Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


IV. Amor de madre (5/5)


Se volvió loca, y he de reconocer que me dio verdadero miedo. Si por cualquier razón necesitan ustedes reprimir una erección, les aconsejo este método. Ni agua fría, ni relajación, ni nada. Miedo. Cuando tienes verdadero pavor no te la levanta ni un regimiento de cabareteras.

No me resulta costoso aceptar que cuando la moza se puso pendeja me cagué —por los pelos no literalmente— y huí. Yo, alguien a quien se le debía considerar un valiente guerrillero de la Revolución, saliendo por patas delante de una güerita desarmada. Pero el miedo es libre, y no se demuestra la valentía en un combate o en un asalto, pues en el momento de plena acción todo el mundo tiene miedo. Y es este miedo el que te ayuda a poder contarlo y a tener la oportunidad de volver a pasar miedo en una fecha posterior. La valentía se demuestra cuando, lejos del campo de batalla, del asalto o de la emboscada, tu sargento pide hombres con arrestos para sumarse a ella y tú lo haces, y te apuntas al juego que puede que acabe en una muerte que en esos momentos te pilla realmente distante. Después, entre el olor de la pólvora y el fragor de las balas y los cañonazos todos tienen —tenemos— miedo.

En aquel momento no había cañones ni rifles, pero creo que el más valiente se hubiese arredrado. Cuando instantes después de abrir la puerta de la alcoba, la dulce señorita sobre cuyos encantos habíamos bromeado Cristino y yo por la tarde en el mercado fue plenamente consciente de lo que allí estaba ocurriendo, de su rostro se borró toda dulzura y sus facciones se volvieron duras y peligrosas como las de una pantera herida.

Su gesto era tan aterrador, tan despiadadamente asesino, que aún hoy creo no equivocarme mucho si afirmo que de echarme el guante allí, mientras yacía junto a su madre, me hubiera desollado con gran deleite. Allí no había ningún sargento reclutando, así que bien estaba el acojonarse un poco.

Cuando Satanás disfrazado de güerita se abalanzó sobre la cama para sacarme el corazón y comérselo —o quizás hacerme algo peor—, pegué un salto hasta la puerta y salí zumbando de allí, escaleras abajo, hacia el comedor y después hacia la calle. Y corrí. Corrí como un cobarde, sí, pero un cobarde entero. Con los pantalones a medio subir y la bandera ya a media hasta, como fiel reflejo del fúnebre destino que me habría esperado de caer en manos de la joven gringa.

* * *

Desarmado como estaba no era muy aconsejable volver al Zopilote ni andar vagando en la madrugada como gato callejero, y poco a poco me fui llegando hasta donde estaban Pancho Villa y los demás, junto al silo.

Al pasar junto a la plazuela de la iglesia me extrañó escuchar un ruido a lo lejos. Parecía gente en marcha, una especie de romería o procesión, pero ninguno de nosotros tenía noticias de que semejante acontecimiento se estuviese celebrando en El Valle por aquellas fechas. Al fin, cuando dejé atrás los muros de la iglesia y pude ver campo abierto, divisé a lo lejos el acontecimiento del que procedían aquellos ruidos.

En efecto se trataba de una procesión, pero en lugar de beatos paseando vírgenes o santos, eran hombres de uniforme sacando a procesionar media docena de cañones, que conducían en sigilosa marcha hacia el este de la ciudad, rumbo a la arboleda que se alzaba a una legua del silo.

Como los gringos se encontraban demasiado lejos de El Valle para habernos dado alcance en las escasas horas que llevábamos asentados allá y entre la columna de los cañones se distinguían los tonos ocres de los uniformes, había que desechar la posibilidad de que fuesen los hombres de Pershing.

Se trataba de constitucionalistas, soldados de Carranza que se querían unir a la caza. Y en aquella fecha y en aquella ciudad de El Valle, la única veda que quedaba abierta era la del guerrillero, por lo que tan sólo había una pieza que cazar: el general Francisco Villa. Puritita caza mayor.

Salí corriendo como un gamo hacia el silo, y una vez allá pude contar a nuestra gente todo lo que acababa de ver, sin ob-viar detalle alguno; desde la sospechosa presencia vespertina de un sheriff norteamericano en el mercado hasta la espectral aparición nocturna de una columna de constitucionalistas con seis cañones.

Las tornas parecía que cambiaban, y no para bien, precisamente. Villa, temiendo que un asalto constitucionalista a la ciudad le hiciese perder a su rehén gringo, quiso tener de nuevo a los doce del arsenal consigo, así que mandó traer hasta el silo a mis compañeros y a Holmock. Consideró demasiado peligroso que me acercase de nuevo a la posada, por lo que envió a otros hombres a buscarlos mientras yo descansaba, totalmente sobrio ya después de los últimos sobresaltos, junto a la tropa del silo.

No acabaron ahí las labores de Villa durante aquella madrugada. Tras enterarse gracias a mi apresurado relato de que el sheriff de El Paso estaba en la ciudad, a su alcance, me juró que lo mataría con sus propias manos, como reparación a lo que el gringo les había hecho a mis compañeros y a su apreciado capitán Tenorio.

—Que ese bastardo disfrute del alba que viene, porque nomás va a tener esta quitado de la pena, y de inquietud le quedan las pocas que haya hasta que estas manos lo echen al pico.

* * *

Yo jamás volví al Zopilote. Ni aquella madrugada, ni nunca. Antes del amanecer mis compañeros ya habían sido devueltos a la unidad del silo por la patrulla que el general mandara en su busca. Ninguno de nosotros se arrimó más por la posada. Todos los apóstoles perdimos nuestras prebendas, y yo la bendición de que calmaran convenientemente el dolor de mi brazo quemado. Pero sobre todo perdimos para siempre la posibilidad de tratar con aquellas lindas mozas de la capital, valientes combatientes, guerrilleras a su manera, entre las que la propia Adelita acabaría sobresaliendo, convirtiéndose, gracias a leyendas y corridos, en un personaje de la Revolución tan famoso como los propios generales que en ella combatieron.

