostrándose orgullosos en su cabalgar. No venimos a suplicar nada, parecía decir su encastillada pose, tan sólo pedimos una tregua para poder echar a los invasores. No os confiéis ni nos creáis derrotados, porque cuando larguemos a los gringos os vamos a dar una somanta de hostias, cabrones.

Las noticias de que Villa había pedido una tregua mientras durase la invasión gringa ya salpicaban los corrillos carrancistas, y acabaron por inundarlo todo cuando el general en persona avanzó hacia sus posiciones. Muchos, que lo habían combatido pero nunca lo habían tratado, dudaban de que aquel fuese realmente Villa.

—No hagan caso, que es un doble —decía uno.

—Dicen de Villa que es un asesino sanguinario, un fantasma imposible de atrapar…

—No puede ser ése… —decía otro—. Es demasiado humano y se expone demasiado para ser él.
Pero sí que era Villa. Quizás esperasen ver con sus propios ojos las crueldades que la propaganda carrancista tanto fomentaba, tratando de convertir al general en un ladrón, en un asesino despiadado, en un vulgar asaltador.

Cuando Villa llegó definitivamente hasta el interior de las líneas carrancistas, bajo la sombra de la arboleda, alguno acabó por convencerse de que no vería a Pancho Villa merendarse ningún gatito crudo aquella tarde. El general ni olía a azufre ni arrancaba corazones con sus propias manos. Era un hombre como otro cualquiera —más valiente y leal que la mayoría de los de su posición, eso sí—, pero no era ningún monstruo: tenía sus dos ojos, sus brazos, sus piernas, su bigotazo y su buen par de cojones para meterse tan parcamente escoltado en plena posición enemiga.

Y, por cierto y aunque no venga muy al hilo, los gatos saben mejor asados, se lo dice uno que sabe.

* * *

—Soy Francisco Villa, jefe de la División del Norte —espetó, sin apenas formalidades, el general—, y vengo a negociar una tregua con la facción carrancista.

Apenas pronunciadas estas palabras, el capitán carrancista Alfonso Caballero se incorporó, dirigiéndose hacia sus enemi-gos.

—No hay embajada que valga viniendo de un asesino.

—¡Pendejo…! —musitó Arce, llevando rápidamente la ma-no hacia la culata de su arma, de la que esta vez no se había desprendido. Villa detuvo su gesto.

—Además —continuó Caballero— la División del Norte hace meses que dejó de existir. Hoy ustedes son nomás unos simples gavilleros.

Se giró hacia donde se encontraba su oficialidad y se dirigió a uno de ellos.

—Sargento, arreste a estos hombres.

Pero nadie se movió.

Un murmullo de incómoda indecisión se extendió entre los constitucionalistas. Instantes después, Caballero repitió la orden. Pero nadie se movió.

Ésta quedó de nuevo sin respuesta, y la tensión se volvió insoportable. El tiempo pareció detenerse y una ráfaga de aire caliente sacudió la lona de las tiendas y las ramas de los árboles. Los murmullos iniciales se apagaron y el silencio se apoderó de todo.

Era un silencio sepulcral, denso y violento, tan sólo roto por el zumbido de un tábano. Cuando fue a posarse sobre la palpitante carótida de Caballero, éste aplastó al insecto contra su propio cuello de una rápida palmada y repitió la orden por tercera vez.

Por tercera vez quedó sin respuesta alguna, y Villa sonrió.

Porque, tal y como el general esperaba, nadie se movió.

* * *

El rumor de la tregua propuesta por Villa se había extendido con rapidez, y la acogida resultaba, saltaba a la vista, excelente. Aquellas gentes de Carranza, sin necesidad de asamblea ninguna, ya habían decidido cambiar de bando mientras durase la penetración gringa. Incluso antes de que Villa pudiera tratar con sus mandos. Tan sólo la sargentada había conspirado levemente, y, al ver que la tropa rasa no actuaba, concluyeron que los soldados también eran de su misma opinión. Finalmente fue el sargento al que Caballero se había dirigido antes quien tomó la palabra.

—Pues… verá… el caso es que hemos decidido pactar una tregua con la División del Norte, mi capitán. Algunos sargentos hemos hablado con la tropa —mintió— y vamos a sumarnos a ellos.

—¡Aquí no se suma a nadie ni María Santísima! —comenzó a gritar Caballero, ciego de ira por el más que consumado motín—. ¡Por mis huevos que estos pendejos salen de acá con las manos en la espalda o con los pies por delante!

V. La tumba de Villa (4/6)


Cuando el sargento Arce y los otros seis volvieron de la reunión con los carrancistas, fueron raudos en busca del general.

Villa se encontraba reunido con uno de sus exploradores, un sinaloense que vivía trabajando como espía a sueldo de Villa del otro lado de la frontera pero que, tras el ataque sobre Columbus, había decidido muy prudentemente venirse con su jefe para este lado de la raya. Por si las cosas allende la frontera se volvían demasiado complicadas.

Mas no se había limitado a venirse hasta Villa en busca de protección, y ya como excusa ante su inesperada aparición junto al general, ya por deformación profesional, había rondado las posiciones de los gringos, visitando los pueblos mexicanos por los que éstos habían pasado y recabando todos los datos que ahora compartía con el general.

Respecto a cómo había logrado penetrar en El Valle a pesar del cerco de los carrancistas, aquello, al igual que muchas otras cosas acerca de los espías de Pancho Villa, resultaba un verdadero enigma. Quizás camuflado en un carro, entre campesinos, o quizás engrasando a alguna patrulla. Los métodos de aquellos hombres eran tan singulares y heterodoxos que sólo un par de cosas quedaban claras: su fidelidad y su eficacia.

Eficaces porque es de ley reconocer que los espías de Villa hacían muy bien su trabajo, algo que durante mucho tiempo nos había servido para joder bien a los carrancistas asaltando sus rutas de suministros y refuerzos, y que ahora esperábamos nos permitiera esquivar el rodillo gringo.

Y fieles porque se mantenían siempre leales a Villa, a pesar de tener oportunidades harto revestidas de kilos de plata para traicionarlo. Pero la traición que envuelve de plata por fuera, suele acabar rellenando de plomo por dentro. Y a nadie le da gusto ser el más rico del cementerio.

Cuando Arce y compañía llegaron del parlamento con los carrancistas, el espía andaba relatándole a Villa cómo los gringos se habían adentrado en México espoleados por la furibunda opinión pública imperante en los Estados Unidos. Se exigía resarcir de inmediato la afrenta que había supuesto lo de Columbus, más por el hecho de haber sido atacados en su propio suelo que por los muertos y el destrozo provocado.

Pershing disponía de todos los medios que el Tío Sam pudiese proporcionarle —que no eran pocos, por cierto— para lograr su único objetivo: llevar a Pancho Villa parte arriba de la raya, vivo o muerto.

Su obsesión era de tal calado, explicaba diligente el espía, que incluso se habían detenido junto a los improvisados cementerios que habíamos ido dejando a nuestras espaldas, mientras nos alejábamos de la frontera, y abrían algunas tumbas para comprobar que no era Villa quién se encontraba allá inhumado. Al parecer tan sólo buscaban la captura y escarmiento del general para aplacar la efervescencia provocada en los Estados Unidos por nuestro ataque. Resulta que a los nenes les molestaba que se le metiesen extraños a dar por saco en su propia cocina, justo lo que ellos llevaban haciendo toda la vida; parece que ahora lugares como Filipinas, Puerto Rico o Cuba no les sonaban de nada.

Para el entonces sagrado menester de capturar a Villa profanaban las tumbas de los caídos a los que habíamos dado sepultura, y a los que habían encontrado muertos y sin enterrar los apilaban en enormes piras y les daban fuego, penoso espejo de aquella primera afrenta en la ciudad de El Paso.

Conocer la innecesaria vileza de estos actos a buen seguro que enaltecería a la tropa en el caso de un hipotético combate contra los hombres de Pershing. No aprendían estos gringos, siempre actuando con una crueldad innecesaria que les despojaba de cualquier razón que pudieran poseer, y que alimentaba aún más la hoguera del innato odio hacia ellos.

A pesar de todo, el objetivo de Villa era evitar de cualquier manera esa confrontación directa con los poderosos estadounidenses; por ello eran muy importantes las noticias que trajesen los recién llegados de la embajada a los carrancistas. Acuciado por el general para que acabase su relato, puesto que ardía en deseos de conocer las noticias llegadas desde la arboleda, el espía culminó confirmando el incondicional apoyo de las clases bajas chihuahueñas, además de algunos otros interesantes pormenores.

—Las gentes de Chihuahua no lo traicionarán —aseguraba el espía—. Son muchos años de agarrón en agarrón como para saber quién está de su lado y quién no. Saben que no deben fiarse de quienes se le oponen por mucho que les ofrezcan hoy por entregarlo, general. Saben que el día de mañana cambiarán de parecer y los chihuahueños dejarán de importarles. Y si saben que el gobierno mexicano les venderá, qué no esperan de los gringos. El campo le es fiel y seguirá siéndolo.

Villa paladeó con gusto aquella aseveración. No esperaba otra cosa que no fuese el contar con el apoyo de los campesinos.

Los libros decían que Villa se había sublevado contra Porfirio; los corridos cantaban que Villa había tomado Torreón; los periódicos informaban de que Villa había arrasado Columbus. Pero eran el hambre de pan y la sed de justicia de los campesinos las que habían logrado todo aquello. El ingenio de Villa los había guiado, pero los más pobres de entre los pobres habían sido el motor de la lucha. Su fin y su medio. Sus balas y su sangre. Ellos eran la Revolución.

—Buena chamba —dijo Villa al espía, dándole una palma-da en el hombro—. Ahora debemos tratar de levantar este cer-co. He mandado hombres a platicar con los carrancistas, no quiero guerra entre mexicanos mientras haya gringos por acá; espero que ellos piensen igual que yo. Con la ayuda de nuestra gente esos gringos de Pershing no podrán agarrarnos en cuanto que hayamos salido de El Valle y nos internemos en Chihuahua.

—Tan sólo una cosa —interrumpió el espía—. Hay algo contra lo que los encubrimientos y el apoyo de los campesinos no podrán competir, y es contra los propios ojos de los gringos. Pershing tienen aviones con los que sobrevolar las serranías en busca de nuestra gente. De ellos parte la información con la que determina las rutas a seguir por sus soldados. Es por eso que pronto los tendremos acá.

