Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


V. La tumba de Villa (6/6)


Hizo ademán de buscar su arma, pero la escolta de Villa, Rufo Arce al frente, ya había desenfundado, y Caballero decidió escapar.

Salió a la carrera de entre sus hombres y se dirigió hacia una vieja caseta que los carrancistas habían acondicionado como establo durante la noche.

Corría hacia las caballerizas, volviéndose frecuentemente hacia la arboleda y descargando su pistola hacia allí, entre blasfemias e imprecaciones. Sus hombres no le disparaban, ya fuera por respeto, temor o lealtad hacia aquel hombre que hasta hacía apenas un instante les había mandado y ante el que la tropa, siguiendo a sus mandos intermedios, se había revelado. Algunos de ellos incluso parecían dudar acerca de qué camino tomar; si sumarse al motín de los sargentos o seguir a su capitán en su huída hacia las caballerizas.

Los acompañantes de Villa, Rufo Arce y los otros seis, imitaron el proceder de los amotinados, y no pegaron ni un solo tiro; temerosos de crear problemas con sus nuevos aliados y que la cosa terminase con los carrancistas retractándose en lu-gar de con la única huída de un oficial iracundo.

A pesar de ello, los disparos de Caballero llegaban hasta nuestras posiciones al otro lado del sembrado, y con ellos una inquietud que se apoderó de todos nosotros, que nos mostrábamos cada vez más decididos a lanzarnos al ataque contra la arboleda para rescatar al general, romper el cerco, o, simplemente, morir matando.

Afortunadamente no fue así, y los oficiales mantuvieron sus puestos, siguiendo las órdenes que Villa les había dado y conteniéndonos de este modo al resto.

Del otro lado, entre gritos y menciones a las madres de todos sus oficiales, Caballero alcanzó los establos.

—¡Les voy a traer acá a todo el ejército de México, traidores hijos de la gran chingada!

El capitán Caballero temblaba, ciego de rabia, cuando cerró tras de sí el cochambroso portón del cuchitril que cobijaba a su caballo, la vetusta caseta de caminero que se alzaba en el límite del bosquecillo.

Se detuvo y observó la arboleda por un hueco entre la tablazón. Algunos hombres habían abandonado a Villa y venían hacia donde él se encontraba.

Disparó hacia ellos. Las balas resonaron con fuerza en el interior del establo y se perdieron entre los árboles sin encontrar su objetivo. De inmediato se volvió de nuevo hacia los caballos, dispuesto definitivamente a huir, abandonando allá a los hombres sobre los que hasta hacía bien poco mandaba.

Estaba tan fuera de sí que tropezó y cayó de bruces sobre la paja que alfombraba el suelo del improvisado establo, apoyando las manos sobre la linda boñiga de un caballo que descansaba tranquilo en la sombría cuadra hasta el momento en que el capitán constitucionalista había irrumpido en ella.

Aún en el suelo, giró sobre su costado izquierdo, trabándose con las patas de un animal. Olvidando por un momento quienes iban tras él, fijó su vista en las palmas de sus manos, ahora calientes del contacto con las heces recién servidas.

A pesar de que fue tan sólo un instante el que su cabeza estuvo ocupada con tan apestoso asunto que se traía entre manos, jamás volvió a poner sus pensamientos en sus perseguidores. Una yegua, asustada por los disparos que acababan de resonar en la vieja caseta, y descentrada por la repentina entrada de luz exterior que había roto su penumbra, se encabritó, alzándose sobre sus patas traseras.

En la mente del capitán carrancista la sensación de asco dejó paso al pavor cuando, al volver la cabeza hacia la bestia, vio como el casco de una de sus manos delanteras se acercaba imparable hacia su rostro, irremisiblemente encaminada la pezuña del animal hacia su nariz.

Y eso fue lo último que el capitán Caballero pensó, porque su mente ya no estaba allá para pensar ni opinar nada acerca de la terrible estampa que a cuantos entraron después al establo mostraba su propia sangre al manar como un arroyo pastoso de sus fosas nasales, inundando el hueco surgido donde antes estuvo su ya demacrado rostro. Había dejado de pensar, de sentir y de padecer cuando su nariz crujió bajo la violenta embestida que le propinó su propia yegua, hundiéndosela en el rostro y aplastándole el cráneo.

* * *

Debió de parecerle buena la yegua asesina a Arce, porque aprovechando que estaba sin dueño, la agarró de las riendas y se la llevó después hasta El Valle. Otros hombres tomaron el cadáver del capitán y lo sacaron fuera de la caseta, colocándolo entre dos frondosos árboles situados ya en el límite del bosquecillo. Fue el propio Villa quien escogió la ubicación, interesado al parecer en que la tumba resultase visible desde la llanura. También insistió en que el hoyo en cuestión fuese poco profundo. Después pidió un par de maderos lisos y algo para escribir.

Para entonces ya se había levantado el cerco y los sitiados andábamos ya confraternizando con los sitiadores en los alrededores del silo. Con la situación calmada tuve la ocurrencia de acercarme hasta la arboleda, y me cayó de regalo una pala. Villa nos dejó a unos cuantos cavando bajo los árboles y se apartó unos metros. Volvió minutos después, con la tumba parcamente horadada ya en el suelo, y nos sorprendió —una vez más, y lo que te rondaré, morena— a todos.

Había estado deleitándose con la que en tiempos había sido una de sus mayores inquietudes, que no eran otras que leer y escribir. Desde que aprendió las primeras letras —primero preso en la capital y después garabateando con su dedo en la arena del desierto, a los veintisiete años— siempre había sido muy aficionado a perfeccionar su escritura.

Vino con una cruz compuesta por los dos listones que se había llevado, y marcado sobre ella, con letras claras, traía su propio nombre: General Francisco Villa, ponía.

De nuevo fluía la impredecible personalidad de Villa, e incluso en los momentos de gran agobio como eran aquellos, con todos los gringos habidos y por haber acercándose a El Valle para convencernos de las bondades de una siesta bajo cinco palmos de tierra, Pancho Villa se permitía el lujo de hacer bromas y urdir engaños, riéndose a un tiempo de los gringos y de la propia muerte.

Como habría de decir después en su corrido el gran Cristino, allá estaba servidor, la noche después de cierto altercado con una dama estadounidense, cavándole la tumba al general Villa. Aunque para alivio nuestro, y especialmente del propio Pancho Villa, la tumba llevaría su nombre pero no sus carnes.

