Si Adelita quisiera ser mi esposa
si Adelita ya fuera mi mujer
la compraría un vestido de seda
para llevarla conmigo al edén.
ADELITA
si Adelita ya fuera mi mujer
la compraría un vestido de seda
para llevarla conmigo al edén.
ADELITA
«No sólo de pan vive el hombre» —dijo Nuestro Señor Jesucristo—, y en previsión de cumplir con esta divina enseñanza, los lupanares surgían como las setas en los montes de mi Asturias natal por las rutas que la División del Norte seguía a través de las tierras mexicanas. Pero, rameras aparte, lo cierto es que llevábamos los villistas demasiado tiempo sin ver mujer que no fuese de pago. Miento. Era frecuente que nos acompañara la esposa del general Villa. O quizás debiera decir alguna de las esposas, porque don Francisco fue peculiar hasta en eso, y se casó más de veinte veces con otras tantas damas, siendo así guerrillero en todas las trincheras.
Nunca fui demasiado aficionado a gastar plata en carne ajena por algo que pudiera hacer la propia, y el tiempo de castidad era ya luengo cuando llegamos a El Valle; el lugar en que conocí a las famosísimas enfermeras llegadas desde la capital a socorrer a los revolucionarios; el lugar en que vi por vez primera a una linda güerita poseída por el demonio; el mismo lugar donde pude, al fin, meterla un rato en adobo.
Este suceso de amoríos sucedió en la referida población de El Valle unos días después de nuestro asalto a Columbus. Nuestros muertos ya habían sido convenientemente sepultados y los improvisados cementerios iban quedando atrás, como lúgubre una estela a nuestro paso, marcando el camino que nos alejaba de la frontera con los Estados Unidos y de los peligros que de allí llegaban.
Fue alrededor del día quince del mes, pongamos que el catorce —esta parte de nuestra aventura no pasó a los libros, así que se me hace más duro recordar hoy fechas concretas—, cuando llegamos a la mentada El Valle. Acumulábamos un gran número de heridos, y antes de dispersar el grueso de los hombres que llevamos a cabo el ataque sobre Columbus por las sierras de Chihuahua, Villa quiso que nos acercásemos hasta dicha población. Allí, ubicado en un gran almacén de grano, ahora vacío por los rigores de la guerra, existía un hospital donde buen número de enfermeras unidas a la causa villista atendían a los guerrilleros heridos en combate.
Una vez en El Valle, los hombres que quedábamos —tan sólo doscientos, fruto del gran número de bajas y rezagados que habíamos tenido en la semana precedente— fuimos llevados a un silo en las afueras de la cuidad, y allá nos instalaron. Pero Villa, anteponiendo nuestra misión en busca de las armas a cualquier otra, nos buscó a sus apóstoles un alojamiento apartado, junto a las enfermeras, con el fin de que todos los que habíamos de salir en pos del arsenal nos repusiéramos lo antes posible y partiésemos con presteza. De esta manera Fulgencio Pascual se hizo cargo desde ese momento de una compañía tan menguada que perfectamente podía mandarla un cabo en lugar de un capitán, y nos condujo hasta la posada del Zopilote, que levantaba su orgulloso estilo colonial al otro lado de la población, justo en el extremo opuesto a donde se encontraba el silo en el que habían acampado los demás guerrilleros recién llegados.
La del Zopilote era una posada limpia y grande; inquietantemente similar a lo que había sido el hotel Hoover antes de que lo redecorásemos al estilo huno, trocando cortinas por jirones y muebles por astillas. En aquellos momentos, por suerte para su propietario, el establecimiento no se parecía en nada al gran montón de cenizas sobre los mapas calcinados que llevaban a nuestras ansiadas armas que se amontonaban, negras y frías, sobre los cimientos del Hoover.