Villa se mantuvo callado por unos segundos, pensativo, ante aquella mención a la aviación gringa. Después despidió al espía.

—Ya vendrá el momento de ocuparnos de los aviones de los gringos —comentó a uno de sus asistentes—, ahora lo que nos ocupa son los cañones de esos mexicanos de enfrente. Haga pasar al sargento Arce, veamos que piensan los manitos.

V. La tumba de Villa (3/6)


Con los muertos ya enterrados, Villa reunió a su gente cercana y se mostró convencido de que lograríamos salir de El Valle sanos y salvos. Plenamente optimista, el general impartió sus últimas órdenes antes de dejar partir a sus embajadores.

—Mientras quede un solo gringo en la Patria —dijo Villa, elevando la voz ante sus huestes— no malgastaremos una sola bala en luchar contra mexicanos.

Entonces, ovacionado tan patriótico acto, y con el alborozo de sus hombres de fondo ante tan pintoresca decisión, escogió a uno de sus más fogueados oficiales —Rufo Arce, se llamaba— para que fuese él quien intentara un alto el fuego, negociando con los carrancistas una posible tregua una vez decidido que sólo actuaríamos contra el invasor.

Arce pidió voluntarios para acompañarle en la misión de paz y partió hacia las afueras de la ciudad, rumbo al camino que desde El Valle llevaba hasta Janos y la arboleda donde es-taban acampadas las tropas de Carranza. Entre los voluntarios se apuntó Pancracio Cantera, recién llegado del Zopilote, pero el mismo Villa le retiró de la embajada cuando supo que había sido también uno de los doce elegidos para ir a la sierra a buscar el arsenal de Brad Morgan.

—Demasiadas panochas para una sola verga —había dicho el general.

Y Pan se tuvo que quedar en El Valle a la espera como los demás, jodido porque era de los que disfrutaban con los líos, y una embajada a los carrancistas le olía —con razón— a pólvora y buenas plomadas.

Salieron finalmente siete hombres de El Valle enarbolando una bandera blanca en el palo de un escobón. Si llamarlo bandera es digno de alguien con una gran imaginación, ya que se trataba de una de las camisas de la tropa, lo de blanca ya era pasarse. Nuestra bandera de tregua, impregnada la camisa del sudor del hombre a quien había pertenecido, y teñida del polvo de desiertos y caminos, admitía cualquier tonalidad entre el ocre y el pardo, pero en ningún caso era de color blanco. Afortunadamente para el sargento Arce y sus seis escoltas, los carrancistas estaban tan sucios como nosotros, e interpretaron correctamente que una camisa con ese grado de porquería era una bandera de tregua.

Tres jinetes salieron de las posiciones constitucionalistas y saludaron militarmente a Arce. Después de quitarles las armas los introdujeron más allá de su línea, llevándolos al bosquecillo donde los oficiales de Carranza habían instalado, cobijados del sol, su puesto de mando para el cerco de El Valle.

El trío constitucionalista descabalgó al alcanzar la sombra de la espesa arboleda y continuó a pie, junto a los nuestros. El sargento Arce fue inmediatamente recibido por el jefe de los carrancistas, un capitán llamado Caballero, al que sin mayor demora expuso las órdenes que traía de Villa.

—Vengo en nombre del general Francisco Villa, jefe de la División del Norte, para tratar con ustedes una tregua.

Desgraciadamente, el mandamás de aquellos carrancistas no mostró ni un ápice del afán por colaborar de que habían hecho gala sus hombres anteriormente en el asunto de los cadáveres.

—¿Una tregua? ¿Qué ha cambiado hoy para que Villa quiera una tregua? Que yo sepa el gobierno de don Venustiano no ha modificado ninguna de sus posturas. Curioso que quiera pactar ahora que le traemos del ala…

—Nada ha cambiado en relación a Carranza, y mi general sigue considerándolo un traidor que los desconoció a él y a Zapata, al pueblo en suma, el mismo día que alcanzó el poder.

Las palabras de Arce fueron duras y directas, y el clima de aparente relajación de la charla cambió. Se esfumó la distensión y se pudo ver como algunos de los hombres que allí estaban con el capitán carrancista echaban disimuladamente mano a sus armas. A pesar de ello Arce continuó.

—El cambio ha venido del norte, capitán, no de Carranza. Ya sabe que millares de gringos han entrado en Chihuahua esta semana. Ante un ataque extranjero debe ser primordial para todos la defensa de México. El general Villa ha dado orden de no gastar ni una bala contra mexicanos mientras dure la invasión, y quiere saber si puede esperar lo mismo de la otra parte.

—Yo creo que a Villa se le ha acabado el veinte y lo único que quiere es escapar de El Valle. Lo tenemos agarradito por los huevos y lo sabe. En cuanto lograse salir de nuestro cerco, empezaría de nuevo a matarme mis guachos o cualesquiera otros de la Constitución.

‹‹Pues no agarran muy fuerte. Yo apenas lo noto, y eso que tengo una entrepierna muy sensible››, estuvo tentado de responder Arce. Pero no lo hizo.

Temeroso de iniciar una disputa dialéctica acerca de por dónde agarraba quién a quién, y qué podían hacer ya que se encontraban en tan poco decorosa postura, Arce calló.

En lugar de provocar el final repentino de las negociaciones a base de burlas, dejó que Caballero blandiera los genitales del general Villa por un tiempo, y se centró en la segunda de sus afirmaciones.

—Eso no es cierto, capitán. La palabra dada por el general asegura que cumplirá con lo que dice.

—Pero su carácter era burlón, y no pudo evitar acabar con una chanza—. Aunado a que no debiera darnos por enterrados, que si hemos visto caer palacios, cuantimás este jacal.

Caballero, poco convencido de que aquel hombre hubiese visto en su vida palacio alguno, y nada impresionado a pesar de tener ante sí al enviado de un hombre que había sido dueño de una de las urbes más populosas de América, ignoró la bravuconada.

Con mucho artificio, se mantuvo impertérrito ante Arce. Después giró, dirigiéndose a sus hombres en una pomposa in-terpretación propia de quien goza de la posición dominante.

Arce, ajeno a esta actitud, optó definitivamente por asumir el papel de manso y educado negociador, y trató de continuar de un modo más conciliador.

—Debe confiar en la palabra del general Villa —insistió Arce—. Está dispuesto a ofrecerle una acción de verdadera buena voluntad. Algo que les convenza de que en cuanto abandonemos El Valle no serán atacados entre que un solo gringo quede a este lado de la raya.

—No seremos atacados cuando abandone El Valle… Unas condiciones muy generosas —rió, altivo, Caballero—. El señor Villa es muy benévolo con nosotros. Conociéndole, cualquiera hubiera imaginado que, cercado y superado en número y ar-mamento, Villa nos ofrecería lamerles el trasero a todos sus caballos y darle un millón de pesos a cada uno de sus muertos de hambre antes de permitirles abandonar El Valle.

Volvió a mirar a sus oficiales y soldados, que reían, divertidos.

—¿Y cuál es esa acción de buena voluntad que propone?

Arce se tragó de nuevo su orgullo.

—El general Villa deja en sus manos escoger dicha acción, también como muestra de buena voluntad. Estaría dispuesto a aceptar un intercambio de hombres que se mantendrían bajo custodia del bando rival hasta que ambas posiciones, las suyas y las nuestras, nos permitan tomar caminos que eviten la con-frontación. ¿Sale, capitán?

Caballero se mantuvo un tiempo callado. En lugar de analizar realmente las condiciones de la oferta que le acababa de hacer el sargento Arce, es más que probable que sopesara las posibilidades reales que tenía de capturar a Villa si la rechazaba. El bocado era muy apetitoso, sí; nos tenían completamente cercados, también; pero los carrancistas ya habían probado nuestro jarabe al intentar tomar nuestras posiciones al asalto.

Una cosa quedaba clara, serían sus propios intereses y no la lealtad patria los que motivaran la decisión de Caballero, desde luego.

Finalmente el capitán carrancista Alfonso Caballero habló.

—Sale, sargento. Trataremos una tregua. Nomás que el intercambio de hombres no me vale como gesto de buena voluntad. Si Pancho Villa quiere tregua, tendrá que venir él mismo acá a pactarla.

Los murmullos y las risas veladas recorrieron las filas de los carrancistas. Al sargento Arce la propuesta le tomó completamente por sorpresa.

—Pero piense…

—No pensaré nada, que duele —dijo Caballero, tajante, suprimiendo todo matiz irónico de su voz—. Nosotros somos los que les cercamos. Si quieren negociar acepten mis condiciones. Si no, vayan remojando lo que se ha de pelar, porque apretaremos el lazo y tendrán que acabar rindiéndose tras el inevitable coste del combate.

Todo lo dijo en tono fuerte, de nuevo altanero. Inmediata-mente después de dar semejante respuesta ordenó a uno de los soldados que había acompañado a Arce hasta la arboleda que los guiase de nuevo hasta el exterior de las posiciones carrancistas, dando así por concluida la negociación.

Desanimados ante tales exigencias, los siete guerrilleros salieron del campamento de los de Carranza derechos a comunicarle al general Villa en que términos se había producido la charla.

Regresaban con la convicción de que rechazaría, desde luego, las condiciones del capitán carrancista, y asumían que no quedaría otra que la lucha para abandonar El Valle antes de que llegasen los gringos.

Mientras, durante el camino de retorno que introdujo de nuevo a Arce y sus seis escoltas en la ciudad, en las posiciones carrancistas, allá bajo las ramas de los árboles, entre pláticas y discusiones, se cocía la celada.

V. La tumba de Villa (2/6)


La oposición entre villistas y carrancistas comenzó siendo algo latente, pero terminó por estallar en sangrientos enfrenta-mientos entre los otrora aliados. Carranza invertía todos sus esfuerzos en ejercer un dominio militar en las zonas que controlaba. Sin embargo, Villa, que obtenía sus recursos de la confiscación de las haciendas de los grandes terratenientes o de las contribuciones que exigía de la agricultura industrial, no se limitaba tan sólo a satisfacer las necesidades de su División del Norte, sino que destinaba estas rentas a sostener a la población civil que contaba con menos posibles.

Esta diversificación social y militar de sus ingresos le colocó en desventaja con respecto a Carranza. Villa fue poco a poco perdiendo su posición dominante, hasta que lo derrotaron en el Bajío y tuvo que retirarse a su plaza fuerte: Chihuahua.