Mientras cavábamos la mentada tumba, los hombres más cercanos al difunto merodeaban por allá. Entre todos ellos había uno que probablemente intentando congraciarse con aquel Francisco Villa al que tanto temía y con los que le acompañábamos, no dejaba de soltar pestes contra el que había sido su superior.

—Yo soy bien creyente, mis cuates —dijo en una ocasión—, y ahora Dios me recompensa. Cuántas veces en los últimos meses le pedí que lo hundiera más que a mí… y al fin el Señor me ha dado mi capricho…

Tanto y tan exagerado fue lo que aquel dijo criticando a su antiguo oficial y halagando al nuevo jefe, que en un momento dado, cuando el mentado soldado carrancista estaba a punto de dejar de saber dónde terminaba la punta de su lengua y dónde comenzaba el trasero de don Francisco, el propio Villa le reprendió.

—Ya deja la lambeteada, que mal capricho te ha dado Dios entonces.

—¿A qué atole me dice eso, señor? —preguntó confuso el soldado carrancista.

—Porque de veletas está México lleno —respondió Villa—, y yo estoy harto de gentes que cuando llegan a la cima se dejan mover por el aire que más pega y cambian de dirección.

—Mas el quería entregarle, señor general…

—Clarines soldado, y no lo logró. Por eso él se ha rentado una linda parcelita y yo aún sigo de nómada; pero fue hombre que no se dejó mecer del aire, y yo le respeto. No se debe pedir tan alegremente que se hunda a gente así. Además, como la tumba es falsa y de seguro que los gringos la abrirán, no nos hemos tomado mucha molestia en meterla muy abajo, tan sólo un palmo escaso. Debería pedirle a Dios que le hundiesen más que a este Caballero, no sea que quede usted al aire y se lo coman los chacales si acaban dándole tierra del modo que a él. Y a nadie le gustaría llegar al otro lado con los huesos roídos por las alimañas.

El soldado se quedó muy blanco, no volvió a decir palabra y poco a poco se fue alejando de la tumba de su anterior jefe, fuertemente reprendido por las palabras del nuevo. Después, como si no acabase de sentar cátedra alguna, Villa se dirigió de nuevo a sus ayudantes que lo acompañaban y al resto de los carrancistas presentes.

—Espero que el día que me toque sea en un sitio más lindo que éste. Y si, como temo, las sendas de la Revolución me citan de improviso con la Huesuda, ustedes inventen algo bonito para poner en mi epitafio, ya que hoy nada he puesto yo. Se lo digo a mis Dorados, que quizás estén en mi velorio, pero también a los de ocre, porque nadie sabe quién le rodeará a uno cuando le manden al otro barrio.

Lo dijo sin rencor, consciente de que lo único que le unía a aquellos soldados que hasta hacía unas horas escasas nos cercaban era el odio furibundo hacia los invasores del norte, y que en un futuro, cuando los gringos se hubiesen marchado, aquellos u otros carrancistas tratarían de nuevo de meterlo en un hoyo como aquel. Si es que finalmente los gringos se marchaban sin llevársele en una caja de pino.

Afortunadamente, tales palabras que entre otros enemigos hubieran resultado impronunciables, allá eran posibles. Si hubo algo claro en México durante la época de la Revolución fue precisamente que se trataba de un asunto de mexicanos que debía de ser solucionado por mexicanos, desechando mayoritariamente cualquier opción que conllevase una injerencia extranjera en la guerra.

De este modo, y aunque a veces los distintos gobiernos federales admitieron ayudas de tipo técnico por parte de los gringos, jamás permitieron el apoyo militar explícito de éstos. Desde la época del desembarco estadounidense en Veracruz contra Huerta, cuando Carranza se opuso a la entrada en suelo mexicano de los gringos a pesar de que le era absolutamente propicia, hasta estos momentos que ahora cuento, todos los mexicanos abandonaron sus rencillas internas cuando los gringos pasaron la raya y su secular intervencionismo en los despachos se convirtió en una invasión en toda regla.

No importaba ser hombre de Carranza, que era de facto el presidente de la República, o serlo de Villa, que era, de facto también y por desgracia, general de una gloriosa División venida a grupo de guerrilleros en busca de un arsenal que detuviese su caída. Daba gusto ver como los mexicanos, enfrascados durante años en una lucha intestina que enfrentaba las más variopintas huestes acaudilladas por líderes de todo tipo y condición, aparcábamos esta pelea fratricida al olor del gringo.

Y lo hacíamos porque en la revolución más caótica, juerguista e imprevisible de todos los tiempos, en la que fusilamientos y cañonazos se repartían a partes iguales con riadas de alcohol y buenas canciones, a todos nos pareció plato de gran gusto el dejar de matar manitos por un tiempo y dedicarnos a joder gringos.

Tras solicitar un epitafio a los que le rodeaban, Villa se apoyó ufano sobre la cruz con su nombre, holgándose por ser capaz de mantenerse junto a y no bajo ella, como era el deseo de muchos.

—¿No querían los gringos mi tumba? Pues acá la tienen. Y ahora yo también quiero algo suyo. Vayan a Galeana y tráiganme a Ramiro Pozal.

V. La tumba de Villa (5/6)


Arce, que había regresado sin contratiempos pasando junto a los cuervos que revoloteaban sobre al caballo muerto, esperaba desde hacía algún tiempo refrescándose a la puerta de la estancia en que se encontraba entrevistándose el general. Cuando el espía salió, pasó al interior y dio cuenta a Villa del resultado de su embajada.

—Traigo malas noticias, general —comenzó Arce—. No están por la labor de negociar. Al parecer su jefe, un tal Caballero, no piensa desaprovechar la oportunidad de hacernos pínole ahora que nos tiene cercados. Puede que incluso ya hayan soltado el borrego de que nos han agarrado.

Villa se mesó los bigotes. Estaba ofuscado.

—Así que están amachados en no negociar… —susurró, lanzando una mirada hacia sus hombres de confianza, que seguían a distancia la conversación.

—Bueno, en realidad sí que han hecho una oferta, nomás que está cabrón de aceptar. ¡Pretenden que vaya usted en persona a negociar tras sus líneas!

Villa quedó un momento en silencio. Volvió a atusarse los bigotes mientras recapacitaba. Y sonrió.

—Pues eso es lo que toca —dijo—. Estoy precisado a ir si queremos salir de este maldito silo.

—¡Pero olvidarán las banderas blancas y le agarrarán en cuanto lo tengan a mano! —dijo Arce, alarmado.

—Quizás.

El general arqueó las cejas y, levantándose de su banqueta, salió fuera.

