Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


IV. Amor de madre (4/5)


Me giré y pude ver a una mujer en camisón bajo el quicio de la puerta que lindaba con el primer escalón. Entorné los ojos, pero ciertas cantidades de alcohol no son buenas amigas del correcto enfoque ocular, así que me resultó imposible reconocerla.

Probablemente la mujer había despertado con el ruido de los cacharros cayendo en el cuarto de las enfermeras —si es que alguien podía dormir allá arriba con el ruido que mis compadres, los mariachis y hasta hacia unos minutos yo mismo, dábamos abajo.

Poco a poco, y con no poco esfuerzo ocular, se me fueron haciendo visibles los rasgos de la dama. Era una mujer bien parecida y escasamente tapada, y mis sentidos se desentumecían por momentos ante semejante panorama.

La miré de nuevo y analicé: discreta, elegante y entrada ya en años; frisaría los cincuenta, calculé. Después, en pleno delirium tremens, incrementé el riesgo de mi valoración. Cuarenta y siete con diez meses, tauro, me decía mi anegada visión. De buena familia, sin ser rica. Creyente, pero no hasta el extremo de resultar piadosa; aunque la castidad, la pureza, la contrición y el sobrio comportamiento estaban sin duda entre su lista de virtudes. Recatada, en suma.

El alcohol siguió elucubrando por mí. Sin lugar a dudas, una señora de bien desvelada por el escándalo de la madrugada en una cantina. No acostumbrada a esa clase de jolgorios, probablemente. Respetable matriarca. Jovial y trabajadora. Mañosa entre fogones, sin duda. Con gran maestría en la fabricación de empanadas. Lamentablemente, pensé —o como quiera que se le llame a la ridícula función que ejerce el cerebro cuando se encuentra flotando en tequila—, no se le daban tan bien los guisos, que solían salirle demasiado aceitosos.

Con la que llevaba encima, era imposible no clavarla en todas mis apreciaciones.

Cuando tan absurda reiteración de incoherencias alcohólicas se apoderó irremisiblemente de mi decidida voluntad de dirigirme arriba a descansar, me planté, ojos ridículamente entornados, pies quietos y cuerpo tambaleante, y me mantuve frente a ella todo lo erguido que pude, escudriñándola de muy cerca.

Llevaba el pelo recogido en una redecilla y tenía los ojos asombrosamente claros. Me había dedicado una amplia sonrisa mientras la escrutaba, y al plantarme frente a ella hizo ademán de volver a tocarme el culo. No daba la impresión de que pretendiese recriminarme el ruido con que la había despertado. Más bien al contrario, parecía haberse encaprichado conmigo.

He de reconocer que no era tan casta como mi observación había previsto. El recato tampoco abundaba bajo aquel camisón celeste. Y resulta que sí, definitivamente hube de admitir que me encontraba tremendamente borracho. Es probable que no fuera adecuado fiarme de mis pálpitos en ese estado. Puede incluso que debiera desoír la invitación para catar las supuestamente deliciosas empanadas de la señora; en el hipotético e improbable caso de que algún día me encontrara ante semejante ofrecimiento, desde luego.

En su lugar, el ofrecimiento recibido fue muy distinto.

Quizás fue porque le gustaban los hombres barbados y en aquel México de revolucionarios que lucían enormes bigotes yo era de los pocos que se dejaba crecer la barba a su antojo en toda la cara, o quizás pudo influir también el pequeño detalle de que la mujer también estaba como una cuba y que era un poco suelta, por no decir que a renglón seguido resultó ser más puta que las gallinas.

Sobra decir que ahí acabó definitivamente mi ascenso hacia el piso superior. Dicen que en tiempo de guerra cualquier agujero es trinchera, y mi mermado entendimiento de borracho alcanzó a vislumbrar la posibilidad de dar con una buena caponera allá mismo. Con más tequila que sangre en las venas y una hembra en semejante disposición, decidí pernoctar en aquel piso, pues ya habría tiempo de subir escaleras otro día; además, no resultaba nada improbable que me partiese la crisma al intentar alcanzar la planta superior.

He de admitir que, en aquel momento, la posibilidad de partirme la crisma ni siquiera fue contemplada. Y que si el órgano que en aquel lance me hacía las veces de cerebro hubiera dictado que el camino adecuado era a través de la cornisa exterior de la posada, lo hubiera seguido gustoso. Por más riesgos o equilibrios que eso implicara.