Todo esto ocurrió tiempo atrás, cuando yo aún tenía una familia y para nada me barruntaba que algún día pudiera ver mi vida tan intensamente entroncada con la Revolución. No obstante, el siguiente paso de aquella incierta carrera que llevaría a Villa hasta Columbus habría de suceder ante mis propios ojos.

Ya habían asesinado los sicarios de los patronos a mis padres y estaba yo recién sumado a la tropa villista —como dije una cosa fue consecuencia de la otra y apenas se distanciaron unas semanas en el tiempo—, cuando tuvo lugar la gran batalla contra los constitucionalistas. Fue precisamente Álvaro Obregón quien destruyó las fuerzas de Villa en Celaya durante la primavera de 1915, precipitando la conversión de la gloriosa División del Norte en la mesnada de escasos y entusiastas revolucionarios que éramos ahora; luchando de nuevo en la guerra de políticos y militares maquinadores contra utópicos guerrilleros que era la Revolución mexicana.

Cuando los gringos, siempre deseosos de dominar y explotar todo en lo que ponen sus ojos, vieron que las tornas cambiaban, pasaron a apoyar a Carranza, distanciándose por completo de Francisco Villa, su antiguo favorito.

Villa, molesto por esta traición y por el apoyo que los estadounidenses daban a Carranza —que era causa principal de que los constitucionalistas caminasen hacia la victoria sobre el villismo—, decidió contraatacar y golpear a los gringos en su propio terreno.

Todo lo demás ya lo conocen: puestos a entrar en los Estados Unidos decidimos aprovechar el viaje, que no se sale al extranjero todos los días y siempre está bien traerse algún recuerdo. Fuimos con la intención de regresar con el estafador Bradley Morgan como souvenir, pero no pudimos agarrarle. En su lugar nos trajimos raya abajo un mapa andante del escondite de nuestras armas, con su elegante sombrero, su camisa almidonada y todos sus demás complementos. Pero como no teníamos dólares y sabíamos que robar es pecado —llevábamos un cura con nosotros que nos conducía por el camino justo, aunque a veces estuviese adoquinado de pólvora y balas— nos entregamos al antiquísimo arte del trueque. A cambio del lindo recuerdo con patas de nuestra estancia que habíamos conseguido, y a pesar de que los gringos se hubiesen dado por satisfechos cobrándose tan sólo el largo centenar de cadáveres villistas que quedaron de su lado, tuvimos el detalle de dejarles un pueblo hecho cenizas y catorce soldados rellenos de plomo. De bien nacidos es ser agradecidos, y nosotros lo fuimos allá en Columbus.

Era por todo esto, y ahora ya conocen la historia completa, que en la mañana del decimoquinto día de marzo de 1916 nos vimos cercados por aquellos soldados que durante toda la no-che habían procesionado a Santa Pólvora por los alrededores del pueblito, manteniéndonos encerrados en unas pocas cuadras, ocultos en las casas de la zona del silo.

Estábamos convertidos definitivamente en guerrilleros fuera de toda ley y atrapados entre dos frentes: las tropas de Carranza que nos cercaban en El Valle y los gringos de Pershing, que venían pisándonos los talones desde la frontera con una misión algo más simple: si los carrancistas pretendían afianzar su control sobre México, los gringos tan sólo pretendían aniquilarnos.

* * *

Una compañía enterita del ejército constitucionalista de Carranza se había desgajado fechas atrás del grueso de la tropa que regían Salas y Cano, que se mantenía acampada en Namiquipa desde lo de Columbus. Al frente de ella se hallaba un jo-ven y ambicioso capitán que, viéndose ya con Pancho Villa en su poder, soñaba con un elevadísimo ascenso, paladeando como un chacal hambriento la oportunidad que había visto aparecer ante sí: hacerse con la más apetitosa de las presas que, doliente de recientes luchas, esperaba tras su cerco el momento de ser capturada.

Durante toda la mañana se combatió de lejos, con tiros de rifle mal encaminados y cañonazos que volaban —cuando acertaban, que eran las menos veces— las endebles trincheras que ambos bandos habíamos levantado, precaria y precipitadamente, de madrugada.

Tan sólo una vez se probó el asalto cuerpo a cuerpo. Fueron los carrancistas los que intentaron tomar el pueblo penetrando por un corral situado al norte del silo, pero, asentados en las ventanas de un pajar, una decena escasa de hombres leales a Villa pudo repeler el ataque sin mayores contratiempos. Incluso llegaron a matar a alguno de aquellos carrancistas que habían probado el asalto por las bravas.

Resultó tan simple de rechazar este ataque, que algunos guerrilleros villistas intentaron perseguir a los atacantes y abrir una falla en las líneas de los constitucionalistas, rompiendo de esta manera el cerco. Pero una vez que abandonaron sus ventajosas posiciones, los nuestros fueron un blanco tan fácil como lo habían sido anteriormente los carrancistas. De ese modo perdimos a cuatro hombres y un caballo, que quedaron tendidos en tierra de nadie, entre el silo y la frondosa arboleda donde se habían parapetado nuestros sitiadores.

Estaba más que visto que el intento de tomar por la fuerza el pueblo o la tentativa de la huída atravesando el cerco, su-pondrían una auténtica carnicería. Resultaba conveniente buscar una solución antes de que el sembrado que se extendía entre ambas partes se colmase de cadáveres de uno y otro bando con los que los buitres se diesen jugosos banquetes bajo el sol del desierto.

Fue precisamente a la hora en que más zumbaba el sol, en pleno mediodía, y por culpa de los buitres —o gracias a ellos—, que se dio el primer acercamiento entre los carrancistas y nosotros.

A eso de la una del mediodía, Lorenzo pegaba duro y la agitación pareció calmarse en ambos bandos, inconscientemente sumidos en el sesteo al que aquel abrasador sol de marzo incitaba. Resultaba curioso el clima chihuahueño, ardiente en la meseta pero todavía gélido en las cimas. Mientras el llano parecía anhelar un estío que habría de abrasarlo todo, las cimas se mantenían, lejanas e inhóspitas, bajo los helados recuerdos del casi perenne invierno

Conscientes de que era la hora de comer, un par de carroñeros alados se acercaron hasta el terreno donde se combatía y comenzaron a merodear a los caídos de la mañana. Desde las trincheras se disparaba a los pajarracos para impedirles picotear a los soldados muertos, ya fuesen de uno u otro bando, tratando de evitar el deplorable espectáculo de ver en vivo como a un compañero se lo comen las alimañas. Los buitres, atraídos por la decena escasa de cuerpos tendidos bajo el despiadado sol que pronto comenzaría a pudrir sus carnes, se fueron acercando curiosos al lugar. Cuando la maraña de aves se volvió tan valiente que ni siquiera se descomponía al dispararles desde las trincheras, se decidió, con buen tino desde ambos bandos, el darnos unos minutos de tregua para recoger a nuestros muertos.

Esta embajada fúnebre fue aprovechada por Villa para mandar un mensaje a los carrancistas e intentar concretar con ellos una reunión formal para buscar una salida honrosa a aquel cerco.

Fueron a recoger los cadáveres —cinco en total, incluido el caballo, eran de los nuestros— tres hombres de los que mandaba Pedrosa, guiando a una mula sobre la que pretendían cargar los cuerpos. Los carrancistas llevaban otra bestia del mismo calibre, pero ni la suya era capaz de mantener cierta agilidad cargada con sus cinco soldados, ni la nuestra podía con los cuatro nuestros. Entonces villistas y carrancistas decidieron compartir las mulas para ambos viajes. Montando tres cuerpos en nuestra mula y dos en la suya acompañaron mis compadres a nuestro bicho hasta las líneas enemigas, no fuera que una vez que sus muertos estuviesen allá se nos quedasen al animal. Mas nada de eso pasó, y después que los muertos fueron allá depositados, el que había sido encargado de las mulas carrancistas se ofreció a acompañar a su mula hasta donde estaban nuestros muertos, y una vez allá, hasta las cercanías del silo, para evitar así que desde sus propias posiciones alguien tuviese la infausta ocurrencia de tirotearles mientras andaban ocupados con los muertos.

Durante este recorrido, nuestro mulero aprovechó, incitado desde arriba, para proponer a los de Carranza la idea de que una embajada de villistas visitase sus posiciones para parlamentar acerca de una salida a aquel desafortunado encuentro.

Después, cuando el de la mula carrancista —o, mejor dicho, la mula que traían los de Carranza; Dios mantenga a las pobres bestias en su salvaje y bendita neutralidad, y las libre de tomar partido en las disputas de los hombres, ridículas en su mayoría— volvió a sus líneas con esta oferta de diálogo proveniente de Villa, tanto él como especialmente su jumento fueron muy jaleados por las gentes de ambos bandos. En medio tan sólo quedaron el caballo y varios grajos picoteando en sus tres ojos.

V. La tumba de Villa (1/6)


¡Pobre Pancho Villa...!
fue muy triste tu destino;
morir en una emboscada
y a la mitad del camino.
CORRIDO DE LA MUERTE DE PANCHO VILLA



Campesino, fugitivo, guerrillero, general, héroe. Ése fue el ascenso de un hombre con tantas definiciones como lenguas las hiciesen. Ése fue el camino que había seguido Francisco Villa hasta este momento de nuestra historia; el amanecer de un 15 de marzo, cuando después de ciertas caídas y recuperaciones, no se encontraba precisamente en el cénit de su trayectoria.

Su estrella parecía volver sobre sus pasos. Con su ejército diluyéndose a marchas forzadas, y su condición heroica siendo puesta en duda por no pocos traidores, la vida le devolvía de nuevo a sus primitivos pasos de guerrillero en las sierras de Chihuahua. Quién sabía entonces si el Centauro del Norte cabalgaría de nuevo victorioso o al final terminaría encontrándose de nuevo con la tierra; quizás labrándola como cuando era chavo en su aldea, puede que —como muchos deseaban, entre ellos lógicamente los carrancistas que entonces le cercaban— fundido con ella en un abrazo eterno.