Y hablando de corridos, años después, el sin par Cristino cumplió al fin su sueño de formar una banda, y quiso que la gente recordase aquella historia de los tiempos de la Revolución, componiendo con ella uno de los más famosos que durante años se interpretaron en todo México:

Dos decenas más uno
por la migra detenidos;
era marzo, fue en El Paso,
y allá los quemaron vivos.

Queman sus cuerpos,
prende su carne,
pero lo que arde
es su dignidad.

Tomándole su pistola
le dio un tiro y despachó
desnudo al yerno del sheriff
y a México se escapó.

Éste era Luciano Fuego
y algunos días después
volvió a topar con el sheriff
y yo se lo narraré.

El sheriff fue con su hijita,
a El Valle para vengarlo.
Lo hallaron en el mercado
mas no pudieron cazarlo.

Olvidando el mal encuentro
fue a dormir a la posada,
pero antes de ir al jergón
le dio al zumo de cebada.

Borracho como una cuba
conoció a una gentil dama,
resbalosa, y de la mano
fueron a probar la cama.

Pero en mitad de la prueba
alguien sorprendió la acción:
era la hija del sheriff
y de la dama en cuestión.

Enloqueció la güerita
y embistió como un torito
cuando vio a Luciano Fuego
haciéndole un hermanito.

‹‹Con mi madre, ¡miserable!
Mandaste a mi hombre a la tumba
y ahora te vengo a encontrar
hurgando en sus catacumbas.››

La noche antes de cavarle
la tumba al general Villa
Luciano Fuego cavó
en el coño de una gringa.


Siempre le agradecí tal honor a Cristino, quien siguió componiendo y añadiendo a estos versos, más o menos verdaderos, algunos otros que resultaron muy fantasiosos, como se suele hacer en algunos corridos para exaltar más aún a la persona cuya historia se cuenta. Tuvo el detalle de obviar que salí corriendo de las garras de una linda güerita, pues aquello no me daba mucho aire de héroe. Así pues, como todo lo demás en esta historia es verdadero, y por no parecer ególatra, iré directamente a por la última de las estrofas de estos Días de Fuego —pues así fue como Cristino, el mariachi más obsceno que pudiera conocerse, bautizó mi corrido—, y que, sobre el fondo de las trompetas de su banda, podía oírse así:

En las sierras y desiertos
a los gringos combatió
pero fue en aquella alcoba
donde mejor los jodió.

IV. Amor de madre (4/5)


Me giré y pude ver a una mujer en camisón bajo el quicio de la puerta que lindaba con el primer escalón. Entorné los ojos, pero ciertas cantidades de alcohol no son buenas amigas del correcto enfoque ocular, así que me resultó imposible reconocerla.

Probablemente la mujer había despertado con el ruido de los cacharros cayendo en el cuarto de las enfermeras —si es que alguien podía dormir allá arriba con el ruido que mis compadres, los mariachis y hasta hacia unos minutos yo mismo, dábamos abajo.

Poco a poco, y con no poco esfuerzo ocular, se me fueron haciendo visibles los rasgos de la dama. Era una mujer bien parecida y escasamente tapada, y mis sentidos se desentumecían por momentos ante semejante panorama.

La miré de nuevo y analicé: discreta, elegante y entrada ya en años; frisaría los cincuenta, calculé. Después, en pleno delirium tremens, incrementé el riesgo de mi valoración. Cuarenta y siete con diez meses, tauro, me decía mi anegada visión. De buena familia, sin ser rica. Creyente, pero no hasta el extremo de resultar piadosa; aunque la castidad, la pureza, la contrición y el sobrio comportamiento estaban sin duda entre su lista de virtudes. Recatada, en suma.

El alcohol siguió elucubrando por mí. Sin lugar a dudas, una señora de bien desvelada por el escándalo de la madrugada en una cantina. No acostumbrada a esa clase de jolgorios, probablemente. Respetable matriarca. Jovial y trabajadora. Mañosa entre fogones, sin duda. Con gran maestría en la fabricación de empanadas. Lamentablemente, pensé —o como quiera que se le llame a la ridícula función que ejerce el cerebro cuando se encuentra flotando en tequila—, no se le daban tan bien los guisos, que solían salirle demasiado aceitosos.

Con la que llevaba encima, era imposible no clavarla en todas mis apreciaciones.

Cuando tan absurda reiteración de incoherencias alcohólicas se apoderó irremisiblemente de mi decidida voluntad de dirigirme arriba a descansar, me planté, ojos ridículamente entornados, pies quietos y cuerpo tambaleante, y me mantuve frente a ella todo lo erguido que pude, escudriñándola de muy cerca.

Llevaba el pelo recogido en una redecilla y tenía los ojos asombrosamente claros. Me había dedicado una amplia sonrisa mientras la escrutaba, y al plantarme frente a ella hizo ademán de volver a tocarme el culo. No daba la impresión de que pretendiese recriminarme el ruido con que la había despertado. Más bien al contrario, parecía haberse encaprichado conmigo.

He de reconocer que no era tan casta como mi observación había previsto. El recato tampoco abundaba bajo aquel camisón celeste. Y resulta que sí, definitivamente hube de admitir que me encontraba tremendamente borracho. Es probable que no fuera adecuado fiarme de mis pálpitos en ese estado. Puede incluso que debiera desoír la invitación para catar las supuestamente deliciosas empanadas de la señora; en el hipotético e improbable caso de que algún día me encontrara ante semejante ofrecimiento, desde luego.

En su lugar, el ofrecimiento recibido fue muy distinto.