Un equilibrio que, obviamente, no era mi sentido más afinado en aquel momento. Es más, creo que estaban todos desafinados. Quizás el olfato era el más atento, porque olía a pescado y no se equivocaba.

La mujer se apresuró a registrarme las calzas, buscando voluntarios para la batalla, tan segura de hallarlos allá como de encontrar moscas en una piara. Y, cómo no, encontró una. La muy pendeja, que antes se escondía cuando la sacaba a vaciar la alberca, y se escurría rebelde hasta el punto de salpicarme las botas y mojarme los pantalones —tristezas de borracho—, ahora saludaba emocionada, pidiendo a gritos su turno para unirse a la jarana. Qué época la nuestra, llena de vagos y malos compadres, en la que al final resulta que a una fiesta todos se apuntan, pero cuando la chamba es ingrata ya no puede contar uno ni con su propia polla.

Justo después de aquello, y volviendo sobre los mentados sentidos, cuando la mujer dejó de reírse como la vieja borracha que era e intentó hablarme, creí que incluso el oído me fallaba. Balbució la señora algo que me resultó ininteligible, lo que no era nada anormal dado el estado en el que ambos nos encontrábamos. Más allá de no entender ni coma de lo que me decía, había algo raro en vago palabreo. Algo que descubrí, asombradísimo, cuando la mujer volvió a dirigirse a mí.

Come with mammy, baby —me susurró.

Dicen en México que por las hojas se conoce el tamal que es de manteca. Algo similar a lo que se dice en España de blanco y en botella, leche; o lo de con corbata y en escaño, ladrón, que creo que también se estila mucho. Pues bien, dada la remota posibilidad que existía de encontrar en una posada de El Valle a una mexicana de tez pálida y ojos claros que cuando anduviese tomadísima se convirtiese en angloparlante, las tres neuronas que aún me quedaban de guardia en aquel momento y que no se afanaban en izar mi bandera me dieron la solución a los enigmáticos balbuceos: me estaba tirando a una gringa, con todos mis cojones.

* * *

Reparé en el anillo de su mano izquierda al mismo tiempo que por mi mente cruzaba cierto pensamiento de asombro ante el desparpajo de la señora. Se notaba que sabía lo que se hacía. A buen seguro que allá tras la raya viviría en una buena mansión, pues a su marido le costaría Dios y ayuda el caminar de frente en una choza de pasillos estrechos. Además de un esposo tenía un perchero, qué suerte tenía la gringa, casada con alguien tan polifacético.

Charge, little bull, charge bully —volvió a gemir.

Hablaba más en la cama que un cura en un sermón. Bully, me decía la muy perra. Para toritos el que le había dado las arras a ella el día de su boda.

Y allí seguimos, tratando de prender la yesca, roce arriba roce abajo, entre grititos y gemidos, uno en castellano, otro en inglés, el siguiente en el idioma universal del ‹‹métemela más adentro a ver si encuentras carbón››, hasta que más que una respetable turista estadounidense pareció una pastora de los Picos de Europa pegándole voces al rebaño.

I´m cumming! —dijo una de las veces mi gringa parte¬naire.

Algo así como ‹‹me corro›› que no pude traducir entonces, pues a pesar de los esbozos de ciertas prácticas propias de Onán ya mencionadas, mi buen inglés databa de la época en que viví entre la hulla de Gales, de los nueve a los once años, y ciertos fluidos corporales quedaban lejos de mi infantil vocabulario de guaje angloparlante.

Y eso fue lo último que recuerdo antes de que se abriese la puerta.

* * *

La silueta, recortada contra la luz que entraba por el pasillo, me resultaba familiar. Durante un segundo pude ver en su cara una muestra de vergüenza, provocada por haber sorprendido a una pareja en plena acción, convencida de haberse equivocado de cuarto. En un instante el rubor que enrojecía la palidez de su rostro se convirtió en incredulidad cuando vio a la mujer y comprobó que, para su desgracia, no era así y efectivamente se trataba de su habitación. Entonces la reconocí: era ella.

Allí estaba, plantada en la puerta; la güerita del mercado, retoño de la autoridad, la que me había mentado a mi vieja por la tarde.

La mueca de incredulidad le duró aún menos que la anterior de rubor cuando reconoció al hombre —a mí—, y la ira transfiguró su cara: sus ojos azules, su cabello rubio, su blanca sonrisa, y su frágil aspecto de niñita desaparecieron cuando la poseyó el mismísimo demonio. Cosa hasta cierto punto normal, por otra parte, cuando descubres que el hombre que mató a tu marido se está tirando a tu madre.

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