Quien no viviera la Revolución, como yo lo hice, o no conozca de fuentes verídicas sus pormenores, no comprenderá las causas por las que Pancho Villa era perseguido por las tropas de Venustiano Carranza, quien por aquel entonces ya se había convertido en el hombre fuerte de México. Habrá a quien extrañe aún más este enfrentamiento cuando sepa que tiempo atrás Villa y Carranza fueron aliados en la lucha contra el dictador Huerta, y que en gustosa unión lograron derrocarle. Pero cuando Carranza alcanzó el poder tras la caída de Huerta, comenzó a abrirse la brecha entre ambos líderes norteños.

La suerte —o la decencia— siempre colocó a Pancho Villa del lado de los perdedores, quizás debido a que, gobierno tras gobierno, siempre era el pueblo el que perdía, y Villa siempre se mantuvo de lado de los humildes. A todos cuanto esto ignoran les contaré ahora cómo tuvo lugar este divorcio.

Tras su sangriento golpe, Huerta tan sólo se mantuvo quince meses al frente de México, desde la primavera de 1913 hasta el verano del año siguiente. Fue expulsado del poder por los mismos que habían echado a Porfirio, y prácticamente siguiendo los mismos pasos. No habían luchado Villa y Zapata durante meses contra un primer tirano para dejar el poder a esas alturas en manos de otro hombre igual al que habían combatido. Y vencido.

Sin embargo, fue Venustiano Carranza quien comenzó las hostilidades contra Huerta. Desde su puesto de gobernador de Coahuila decretó la ruptura del pacto federal, lo que hacía que la soberanía volviese a los estados mexicanos, en lugar de pertenecer al poder central. Se cumplían por entonces tres largos años de Revolución, y muchos se sumaron de buen grado a la labor de derrocar otro tirano. De esta manera, convencidos de que les resultaba igual el bocado de perro que el de perra, el Norte y el Sur volvieron a alzarse en armas.

Pancho Villa en Chihuahua, Álvaro Obregón en Sonora o Emiliano Zapata en Morelos, entre otros, se sumaron a Carranza y combatieron al ejército federal de Huerta. La guerra volvió por los derroteros que había tomado en los primeros tiempos de la Revolución, cuando el enemigo aún era Porfirio.

Mediante acciones aisladas, siempre con el apoyo de las clases populares reconvertidas en milicias, y sin necesidad del enfrentamiento en grandes batallas, lucharon contra las huestes del asesino Huerta.

El Ejército Federal terminó sucumbiendo a este hostigamiento y se rindió hacia verano del catorce, disolviéndose. Muchos de sus oficiales se reengancharon en alguno de los nuevos bandos que estaban a punto de nacer, mayoritariamente en el menos reformista de Carranza. Y es que a los que no movió a las armas la búsqueda de la libertad contra un dictador porque ya provenían de tradición castrense, cumplían a la perfección aquello del parasitismo social y el escaso entendimiento de esa clase, la militar, que cuenta la coplilla; y no sabían hacer otra cosa que mandar a cuatro incautos o aprovechar su puesto de poder para oprimir a muchos más de cuatro. Como había sido toda la puta vida.

El primer día de octubre de ese año catorce los vencedores alcanzaron la capital, consumándose su triunfo, y se citaron para el día diez del mismo mes.

La Convención Revolucionaria tuvo lugar en Aguascalientes, y en ella nacieron los desacuerdos que hicieron tomar a Villa el camino que, mucho tiempo después, nos había llevado hasta aquel cerco.

Durante la Convención de Aguascalientes todos los grupos revolucionarios mostraron sus diferencias. Villa continuaba promoviendo una liberación de las clases más desfavorecidas: expropiar a los ricos para dar a los pobres. Continuar desde el poder la labor que llevaba haciendo en el monte desde siempre. Su programa agrario también pensaba en el día después de la guerra. Preveía el reparto de tierras entre huérfanos, viudas y demás damnificados, así como entre los soldados, reintegrándolos de este modo en la sociedad civil.

Zapata, por su parte, defendía la autonomía regional, el autogobierno de los distintos pueblos mexicanos y, por supuesto, la redistribución de las tierras. Pronto ambos bandos vieron sus indudables coincidencias y se mostraron como buenos aliados.

Las tesis de Obregón también eran similares: buscaba desarrollar los movimientos obreros y dar protagonismo a los pequeños agricultores.

Mientras tanto Carranza, germen y Primer Jefe del movimiento antihuertista, se mostraba más partidario de establecer de nuevo el orden en un país asolado por años de guerra que por efectuar verdaderas reformas sociales.

—Señores —había hablado Carranza ante el afamado auditorio de Aguascalientes—, es prioritario mantener el orden interno. No podemos regir sin contar con la ley. Sin ley no es posible una Nación.

—Sin hombres no hay Nación posible. Y si no tienen qué comer, tampoco quedarán hombres en México —replicó Zapata.

Villa y Zapata se mostraban firmes en sus posiciones y no admitían la menor postergación de tan necesarias reformas.

—No es posible acelerar movimientos sociales de ese calado sin una base jurídica que los ampare —defendió Carranza, tratando de convencer a los dos líderes agraristas—. Obrar así nos llevará de nuevo a la guerra civil.

—Obrar así nos llevará al pan —zanjó Villa—. Y llegaremos al pan, no lo dude, don Venustiano.

Viendo tan abierta oposición —los jodidos pobres, siempre pensando en comer, y los jodidos Villa y Zapata, siempre de su lado—, Carranza se retiró de la Convención. Obregón, a pesar de que sus posiciones eran más cercanas a villistas y zapatistas que al Primer Jefe, se quedó de lado de éste, manteniendo sus tropas fieles a Carranza. Entre los que allí quedaron, Villa fue elegido como Jefe y ocupó la Ciudad de México. Carranza, que sin el apoyo de Villa carecía del poder militar suficiente para controlar el país, se retiró a Veracruz. Desde allí se preparó para acabar con Zapata y, especialmente, con Villa y su poderosa División del Norte.

IV. Amor de madre (5/5)


Se volvió loca, y he de reconocer que me dio verdadero miedo. Si por cualquier razón necesitan ustedes reprimir una erección, les aconsejo este método. Ni agua fría, ni relajación, ni nada. Miedo. Cuando tienes verdadero pavor no te la levanta ni un regimiento de cabareteras.

No me resulta costoso aceptar que cuando la moza se puso pendeja me cagué —por los pelos no literalmente— y huí. Yo, alguien a quien se le debía considerar un valiente guerrillero de la Revolución, saliendo por patas delante de una güerita desarmada. Pero el miedo es libre, y no se demuestra la valentía en un combate o en un asalto, pues en el momento de plena acción todo el mundo tiene miedo. Y es este miedo el que te ayuda a poder contarlo y a tener la oportunidad de volver a pasar miedo en una fecha posterior. La valentía se demuestra cuando, lejos del campo de batalla, del asalto o de la emboscada, tu sargento pide hombres con arrestos para sumarse a ella y tú lo haces, y te apuntas al juego que puede que acabe en una muerte que en esos momentos te pilla realmente distante. Después, entre el olor de la pólvora y el fragor de las balas y los cañonazos todos tienen —tenemos— miedo.

En aquel momento no había cañones ni rifles, pero creo que el más valiente se hubiese arredrado. Cuando instantes después de abrir la puerta de la alcoba, la dulce señorita sobre cuyos encantos habíamos bromeado Cristino y yo por la tarde en el mercado fue plenamente consciente de lo que allí estaba ocurriendo, de su rostro se borró toda dulzura y sus facciones se volvieron duras y peligrosas como las de una pantera herida.

Su gesto era tan aterrador, tan despiadadamente asesino, que aún hoy creo no equivocarme mucho si afirmo que de echarme el guante allí, mientras yacía junto a su madre, me hubiera desollado con gran deleite. Allí no había ningún sargento reclutando, así que bien estaba el acojonarse un poco.

Cuando Satanás disfrazado de güerita se abalanzó sobre la cama para sacarme el corazón y comérselo —o quizás hacerme algo peor—, pegué un salto hasta la puerta y salí zumbando de allí, escaleras abajo, hacia el comedor y después hacia la calle. Y corrí. Corrí como un cobarde, sí, pero un cobarde entero. Con los pantalones a medio subir y la bandera ya a media hasta, como fiel reflejo del fúnebre destino que me habría esperado de caer en manos de la joven gringa.

* * *

Desarmado como estaba no era muy aconsejable volver al Zopilote ni andar vagando en la madrugada como gato callejero, y poco a poco me fui llegando hasta donde estaban Pancho Villa y los demás, junto al silo.

Al pasar junto a la plazuela de la iglesia me extrañó escuchar un ruido a lo lejos. Parecía gente en marcha, una especie de romería o procesión, pero ninguno de nosotros tenía noticias de que semejante acontecimiento se estuviese celebrando en El Valle por aquellas fechas. Al fin, cuando dejé atrás los muros de la iglesia y pude ver campo abierto, divisé a lo lejos el acontecimiento del que procedían aquellos ruidos.

En efecto se trataba de una procesión, pero en lugar de beatos paseando vírgenes o santos, eran hombres de uniforme sacando a procesionar media docena de cañones, que conducían en sigilosa marcha hacia el este de la ciudad, rumbo a la arboleda que se alzaba a una legua del silo.

Como los gringos se encontraban demasiado lejos de El Valle para habernos dado alcance en las escasas horas que llevábamos asentados allá y entre la columna de los cañones se distinguían los tonos ocres de los uniformes, había que desechar la posibilidad de que fuesen los hombres de Pershing.

Se trataba de constitucionalistas, soldados de Carranza que se querían unir a la caza. Y en aquella fecha y en aquella ciudad de El Valle, la única veda que quedaba abierta era la del guerrillero, por lo que tan sólo había una pieza que cazar: el general Francisco Villa. Puritita caza mayor.

Salí corriendo como un gamo hacia el silo, y una vez allá pude contar a nuestra gente todo lo que acababa de ver, sin ob-viar detalle alguno; desde la sospechosa presencia vespertina de un sheriff norteamericano en el mercado hasta la espectral aparición nocturna de una columna de constitucionalistas con seis cañones.

Las tornas parecía que cambiaban, y no para bien, precisamente. Villa, temiendo que un asalto constitucionalista a la ciudad le hiciese perder a su rehén gringo, quiso tener de nuevo a los doce del arsenal consigo, así que mandó traer hasta el silo a mis compañeros y a Holmock. Consideró demasiado peligroso que me acercase de nuevo a la posada, por lo que envió a otros hombres a buscarlos mientras yo descansaba, totalmente sobrio ya después de los últimos sobresaltos, junto a la tropa del silo.