Quizás fue porque le gustaban los hombres barbados y en aquel México de revolucionarios que lucían enormes bigotes yo era de los pocos que se dejaba crecer la barba a su antojo en toda la cara, o quizás pudo influir también el pequeño detalle de que la mujer también estaba como una cuba y que era un poco suelta, por no decir que a renglón seguido resultó ser más puta que las gallinas.

Sobra decir que ahí acabó definitivamente mi ascenso hacia el piso superior. Dicen que en tiempo de guerra cualquier agujero es trinchera, y mi mermado entendimiento de borracho alcanzó a vislumbrar la posibilidad de dar con una buena caponera allá mismo. Con más tequila que sangre en las venas y una hembra en semejante disposición, decidí pernoctar en aquel piso, pues ya habría tiempo de subir escaleras otro día; además, no resultaba nada improbable que me partiese la crisma al intentar alcanzar la planta superior.

He de admitir que, en aquel momento, la posibilidad de partirme la crisma ni siquiera fue contemplada. Y que si el órgano que en aquel lance me hacía las veces de cerebro hubiera dictado que el camino adecuado era a través de la cornisa exterior de la posada, lo hubiera seguido gustoso. Por más riesgos o equilibrios que eso implicara.

Un equilibrio que, obviamente, no era mi sentido más afinado en aquel momento. Es más, creo que estaban todos desafinados. Quizás el olfato era el más atento, porque olía a pescado y no se equivocaba.

La mujer se apresuró a registrarme las calzas, buscando voluntarios para la batalla, tan segura de hallarlos allá como de encontrar moscas en una piara. Y, cómo no, encontró una. La muy pendeja, que antes se escondía cuando la sacaba a vaciar la alberca, y se escurría rebelde hasta el punto de salpicarme las botas y mojarme los pantalones —tristezas de borracho—, ahora saludaba emocionada, pidiendo a gritos su turno para unirse a la jarana. Qué época la nuestra, llena de vagos y malos compadres, en la que al final resulta que a una fiesta todos se apuntan, pero cuando la chamba es ingrata ya no puede contar uno ni con su propia polla.

Justo después de aquello, y volviendo sobre los mentados sentidos, cuando la mujer dejó de reírse como la vieja borracha que era e intentó hablarme, creí que incluso el oído me fallaba. Balbució la señora algo que me resultó ininteligible, lo que no era nada anormal dado el estado en el que ambos nos encontrábamos. Más allá de no entender ni coma de lo que me decía, había algo raro en vago palabreo. Algo que descubrí, asombradísimo, cuando la mujer volvió a dirigirse a mí.

Come with mammy, baby —me susurró.

Dicen en México que por las hojas se conoce el tamal que es de manteca. Algo similar a lo que se dice en España de blanco y en botella, leche; o lo de con corbata y en escaño, ladrón, que creo que también se estila mucho. Pues bien, dada la remota posibilidad que existía de encontrar en una posada de El Valle a una mexicana de tez pálida y ojos claros que cuando anduviese tomadísima se convirtiese en angloparlante, las tres neuronas que aún me quedaban de guardia en aquel momento y que no se afanaban en izar mi bandera me dieron la solución a los enigmáticos balbuceos: me estaba tirando a una gringa, con todos mis cojones.

* * *

Reparé en el anillo de su mano izquierda al mismo tiempo que por mi mente cruzaba cierto pensamiento de asombro ante el desparpajo de la señora. Se notaba que sabía lo que se hacía. A buen seguro que allá tras la raya viviría en una buena mansión, pues a su marido le costaría Dios y ayuda el caminar de frente en una choza de pasillos estrechos. Además de un esposo tenía un perchero, qué suerte tenía la gringa, casada con alguien tan polifacético.

Charge, little bull, charge bully —volvió a gemir.

Hablaba más en la cama que un cura en un sermón. Bully, me decía la muy perra. Para toritos el que le había dado las arras a ella el día de su boda.

Y allí seguimos, tratando de prender la yesca, roce arriba roce abajo, entre grititos y gemidos, uno en castellano, otro en inglés, el siguiente en el idioma universal del ‹‹métemela más adentro a ver si encuentras carbón››, hasta que más que una respetable turista estadounidense pareció una pastora de los Picos de Europa pegándole voces al rebaño.

I´m cumming! —dijo una de las veces mi gringa parte¬naire.

Algo así como ‹‹me corro›› que no pude traducir entonces, pues a pesar de los esbozos de ciertas prácticas propias de Onán ya mencionadas, mi buen inglés databa de la época en que viví entre la hulla de Gales, de los nueve a los once años, y ciertos fluidos corporales quedaban lejos de mi infantil vocabulario de guaje angloparlante.

Y eso fue lo último que recuerdo antes de que se abriese la puerta.

* * *

La silueta, recortada contra la luz que entraba por el pasillo, me resultaba familiar. Durante un segundo pude ver en su cara una muestra de vergüenza, provocada por haber sorprendido a una pareja en plena acción, convencida de haberse equivocado de cuarto. En un instante el rubor que enrojecía la palidez de su rostro se convirtió en incredulidad cuando vio a la mujer y comprobó que, para su desgracia, no era así y efectivamente se trataba de su habitación. Entonces la reconocí: era ella.

Allí estaba, plantada en la puerta; la güerita del mercado, retoño de la autoridad, la que me había mentado a mi vieja por la tarde.

La mueca de incredulidad le duró aún menos que la anterior de rubor cuando reconoció al hombre —a mí—, y la ira transfiguró su cara: sus ojos azules, su cabello rubio, su blanca sonrisa, y su frágil aspecto de niñita desaparecieron cuando la poseyó el mismísimo demonio. Cosa hasta cierto punto normal, por otra parte, cuando descubres que el hombre que mató a tu marido se está tirando a tu madre.