* * *

A muchos kilómetros de allá, quince hombres se apearon del tren en la estación en El Fuerte aquella misma mañana. Habían salido de El Paso ocho días antes, tomando el camino que hacia el oeste recorrían los ferrocarriles de la Southern Pacific hasta llegar a la ciudad de Tucson, en Arizona.

Allí habían cambiado de línea y seguido la que, hacia al sur, atravesaba Sonora con rumbo al golfo de California.

Pasaron la frontera por Nogales y bajaron directamente hasta encontrarse con el océano en la ciudad de Guaymas, desde donde corrieron paralelos a la costa, cruzando el Yaqui y el río Fuerte para cambiar de nuevo la dirección de su viaje nada más cruzar el puente que sobre éste se tendía cerca de Los Machis.

Tomaron entonces un tercer tren, que llevaba desde la costa de nuevo hacia la fronteriza Chihuahua, como si quisieran completar sus vacaciones y cruzar México para volver de nuevo a El Paso.

Pero debió de gustarles Sinaloa, porque cuando llegaron a la villa de El Fuerte, donde las montañas de la sierra dejan de ser ondulaciones en el horizonte y se puede admirar ya la grandeza de sus graníticas moles, bajaron del tren.

Adquirieron buenas monturas y cierto número de mulas de carga y porteadores, contrataron los servicios de un guía local, y pusieron rumbo a las nevadas cumbres de la Sierra Madre.

Bradley Morgan, sin duda con el objetivo de olvidar pasados y penosos momentos, se había llevado lejos del desolado Columbus a unos amigos, y todos ellos marchaban, buscando paisajísticos deleites, hacia las Barrancas.

* * *

En El Valle, mientras tanto, ya se preparaba la segunda embajada, cuya composición no difirió mucho de la primera. A decir verdad tan sólo hubo un cambio. A los siete hombres en-viados a los carrancistas en la primera ocasión se sumaba un octavo: el mismísimo Pancho Villa, que había decidido negociar en persona a pesar de las advertencias de sus oficiales.

En esta ocasión, y como precaución —bastante somera, por cierto—, todos iban a caballo, aunque era bastante poca la seguridad que las bestias aportarían una vez en terreno de los de Carranza.

Cruzaron el sembrado al paso, como si no fuese con ellos la cosa, mostrándose orgullosos en su cabalgar. No venimos a suplicar nada, parecía decir su encastillada pose, tan sólo pedimos una tregua para poder echar a los invasores. No os confiéis ni nos creáis derrotados, porque cuando larguemos a los gringos os vamos a dar una somanta de hostias, cabrones.

Las noticias de que Villa había pedido una tregua mientras durase la invasión gringa ya salpicaban los corrillos carrancistas, y acabaron por inundarlo todo cuando el general en persona avanzó hacia sus posiciones. Muchos, que lo habían combatido pero nunca lo habían tratado, dudaban de que aquel fuese realmente Villa.

—No hagan caso, que es un doble —decía uno.

—Dicen de Villa que es un asesino sanguinario, un fantasma imposible de atrapar…

—No puede ser ése… —decía otro—. Es demasiado humano y se expone demasiado para ser él.
Pero sí que era Villa. Quizás esperasen ver con sus propios ojos las crueldades que la propaganda carrancista tanto fomentaba, tratando de convertir al general en un ladrón, en un asesino despiadado, en un vulgar asaltador.

Cuando Villa llegó definitivamente hasta el interior de las líneas carrancistas, bajo la sombra de la arboleda, alguno acabó por convencerse de que no vería a Pancho Villa merendarse ningún gatito crudo aquella tarde. El general ni olía a azufre ni arrancaba corazones con sus propias manos. Era un hombre como otro cualquiera —más valiente y leal que la mayoría de los de su posición, eso sí—, pero no era ningún monstruo: tenía sus dos ojos, sus brazos, sus piernas, su bigotazo y su buen par de cojones para meterse tan parcamente escoltado en plena posición enemiga.

Y, por cierto y aunque no venga muy al hilo, los gatos saben mejor asados, se lo dice uno que sabe.

* * *

—Soy Francisco Villa, jefe de la División del Norte —espetó, sin apenas formalidades, el general—, y vengo a negociar una tregua con la facción carrancista.

Apenas pronunciadas estas palabras, el capitán carrancista Alfonso Caballero se incorporó, dirigiéndose hacia sus enemi-gos.

—No hay embajada que valga viniendo de un asesino.

—¡Pendejo…! —musitó Arce, llevando rápidamente la ma-no hacia la culata de su arma, de la que esta vez no se había desprendido. Villa detuvo su gesto.

—Además —continuó Caballero— la División del Norte hace meses que dejó de existir. Hoy ustedes son nomás unos simples gavilleros.

Se giró hacia donde se encontraba su oficialidad y se dirigió a uno de ellos.

—Sargento, arreste a estos hombres.

Pero nadie se movió.

Un murmullo de incómoda indecisión se extendió entre los constitucionalistas. Instantes después, Caballero repitió la orden. Pero nadie se movió.

Ésta quedó de nuevo sin respuesta, y la tensión se volvió insoportable. El tiempo pareció detenerse y una ráfaga de aire caliente sacudió la lona de las tiendas y las ramas de los árboles. Los murmullos iniciales se apagaron y el silencio se apoderó de todo.

Era un silencio sepulcral, denso y violento, tan sólo roto por el zumbido de un tábano. Cuando fue a posarse sobre la palpitante carótida de Caballero, éste aplastó al insecto contra su propio cuello de una rápida palmada y repitió la orden por tercera vez.

Por tercera vez quedó sin respuesta alguna, y Villa sonrió.

Porque, tal y como el general esperaba, nadie se movió.

* * *

El rumor de la tregua propuesta por Villa se había extendido con rapidez, y la acogida resultaba, saltaba a la vista, excelente. Aquellas gentes de Carranza, sin necesidad de asamblea ninguna, ya habían decidido cambiar de bando mientras durase la penetración gringa. Incluso antes de que Villa pudiera tratar con sus mandos. Tan sólo la sargentada había conspirado levemente, y, al ver que la tropa rasa no actuaba, concluyeron que los soldados también eran de su misma opinión. Finalmente fue el sargento al que Caballero se había dirigido antes quien tomó la palabra.

—Pues… verá… el caso es que hemos decidido pactar una tregua con la División del Norte, mi capitán. Algunos sargentos hemos hablado con la tropa —mintió— y vamos a sumarnos a ellos.

—¡Aquí no se suma a nadie ni María Santísima! —comenzó a gritar Caballero, ciego de ira por el más que consumado motín—. ¡Por mis huevos que estos pendejos salen de acá con las manos en la espalda o con los pies por delante!