No acabaron ahí las labores de Villa durante aquella madrugada. Tras enterarse gracias a mi apresurado relato de que el sheriff de El Paso estaba en la ciudad, a su alcance, me juró que lo mataría con sus propias manos, como reparación a lo que el gringo les había hecho a mis compañeros y a su apreciado capitán Tenorio.

—Que ese bastardo disfrute del alba que viene, porque nomás va a tener esta quitado de la pena, y de inquietud le quedan las pocas que haya hasta que estas manos lo echen al pico.

* * *

Yo jamás volví al Zopilote. Ni aquella madrugada, ni nunca. Antes del amanecer mis compañeros ya habían sido devueltos a la unidad del silo por la patrulla que el general mandara en su busca. Ninguno de nosotros se arrimó más por la posada. Todos los apóstoles perdimos nuestras prebendas, y yo la bendición de que calmaran convenientemente el dolor de mi brazo quemado. Pero sobre todo perdimos para siempre la posibilidad de tratar con aquellas lindas mozas de la capital, valientes combatientes, guerrilleras a su manera, entre las que la propia Adelita acabaría sobresaliendo, convirtiéndose, gracias a leyendas y corridos, en un personaje de la Revolución tan famoso como los propios generales que en ella combatieron.

Y hablando de corridos, años después, el sin par Cristino cumplió al fin su sueño de formar una banda, y quiso que la gente recordase aquella historia de los tiempos de la Revolución, componiendo con ella uno de los más famosos que durante años se interpretaron en todo México:

Dos decenas más uno
por la migra detenidos;
era marzo, fue en El Paso,
y allá los quemaron vivos.

Queman sus cuerpos,
prende su carne,
pero lo que arde
es su dignidad.

Tomándole su pistola
le dio un tiro y despachó
desnudo al yerno del sheriff
y a México se escapó.

Éste era Luciano Fuego
y algunos días después
volvió a topar con el sheriff
y yo se lo narraré.

El sheriff fue con su hijita,
a El Valle para vengarlo.
Lo hallaron en el mercado
mas no pudieron cazarlo.

Olvidando el mal encuentro
fue a dormir a la posada,
pero antes de ir al jergón
le dio al zumo de cebada.

Borracho como una cuba
conoció a una gentil dama,
resbalosa, y de la mano
fueron a probar la cama.

Pero en mitad de la prueba
alguien sorprendió la acción:
era la hija del sheriff
y de la dama en cuestión.

Enloqueció la güerita
y embistió como un torito
cuando vio a Luciano Fuego
haciéndole un hermanito.

‹‹Con mi madre, ¡miserable!
Mandaste a mi hombre a la tumba
y ahora te vengo a encontrar
hurgando en sus catacumbas.››

La noche antes de cavarle
la tumba al general Villa
Luciano Fuego cavó
en el coño de una gringa.


Siempre le agradecí tal honor a Cristino, quien siguió componiendo y añadiendo a estos versos, más o menos verdaderos, algunos otros que resultaron muy fantasiosos, como se suele hacer en algunos corridos para exaltar más aún a la persona cuya historia se cuenta. Tuvo el detalle de obviar que salí corriendo de las garras de una linda güerita, pues aquello no me daba mucho aire de héroe. Así pues, como todo lo demás en esta historia es verdadero, y por no parecer ególatra, iré directamente a por la última de las estrofas de estos Días de Fuego —pues así fue como Cristino, el mariachi más obsceno que pudiera conocerse, bautizó mi corrido—, y que, sobre el fondo de las trompetas de su banda, podía oírse así:

En las sierras y desiertos
a los gringos combatió
pero fue en aquella alcoba
donde mejor los jodió.

IV. Amor de madre (4/5)


Me giré y pude ver a una mujer en camisón bajo el quicio de la puerta que lindaba con el primer escalón. Entorné los ojos, pero ciertas cantidades de alcohol no son buenas amigas del correcto enfoque ocular, así que me resultó imposible reconocerla.

Probablemente la mujer había despertado con el ruido de los cacharros cayendo en el cuarto de las enfermeras —si es que alguien podía dormir allá arriba con el ruido que mis compadres, los mariachis y hasta hacia unos minutos yo mismo, dábamos abajo.

Poco a poco, y con no poco esfuerzo ocular, se me fueron haciendo visibles los rasgos de la dama. Era una mujer bien parecida y escasamente tapada, y mis sentidos se desentumecían por momentos ante semejante panorama.

La miré de nuevo y analicé: discreta, elegante y entrada ya en años; frisaría los cincuenta, calculé. Después, en pleno delirium tremens, incrementé el riesgo de mi valoración. Cuarenta y siete con diez meses, tauro, me decía mi anegada visión. De buena familia, sin ser rica. Creyente, pero no hasta el extremo de resultar piadosa; aunque la castidad, la pureza, la contrición y el sobrio comportamiento estaban sin duda entre su lista de virtudes. Recatada, en suma.

El alcohol siguió elucubrando por mí. Sin lugar a dudas, una señora de bien desvelada por el escándalo de la madrugada en una cantina. No acostumbrada a esa clase de jolgorios, probablemente. Respetable matriarca. Jovial y trabajadora. Mañosa entre fogones, sin duda. Con gran maestría en la fabricación de empanadas. Lamentablemente, pensé —o como quiera que se le llame a la ridícula función que ejerce el cerebro cuando se encuentra flotando en tequila—, no se le daban tan bien los guisos, que solían salirle demasiado aceitosos.

Con la que llevaba encima, era imposible no clavarla en todas mis apreciaciones.

Cuando tan absurda reiteración de incoherencias alcohólicas se apoderó irremisiblemente de mi decidida voluntad de dirigirme arriba a descansar, me planté, ojos ridículamente entornados, pies quietos y cuerpo tambaleante, y me mantuve frente a ella todo lo erguido que pude, escudriñándola de muy cerca.

Llevaba el pelo recogido en una redecilla y tenía los ojos asombrosamente claros. Me había dedicado una amplia sonrisa mientras la escrutaba, y al plantarme frente a ella hizo ademán de volver a tocarme el culo. No daba la impresión de que pretendiese recriminarme el ruido con que la había despertado. Más bien al contrario, parecía haberse encaprichado conmigo.

He de reconocer que no era tan casta como mi observación había previsto. El recato tampoco abundaba bajo aquel camisón celeste. Y resulta que sí, definitivamente hube de admitir que me encontraba tremendamente borracho. Es probable que no fuera adecuado fiarme de mis pálpitos en ese estado. Puede incluso que debiera desoír la invitación para catar las supuestamente deliciosas empanadas de la señora; en el hipotético e improbable caso de que algún día me encontrara ante semejante ofrecimiento, desde luego.

En su lugar, el ofrecimiento recibido fue muy distinto.

Quizás fue porque le gustaban los hombres barbados y en aquel México de revolucionarios que lucían enormes bigotes yo era de los pocos que se dejaba crecer la barba a su antojo en toda la cara, o quizás pudo influir también el pequeño detalle de que la mujer también estaba como una cuba y que era un poco suelta, por no decir que a renglón seguido resultó ser más puta que las gallinas.

Sobra decir que ahí acabó definitivamente mi ascenso hacia el piso superior. Dicen que en tiempo de guerra cualquier agujero es trinchera, y mi mermado entendimiento de borracho alcanzó a vislumbrar la posibilidad de dar con una buena caponera allá mismo. Con más tequila que sangre en las venas y una hembra en semejante disposición, decidí pernoctar en aquel piso, pues ya habría tiempo de subir escaleras otro día; además, no resultaba nada improbable que me partiese la crisma al intentar alcanzar la planta superior.

He de admitir que, en aquel momento, la posibilidad de partirme la crisma ni siquiera fue contemplada. Y que si el órgano que en aquel lance me hacía las veces de cerebro hubiera dictado que el camino adecuado era a través de la cornisa exterior de la posada, lo hubiera seguido gustoso. Por más riesgos o equilibrios que eso implicara.

Un equilibrio que, obviamente, no era mi sentido más afinado en aquel momento. Es más, creo que estaban todos desafinados. Quizás el olfato era el más atento, porque olía a pescado y no se equivocaba.

La mujer se apresuró a registrarme las calzas, buscando voluntarios para la batalla, tan segura de hallarlos allá como de encontrar moscas en una piara. Y, cómo no, encontró una. La muy pendeja, que antes se escondía cuando la sacaba a vaciar la alberca, y se escurría rebelde hasta el punto de salpicarme las botas y mojarme los pantalones —tristezas de borracho—, ahora saludaba emocionada, pidiendo a gritos su turno para unirse a la jarana. Qué época la nuestra, llena de vagos y malos compadres, en la que al final resulta que a una fiesta todos se apuntan, pero cuando la chamba es ingrata ya no puede contar uno ni con su propia polla.

Justo después de aquello, y volviendo sobre los mentados sentidos, cuando la mujer dejó de reírse como la vieja borracha que era e intentó hablarme, creí que incluso el oído me fallaba. Balbució la señora algo que me resultó ininteligible, lo que no era nada anormal dado el estado en el que ambos nos encontrábamos. Más allá de no entender ni coma de lo que me decía, había algo raro en vago palabreo. Algo que descubrí, asombradísimo, cuando la mujer volvió a dirigirse a mí.

Come with mammy, baby —me susurró.

Dicen en México que por las hojas se conoce el tamal que es de manteca. Algo similar a lo que se dice en España de blanco y en botella, leche; o lo de con corbata y en escaño, ladrón, que creo que también se estila mucho. Pues bien, dada la remota posibilidad que existía de encontrar en una posada de El Valle a una mexicana de tez pálida y ojos claros que cuando anduviese tomadísima se convirtiese en angloparlante, las tres neuronas que aún me quedaban de guardia en aquel momento y que no se afanaban en izar mi bandera me dieron la solución a los enigmáticos balbuceos: me estaba tirando a una gringa, con todos mis cojones.

* * *

Reparé en el anillo de su mano izquierda al mismo tiempo que por mi mente cruzaba cierto pensamiento de asombro ante el desparpajo de la señora. Se notaba que sabía lo que se hacía. A buen seguro que allá tras la raya viviría en una buena mansión, pues a su marido le costaría Dios y ayuda el caminar de frente en una choza de pasillos estrechos. Además de un esposo tenía un perchero, qué suerte tenía la gringa, casada con alguien tan polifacético.