IV. Amor de madre (3/5)


Llegamos a la Posada del Zopilote cuando ya caía la noche, con el corazón saltando dentro de nuestros pechos y los pulmones asfixiados, después de correr entre las gentes del mercado y volar por las callejuelas que circundaban la iglesia mayor de El Valle.

Traíamos la sangre en ebullición y la excitación propia de dos críos que acaban de hacer una trastada y escapan del lugar de sus fechorías. Aunque mi fechoría en El Paso no había sido, ni mucho menos, una chiquillada; y el oscuro presagio tras el encuentro con el sheriff tampoco era, precisamente, cosa de niños.

Una vez en la posada referimos lo sucedido al cabo, quien se mostró tan asombrado como yo, e incluso más preocupado, por la extraña presencia un sheriff estadounidense en pleno México.

Decretó el cabo Pascual que nadie abandonase la posada aquella noche, con lo que quienes habían planeado una salida en busca de farra la vieron repentinamente abortada, esfumándose la que iba a ser su única noche libre entre el ataque sobre Columbus y nuestra próxima partida en busca del arsenal de Bradley Morgan.

No sé cómo lo tomaría el resto, pues algunos como Cristino ya habían hecho cantidad de planes a la vista de lo bullicioso de la ciudad. No había aprendido nada de nuestro encuentro vespertino; y de haberlo hecho, tras sopesar la opción de callejear hasta la madrugada por una ciudad repleta de enfermeras por una parte, y los riesgos de la salida por otra, había decidido que no valía la pena desperdiciar la noche. Por mi parte, puedo asegurar que a mí no me supuso un contratiempo en absoluto.

—¿Cómo vamos a quedarnos acá, mi cabo —preguntó quejumbroso Cristino—, si tenemos luna llena?

—No jodas, chinaco. ¿Qué pinta acá la luna?

—Cómo se nota que es usted de secano, mi cabo. Nomás que con luna llena suben las mareas y se abren las almejas. Eso todos los que conocemos el océano lo sabemos.

—Tú estás mal de la cabeza, Cristino —acertó a responder el cabo Pascual—. No me carguen y quédense todos aquí quietecitos hasta mañana. Y las ansias de mariscar se las aguantan.

Maldita era la gana que yo tenía de abandonar el Zopilote y salir en busca de parranda existiendo la posibilidad de toparme con el sheriff; aunque más tarde todo saliese del revés, y cambiasen radicalmente tanto mis intenciones como la fuente de mis temores.

* * *

Caída ya la noche nos juntamos los catorce —pues Adelita y Rubén Lobo se sumaron de nuevo a nosotros para la cena— en la misma mesa del rincón en la que habíamos almorzado y que ya parecía reservada por el mesonero para los hombres de Villa. Todos bien aposentados junto al ventanal y justo frente a la tarima desde la que unos mariachis amenizaban la velada. Estábamos en guerra, sí, pero la música y el baile continuaban latiendo en la sangre de México. Y nosotros éramos México.

Después de cenar Adelita se excusó, como había hecho en la sobremesa, y dejó nuestra compañía para retirarse a su habitación del primer piso, junto a la sala de curas. Y es que ‹‹los heridos no conocen de horarios››, como ella dijo, y desde primera hora de la mañana al hospitalito irían llegando guerrilleros necesitados de sus cuidados y de los de sus compañeras. Eso si había suerte. No sería la primera noche que pasaba en vela atendiendo a algún paciente de urgencia. La muerte también reclama lo suyo de madrugada.

Una vez que la mítica Adelita nos dejó, sin la coacción de la presencia de una dama en nuestra mesa, la plática recobró sus cauces habituales: cabalgadas, tiros, tragos y ansias de libertad. Los indómitos cimientos de nuestra Revolución. Y también mujeres. Sobre todo mujeres.

No es de extrañar que entre semejantes composiciones siendo bañadas con abundante cerveza, la cosa se nos fuera yendo de las manos.

Al principio el posadero en persona era quien nos servía, confortado por la presencia en su establecimiento de las mentadísimas enfermeras y de un grupo de guerrilleros cuyo buen trato —como entonces nos confesó el cabo Pascual— había sido solicitado directamente por el general Villa.

Con esta carta de presentación, el dueño del local, gran simpatizante de los revolucionarios, se deshacía en atenciones hacia los comensales que habitábamos la mesa del rincón. Pero cuando dejamos de ser comensales y pusimos todo nuestro empeño en ser los mejores bebensales del local, el dueño se hartó un poquito de nosotros y mandó a una de las mozas a servirnos. La pobre cantinera no tuvo la suerte de encontrarnos tan sobrios ni tan caballerosos como lo habíamos sido con nuestra anterior compañía femenina, y aguantó brava todo lo que le llovió desde el rincón, acercándose hasta nuestra mesa cada vez que requeríamos de más chelas, cosa que ocurría con extraordinaria frecuencia.

Cuando dimos con las existencias de cerveza del local, y por no hacer de menos a las bebidas nacionales, también le pegamos un poco al pulque y al tequila. No fue a lo único a lo que se le pegó, porque en una de las visitas de la cantinera Carlitos el Macaco quiso palpar de qué estaban hechas las nalgas de la chava y se llevó una jugosa hostia en la cara de parte del cabo Pascual. Nuestro oficial, aún tomado hasta las trancas cómo íbamos los demás, no estaba por la labor de permitir que nos propasásemos con la cantinera; a pesar de que en ocasiones él también se dejaba llevar y la sobaba un poco, aunque fuese tan sólo de palabra.

Entre las lindezas que después de los primeros dos millones de tragos de tequila —quizás alguno menos— pudo escuchar la chava, el propio cabo la deleitó con un ‹‹dueña, te iba a comer el culo aunque lo tuvieses llenito de mierda.››

Supongo que al cabo le debió parecer haber sido de lo más romántico, porque cuando el gran Cristino —siempre tan poeta, el morro— le preguntó de seguido ‹‹¿me dejará rebañar las petacas después, mi cabo?››, el pobre se llevó otro lindo arreón. Que eso ya no debía resultarle al cabo nada poético.