Llegamos a la posada a la hora de la comida y nos sirvieron una docena de buenos platos —frijoles de nuevo, cómo no— que todos devoramos con avidez. Incluso el gringo, que dudo hubiese catado los frijoles en su vida, parecía que les iba tomando el gusto poco a poco. No le quedaba otra, o frijoles, o aire y arena. Y esto último no llenaba demasiado, exceptuando al difunto Núñez, quien sin duda alguna fue hasta su vil asesinato el revolucionario más rollizo que hollara México.
Comimos con parsimonia, sintiéndonos a salvo por primera vez en varios días, y cuando dimos con el rancho pedimos unas cervezas para refrescar los resecos gaznates. Tras sufrir todo tipo de privaciones e incomodidades, poder llenar el estómago bajo un techo seguro y regarlo todo con unas chelas bien frías, nos hacía los hombres más afortunados del mundo. A todos menos al gringo, que comía aparte, maniatado y bajo vigilancia, y sólo bebía agua. No piensen que era para tomarnos su parte, lo hacíamos pensando exclusivamente en el éxito de nuestra misión. Nadie quería que se emborrachara y olvidase el paradero de nuestro arsenal.
Era tal nuestro grado de implicación en la misión para la que el general Villa nos había elegido, que para evitar a nuestro guía sufrimientos derivados de la contemplación de tanta cerveza que no iba a poder catar, nos propusimos aparatarlas todas de su vista y cobijarlas en nuestros hígados.
Al tiempo de pedir la tercera o cuarta ronda, el Chilango, que se había ausentado cuando empezamos a tomar, se acercó hasta nuestra mesa acompañado por otros dos, un hombre y una mujer. Les hicimos un hueco en nuestro rincón y entablamos buena conversación con los recién llegados.
Ambos venían de la Ciudad de México, eran pues capitalinos como nuestro Chilango, de esos que se unían a la Revolu-ción por simple simpatía por la causa, sin haber sufrido nunca la opresión con que se vejaba a los campesinos en las haciendas de los terratenientes.
El hombre se llamaba Rubén Lobo, y se alojaba también en la posada. Estaba casado con una de las enfermeras y su oficial le permitía mantenerse allí con ella cuando no había campaña de por medio, pues el tal Rubén Lobo no era un guerrillero al uso. Sabía manejar carros, habilidad ciertamente escasa entre los hombres de Villa, más acostumbrados a montar como jinetes o a patear desiertos y caminos. Además de extraña, su habilidad resultaba del todo inútil en aquellos momentos, ya que el ejército de Villa no tenía ni un solo vehículo de motor ni en El Valle ni en muchas leguas a la redonda.
Privado de la posibilidad de practicar su oficio, Lobo ejercía entonces de protector de las revolucionarias del Zopilote. También había mujeres combatientes, las soldaderas, que se defendían ellas solas tan bien como cualquier hombre, pero no era el caso de nuestras chicas de El Valle. Allá únicamente reparaban entuertos en las carnes de los guerrilleros, en lugar de fabricarlos en las del enemigo.
Una de esas hembras remendonas de heridas ajenas era la mujer que acompañaba a Rubén Lobo y al Chilango cuando los tres encontraron asiento en nuestra mesa. Se llamaba Altagracia Martínez, y era la jefa de las enfermeras que en El Valle cuidaban a los maltrechos hombres de la División del Norte.
Una vez presentados, el Chilango les introdujo en nuestra conversación. Narró alguna de las acciones en que recientemente habíamos tomado parte —la bella Altagracia se mostró bastante impresionada cuando el Chilango le contó acerca de mis aventuras en El Paso y el hotel Hoover, lo que me hizo sonrojarme algo—, esbozó un leve retazo de nuestra misión inmediata, y se recreó en el recuerdo de muchas otras de las pretéritas. Así, en animada charla, y conociendo poco a poco al resto de las jóvenes capitalinas que aparecieron por El Zopilote, fuimos pasando nuestra sobremesa.