Charge, little bull, charge bully —volvió a gemir.

Hablaba más en la cama que un cura en un sermón. Bully, me decía la muy perra. Para toritos el que le había dado las arras a ella el día de su boda.

Y allí seguimos, tratando de prender la yesca, roce arriba roce abajo, entre grititos y gemidos, uno en castellano, otro en inglés, el siguiente en el idioma universal del ‹‹métemela más adentro a ver si encuentras carbón››, hasta que más que una respetable turista estadounidense pareció una pastora de los Picos de Europa pegándole voces al rebaño.

I´m cumming! —dijo una de las veces mi gringa parte¬naire.

Algo así como ‹‹me corro›› que no pude traducir entonces, pues a pesar de los esbozos de ciertas prácticas propias de Onán ya mencionadas, mi buen inglés databa de la época en que viví entre la hulla de Gales, de los nueve a los once años, y ciertos fluidos corporales quedaban lejos de mi infantil vocabulario de guaje angloparlante.

Y eso fue lo último que recuerdo antes de que se abriese la puerta.

* * *

La silueta, recortada contra la luz que entraba por el pasillo, me resultaba familiar. Durante un segundo pude ver en su cara una muestra de vergüenza, provocada por haber sorprendido a una pareja en plena acción, convencida de haberse equivocado de cuarto. En un instante el rubor que enrojecía la palidez de su rostro se convirtió en incredulidad cuando vio a la mujer y comprobó que, para su desgracia, no era así y efectivamente se trataba de su habitación. Entonces la reconocí: era ella.

Allí estaba, plantada en la puerta; la güerita del mercado, retoño de la autoridad, la que me había mentado a mi vieja por la tarde.

La mueca de incredulidad le duró aún menos que la anterior de rubor cuando reconoció al hombre —a mí—, y la ira transfiguró su cara: sus ojos azules, su cabello rubio, su blanca sonrisa, y su frágil aspecto de niñita desaparecieron cuando la poseyó el mismísimo demonio. Cosa hasta cierto punto normal, por otra parte, cuando descubres que el hombre que mató a tu marido se está tirando a tu madre.

IV. Amor de madre (3/5)


Llegamos a la Posada del Zopilote cuando ya caía la noche, con el corazón saltando dentro de nuestros pechos y los pulmones asfixiados, después de correr entre las gentes del mercado y volar por las callejuelas que circundaban la iglesia mayor de El Valle.

Traíamos la sangre en ebullición y la excitación propia de dos críos que acaban de hacer una trastada y escapan del lugar de sus fechorías. Aunque mi fechoría en El Paso no había sido, ni mucho menos, una chiquillada; y el oscuro presagio tras el encuentro con el sheriff tampoco era, precisamente, cosa de niños.

Una vez en la posada referimos lo sucedido al cabo, quien se mostró tan asombrado como yo, e incluso más preocupado, por la extraña presencia un sheriff estadounidense en pleno México.

Decretó el cabo Pascual que nadie abandonase la posada aquella noche, con lo que quienes habían planeado una salida en busca de farra la vieron repentinamente abortada, esfumándose la que iba a ser su única noche libre entre el ataque sobre Columbus y nuestra próxima partida en busca del arsenal de Bradley Morgan.

No sé cómo lo tomaría el resto, pues algunos como Cristino ya habían hecho cantidad de planes a la vista de lo bullicioso de la ciudad. No había aprendido nada de nuestro encuentro vespertino; y de haberlo hecho, tras sopesar la opción de callejear hasta la madrugada por una ciudad repleta de enfermeras por una parte, y los riesgos de la salida por otra, había decidido que no valía la pena desperdiciar la noche. Por mi parte, puedo asegurar que a mí no me supuso un contratiempo en absoluto.

—¿Cómo vamos a quedarnos acá, mi cabo —preguntó quejumbroso Cristino—, si tenemos luna llena?

—No jodas, chinaco. ¿Qué pinta acá la luna?

—Cómo se nota que es usted de secano, mi cabo. Nomás que con luna llena suben las mareas y se abren las almejas. Eso todos los que conocemos el océano lo sabemos.

—Tú estás mal de la cabeza, Cristino —acertó a responder el cabo Pascual—. No me carguen y quédense todos aquí quietecitos hasta mañana. Y las ansias de mariscar se las aguantan.

Maldita era la gana que yo tenía de abandonar el Zopilote y salir en busca de parranda existiendo la posibilidad de toparme con el sheriff; aunque más tarde todo saliese del revés, y cambiasen radicalmente tanto mis intenciones como la fuente de mis temores.

* * *

Caída ya la noche nos juntamos los catorce —pues Adelita y Rubén Lobo se sumaron de nuevo a nosotros para la cena— en la misma mesa del rincón en la que habíamos almorzado y que ya parecía reservada por el mesonero para los hombres de Villa. Todos bien aposentados junto al ventanal y justo frente a la tarima desde la que unos mariachis amenizaban la velada. Estábamos en guerra, sí, pero la música y el baile continuaban latiendo en la sangre de México. Y nosotros éramos México.

Después de cenar Adelita se excusó, como había hecho en la sobremesa, y dejó nuestra compañía para retirarse a su habitación del primer piso, junto a la sala de curas. Y es que ‹‹los heridos no conocen de horarios››, como ella dijo, y desde primera hora de la mañana al hospitalito irían llegando guerrilleros necesitados de sus cuidados y de los de sus compañeras. Eso si había suerte. No sería la primera noche que pasaba en vela atendiendo a algún paciente de urgencia. La muerte también reclama lo suyo de madrugada.

Una vez que la mítica Adelita nos dejó, sin la coacción de la presencia de una dama en nuestra mesa, la plática recobró sus cauces habituales: cabalgadas, tiros, tragos y ansias de libertad. Los indómitos cimientos de nuestra Revolución. Y también mujeres. Sobre todo mujeres.

No es de extrañar que entre semejantes composiciones siendo bañadas con abundante cerveza, la cosa se nos fuera yendo de las manos.

Al principio el posadero en persona era quien nos servía, confortado por la presencia en su establecimiento de las mentadísimas enfermeras y de un grupo de guerrilleros cuyo buen trato —como entonces nos confesó el cabo Pascual— había sido solicitado directamente por el general Villa.

Con esta carta de presentación, el dueño del local, gran simpatizante de los revolucionarios, se deshacía en atenciones hacia los comensales que habitábamos la mesa del rincón. Pero cuando dejamos de ser comensales y pusimos todo nuestro empeño en ser los mejores bebensales del local, el dueño se hartó un poquito de nosotros y mandó a una de las mozas a servirnos. La pobre cantinera no tuvo la suerte de encontrarnos tan sobrios ni tan caballerosos como lo habíamos sido con nuestra anterior compañía femenina, y aguantó brava todo lo que le llovió desde el rincón, acercándose hasta nuestra mesa cada vez que requeríamos de más chelas, cosa que ocurría con extraordinaria frecuencia.

Cuando dimos con las existencias de cerveza del local, y por no hacer de menos a las bebidas nacionales, también le pegamos un poco al pulque y al tequila. No fue a lo único a lo que se le pegó, porque en una de las visitas de la cantinera Carlitos el Macaco quiso palpar de qué estaban hechas las nalgas de la chava y se llevó una jugosa hostia en la cara de parte del cabo Pascual. Nuestro oficial, aún tomado hasta las trancas cómo íbamos los demás, no estaba por la labor de permitir que nos propasásemos con la cantinera; a pesar de que en ocasiones él también se dejaba llevar y la sobaba un poco, aunque fuese tan sólo de palabra.

Entre las lindezas que después de los primeros dos millones de tragos de tequila —quizás alguno menos— pudo escuchar la chava, el propio cabo la deleitó con un ‹‹dueña, te iba a comer el culo aunque lo tuvieses llenito de mierda.››

Supongo que al cabo le debió parecer haber sido de lo más romántico, porque cuando el gran Cristino —siempre tan poeta, el morro— le preguntó de seguido ‹‹¿me dejará rebañar las petacas después, mi cabo?››, el pobre se llevó otro lindo arreón. Que eso ya no debía resultarle al cabo nada poético.

Después el cabo Pascual se sentó de nuevo, tranquilo, y habló con la misma voz pausada con la que un padre reprende a su hijo. Haciéndose cruces de la paciencia que debía tener para controlar a sus alocados hombres y zanjando a su manera el incidente.

—Hablen bien hombre, hablen bien… que no cuesta una puta mierda.

Tan sólo el padre Blanco, por causa de su oficio o quizás de su educación —porque bien se sabe que estar a dieta no le impide a uno leer el menú—, y también el gringo, que casi no entendía el castellano, se mantenían al margen de tan excelsa poesía.

Y así, entre tragos, piropos, más tragos y canciones —los pobres mariachis que amenizaban la velada en la cantina del Zopilote acabaron hartándose de nuestras peticiones y de la insistencia de Cristino para que le dejasen cantar algo con ellos— se fue viniendo la madrugada, con el de Tijuana encaramado a la barra al ritmo de La barca de Guaymas. Es de justicia reconocer que no lo hacía mal del todo, al fin y al cabo, aunque no hubiese sobrado algo menos luctuoso.

Mucho tiempo después, tras muchas botellas más, y no pocos comentarios acerca de la belleza de aquellos ángeles que curaban nuestras heridas, en especial de nuestra invitada de cena Adelita, llegado el momento en que me di cuenta de que me costaba encontrármela para mear, me eché la del estribo, abandoné nuestra mesa y enfilé hacia el piso superior, más borracho que Huerta, en busca de la cama. Y juro que mi intención en ese momento era encontrarla yo solito.

Fueron una docena de gráciles pasos hasta el comienzo de las escaleras; recorrí el camino tan bizarra y desenvueltamente que apenas me llevé por delante cuatro sillas. En el momento en que el mundo se empinó ante mí, la cosa fue bastante peor.

Cuando la pierna derecha abandonó el contacto con el suelo en busca del primer escalón, la izquierda, agraviada por quedar sola en mi batalla con la gravedad por mantenerme erguido, dijo nones. Perdí mi precario equilibrio y me balanceé, venciéndome sin remedio ni reflejos hacia babor, donde la pared impactó contra mi brazo sano y evito la caída.