Después el cabo Pascual se sentó de nuevo, tranquilo, y habló con la misma voz pausada con la que un padre reprende a su hijo. Haciéndose cruces de la paciencia que debía tener para controlar a sus alocados hombres y zanjando a su manera el incidente.

—Hablen bien hombre, hablen bien… que no cuesta una puta mierda.

Tan sólo el padre Blanco, por causa de su oficio o quizás de su educación —porque bien se sabe que estar a dieta no le impide a uno leer el menú—, y también el gringo, que casi no entendía el castellano, se mantenían al margen de tan excelsa poesía.

Y así, entre tragos, piropos, más tragos y canciones —los pobres mariachis que amenizaban la velada en la cantina del Zopilote acabaron hartándose de nuestras peticiones y de la insistencia de Cristino para que le dejasen cantar algo con ellos— se fue viniendo la madrugada, con el de Tijuana encaramado a la barra al ritmo de La barca de Guaymas. Es de justicia reconocer que no lo hacía mal del todo, al fin y al cabo, aunque no hubiese sobrado algo menos luctuoso.

Mucho tiempo después, tras muchas botellas más, y no pocos comentarios acerca de la belleza de aquellos ángeles que curaban nuestras heridas, en especial de nuestra invitada de cena Adelita, llegado el momento en que me di cuenta de que me costaba encontrármela para mear, me eché la del estribo, abandoné nuestra mesa y enfilé hacia el piso superior, más borracho que Huerta, en busca de la cama. Y juro que mi intención en ese momento era encontrarla yo solito.

Fueron una docena de gráciles pasos hasta el comienzo de las escaleras; recorrí el camino tan bizarra y desenvueltamente que apenas me llevé por delante cuatro sillas. En el momento en que el mundo se empinó ante mí, la cosa fue bastante peor.

Cuando la pierna derecha abandonó el contacto con el suelo en busca del primer escalón, la izquierda, agraviada por quedar sola en mi batalla con la gravedad por mantenerme erguido, dijo nones. Perdí mi precario equilibrio y me balanceé, venciéndome sin remedio ni reflejos hacia babor, donde la pared impactó contra mi brazo sano y evito la caída.

En mi siguiente intento de dar un paso y por no ser menos que su compañera, la pierna derecha flaqueó también. Pero yo, ágil e inteligente como un ánade cojo, había supuesto ya esta contingencia, y fueron mis manos las que frenaron el impacto, evitando que mi muy maltratado brazo derecho recibiera el impacto de la pared.

Con semejante elegancia, y en un tiempo récord de menos de cinco minutos, completé mi estética ascensión hasta el penúltimo escalón. Pero, oh, maravilla, por artificio de cualesquiera que sean las musas que pueblan el cerebro de un hombre tras su edad en vasos de tequila, aquel penúltimo escalón se convirtió repentinamente en el último. Cuando mi pie izquierdo volvió a alzarse para completar la ascensión, no encontró el apoyo esperado a la distancia deseada y pie, pierna, cintura y todo lo que había después, desde allí hasta mi crisma, acudimos raudos a la pétrea llamada del suelo.

Mis abotargados sentidos apenas sufrieron tras el impacto, y con la agilidad de una tortuga me rehíce en mi verticalidad perdida, con la mente aún puesta en botellas, canciones y en la belleza de las enfermeras; sobre todo en Adelita.

El alcohol había hecho bien su trabajo y, una vez erguido de nuevo, yo me encontraba bastante perdido en el amplio pasillo del primer piso, donde debían de andar reposando las enfermeras.
Lo crucé, y al llegar al final tuve que apoyarme de nuevo para no vencerme contra el suelo, esta vez contra la puerta de la sala de curas. Pero ésta estaba mal cerrada y cedió, cayendo yo trompicado hasta dentro, donde tropecé con algunos útiles metálicos que hicieron no poco ruido. Una vez salí del cuarto enfilé el resto del pasillo, alcanzando las escaleras que subían arriba, hacia mi cuarto, en el momento en el que sentí una mano en el trasero.

IV. Amor de madre (2/5)


Formamos una fila en el pasillo de la primera planta, frente a una de las salas que las enfermeras habían habilitado como sanatorio. Yo charlaba con Kiche mientras esperábamos nuestro turno. Por suerte o por amistad con la gente de su tierra, el Chilango había entrado el primero. Cristino Vallejo, de Tijuana, el segundo más joven de los doce tras de mí, que era quien nos precedía en la espera ante el cuarto de las curas.

La charla era animada, sobre todo con los que se hallaban más cerca, y así pude saber que el mentado Cristino me sacaba tan sólo cinco años, que había venido hacía siete meses de las costas del Pacífico a este nuestro México profundo a unirse a las tropas de Villa, y que era músico profesional —o al menos decía serlo.

Lo que no dijo, ni falta que hizo, pues se notaba a la legua, era que entre tanta hembra al de Tijuana le faltaban ojos y le sobraba lengua, pues en todas ponía la vista y para todas tenía un comentario.

El Chilango y Cristino, que se mantenían en buen estado de salud, apenas pasaron unos minutos dentro de la sala. Mi brazo quemado requirió algo más de atención.

La enfermera que lo revisó puso mala cara; me limpió y me dio vendas nuevas, pero no quedaba conforme con el aspecto de mis quemaduras, y una vez que terminaron las curas fue en busca del cabo Pascual y le sugirió que el soldado del brazo llagado debería aplicarse cierto medicamento. El fármaco resultó ser un ungüento que las enfermeras preparaban, un emplasto a base de hierbas que desgraciadamente no tenían allí, pero del que me sería muy fácil servirme, ya que disponían de buenas cantidades en el almacén.