V. La tumba de Villa (4/6)


Cuando el sargento Arce y los otros seis volvieron de la reunión con los carrancistas, fueron raudos en busca del general.

Villa se encontraba reunido con uno de sus exploradores, un sinaloense que vivía trabajando como espía a sueldo de Villa del otro lado de la frontera pero que, tras el ataque sobre Columbus, había decidido muy prudentemente venirse con su jefe para este lado de la raya. Por si las cosas allende la frontera se volvían demasiado complicadas.

Mas no se había limitado a venirse hasta Villa en busca de protección, y ya como excusa ante su inesperada aparición junto al general, ya por deformación profesional, había rondado las posiciones de los gringos, visitando los pueblos mexicanos por los que éstos habían pasado y recabando todos los datos que ahora compartía con el general.

Respecto a cómo había logrado penetrar en El Valle a pesar del cerco de los carrancistas, aquello, al igual que muchas otras cosas acerca de los espías de Pancho Villa, resultaba un verdadero enigma. Quizás camuflado en un carro, entre campesinos, o quizás engrasando a alguna patrulla. Los métodos de aquellos hombres eran tan singulares y heterodoxos que sólo un par de cosas quedaban claras: su fidelidad y su eficacia.

Eficaces porque es de ley reconocer que los espías de Villa hacían muy bien su trabajo, algo que durante mucho tiempo nos había servido para joder bien a los carrancistas asaltando sus rutas de suministros y refuerzos, y que ahora esperábamos nos permitiera esquivar el rodillo gringo.

Y fieles porque se mantenían siempre leales a Villa, a pesar de tener oportunidades harto revestidas de kilos de plata para traicionarlo. Pero la traición que envuelve de plata por fuera, suele acabar rellenando de plomo por dentro. Y a nadie le da gusto ser el más rico del cementerio.

Cuando Arce y compañía llegaron del parlamento con los carrancistas, el espía andaba relatándole a Villa cómo los gringos se habían adentrado en México espoleados por la furibunda opinión pública imperante en los Estados Unidos. Se exigía resarcir de inmediato la afrenta que había supuesto lo de Columbus, más por el hecho de haber sido atacados en su propio suelo que por los muertos y el destrozo provocado.

Pershing disponía de todos los medios que el Tío Sam pudiese proporcionarle —que no eran pocos, por cierto— para lograr su único objetivo: llevar a Pancho Villa parte arriba de la raya, vivo o muerto.

Su obsesión era de tal calado, explicaba diligente el espía, que incluso se habían detenido junto a los improvisados cementerios que habíamos ido dejando a nuestras espaldas, mientras nos alejábamos de la frontera, y abrían algunas tumbas para comprobar que no era Villa quién se encontraba allá inhumado. Al parecer tan sólo buscaban la captura y escarmiento del general para aplacar la efervescencia provocada en los Estados Unidos por nuestro ataque. Resulta que a los nenes les molestaba que se le metiesen extraños a dar por saco en su propia cocina, justo lo que ellos llevaban haciendo toda la vida; parece que ahora lugares como Filipinas, Puerto Rico o Cuba no les sonaban de nada.

Para el entonces sagrado menester de capturar a Villa profanaban las tumbas de los caídos a los que habíamos dado sepultura, y a los que habían encontrado muertos y sin enterrar los apilaban en enormes piras y les daban fuego, penoso espejo de aquella primera afrenta en la ciudad de El Paso.

Conocer la innecesaria vileza de estos actos a buen seguro que enaltecería a la tropa en el caso de un hipotético combate contra los hombres de Pershing. No aprendían estos gringos, siempre actuando con una crueldad innecesaria que les despojaba de cualquier razón que pudieran poseer, y que alimentaba aún más la hoguera del innato odio hacia ellos.

A pesar de todo, el objetivo de Villa era evitar de cualquier manera esa confrontación directa con los poderosos estadounidenses; por ello eran muy importantes las noticias que trajesen los recién llegados de la embajada a los carrancistas. Acuciado por el general para que acabase su relato, puesto que ardía en deseos de conocer las noticias llegadas desde la arboleda, el espía culminó confirmando el incondicional apoyo de las clases bajas chihuahueñas, además de algunos otros interesantes pormenores.

—Las gentes de Chihuahua no lo traicionarán —aseguraba el espía—. Son muchos años de agarrón en agarrón como para saber quién está de su lado y quién no. Saben que no deben fiarse de quienes se le oponen por mucho que les ofrezcan hoy por entregarlo, general. Saben que el día de mañana cambiarán de parecer y los chihuahueños dejarán de importarles. Y si saben que el gobierno mexicano les venderá, qué no esperan de los gringos. El campo le es fiel y seguirá siéndolo.

Villa paladeó con gusto aquella aseveración. No esperaba otra cosa que no fuese el contar con el apoyo de los campesinos.

Los libros decían que Villa se había sublevado contra Porfirio; los corridos cantaban que Villa había tomado Torreón; los periódicos informaban de que Villa había arrasado Columbus. Pero eran el hambre de pan y la sed de justicia de los campesinos las que habían logrado todo aquello. El ingenio de Villa los había guiado, pero los más pobres de entre los pobres habían sido el motor de la lucha. Su fin y su medio. Sus balas y su sangre. Ellos eran la Revolución.

—Buena chamba —dijo Villa al espía, dándole una palma-da en el hombro—. Ahora debemos tratar de levantar este cer-co. He mandado hombres a platicar con los carrancistas, no quiero guerra entre mexicanos mientras haya gringos por acá; espero que ellos piensen igual que yo. Con la ayuda de nuestra gente esos gringos de Pershing no podrán agarrarnos en cuanto que hayamos salido de El Valle y nos internemos en Chihuahua.

—Tan sólo una cosa —interrumpió el espía—. Hay algo contra lo que los encubrimientos y el apoyo de los campesinos no podrán competir, y es contra los propios ojos de los gringos. Pershing tienen aviones con los que sobrevolar las serranías en busca de nuestra gente. De ellos parte la información con la que determina las rutas a seguir por sus soldados. Es por eso que pronto los tendremos acá.

Villa se mantuvo callado por unos segundos, pensativo, ante aquella mención a la aviación gringa. Después despidió al espía.

—Ya vendrá el momento de ocuparnos de los aviones de los gringos —comentó a uno de sus asistentes—, ahora lo que nos ocupa son los cañones de esos mexicanos de enfrente. Haga pasar al sargento Arce, veamos que piensan los manitos.