En mi siguiente intento de dar un paso y por no ser menos que su compañera, la pierna derecha flaqueó también. Pero yo, ágil e inteligente como un ánade cojo, había supuesto ya esta contingencia, y fueron mis manos las que frenaron el impacto, evitando que mi muy maltratado brazo derecho recibiera el impacto de la pared.

Con semejante elegancia, y en un tiempo récord de menos de cinco minutos, completé mi estética ascensión hasta el penúltimo escalón. Pero, oh, maravilla, por artificio de cualesquiera que sean las musas que pueblan el cerebro de un hombre tras su edad en vasos de tequila, aquel penúltimo escalón se convirtió repentinamente en el último. Cuando mi pie izquierdo volvió a alzarse para completar la ascensión, no encontró el apoyo esperado a la distancia deseada y pie, pierna, cintura y todo lo que había después, desde allí hasta mi crisma, acudimos raudos a la pétrea llamada del suelo.

Mis abotargados sentidos apenas sufrieron tras el impacto, y con la agilidad de una tortuga me rehíce en mi verticalidad perdida, con la mente aún puesta en botellas, canciones y en la belleza de las enfermeras; sobre todo en Adelita.

El alcohol había hecho bien su trabajo y, una vez erguido de nuevo, yo me encontraba bastante perdido en el amplio pasillo del primer piso, donde debían de andar reposando las enfermeras.
Lo crucé, y al llegar al final tuve que apoyarme de nuevo para no vencerme contra el suelo, esta vez contra la puerta de la sala de curas. Pero ésta estaba mal cerrada y cedió, cayendo yo trompicado hasta dentro, donde tropecé con algunos útiles metálicos que hicieron no poco ruido. Una vez salí del cuarto enfilé el resto del pasillo, alcanzando las escaleras que subían arriba, hacia mi cuarto, en el momento en el que sentí una mano en el trasero.

IV. Amor de madre (2/5)


Formamos una fila en el pasillo de la primera planta, frente a una de las salas que las enfermeras habían habilitado como sanatorio. Yo charlaba con Kiche mientras esperábamos nuestro turno. Por suerte o por amistad con la gente de su tierra, el Chilango había entrado el primero. Cristino Vallejo, de Tijuana, el segundo más joven de los doce tras de mí, que era quien nos precedía en la espera ante el cuarto de las curas.

La charla era animada, sobre todo con los que se hallaban más cerca, y así pude saber que el mentado Cristino me sacaba tan sólo cinco años, que había venido hacía siete meses de las costas del Pacífico a este nuestro México profundo a unirse a las tropas de Villa, y que era músico profesional —o al menos decía serlo.

Lo que no dijo, ni falta que hizo, pues se notaba a la legua, era que entre tanta hembra al de Tijuana le faltaban ojos y le sobraba lengua, pues en todas ponía la vista y para todas tenía un comentario.

El Chilango y Cristino, que se mantenían en buen estado de salud, apenas pasaron unos minutos dentro de la sala. Mi brazo quemado requirió algo más de atención.

La enfermera que lo revisó puso mala cara; me limpió y me dio vendas nuevas, pero no quedaba conforme con el aspecto de mis quemaduras, y una vez que terminaron las curas fue en busca del cabo Pascual y le sugirió que el soldado del brazo llagado debería aplicarse cierto medicamento. El fármaco resultó ser un ungüento que las enfermeras preparaban, un emplasto a base de hierbas que desgraciadamente no tenían allí, pero del que me sería muy fácil servirme, ya que disponían de buenas cantidades en el almacén.

El almacén estaba en el silo donde habíamos dejado a Villa y al resto de los nuestros, así que tocaba cruzar El Valle de nuevo. Les pedí a los otros dos que habían sido atendidos antes de mí que me acompañasen a dar una vuelta por el pueblo, ya que, sabiendo que tenía que salir, el cabo me había encargado cierta lista de pertrechos que creía que nos iban a ser útiles en el camino: unos odres para guardar agua, material para herrar caballos y buen número de cuerdas, entre algunas otras cosas. El Chilango se disculpó, aduciendo que le gustaría quedarse a platicar con su amigo Rubén, así que tan sólo Cristino se vino conmigo a por mi ungüento y las provisiones para el cabo.

* * *

Nos acercamos los dos hasta el mercado, que a esas horas de la tarde estaba en creciente ebullición. Después de localizar todo aquello que el cabo requería y solicitar que llevasen hasta la posada lo que no podíamos cargar entre los dos, aprovechamos lo ambientado del lugar para fundimos con el gentío, curioseando entre los puestos de comidas. En una de éstas vimos frente a un puesto de verduras a una linda chava, de piel muy blanca y cabello rubio, en cuya cara resaltaban sus ojos azules.

—Mira qué ojos tiene la güerita —le dije a mi compadre.

—Sí, como para comerle todas las chichotas.

—¡Qué puntadas tienes! Eres todo un poeta, ja, ja —reí ante la brutal ocurrencia.

—Lo sé. Algún día, cuando la guerra acabe, tendré mi propia banda, y haremos las mejores rancheras de amor de México.

—Qué así sea, Cristino, que así sea. ¡Dudo que haya alguien que pueda resistirse a tus letras!

Y reímos alegres las lujuriosas ocurrencias de Cristino. Mas, cuando volvimos a mirar hacia el puesto de verduras, la rubita ya no estaba allí, y su preciosa cara había desaparecido entre la gente.

* * *

Encontramos más enfermeras en el lugar indicado por la enfermera que me había tratado. Relaté los pesares de mi brazo y me dieron un bote con el ungüento para aplicármelo. Me aconsejaron no mover aún el vendaje limpio —estaba recién colocado y no había precisamente abundancia de material como para andar desperdiciando vendas—, así que en cuanto tuvimos el potingue volvimos sobre nuestros pasos y cruzamos de nuevo El Valle rumbo a la posada.

De vuelta a nuestro albergue, donde el cabo Pascual y los otros nueve —el displicente gringo incluido— debían estar ya ordenando lo que desde el mercado habían enviado a la posada tras nuestro encargo, cruzamos de nuevo el mercado y allá la vimos de nuevo. Jamás en mi vida me he arrepentido tanto de ver a una mujer bonita como aquella tarde.

Cristino solía ser el más atento cuando de atisbar mujeres se trataba. Y contaban los compañeros que todas le parecían hermosísimas. Se decía que tan sólo una vez mostró su contra-riedad ante la visión de una hembra.

—A ésa no la tocaba ni con un palo —comentó una noche, borracho como una cuba en una cantina de Torreón.

Cuando le dijeron que ésa era uno de los hombres que habían tomado la ciudad a las órdenes del general Felipe Ángeles, se limitó a dejar escapar un suspiro de alivio y siguió bebiendo tequila.
También en aquella ocasión, caminando por el mercado, Cristino fue el primero en reparar en ella. Me dio con el codo, exaltado. Después habló con el mismo entusiasmo con que los cachorros mueven la cola cuando huelen al amo.

—Mira Fuego —lo de Luciano era ya historia después de la cena con Villa—, la güera de los ojos lindos. Ahí está otra vez, seguro que es gringa.

Cristino me lanzó un rápido vistazo, volvió de nuevo a fijar su mirada en la güera y dejó caer una reflexión en voz alta.

—No es El Valle un lugar donde abunden estos del norte, y menos como ella, ¿qué carajo hará aquí?

—Pues no lo sé, pregúntaselo si quieres.

—Pues yo no hablo ni gotita de inglés, mano. ¡Cómo le voy a preguntar yo nada!

—No te preocupes, que yo sí.

—¿Hablas inglés? No chingues, güey, qué grande.

—Claro que hablo inglés, por eso me cogieron con la gente que fue a El Paso con el capitán Tenorio.

—¿Y fueras capaz de entenderte con ella?

—Por supuesto —le dije, ignorante de dónde nos metíamos.

—¡A huevo! Vamos pues a platicar un rato con la señorita.

Y avanzamos hacia la muchacha Cristino y servidor, el uno preguntando cómo se saludaba a una linda güerita y el otro —o sea, yo— traduciendo.

—Dile a la señorita guz ifnin medam, que es buenas tardes.

Cristino se adelantó unos pasos. A punto estaba el saludo de salir de su boca cuando un hombre fornido, bastante mayor que ella, surgió de entre la gente que abarrotaba el mercado con las últimas luces de la tarde, y se le acercó. El hombre fornido y la güerita se enfrascaron en una intensa charla, pero Cristino iba tan contento con poder presentarse en inglés ante una dama que no le importó. Incluso se presentó ante el hombre de la misma manera, tratándolo de señora. Cuando quiso decir algo más a la asombrada pareja se volvió, buscándome con la mirada, pues me había quedado algo rezagado entre el gentío, y me saludó efusivo, requiriéndome para poder continuar su plática con los gringos.

Entonces el hombre reparó en mí. Hizo un arco con su enorme brazo derecho y desplazó tras él a la joven en el momento en que yo llegaba casi a su altura, diciéndole en inglés:

—Aparta cariño, es él.

Yo me quedé en el sitio, asombrado, incapaz de comprender el sentido de aquellas palabras. Mientras tanto, a mi alrededor el gentío nos ignoraba con absurda naturalidad.

Hubo quien se giró ante la subida de tono en la voz del gringo, pero fueron apenas unas pocas cabezas durante unos instantes más breves aún. Ninguno de los allí presentes entendía ni una coma de inglés, y todos volvieron de inmediato a sus quehaceres.

—¿Quién es él, papá?

—Un piojoso. Un piojoso cabrón. El piojoso cabrón que mató a Wilson.

Y entonces identifiqué aquella cara. Sin su disfraz de trabajo no había sido capaz de distinguir a aquel gringo de anchos hombros. Un hombre cambia mucho cuando se despoja de su uniforme. Y cambia aún más si no tiene a otros veinte envueltos en llamas bailando a su alrededor cual demonios aullantes.

Ahora sabía que aquél a quien la celebrada joven de los ojos claros y el cabello dorado llamaba papá era el sheriff de El Paso.

La güerita parecía ya bastante menos apetecible e infinitamente menos accesible. Ni falta que hacía.

—¡Ándale Cristino! ¡Corre que nos vuelan los huevos!

Salimos corriendo a través de la marabunta de gente que atestaba el mercado y pude oír como la linda güerita me dirigía por primera vez la palabra, gritándome con voz iracunda.