El almacén estaba en el silo donde habíamos dejado a Villa y al resto de los nuestros, así que tocaba cruzar El Valle de nuevo. Les pedí a los otros dos que habían sido atendidos antes de mí que me acompañasen a dar una vuelta por el pueblo, ya que, sabiendo que tenía que salir, el cabo me había encargado cierta lista de pertrechos que creía que nos iban a ser útiles en el camino: unos odres para guardar agua, material para herrar caballos y buen número de cuerdas, entre algunas otras cosas. El Chilango se disculpó, aduciendo que le gustaría quedarse a platicar con su amigo Rubén, así que tan sólo Cristino se vino conmigo a por mi ungüento y las provisiones para el cabo.

* * *

Nos acercamos los dos hasta el mercado, que a esas horas de la tarde estaba en creciente ebullición. Después de localizar todo aquello que el cabo requería y solicitar que llevasen hasta la posada lo que no podíamos cargar entre los dos, aprovechamos lo ambientado del lugar para fundimos con el gentío, curioseando entre los puestos de comidas. En una de éstas vimos frente a un puesto de verduras a una linda chava, de piel muy blanca y cabello rubio, en cuya cara resaltaban sus ojos azules.

—Mira qué ojos tiene la güerita —le dije a mi compadre.

—Sí, como para comerle todas las chichotas.

—¡Qué puntadas tienes! Eres todo un poeta, ja, ja —reí ante la brutal ocurrencia.

—Lo sé. Algún día, cuando la guerra acabe, tendré mi propia banda, y haremos las mejores rancheras de amor de México.

—Qué así sea, Cristino, que así sea. ¡Dudo que haya alguien que pueda resistirse a tus letras!

Y reímos alegres las lujuriosas ocurrencias de Cristino. Mas, cuando volvimos a mirar hacia el puesto de verduras, la rubita ya no estaba allí, y su preciosa cara había desaparecido entre la gente.

* * *

Encontramos más enfermeras en el lugar indicado por la enfermera que me había tratado. Relaté los pesares de mi brazo y me dieron un bote con el ungüento para aplicármelo. Me aconsejaron no mover aún el vendaje limpio —estaba recién colocado y no había precisamente abundancia de material como para andar desperdiciando vendas—, así que en cuanto tuvimos el potingue volvimos sobre nuestros pasos y cruzamos de nuevo El Valle rumbo a la posada.

De vuelta a nuestro albergue, donde el cabo Pascual y los otros nueve —el displicente gringo incluido— debían estar ya ordenando lo que desde el mercado habían enviado a la posada tras nuestro encargo, cruzamos de nuevo el mercado y allá la vimos de nuevo. Jamás en mi vida me he arrepentido tanto de ver a una mujer bonita como aquella tarde.

Cristino solía ser el más atento cuando de atisbar mujeres se trataba. Y contaban los compañeros que todas le parecían hermosísimas. Se decía que tan sólo una vez mostró su contra-riedad ante la visión de una hembra.

—A ésa no la tocaba ni con un palo —comentó una noche, borracho como una cuba en una cantina de Torreón.

Cuando le dijeron que ésa era uno de los hombres que habían tomado la ciudad a las órdenes del general Felipe Ángeles, se limitó a dejar escapar un suspiro de alivio y siguió bebiendo tequila.
También en aquella ocasión, caminando por el mercado, Cristino fue el primero en reparar en ella. Me dio con el codo, exaltado. Después habló con el mismo entusiasmo con que los cachorros mueven la cola cuando huelen al amo.

—Mira Fuego —lo de Luciano era ya historia después de la cena con Villa—, la güera de los ojos lindos. Ahí está otra vez, seguro que es gringa.

Cristino me lanzó un rápido vistazo, volvió de nuevo a fijar su mirada en la güera y dejó caer una reflexión en voz alta.

—No es El Valle un lugar donde abunden estos del norte, y menos como ella, ¿qué carajo hará aquí?

—Pues no lo sé, pregúntaselo si quieres.

—Pues yo no hablo ni gotita de inglés, mano. ¡Cómo le voy a preguntar yo nada!

—No te preocupes, que yo sí.

—¿Hablas inglés? No chingues, güey, qué grande.

—Claro que hablo inglés, por eso me cogieron con la gente que fue a El Paso con el capitán Tenorio.

—¿Y fueras capaz de entenderte con ella?

—Por supuesto —le dije, ignorante de dónde nos metíamos.

—¡A huevo! Vamos pues a platicar un rato con la señorita.

Y avanzamos hacia la muchacha Cristino y servidor, el uno preguntando cómo se saludaba a una linda güerita y el otro —o sea, yo— traduciendo.

—Dile a la señorita guz ifnin medam, que es buenas tardes.

Cristino se adelantó unos pasos. A punto estaba el saludo de salir de su boca cuando un hombre fornido, bastante mayor que ella, surgió de entre la gente que abarrotaba el mercado con las últimas luces de la tarde, y se le acercó. El hombre fornido y la güerita se enfrascaron en una intensa charla, pero Cristino iba tan contento con poder presentarse en inglés ante una dama que no le importó. Incluso se presentó ante el hombre de la misma manera, tratándolo de señora. Cuando quiso decir algo más a la asombrada pareja se volvió, buscándome con la mirada, pues me había quedado algo rezagado entre el gentío, y me saludó efusivo, requiriéndome para poder continuar su plática con los gringos.

Entonces el hombre reparó en mí. Hizo un arco con su enorme brazo derecho y desplazó tras él a la joven en el momento en que yo llegaba casi a su altura, diciéndole en inglés:

—Aparta cariño, es él.

Yo me quedé en el sitio, asombrado, incapaz de comprender el sentido de aquellas palabras. Mientras tanto, a mi alrededor el gentío nos ignoraba con absurda naturalidad.