Cuando la conversación osciló hacia temas que quizás no convenía haber tratado ante una dama como doña Altagracia, el Chilango no dudo en cortarla tajantemente, sin reparar en que la visión de unas bellas señoritas no era algo ante lo que una docena de guerrilleros pudiera controlarse fácilmente.
—Acá la dama y sus compañeras cuidan a los chinacos como si fueran sus madres. Podéis estar seguros en sus manos… ¡Pero sólo para que restañen vuestras heridas, eh, pendejos!
—Jamás se me ocurriría a mí lastimarme un dedo de un martillazo para caer en manos de una bella enfermera, mi cuate —respondió Cristino, hacía el que había sido especialmente dirigida la advertencia.
Buscando en nuestro oficial comprensión ante las infundadas acusaciones del Chilango, Cristino se volvió hacia el cabo Pascual, y añadió:
—Ni lo hice, ni lo volveré a hacer jamás. Se lo juro, mi cabo. Además, ya perdí aquel martillo cuando saltamos la raya.
Hubo un silencio acompañado por muchas caras de estupor e incredulidad, al que siguió una carcajada generalizada. Era la reacción habitual cuando las féminas entraban en la con-versación de Cristino, lo que sucedía aproximadamente cada vez que abría la boca.
Continuamos entre bromas en animada charla, hasta que el propio Chilango sugirió que la señorita enfermera tenía trabajo que hacer. Ésta se excusó, encaminándose hacia la sala de curas escoltada por el cabo Pascual, que acompañó a doña Altagracia hasta las escaleras del comedor, aprovechando para sugerir que aquella misma tarde se revisara el estado de su tropa.
—Creo que algunos de mis chinacos necesitan que se les repasen sus heridas, señorita enfermera.
—Cómo no. Mándemelos para arriba en cinco minutos. Prepararemos lo necesario para ellos.
—Muchas gracias.
—No hay cuidado, mi cabo. Con permiso —y se retiró hacia el piso superior.
—Es propio, señorita —dijo como despedida el cabo Pascual, todo pleitesía, a la enfermera, quizás tratando de compensar nuestra poco decorosa actuación previa.
Después empleó un tono mucho menos meloso cuando regresó a la mesa y se dirigió a nosotros.
—Suban a la enfermería en diez minutos. Doña Adelita va a revisarles las costuras.
Y fuimos poco a poco buscándonos las heridas que, graves o leves, a todos nos tocaban, para subir a recibir la cura que nos iban a dar las enfermeras de doña Altagracia, o, como al parecer las llamaba toda la tropa, las chicas de Adelita.
Nunca fui demasiado aficionado a gastar plata en carne ajena por algo que pudiera hacer la propia, y el tiempo de castidad era ya luengo cuando llegamos a El Valle; el lugar en que conocí a las famosísimas enfermeras llegadas desde la capital a socorrer a los revolucionarios; el lugar en que vi por vez primera a una linda güerita poseída por el demonio; el mismo lugar donde pude, al fin, meterla un rato en adobo.
Este suceso de amoríos sucedió en la referida población de El Valle unos días después de nuestro asalto a Columbus. Nuestros muertos ya habían sido convenientemente sepultados y los improvisados cementerios iban quedando atrás, como lúgubre una estela a nuestro paso, marcando el camino que nos alejaba de la frontera con los Estados Unidos y de los peligros que de allí llegaban.
Fue alrededor del día quince del mes, pongamos que el catorce —esta parte de nuestra aventura no pasó a los libros, así que se me hace más duro recordar hoy fechas concretas—, cuando llegamos a la mentada El Valle. Acumulábamos un gran número de heridos, y antes de dispersar el grueso de los hombres que llevamos a cabo el ataque sobre Columbus por las sierras de Chihuahua, Villa quiso que nos acercásemos hasta dicha población. Allí, ubicado en un gran almacén de grano, ahora vacío por los rigores de la guerra, existía un hospital donde buen número de enfermeras unidas a la causa villista atendían a los guerrilleros heridos en combate.