V. La tumba de Villa (3/6)


Con los muertos ya enterrados, Villa reunió a su gente cercana y se mostró convencido de que lograríamos salir de El Valle sanos y salvos. Plenamente optimista, el general impartió sus últimas órdenes antes de dejar partir a sus embajadores.

—Mientras quede un solo gringo en la Patria —dijo Villa, elevando la voz ante sus huestes— no malgastaremos una sola bala en luchar contra mexicanos.

Entonces, ovacionado tan patriótico acto, y con el alborozo de sus hombres de fondo ante tan pintoresca decisión, escogió a uno de sus más fogueados oficiales —Rufo Arce, se llamaba— para que fuese él quien intentara un alto el fuego, negociando con los carrancistas una posible tregua una vez decidido que sólo actuaríamos contra el invasor.

Arce pidió voluntarios para acompañarle en la misión de paz y partió hacia las afueras de la ciudad, rumbo al camino que desde El Valle llevaba hasta Janos y la arboleda donde es-taban acampadas las tropas de Carranza. Entre los voluntarios se apuntó Pancracio Cantera, recién llegado del Zopilote, pero el mismo Villa le retiró de la embajada cuando supo que había sido también uno de los doce elegidos para ir a la sierra a buscar el arsenal de Brad Morgan.

—Demasiadas panochas para una sola verga —había dicho el general.

Y Pan se tuvo que quedar en El Valle a la espera como los demás, jodido porque era de los que disfrutaban con los líos, y una embajada a los carrancistas le olía —con razón— a pólvora y buenas plomadas.

Salieron finalmente siete hombres de El Valle enarbolando una bandera blanca en el palo de un escobón. Si llamarlo bandera es digno de alguien con una gran imaginación, ya que se trataba de una de las camisas de la tropa, lo de blanca ya era pasarse. Nuestra bandera de tregua, impregnada la camisa del sudor del hombre a quien había pertenecido, y teñida del polvo de desiertos y caminos, admitía cualquier tonalidad entre el ocre y el pardo, pero en ningún caso era de color blanco. Afortunadamente para el sargento Arce y sus seis escoltas, los carrancistas estaban tan sucios como nosotros, e interpretaron correctamente que una camisa con ese grado de porquería era una bandera de tregua.

Tres jinetes salieron de las posiciones constitucionalistas y saludaron militarmente a Arce. Después de quitarles las armas los introdujeron más allá de su línea, llevándolos al bosquecillo donde los oficiales de Carranza habían instalado, cobijados del sol, su puesto de mando para el cerco de El Valle.

El trío constitucionalista descabalgó al alcanzar la sombra de la espesa arboleda y continuó a pie, junto a los nuestros. El sargento Arce fue inmediatamente recibido por el jefe de los carrancistas, un capitán llamado Caballero, al que sin mayor demora expuso las órdenes que traía de Villa.

—Vengo en nombre del general Francisco Villa, jefe de la División del Norte, para tratar con ustedes una tregua.

Desgraciadamente, el mandamás de aquellos carrancistas no mostró ni un ápice del afán por colaborar de que habían hecho gala sus hombres anteriormente en el asunto de los cadáveres.

—¿Una tregua? ¿Qué ha cambiado hoy para que Villa quiera una tregua? Que yo sepa el gobierno de don Venustiano no ha modificado ninguna de sus posturas. Curioso que quiera pactar ahora que le traemos del ala…

—Nada ha cambiado en relación a Carranza, y mi general sigue considerándolo un traidor que los desconoció a él y a Zapata, al pueblo en suma, el mismo día que alcanzó el poder.

Las palabras de Arce fueron duras y directas, y el clima de aparente relajación de la charla cambió. Se esfumó la distensión y se pudo ver como algunos de los hombres que allí estaban con el capitán carrancista echaban disimuladamente mano a sus armas. A pesar de ello Arce continuó.

—El cambio ha venido del norte, capitán, no de Carranza. Ya sabe que millares de gringos han entrado en Chihuahua esta semana. Ante un ataque extranjero debe ser primordial para todos la defensa de México. El general Villa ha dado orden de no gastar ni una bala contra mexicanos mientras dure la invasión, y quiere saber si puede esperar lo mismo de la otra parte.

—Yo creo que a Villa se le ha acabado el veinte y lo único que quiere es escapar de El Valle. Lo tenemos agarradito por los huevos y lo sabe. En cuanto lograse salir de nuestro cerco, empezaría de nuevo a matarme mis guachos o cualesquiera otros de la Constitución.

‹‹Pues no agarran muy fuerte. Yo apenas lo noto, y eso que tengo una entrepierna muy sensible››, estuvo tentado de responder Arce. Pero no lo hizo.

Temeroso de iniciar una disputa dialéctica acerca de por dónde agarraba quién a quién, y qué podían hacer ya que se encontraban en tan poco decorosa postura, Arce calló.

En lugar de provocar el final repentino de las negociaciones a base de burlas, dejó que Caballero blandiera los genitales del general Villa por un tiempo, y se centró en la segunda de sus afirmaciones.

—Eso no es cierto, capitán. La palabra dada por el general asegura que cumplirá con lo que dice.

—Pero su carácter era burlón, y no pudo evitar acabar con una chanza—. Aunado a que no debiera darnos por enterrados, que si hemos visto caer palacios, cuantimás este jacal.

Caballero, poco convencido de que aquel hombre hubiese visto en su vida palacio alguno, y nada impresionado a pesar de tener ante sí al enviado de un hombre que había sido dueño de una de las urbes más populosas de América, ignoró la bravuconada.

Con mucho artificio, se mantuvo impertérrito ante Arce. Después giró, dirigiéndose a sus hombres en una pomposa in-terpretación propia de quien goza de la posición dominante.

Arce, ajeno a esta actitud, optó definitivamente por asumir el papel de manso y educado negociador, y trató de continuar de un modo más conciliador.

—Debe confiar en la palabra del general Villa —insistió Arce—. Está dispuesto a ofrecerle una acción de verdadera buena voluntad. Algo que les convenza de que en cuanto abandonemos El Valle no serán atacados entre que un solo gringo quede a este lado de la raya.

—No seremos atacados cuando abandone El Valle… Unas condiciones muy generosas —rió, altivo, Caballero—. El señor Villa es muy benévolo con nosotros. Conociéndole, cualquiera hubiera imaginado que, cercado y superado en número y ar-mamento, Villa nos ofrecería lamerles el trasero a todos sus caballos y darle un millón de pesos a cada uno de sus muertos de hambre antes de permitirles abandonar El Valle.