Hubo quien se giró ante la subida de tono en la voz del gringo, pero fueron apenas unas pocas cabezas durante unos instantes más breves aún. Ninguno de los allí presentes entendía ni una coma de inglés, y todos volvieron de inmediato a sus quehaceres.

—¿Quién es él, papá?

—Un piojoso. Un piojoso cabrón. El piojoso cabrón que mató a Wilson.

Y entonces identifiqué aquella cara. Sin su disfraz de trabajo no había sido capaz de distinguir a aquel gringo de anchos hombros. Un hombre cambia mucho cuando se despoja de su uniforme. Y cambia aún más si no tiene a otros veinte envueltos en llamas bailando a su alrededor cual demonios aullantes.

Ahora sabía que aquél a quien la celebrada joven de los ojos claros y el cabello dorado llamaba papá era el sheriff de El Paso.

La güerita parecía ya bastante menos apetecible e infinitamente menos accesible. Ni falta que hacía.

—¡Ándale Cristino! ¡Corre que nos vuelan los huevos!

Salimos corriendo a través de la marabunta de gente que atestaba el mercado y pude oír como la linda güerita me dirigía por primera vez la palabra, gritándome con voz iracunda.

—¡Hijo de puta! ¡Me has dejado viuda, te voy a mataaar!

Y es que al parecer, el tipo al que le di el tiro en la mandíbula cuando huí de la comisaría era, además de un asqueroso pedante, conocido de aquellos dos que ahora me buscaban para cobrarse venganza. Nada menos que el esposo de aquella mujer, y, por ende, el yerno del sheriff.

IV. Amor de madre (1/5)


Si Adelita quisiera ser mi esposa
si Adelita ya fuera mi mujer
la compraría un vestido de seda
para llevarla conmigo al edén.
ADELITA


«No sólo de pan vive el hombre» —dijo Nuestro Señor Jesucristo—, y en previsión de cumplir con esta divina enseñanza, los lupanares surgían como las setas en los montes de mi Asturias natal por las rutas que la División del Norte seguía a través de las tierras mexicanas. Pero, rameras aparte, lo cierto es que llevábamos los villistas demasiado tiempo sin ver mujer que no fuese de pago. Miento. Era frecuente que nos acompañara la esposa del general Villa. O quizás debiera decir alguna de las esposas, porque don Francisco fue peculiar hasta en eso, y se casó más de veinte veces con otras tantas damas, siendo así guerrillero en todas las trincheras.

Nunca fui demasiado aficionado a gastar plata en carne ajena por algo que pudiera hacer la propia, y el tiempo de castidad era ya luengo cuando llegamos a El Valle; el lugar en que conocí a las famosísimas enfermeras llegadas desde la capital a socorrer a los revolucionarios; el lugar en que vi por vez primera a una linda güerita poseída por el demonio; el mismo lugar donde pude, al fin, meterla un rato en adobo.

Este suceso de amoríos sucedió en la referida población de El Valle unos días después de nuestro asalto a Columbus. Nuestros muertos ya habían sido convenientemente sepultados y los improvisados cementerios iban quedando atrás, como lúgubre una estela a nuestro paso, marcando el camino que nos alejaba de la frontera con los Estados Unidos y de los peligros que de allí llegaban.

Fue alrededor del día quince del mes, pongamos que el catorce —esta parte de nuestra aventura no pasó a los libros, así que se me hace más duro recordar hoy fechas concretas—, cuando llegamos a la mentada El Valle. Acumulábamos un gran número de heridos, y antes de dispersar el grueso de los hombres que llevamos a cabo el ataque sobre Columbus por las sierras de Chihuahua, Villa quiso que nos acercásemos hasta dicha población. Allí, ubicado en un gran almacén de grano, ahora vacío por los rigores de la guerra, existía un hospital donde buen número de enfermeras unidas a la causa villista atendían a los guerrilleros heridos en combate.

Una vez en El Valle, los hombres que quedábamos —tan sólo doscientos, fruto del gran número de bajas y rezagados que habíamos tenido en la semana precedente— fuimos llevados a un silo en las afueras de la cuidad, y allá nos instalaron. Pero Villa, anteponiendo nuestra misión en busca de las armas a cualquier otra, nos buscó a sus apóstoles un alojamiento apartado, junto a las enfermeras, con el fin de que todos los que habíamos de salir en pos del arsenal nos repusiéramos lo antes posible y partiésemos con presteza. De esta manera Fulgencio Pascual se hizo cargo desde ese momento de una compañía tan menguada que perfectamente podía mandarla un cabo en lugar de un capitán, y nos condujo hasta la posada del Zopilote, que levantaba su orgulloso estilo colonial al otro lado de la población, justo en el extremo opuesto a donde se encontraba el silo en el que habían acampado los demás guerrilleros recién llegados.

La del Zopilote era una posada limpia y grande; inquietantemente similar a lo que había sido el hotel Hoover antes de que lo redecorásemos al estilo huno, trocando cortinas por jirones y muebles por astillas. En aquellos momentos, por suerte para su propietario, el establecimiento no se parecía en nada al gran montón de cenizas sobre los mapas calcinados que llevaban a nuestras ansiadas armas que se amontonaban, negras y frías, sobre los cimientos del Hoover.

Llegamos a la posada a la hora de la comida y nos sirvieron una docena de buenos platos —frijoles de nuevo, cómo no— que todos devoramos con avidez. Incluso el gringo, que dudo hubiese catado los frijoles en su vida, parecía que les iba tomando el gusto poco a poco. No le quedaba otra, o frijoles, o aire y arena. Y esto último no llenaba demasiado, exceptuando al difunto Núñez, quien sin duda alguna fue hasta su vil asesinato el revolucionario más rollizo que hollara México.