Una vez en El Valle, los hombres que quedábamos —tan sólo doscientos, fruto del gran número de bajas y rezagados que habíamos tenido en la semana precedente— fuimos llevados a un silo en las afueras de la cuidad, y allá nos instalaron. Pero Villa, anteponiendo nuestra misión en busca de las armas a cualquier otra, nos buscó a sus apóstoles un alojamiento apartado, junto a las enfermeras, con el fin de que todos los que habíamos de salir en pos del arsenal nos repusiéramos lo antes posible y partiésemos con presteza. De esta manera Fulgencio Pascual se hizo cargo desde ese momento de una compañía tan menguada que perfectamente podía mandarla un cabo en lugar de un capitán, y nos condujo hasta la posada del Zopilote, que levantaba su orgulloso estilo colonial al otro lado de la población, justo en el extremo opuesto a donde se encontraba el silo en el que habían acampado los demás guerrilleros recién llegados.
La del Zopilote era una posada limpia y grande; inquietantemente similar a lo que había sido el hotel Hoover antes de que lo redecorásemos al estilo huno, trocando cortinas por jirones y muebles por astillas. En aquellos momentos, por suerte para su propietario, el establecimiento no se parecía en nada al gran montón de cenizas sobre los mapas calcinados que llevaban a nuestras ansiadas armas que se amontonaban, negras y frías, sobre los cimientos del Hoover.
Llegamos a la posada a la hora de la comida y nos sirvieron una docena de buenos platos —frijoles de nuevo, cómo no— que todos devoramos con avidez. Incluso el gringo, que dudo hubiese catado los frijoles en su vida, parecía que les iba tomando el gusto poco a poco. No le quedaba otra, o frijoles, o aire y arena. Y esto último no llenaba demasiado, exceptuando al difunto Núñez, quien sin duda alguna fue hasta su vil asesinato el revolucionario más rollizo que hollara México.
Comimos con parsimonia, sintiéndonos a salvo por primera vez en varios días, y cuando dimos con el rancho pedimos unas cervezas para refrescar los resecos gaznates. Tras sufrir todo tipo de privaciones e incomodidades, poder llenar el estómago bajo un techo seguro y regarlo todo con unas chelas bien frías, nos hacía los hombres más afortunados del mundo. A todos menos al gringo, que comía aparte, maniatado y bajo vigilancia, y sólo bebía agua. No piensen que era para tomarnos su parte, lo hacíamos pensando exclusivamente en el éxito de nuestra misión. Nadie quería que se emborrachara y olvidase el paradero de nuestro arsenal.
Era tal nuestro grado de implicación en la misión para la que el general Villa nos había elegido, que para evitar a nuestro guía sufrimientos derivados de la contemplación de tanta cerveza que no iba a poder catar, nos propusimos aparatarlas todas de su vista y cobijarlas en nuestros hígados.
Al tiempo de pedir la tercera o cuarta ronda, el Chilango, que se había ausentado cuando empezamos a tomar, se acercó hasta nuestra mesa acompañado por otros dos, un hombre y una mujer. Les hicimos un hueco en nuestro rincón y entablamos buena conversación con los recién llegados.
Ambos venían de la Ciudad de México, eran pues capitalinos como nuestro Chilango, de esos que se unían a la Revolu-ción por simple simpatía por la causa, sin haber sufrido nunca la opresión con que se vejaba a los campesinos en las haciendas de los terratenientes.
El hombre se llamaba Rubén Lobo, y se alojaba también en la posada. Estaba casado con una de las enfermeras y su oficial le permitía mantenerse allí con ella cuando no había campaña de por medio, pues el tal Rubén Lobo no era un guerrillero al uso. Sabía manejar carros, habilidad ciertamente escasa entre los hombres de Villa, más acostumbrados a montar como jinetes o a patear desiertos y caminos. Además de extraña, su habilidad resultaba del todo inútil en aquellos momentos, ya que el ejército de Villa no tenía ni un solo vehículo de motor ni en El Valle ni en muchas leguas a la redonda.