Volvió a mirar a sus oficiales y soldados, que reían, divertidos.

—¿Y cuál es esa acción de buena voluntad que propone?

Arce se tragó de nuevo su orgullo.

—El general Villa deja en sus manos escoger dicha acción, también como muestra de buena voluntad. Estaría dispuesto a aceptar un intercambio de hombres que se mantendrían bajo custodia del bando rival hasta que ambas posiciones, las suyas y las nuestras, nos permitan tomar caminos que eviten la con-frontación. ¿Sale, capitán?

Caballero se mantuvo un tiempo callado. En lugar de analizar realmente las condiciones de la oferta que le acababa de hacer el sargento Arce, es más que probable que sopesara las posibilidades reales que tenía de capturar a Villa si la rechazaba. El bocado era muy apetitoso, sí; nos tenían completamente cercados, también; pero los carrancistas ya habían probado nuestro jarabe al intentar tomar nuestras posiciones al asalto.

Una cosa quedaba clara, serían sus propios intereses y no la lealtad patria los que motivaran la decisión de Caballero, desde luego.

Finalmente el capitán carrancista Alfonso Caballero habló.

—Sale, sargento. Trataremos una tregua. Nomás que el intercambio de hombres no me vale como gesto de buena voluntad. Si Pancho Villa quiere tregua, tendrá que venir él mismo acá a pactarla.

Los murmullos y las risas veladas recorrieron las filas de los carrancistas. Al sargento Arce la propuesta le tomó completamente por sorpresa.

—Pero piense…

—No pensaré nada, que duele —dijo Caballero, tajante, suprimiendo todo matiz irónico de su voz—. Nosotros somos los que les cercamos. Si quieren negociar acepten mis condiciones. Si no, vayan remojando lo que se ha de pelar, porque apretaremos el lazo y tendrán que acabar rindiéndose tras el inevitable coste del combate.

Todo lo dijo en tono fuerte, de nuevo altanero. Inmediata-mente después de dar semejante respuesta ordenó a uno de los soldados que había acompañado a Arce hasta la arboleda que los guiase de nuevo hasta el exterior de las posiciones carrancistas, dando así por concluida la negociación.

Desanimados ante tales exigencias, los siete guerrilleros salieron del campamento de los de Carranza derechos a comunicarle al general Villa en que términos se había producido la charla.

Regresaban con la convicción de que rechazaría, desde luego, las condiciones del capitán carrancista, y asumían que no quedaría otra que la lucha para abandonar El Valle antes de que llegasen los gringos.

Mientras, durante el camino de retorno que introdujo de nuevo a Arce y sus seis escoltas en la ciudad, en las posiciones carrancistas, allá bajo las ramas de los árboles, entre pláticas y discusiones, se cocía la celada.

V. La tumba de Villa (2/6)


La oposición entre villistas y carrancistas comenzó siendo algo latente, pero terminó por estallar en sangrientos enfrenta-mientos entre los otrora aliados. Carranza invertía todos sus esfuerzos en ejercer un dominio militar en las zonas que controlaba. Sin embargo, Villa, que obtenía sus recursos de la confiscación de las haciendas de los grandes terratenientes o de las contribuciones que exigía de la agricultura industrial, no se limitaba tan sólo a satisfacer las necesidades de su División del Norte, sino que destinaba estas rentas a sostener a la población civil que contaba con menos posibles.

Esta diversificación social y militar de sus ingresos le colocó en desventaja con respecto a Carranza. Villa fue poco a poco perdiendo su posición dominante, hasta que lo derrotaron en el Bajío y tuvo que retirarse a su plaza fuerte: Chihuahua.

Todo esto ocurrió tiempo atrás, cuando yo aún tenía una familia y para nada me barruntaba que algún día pudiera ver mi vida tan intensamente entroncada con la Revolución. No obstante, el siguiente paso de aquella incierta carrera que llevaría a Villa hasta Columbus habría de suceder ante mis propios ojos.

Ya habían asesinado los sicarios de los patronos a mis padres y estaba yo recién sumado a la tropa villista —como dije una cosa fue consecuencia de la otra y apenas se distanciaron unas semanas en el tiempo—, cuando tuvo lugar la gran batalla contra los constitucionalistas. Fue precisamente Álvaro Obregón quien destruyó las fuerzas de Villa en Celaya durante la primavera de 1915, precipitando la conversión de la gloriosa División del Norte en la mesnada de escasos y entusiastas revolucionarios que éramos ahora; luchando de nuevo en la guerra de políticos y militares maquinadores contra utópicos guerrilleros que era la Revolución mexicana.

Cuando los gringos, siempre deseosos de dominar y explotar todo en lo que ponen sus ojos, vieron que las tornas cambiaban, pasaron a apoyar a Carranza, distanciándose por completo de Francisco Villa, su antiguo favorito.

Villa, molesto por esta traición y por el apoyo que los estadounidenses daban a Carranza —que era causa principal de que los constitucionalistas caminasen hacia la victoria sobre el villismo—, decidió contraatacar y golpear a los gringos en su propio terreno.

Todo lo demás ya lo conocen: puestos a entrar en los Estados Unidos decidimos aprovechar el viaje, que no se sale al extranjero todos los días y siempre está bien traerse algún recuerdo. Fuimos con la intención de regresar con el estafador Bradley Morgan como souvenir, pero no pudimos agarrarle. En su lugar nos trajimos raya abajo un mapa andante del escondite de nuestras armas, con su elegante sombrero, su camisa almidonada y todos sus demás complementos. Pero como no teníamos dólares y sabíamos que robar es pecado —llevábamos un cura con nosotros que nos conducía por el camino justo, aunque a veces estuviese adoquinado de pólvora y balas— nos entregamos al antiquísimo arte del trueque. A cambio del lindo recuerdo con patas de nuestra estancia que habíamos conseguido, y a pesar de que los gringos se hubiesen dado por satisfechos cobrándose tan sólo el largo centenar de cadáveres villistas que quedaron de su lado, tuvimos el detalle de dejarles un pueblo hecho cenizas y catorce soldados rellenos de plomo. De bien nacidos es ser agradecidos, y nosotros lo fuimos allá en Columbus.

Era por todo esto, y ahora ya conocen la historia completa, que en la mañana del decimoquinto día de marzo de 1916 nos vimos cercados por aquellos soldados que durante toda la no-che habían procesionado a Santa Pólvora por los alrededores del pueblito, manteniéndonos encerrados en unas pocas cuadras, ocultos en las casas de la zona del silo.