—¡Hijo de puta! ¡Me has dejado viuda, te voy a mataaar!

Y es que al parecer, el tipo al que le di el tiro en la mandíbula cuando huí de la comisaría era, además de un asqueroso pedante, conocido de aquellos dos que ahora me buscaban para cobrarse venganza. Nada menos que el esposo de aquella mujer, y, por ende, el yerno del sheriff.

IV. Amor de madre (1/5)


Si Adelita quisiera ser mi esposa
si Adelita ya fuera mi mujer
la compraría un vestido de seda
para llevarla conmigo al edén.
ADELITA


«No sólo de pan vive el hombre» —dijo Nuestro Señor Jesucristo—, y en previsión de cumplir con esta divina enseñanza, los lupanares surgían como las setas en los montes de mi Asturias natal por las rutas que la División del Norte seguía a través de las tierras mexicanas. Pero, rameras aparte, lo cierto es que llevábamos los villistas demasiado tiempo sin ver mujer que no fuese de pago. Miento. Era frecuente que nos acompañara la esposa del general Villa. O quizás debiera decir alguna de las esposas, porque don Francisco fue peculiar hasta en eso, y se casó más de veinte veces con otras tantas damas, siendo así guerrillero en todas las trincheras.

Nunca fui demasiado aficionado a gastar plata en carne ajena por algo que pudiera hacer la propia, y el tiempo de castidad era ya luengo cuando llegamos a El Valle; el lugar en que conocí a las famosísimas enfermeras llegadas desde la capital a socorrer a los revolucionarios; el lugar en que vi por vez primera a una linda güerita poseída por el demonio; el mismo lugar donde pude, al fin, meterla un rato en adobo.

Este suceso de amoríos sucedió en la referida población de El Valle unos días después de nuestro asalto a Columbus. Nuestros muertos ya habían sido convenientemente sepultados y los improvisados cementerios iban quedando atrás, como lúgubre una estela a nuestro paso, marcando el camino que nos alejaba de la frontera con los Estados Unidos y de los peligros que de allí llegaban.

Fue alrededor del día quince del mes, pongamos que el catorce —esta parte de nuestra aventura no pasó a los libros, así que se me hace más duro recordar hoy fechas concretas—, cuando llegamos a la mentada El Valle. Acumulábamos un gran número de heridos, y antes de dispersar el grueso de los hombres que llevamos a cabo el ataque sobre Columbus por las sierras de Chihuahua, Villa quiso que nos acercásemos hasta dicha población. Allí, ubicado en un gran almacén de grano, ahora vacío por los rigores de la guerra, existía un hospital donde buen número de enfermeras unidas a la causa villista atendían a los guerrilleros heridos en combate.

Una vez en El Valle, los hombres que quedábamos —tan sólo doscientos, fruto del gran número de bajas y rezagados que habíamos tenido en la semana precedente— fuimos llevados a un silo en las afueras de la cuidad, y allá nos instalaron. Pero Villa, anteponiendo nuestra misión en busca de las armas a cualquier otra, nos buscó a sus apóstoles un alojamiento apartado, junto a las enfermeras, con el fin de que todos los que habíamos de salir en pos del arsenal nos repusiéramos lo antes posible y partiésemos con presteza. De esta manera Fulgencio Pascual se hizo cargo desde ese momento de una compañía tan menguada que perfectamente podía mandarla un cabo en lugar de un capitán, y nos condujo hasta la posada del Zopilote, que levantaba su orgulloso estilo colonial al otro lado de la población, justo en el extremo opuesto a donde se encontraba el silo en el que habían acampado los demás guerrilleros recién llegados.

La del Zopilote era una posada limpia y grande; inquietantemente similar a lo que había sido el hotel Hoover antes de que lo redecorásemos al estilo huno, trocando cortinas por jirones y muebles por astillas. En aquellos momentos, por suerte para su propietario, el establecimiento no se parecía en nada al gran montón de cenizas sobre los mapas calcinados que llevaban a nuestras ansiadas armas que se amontonaban, negras y frías, sobre los cimientos del Hoover.

Llegamos a la posada a la hora de la comida y nos sirvieron una docena de buenos platos —frijoles de nuevo, cómo no— que todos devoramos con avidez. Incluso el gringo, que dudo hubiese catado los frijoles en su vida, parecía que les iba tomando el gusto poco a poco. No le quedaba otra, o frijoles, o aire y arena. Y esto último no llenaba demasiado, exceptuando al difunto Núñez, quien sin duda alguna fue hasta su vil asesinato el revolucionario más rollizo que hollara México.

Comimos con parsimonia, sintiéndonos a salvo por primera vez en varios días, y cuando dimos con el rancho pedimos unas cervezas para refrescar los resecos gaznates. Tras sufrir todo tipo de privaciones e incomodidades, poder llenar el estómago bajo un techo seguro y regarlo todo con unas chelas bien frías, nos hacía los hombres más afortunados del mundo. A todos menos al gringo, que comía aparte, maniatado y bajo vigilancia, y sólo bebía agua. No piensen que era para tomarnos su parte, lo hacíamos pensando exclusivamente en el éxito de nuestra misión. Nadie quería que se emborrachara y olvidase el paradero de nuestro arsenal.

Era tal nuestro grado de implicación en la misión para la que el general Villa nos había elegido, que para evitar a nuestro guía sufrimientos derivados de la contemplación de tanta cerveza que no iba a poder catar, nos propusimos aparatarlas todas de su vista y cobijarlas en nuestros hígados.

Al tiempo de pedir la tercera o cuarta ronda, el Chilango, que se había ausentado cuando empezamos a tomar, se acercó hasta nuestra mesa acompañado por otros dos, un hombre y una mujer. Les hicimos un hueco en nuestro rincón y entablamos buena conversación con los recién llegados.

Ambos venían de la Ciudad de México, eran pues capitalinos como nuestro Chilango, de esos que se unían a la Revolu-ción por simple simpatía por la causa, sin haber sufrido nunca la opresión con que se vejaba a los campesinos en las haciendas de los terratenientes.

El hombre se llamaba Rubén Lobo, y se alojaba también en la posada. Estaba casado con una de las enfermeras y su oficial le permitía mantenerse allí con ella cuando no había campaña de por medio, pues el tal Rubén Lobo no era un guerrillero al uso. Sabía manejar carros, habilidad ciertamente escasa entre los hombres de Villa, más acostumbrados a montar como jinetes o a patear desiertos y caminos. Además de extraña, su habilidad resultaba del todo inútil en aquellos momentos, ya que el ejército de Villa no tenía ni un solo vehículo de motor ni en El Valle ni en muchas leguas a la redonda.

Privado de la posibilidad de practicar su oficio, Lobo ejercía entonces de protector de las revolucionarias del Zopilote. También había mujeres combatientes, las soldaderas, que se defendían ellas solas tan bien como cualquier hombre, pero no era el caso de nuestras chicas de El Valle. Allá únicamente reparaban entuertos en las carnes de los guerrilleros, en lugar de fabricarlos en las del enemigo.

Una de esas hembras remendonas de heridas ajenas era la mujer que acompañaba a Rubén Lobo y al Chilango cuando los tres encontraron asiento en nuestra mesa. Se llamaba Altagracia Martínez, y era la jefa de las enfermeras que en El Valle cuidaban a los maltrechos hombres de la División del Norte.

Una vez presentados, el Chilango les introdujo en nuestra conversación. Narró alguna de las acciones en que recientemente habíamos tomado parte —la bella Altagracia se mostró bastante impresionada cuando el Chilango le contó acerca de mis aventuras en El Paso y el hotel Hoover, lo que me hizo sonrojarme algo—, esbozó un leve retazo de nuestra misión inmediata, y se recreó en el recuerdo de muchas otras de las pretéritas. Así, en animada charla, y conociendo poco a poco al resto de las jóvenes capitalinas que aparecieron por El Zopilote, fuimos pasando nuestra sobremesa.

Cuando la conversación osciló hacia temas que quizás no convenía haber tratado ante una dama como doña Altagracia, el Chilango no dudo en cortarla tajantemente, sin reparar en que la visión de unas bellas señoritas no era algo ante lo que una docena de guerrilleros pudiera controlarse fácilmente.

—Acá la dama y sus compañeras cuidan a los chinacos como si fueran sus madres. Podéis estar seguros en sus manos… ¡Pero sólo para que restañen vuestras heridas, eh, pendejos!

—Jamás se me ocurriría a mí lastimarme un dedo de un martillazo para caer en manos de una bella enfermera, mi cuate —respondió Cristino, hacía el que había sido especialmente dirigida la advertencia.

Buscando en nuestro oficial comprensión ante las infundadas acusaciones del Chilango, Cristino se volvió hacia el cabo Pascual, y añadió:

—Ni lo hice, ni lo volveré a hacer jamás. Se lo juro, mi cabo. Además, ya perdí aquel martillo cuando saltamos la raya.

Hubo un silencio acompañado por muchas caras de estupor e incredulidad, al que siguió una carcajada generalizada. Era la reacción habitual cuando las féminas entraban en la con-versación de Cristino, lo que sucedía aproximadamente cada vez que abría la boca.

Continuamos entre bromas en animada charla, hasta que el propio Chilango sugirió que la señorita enfermera tenía trabajo que hacer. Ésta se excusó, encaminándose hacia la sala de curas escoltada por el cabo Pascual, que acompañó a doña Altagracia hasta las escaleras del comedor, aprovechando para sugerir que aquella misma tarde se revisara el estado de su tropa.

—Creo que algunos de mis chinacos necesitan que se les repasen sus heridas, señorita enfermera.

—Cómo no. Mándemelos para arriba en cinco minutos. Prepararemos lo necesario para ellos.

—Muchas gracias.

—No hay cuidado, mi cabo. Con permiso —y se retiró hacia el piso superior.

—Es propio, señorita —dijo como despedida el cabo Pascual, todo pleitesía, a la enfermera, quizás tratando de compensar nuestra poco decorosa actuación previa.

Después empleó un tono mucho menos meloso cuando regresó a la mesa y se dirigió a nosotros.

—Suban a la enfermería en diez minutos. Doña Adelita va a revisarles las costuras.

Y fuimos poco a poco buscándonos las heridas que, graves o leves, a todos nos tocaban, para subir a recibir la cura que nos iban a dar las enfermeras de doña Altagracia, o, como al parecer las llamaba toda la tropa, las chicas de Adelita.