Privado de la posibilidad de practicar su oficio, Lobo ejercía entonces de protector de las revolucionarias del Zopilote. También había mujeres combatientes, las soldaderas, que se defendían ellas solas tan bien como cualquier hombre, pero no era el caso de nuestras chicas de El Valle. Allá únicamente reparaban entuertos en las carnes de los guerrilleros, en lugar de fabricarlos en las del enemigo.
Una de esas hembras remendonas de heridas ajenas era la mujer que acompañaba a Rubén Lobo y al Chilango cuando los tres encontraron asiento en nuestra mesa. Se llamaba Altagracia Martínez, y era la jefa de las enfermeras que en El Valle cuidaban a los maltrechos hombres de la División del Norte.
Una vez presentados, el Chilango les introdujo en nuestra conversación. Narró alguna de las acciones en que recientemente habíamos tomado parte —la bella Altagracia se mostró bastante impresionada cuando el Chilango le contó acerca de mis aventuras en El Paso y el hotel Hoover, lo que me hizo sonrojarme algo—, esbozó un leve retazo de nuestra misión inmediata, y se recreó en el recuerdo de muchas otras de las pretéritas. Así, en animada charla, y conociendo poco a poco al resto de las jóvenes capitalinas que aparecieron por El Zopilote, fuimos pasando nuestra sobremesa.
Cuando la conversación osciló hacia temas que quizás no convenía haber tratado ante una dama como doña Altagracia, el Chilango no dudo en cortarla tajantemente, sin reparar en que la visión de unas bellas señoritas no era algo ante lo que una docena de guerrilleros pudiera controlarse fácilmente.
—Acá la dama y sus compañeras cuidan a los chinacos como si fueran sus madres. Podéis estar seguros en sus manos… ¡Pero sólo para que restañen vuestras heridas, eh, pendejos!
—Jamás se me ocurriría a mí lastimarme un dedo de un martillazo para caer en manos de una bella enfermera, mi cuate —respondió Cristino, hacía el que había sido especialmente dirigida la advertencia.
Buscando en nuestro oficial comprensión ante las infundadas acusaciones del Chilango, Cristino se volvió hacia el cabo Pascual, y añadió:
—Ni lo hice, ni lo volveré a hacer jamás. Se lo juro, mi cabo. Además, ya perdí aquel martillo cuando saltamos la raya.
Hubo un silencio acompañado por muchas caras de estupor e incredulidad, al que siguió una carcajada generalizada. Era la reacción habitual cuando las féminas entraban en la con-versación de Cristino, lo que sucedía aproximadamente cada vez que abría la boca.
Continuamos entre bromas en animada charla, hasta que el propio Chilango sugirió que la señorita enfermera tenía trabajo que hacer. Ésta se excusó, encaminándose hacia la sala de curas escoltada por el cabo Pascual, que acompañó a doña Altagracia hasta las escaleras del comedor, aprovechando para sugerir que aquella misma tarde se revisara el estado de su tropa.
—Creo que algunos de mis chinacos necesitan que se les repasen sus heridas, señorita enfermera.
—Cómo no. Mándemelos para arriba en cinco minutos. Prepararemos lo necesario para ellos.
—Muchas gracias.
—No hay cuidado, mi cabo. Con permiso —y se retiró hacia el piso superior.
—Es propio, señorita —dijo como despedida el cabo Pascual, todo pleitesía, a la enfermera, quizás tratando de compensar nuestra poco decorosa actuación previa.
Después empleó un tono mucho menos meloso cuando regresó a la mesa y se dirigió a nosotros.
—Suban a la enfermería en diez minutos. Doña Adelita va a revisarles las costuras.
Y fuimos poco a poco buscándonos las heridas que, graves o leves, a todos nos tocaban, para subir a recibir la cura que nos iban a dar las enfermeras de doña Altagracia, o, como al parecer las llamaba toda la tropa, las chicas de Adelita.
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