Estábamos convertidos definitivamente en guerrilleros fuera de toda ley y atrapados entre dos frentes: las tropas de Carranza que nos cercaban en El Valle y los gringos de Pershing, que venían pisándonos los talones desde la frontera con una misión algo más simple: si los carrancistas pretendían afianzar su control sobre México, los gringos tan sólo pretendían aniquilarnos.

* * *

Una compañía enterita del ejército constitucionalista de Carranza se había desgajado fechas atrás del grueso de la tropa que regían Salas y Cano, que se mantenía acampada en Namiquipa desde lo de Columbus. Al frente de ella se hallaba un jo-ven y ambicioso capitán que, viéndose ya con Pancho Villa en su poder, soñaba con un elevadísimo ascenso, paladeando como un chacal hambriento la oportunidad que había visto aparecer ante sí: hacerse con la más apetitosa de las presas que, doliente de recientes luchas, esperaba tras su cerco el momento de ser capturada.

Durante toda la mañana se combatió de lejos, con tiros de rifle mal encaminados y cañonazos que volaban —cuando acertaban, que eran las menos veces— las endebles trincheras que ambos bandos habíamos levantado, precaria y precipitadamente, de madrugada.

Tan sólo una vez se probó el asalto cuerpo a cuerpo. Fueron los carrancistas los que intentaron tomar el pueblo penetrando por un corral situado al norte del silo, pero, asentados en las ventanas de un pajar, una decena escasa de hombres leales a Villa pudo repeler el ataque sin mayores contratiempos. Incluso llegaron a matar a alguno de aquellos carrancistas que habían probado el asalto por las bravas.

Resultó tan simple de rechazar este ataque, que algunos guerrilleros villistas intentaron perseguir a los atacantes y abrir una falla en las líneas de los constitucionalistas, rompiendo de esta manera el cerco. Pero una vez que abandonaron sus ventajosas posiciones, los nuestros fueron un blanco tan fácil como lo habían sido anteriormente los carrancistas. De ese modo perdimos a cuatro hombres y un caballo, que quedaron tendidos en tierra de nadie, entre el silo y la frondosa arboleda donde se habían parapetado nuestros sitiadores.

Estaba más que visto que el intento de tomar por la fuerza el pueblo o la tentativa de la huída atravesando el cerco, su-pondrían una auténtica carnicería. Resultaba conveniente buscar una solución antes de que el sembrado que se extendía entre ambas partes se colmase de cadáveres de uno y otro bando con los que los buitres se diesen jugosos banquetes bajo el sol del desierto.

Fue precisamente a la hora en que más zumbaba el sol, en pleno mediodía, y por culpa de los buitres —o gracias a ellos—, que se dio el primer acercamiento entre los carrancistas y nosotros.

A eso de la una del mediodía, Lorenzo pegaba duro y la agitación pareció calmarse en ambos bandos, inconscientemente sumidos en el sesteo al que aquel abrasador sol de marzo incitaba. Resultaba curioso el clima chihuahueño, ardiente en la meseta pero todavía gélido en las cimas. Mientras el llano parecía anhelar un estío que habría de abrasarlo todo, las cimas se mantenían, lejanas e inhóspitas, bajo los helados recuerdos del casi perenne invierno

Conscientes de que era la hora de comer, un par de carroñeros alados se acercaron hasta el terreno donde se combatía y comenzaron a merodear a los caídos de la mañana. Desde las trincheras se disparaba a los pajarracos para impedirles picotear a los soldados muertos, ya fuesen de uno u otro bando, tratando de evitar el deplorable espectáculo de ver en vivo como a un compañero se lo comen las alimañas. Los buitres, atraídos por la decena escasa de cuerpos tendidos bajo el despiadado sol que pronto comenzaría a pudrir sus carnes, se fueron acercando curiosos al lugar. Cuando la maraña de aves se volvió tan valiente que ni siquiera se descomponía al dispararles desde las trincheras, se decidió, con buen tino desde ambos bandos, el darnos unos minutos de tregua para recoger a nuestros muertos.

Esta embajada fúnebre fue aprovechada por Villa para mandar un mensaje a los carrancistas e intentar concretar con ellos una reunión formal para buscar una salida honrosa a aquel cerco.

Fueron a recoger los cadáveres —cinco en total, incluido el caballo, eran de los nuestros— tres hombres de los que mandaba Pedrosa, guiando a una mula sobre la que pretendían cargar los cuerpos. Los carrancistas llevaban otra bestia del mismo calibre, pero ni la suya era capaz de mantener cierta agilidad cargada con sus cinco soldados, ni la nuestra podía con los cuatro nuestros. Entonces villistas y carrancistas decidieron compartir las mulas para ambos viajes. Montando tres cuerpos en nuestra mula y dos en la suya acompañaron mis compadres a nuestro bicho hasta las líneas enemigas, no fuera que una vez que sus muertos estuviesen allá se nos quedasen al animal. Mas nada de eso pasó, y después que los muertos fueron allá depositados, el que había sido encargado de las mulas carrancistas se ofreció a acompañar a su mula hasta donde estaban nuestros muertos, y una vez allá, hasta las cercanías del silo, para evitar así que desde sus propias posiciones alguien tuviese la infausta ocurrencia de tirotearles mientras andaban ocupados con los muertos.

Durante este recorrido, nuestro mulero aprovechó, incitado desde arriba, para proponer a los de Carranza la idea de que una embajada de villistas visitase sus posiciones para parlamentar acerca de una salida a aquel desafortunado encuentro.

Después, cuando el de la mula carrancista —o, mejor dicho, la mula que traían los de Carranza; Dios mantenga a las pobres bestias en su salvaje y bendita neutralidad, y las libre de tomar partido en las disputas de los hombres, ridículas en su mayoría— volvió a sus líneas con esta oferta de diálogo proveniente de Villa, tanto él como especialmente su jumento fueron muy jaleados por las gentes de ambos bandos. En medio tan sólo quedaron el caballo y varios grajos picoteando en sus tres ojos.

V. La tumba de Villa (1/6)


¡Pobre Pancho Villa...!
fue muy triste tu destino;
morir en una emboscada
y a la mitad del camino.
CORRIDO DE LA MUERTE DE PANCHO VILLA



Campesino, fugitivo, guerrillero, general, héroe. Ése fue el ascenso de un hombre con tantas definiciones como lenguas las hiciesen. Ése fue el camino que había seguido Francisco Villa hasta este momento de nuestra historia; el amanecer de un 15 de marzo, cuando después de ciertas caídas y recuperaciones, no se encontraba precisamente en el cénit de su trayectoria.

