Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


V. La tumba de Villa (2/6)


La oposición entre villistas y carrancistas comenzó siendo algo latente, pero terminó por estallar en sangrientos enfrenta-mientos entre los otrora aliados. Carranza invertía todos sus esfuerzos en ejercer un dominio militar en las zonas que controlaba. Sin embargo, Villa, que obtenía sus recursos de la confiscación de las haciendas de los grandes terratenientes o de las contribuciones que exigía de la agricultura industrial, no se limitaba tan sólo a satisfacer las necesidades de su División del Norte, sino que destinaba estas rentas a sostener a la población civil que contaba con menos posibles.

Esta diversificación social y militar de sus ingresos le colocó en desventaja con respecto a Carranza. Villa fue poco a poco perdiendo su posición dominante, hasta que lo derrotaron en el Bajío y tuvo que retirarse a su plaza fuerte: Chihuahua.

Todo esto ocurrió tiempo atrás, cuando yo aún tenía una familia y para nada me barruntaba que algún día pudiera ver mi vida tan intensamente entroncada con la Revolución. No obstante, el siguiente paso de aquella incierta carrera que llevaría a Villa hasta Columbus habría de suceder ante mis propios ojos.

Ya habían asesinado los sicarios de los patronos a mis padres y estaba yo recién sumado a la tropa villista —como dije una cosa fue consecuencia de la otra y apenas se distanciaron unas semanas en el tiempo—, cuando tuvo lugar la gran batalla contra los constitucionalistas. Fue precisamente Álvaro Obregón quien destruyó las fuerzas de Villa en Celaya durante la primavera de 1915, precipitando la conversión de la gloriosa División del Norte en la mesnada de escasos y entusiastas revolucionarios que éramos ahora; luchando de nuevo en la guerra de políticos y militares maquinadores contra utópicos guerrilleros que era la Revolución mexicana.

Cuando los gringos, siempre deseosos de dominar y explotar todo en lo que ponen sus ojos, vieron que las tornas cambiaban, pasaron a apoyar a Carranza, distanciándose por completo de Francisco Villa, su antiguo favorito.

Villa, molesto por esta traición y por el apoyo que los estadounidenses daban a Carranza —que era causa principal de que los constitucionalistas caminasen hacia la victoria sobre el villismo—, decidió contraatacar y golpear a los gringos en su propio terreno.

Todo lo demás ya lo conocen: puestos a entrar en los Estados Unidos decidimos aprovechar el viaje, que no se sale al extranjero todos los días y siempre está bien traerse algún recuerdo. Fuimos con la intención de regresar con el estafador Bradley Morgan como souvenir, pero no pudimos agarrarle. En su lugar nos trajimos raya abajo un mapa andante del escondite de nuestras armas, con su elegante sombrero, su camisa almidonada y todos sus demás complementos. Pero como no teníamos dólares y sabíamos que robar es pecado —llevábamos un cura con nosotros que nos conducía por el camino justo, aunque a veces estuviese adoquinado de pólvora y balas— nos entregamos al antiquísimo arte del trueque. A cambio del lindo recuerdo con patas de nuestra estancia que habíamos conseguido, y a pesar de que los gringos se hubiesen dado por satisfechos cobrándose tan sólo el largo centenar de cadáveres villistas que quedaron de su lado, tuvimos el detalle de dejarles un pueblo hecho cenizas y catorce soldados rellenos de plomo. De bien nacidos es ser agradecidos, y nosotros lo fuimos allá en Columbus.

Era por todo esto, y ahora ya conocen la historia completa, que en la mañana del decimoquinto día de marzo de 1916 nos vimos cercados por aquellos soldados que durante toda la no-che habían procesionado a Santa Pólvora por los alrededores del pueblito, manteniéndonos encerrados en unas pocas cuadras, ocultos en las casas de la zona del silo.

Estábamos convertidos definitivamente en guerrilleros fuera de toda ley y atrapados entre dos frentes: las tropas de Carranza que nos cercaban en El Valle y los gringos de Pershing, que venían pisándonos los talones desde la frontera con una misión algo más simple: si los carrancistas pretendían afianzar su control sobre México, los gringos tan sólo pretendían aniquilarnos.

* * *

Una compañía enterita del ejército constitucionalista de Carranza se había desgajado fechas atrás del grueso de la tropa que regían Salas y Cano, que se mantenía acampada en Namiquipa desde lo de Columbus. Al frente de ella se hallaba un jo-ven y ambicioso capitán que, viéndose ya con Pancho Villa en su poder, soñaba con un elevadísimo ascenso, paladeando como un chacal hambriento la oportunidad que había visto aparecer ante sí: hacerse con la más apetitosa de las presas que, doliente de recientes luchas, esperaba tras su cerco el momento de ser capturada.

Durante toda la mañana se combatió de lejos, con tiros de rifle mal encaminados y cañonazos que volaban —cuando acertaban, que eran las menos veces— las endebles trincheras que ambos bandos habíamos levantado, precaria y precipitadamente, de madrugada.