Comimos con parsimonia, sintiéndonos a salvo por primera vez en varios días, y cuando dimos con el rancho pedimos unas cervezas para refrescar los resecos gaznates. Tras sufrir todo tipo de privaciones e incomodidades, poder llenar el estómago bajo un techo seguro y regarlo todo con unas chelas bien frías, nos hacía los hombres más afortunados del mundo. A todos menos al gringo, que comía aparte, maniatado y bajo vigilancia, y sólo bebía agua. No piensen que era para tomarnos su parte, lo hacíamos pensando exclusivamente en el éxito de nuestra misión. Nadie quería que se emborrachara y olvidase el paradero de nuestro arsenal.

Era tal nuestro grado de implicación en la misión para la que el general Villa nos había elegido, que para evitar a nuestro guía sufrimientos derivados de la contemplación de tanta cerveza que no iba a poder catar, nos propusimos aparatarlas todas de su vista y cobijarlas en nuestros hígados.

Al tiempo de pedir la tercera o cuarta ronda, el Chilango, que se había ausentado cuando empezamos a tomar, se acercó hasta nuestra mesa acompañado por otros dos, un hombre y una mujer. Les hicimos un hueco en nuestro rincón y entablamos buena conversación con los recién llegados.

Ambos venían de la Ciudad de México, eran pues capitalinos como nuestro Chilango, de esos que se unían a la Revolu-ción por simple simpatía por la causa, sin haber sufrido nunca la opresión con que se vejaba a los campesinos en las haciendas de los terratenientes.

El hombre se llamaba Rubén Lobo, y se alojaba también en la posada. Estaba casado con una de las enfermeras y su oficial le permitía mantenerse allí con ella cuando no había campaña de por medio, pues el tal Rubén Lobo no era un guerrillero al uso. Sabía manejar carros, habilidad ciertamente escasa entre los hombres de Villa, más acostumbrados a montar como jinetes o a patear desiertos y caminos. Además de extraña, su habilidad resultaba del todo inútil en aquellos momentos, ya que el ejército de Villa no tenía ni un solo vehículo de motor ni en El Valle ni en muchas leguas a la redonda.

Privado de la posibilidad de practicar su oficio, Lobo ejercía entonces de protector de las revolucionarias del Zopilote. También había mujeres combatientes, las soldaderas, que se defendían ellas solas tan bien como cualquier hombre, pero no era el caso de nuestras chicas de El Valle. Allá únicamente reparaban entuertos en las carnes de los guerrilleros, en lugar de fabricarlos en las del enemigo.

Una de esas hembras remendonas de heridas ajenas era la mujer que acompañaba a Rubén Lobo y al Chilango cuando los tres encontraron asiento en nuestra mesa. Se llamaba Altagracia Martínez, y era la jefa de las enfermeras que en El Valle cuidaban a los maltrechos hombres de la División del Norte.

Una vez presentados, el Chilango les introdujo en nuestra conversación. Narró alguna de las acciones en que recientemente habíamos tomado parte —la bella Altagracia se mostró bastante impresionada cuando el Chilango le contó acerca de mis aventuras en El Paso y el hotel Hoover, lo que me hizo sonrojarme algo—, esbozó un leve retazo de nuestra misión inmediata, y se recreó en el recuerdo de muchas otras de las pretéritas. Así, en animada charla, y conociendo poco a poco al resto de las jóvenes capitalinas que aparecieron por El Zopilote, fuimos pasando nuestra sobremesa.

Cuando la conversación osciló hacia temas que quizás no convenía haber tratado ante una dama como doña Altagracia, el Chilango no dudo en cortarla tajantemente, sin reparar en que la visión de unas bellas señoritas no era algo ante lo que una docena de guerrilleros pudiera controlarse fácilmente.

—Acá la dama y sus compañeras cuidan a los chinacos como si fueran sus madres. Podéis estar seguros en sus manos… ¡Pero sólo para que restañen vuestras heridas, eh, pendejos!

—Jamás se me ocurriría a mí lastimarme un dedo de un martillazo para caer en manos de una bella enfermera, mi cuate —respondió Cristino, hacía el que había sido especialmente dirigida la advertencia.

Buscando en nuestro oficial comprensión ante las infundadas acusaciones del Chilango, Cristino se volvió hacia el cabo Pascual, y añadió:

—Ni lo hice, ni lo volveré a hacer jamás. Se lo juro, mi cabo. Además, ya perdí aquel martillo cuando saltamos la raya.

Hubo un silencio acompañado por muchas caras de estupor e incredulidad, al que siguió una carcajada generalizada. Era la reacción habitual cuando las féminas entraban en la con-versación de Cristino, lo que sucedía aproximadamente cada vez que abría la boca.

Continuamos entre bromas en animada charla, hasta que el propio Chilango sugirió que la señorita enfermera tenía trabajo que hacer. Ésta se excusó, encaminándose hacia la sala de curas escoltada por el cabo Pascual, que acompañó a doña Altagracia hasta las escaleras del comedor, aprovechando para sugerir que aquella misma tarde se revisara el estado de su tropa.

—Creo que algunos de mis chinacos necesitan que se les repasen sus heridas, señorita enfermera.

—Cómo no. Mándemelos para arriba en cinco minutos. Prepararemos lo necesario para ellos.

—Muchas gracias.

—No hay cuidado, mi cabo. Con permiso —y se retiró hacia el piso superior.

—Es propio, señorita —dijo como despedida el cabo Pascual, todo pleitesía, a la enfermera, quizás tratando de compensar nuestra poco decorosa actuación previa.

Después empleó un tono mucho menos meloso cuando regresó a la mesa y se dirigió a nosotros.

—Suban a la enfermería en diez minutos. Doña Adelita va a revisarles las costuras.

Y fuimos poco a poco buscándonos las heridas que, graves o leves, a todos nos tocaban, para subir a recibir la cura que nos iban a dar las enfermeras de doña Altagracia, o, como al parecer las llamaba toda la tropa, las chicas de Adelita.