Su estrella parecía volver sobre sus pasos. Con su ejército diluyéndose a marchas forzadas, y su condición heroica siendo puesta en duda por no pocos traidores, la vida le devolvía de nuevo a sus primitivos pasos de guerrillero en las sierras de Chihuahua. Quién sabía entonces si el Centauro del Norte cabalgaría de nuevo victorioso o al final terminaría encontrándose de nuevo con la tierra; quizás labrándola como cuando era chavo en su aldea, puede que —como muchos deseaban, entre ellos lógicamente los carrancistas que entonces le cercaban— fundido con ella en un abrazo eterno.

Quien no viviera la Revolución, como yo lo hice, o no conozca de fuentes verídicas sus pormenores, no comprenderá las causas por las que Pancho Villa era perseguido por las tropas de Venustiano Carranza, quien por aquel entonces ya se había convertido en el hombre fuerte de México. Habrá a quien extrañe aún más este enfrentamiento cuando sepa que tiempo atrás Villa y Carranza fueron aliados en la lucha contra el dictador Huerta, y que en gustosa unión lograron derrocarle. Pero cuando Carranza alcanzó el poder tras la caída de Huerta, comenzó a abrirse la brecha entre ambos líderes norteños.

La suerte —o la decencia— siempre colocó a Pancho Villa del lado de los perdedores, quizás debido a que, gobierno tras gobierno, siempre era el pueblo el que perdía, y Villa siempre se mantuvo de lado de los humildes. A todos cuanto esto ignoran les contaré ahora cómo tuvo lugar este divorcio.

Tras su sangriento golpe, Huerta tan sólo se mantuvo quince meses al frente de México, desde la primavera de 1913 hasta el verano del año siguiente. Fue expulsado del poder por los mismos que habían echado a Porfirio, y prácticamente siguiendo los mismos pasos. No habían luchado Villa y Zapata durante meses contra un primer tirano para dejar el poder a esas alturas en manos de otro hombre igual al que habían combatido. Y vencido.

Sin embargo, fue Venustiano Carranza quien comenzó las hostilidades contra Huerta. Desde su puesto de gobernador de Coahuila decretó la ruptura del pacto federal, lo que hacía que la soberanía volviese a los estados mexicanos, en lugar de pertenecer al poder central. Se cumplían por entonces tres largos años de Revolución, y muchos se sumaron de buen grado a la labor de derrocar otro tirano. De esta manera, convencidos de que les resultaba igual el bocado de perro que el de perra, el Norte y el Sur volvieron a alzarse en armas.

Pancho Villa en Chihuahua, Álvaro Obregón en Sonora o Emiliano Zapata en Morelos, entre otros, se sumaron a Carranza y combatieron al ejército federal de Huerta. La guerra volvió por los derroteros que había tomado en los primeros tiempos de la Revolución, cuando el enemigo aún era Porfirio.

Mediante acciones aisladas, siempre con el apoyo de las clases populares reconvertidas en milicias, y sin necesidad del enfrentamiento en grandes batallas, lucharon contra las huestes del asesino Huerta.

El Ejército Federal terminó sucumbiendo a este hostigamiento y se rindió hacia verano del catorce, disolviéndose. Muchos de sus oficiales se reengancharon en alguno de los nuevos bandos que estaban a punto de nacer, mayoritariamente en el menos reformista de Carranza. Y es que a los que no movió a las armas la búsqueda de la libertad contra un dictador porque ya provenían de tradición castrense, cumplían a la perfección aquello del parasitismo social y el escaso entendimiento de esa clase, la militar, que cuenta la coplilla; y no sabían hacer otra cosa que mandar a cuatro incautos o aprovechar su puesto de poder para oprimir a muchos más de cuatro. Como había sido toda la puta vida.

El primer día de octubre de ese año catorce los vencedores alcanzaron la capital, consumándose su triunfo, y se citaron para el día diez del mismo mes.

La Convención Revolucionaria tuvo lugar en Aguascalientes, y en ella nacieron los desacuerdos que hicieron tomar a Villa el camino que, mucho tiempo después, nos había llevado hasta aquel cerco.

Durante la Convención de Aguascalientes todos los grupos revolucionarios mostraron sus diferencias. Villa continuaba promoviendo una liberación de las clases más desfavorecidas: expropiar a los ricos para dar a los pobres. Continuar desde el poder la labor que llevaba haciendo en el monte desde siempre. Su programa agrario también pensaba en el día después de la guerra. Preveía el reparto de tierras entre huérfanos, viudas y demás damnificados, así como entre los soldados, reintegrándolos de este modo en la sociedad civil.

Zapata, por su parte, defendía la autonomía regional, el autogobierno de los distintos pueblos mexicanos y, por supuesto, la redistribución de las tierras. Pronto ambos bandos vieron sus indudables coincidencias y se mostraron como buenos aliados.

Las tesis de Obregón también eran similares: buscaba desarrollar los movimientos obreros y dar protagonismo a los pequeños agricultores.

Mientras tanto Carranza, germen y Primer Jefe del movimiento antihuertista, se mostraba más partidario de establecer de nuevo el orden en un país asolado por años de guerra que por efectuar verdaderas reformas sociales.

—Señores —había hablado Carranza ante el afamado auditorio de Aguascalientes—, es prioritario mantener el orden interno. No podemos regir sin contar con la ley. Sin ley no es posible una Nación.

—Sin hombres no hay Nación posible. Y si no tienen qué comer, tampoco quedarán hombres en México —replicó Zapata.

Villa y Zapata se mostraban firmes en sus posiciones y no admitían la menor postergación de tan necesarias reformas.

—No es posible acelerar movimientos sociales de ese calado sin una base jurídica que los ampare —defendió Carranza, tratando de convencer a los dos líderes agraristas—. Obrar así nos llevará de nuevo a la guerra civil.

—Obrar así nos llevará al pan —zanjó Villa—. Y llegaremos al pan, no lo dude, don Venustiano.

Viendo tan abierta oposición —los jodidos pobres, siempre pensando en comer, y los jodidos Villa y Zapata, siempre de su lado—, Carranza se retiró de la Convención. Obregón, a pesar de que sus posiciones eran más cercanas a villistas y zapatistas que al Primer Jefe, se quedó de lado de éste, manteniendo sus tropas fieles a Carranza. Entre los que allí quedaron, Villa fue elegido como Jefe y ocupó la Ciudad de México. Carranza, que sin el apoyo de Villa carecía del poder militar suficiente para controlar el país, se retiró a Veracruz. Desde allí se preparó para acabar con Zapata y, especialmente, con Villa y su poderosa División del Norte.