Tan sólo una vez se probó el asalto cuerpo a cuerpo. Fueron los carrancistas los que intentaron tomar el pueblo penetrando por un corral situado al norte del silo, pero, asentados en las ventanas de un pajar, una decena escasa de hombres leales a Villa pudo repeler el ataque sin mayores contratiempos. Incluso llegaron a matar a alguno de aquellos carrancistas que habían probado el asalto por las bravas.

Resultó tan simple de rechazar este ataque, que algunos guerrilleros villistas intentaron perseguir a los atacantes y abrir una falla en las líneas de los constitucionalistas, rompiendo de esta manera el cerco. Pero una vez que abandonaron sus ventajosas posiciones, los nuestros fueron un blanco tan fácil como lo habían sido anteriormente los carrancistas. De ese modo perdimos a cuatro hombres y un caballo, que quedaron tendidos en tierra de nadie, entre el silo y la frondosa arboleda donde se habían parapetado nuestros sitiadores.

Estaba más que visto que el intento de tomar por la fuerza el pueblo o la tentativa de la huída atravesando el cerco, su-pondrían una auténtica carnicería. Resultaba conveniente buscar una solución antes de que el sembrado que se extendía entre ambas partes se colmase de cadáveres de uno y otro bando con los que los buitres se diesen jugosos banquetes bajo el sol del desierto.

Fue precisamente a la hora en que más zumbaba el sol, en pleno mediodía, y por culpa de los buitres —o gracias a ellos—, que se dio el primer acercamiento entre los carrancistas y nosotros.

A eso de la una del mediodía, Lorenzo pegaba duro y la agitación pareció calmarse en ambos bandos, inconscientemente sumidos en el sesteo al que aquel abrasador sol de marzo incitaba. Resultaba curioso el clima chihuahueño, ardiente en la meseta pero todavía gélido en las cimas. Mientras el llano parecía anhelar un estío que habría de abrasarlo todo, las cimas se mantenían, lejanas e inhóspitas, bajo los helados recuerdos del casi perenne invierno

Conscientes de que era la hora de comer, un par de carroñeros alados se acercaron hasta el terreno donde se combatía y comenzaron a merodear a los caídos de la mañana. Desde las trincheras se disparaba a los pajarracos para impedirles picotear a los soldados muertos, ya fuesen de uno u otro bando, tratando de evitar el deplorable espectáculo de ver en vivo como a un compañero se lo comen las alimañas. Los buitres, atraídos por la decena escasa de cuerpos tendidos bajo el despiadado sol que pronto comenzaría a pudrir sus carnes, se fueron acercando curiosos al lugar. Cuando la maraña de aves se volvió tan valiente que ni siquiera se descomponía al dispararles desde las trincheras, se decidió, con buen tino desde ambos bandos, el darnos unos minutos de tregua para recoger a nuestros muertos.

Esta embajada fúnebre fue aprovechada por Villa para mandar un mensaje a los carrancistas e intentar concretar con ellos una reunión formal para buscar una salida honrosa a aquel cerco.

Fueron a recoger los cadáveres —cinco en total, incluido el caballo, eran de los nuestros— tres hombres de los que mandaba Pedrosa, guiando a una mula sobre la que pretendían cargar los cuerpos. Los carrancistas llevaban otra bestia del mismo calibre, pero ni la suya era capaz de mantener cierta agilidad cargada con sus cinco soldados, ni la nuestra podía con los cuatro nuestros. Entonces villistas y carrancistas decidieron compartir las mulas para ambos viajes. Montando tres cuerpos en nuestra mula y dos en la suya acompañaron mis compadres a nuestro bicho hasta las líneas enemigas, no fuera que una vez que sus muertos estuviesen allá se nos quedasen al animal. Mas nada de eso pasó, y después que los muertos fueron allá depositados, el que había sido encargado de las mulas carrancistas se ofreció a acompañar a su mula hasta donde estaban nuestros muertos, y una vez allá, hasta las cercanías del silo, para evitar así que desde sus propias posiciones alguien tuviese la infausta ocurrencia de tirotearles mientras andaban ocupados con los muertos.

Durante este recorrido, nuestro mulero aprovechó, incitado desde arriba, para proponer a los de Carranza la idea de que una embajada de villistas visitase sus posiciones para parlamentar acerca de una salida a aquel desafortunado encuentro.

Después, cuando el de la mula carrancista —o, mejor dicho, la mula que traían los de Carranza; Dios mantenga a las pobres bestias en su salvaje y bendita neutralidad, y las libre de tomar partido en las disputas de los hombres, ridículas en su mayoría— volvió a sus líneas con esta oferta de diálogo proveniente de Villa, tanto él como especialmente su jumento fueron muy jaleados por las gentes de ambos bandos. En medio tan sólo quedaron el caballo y varios grajos picoteando en sus tres ojos.

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