Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


V. La tumba de Villa (4/6)


Cuando el sargento Arce y los otros seis volvieron de la reunión con los carrancistas, fueron raudos en busca del general.

Villa se encontraba reunido con uno de sus exploradores, un sinaloense que vivía trabajando como espía a sueldo de Villa del otro lado de la frontera pero que, tras el ataque sobre Columbus, había decidido muy prudentemente venirse con su jefe para este lado de la raya. Por si las cosas allende la frontera se volvían demasiado complicadas.

Mas no se había limitado a venirse hasta Villa en busca de protección, y ya como excusa ante su inesperada aparición junto al general, ya por deformación profesional, había rondado las posiciones de los gringos, visitando los pueblos mexicanos por los que éstos habían pasado y recabando todos los datos que ahora compartía con el general.

Respecto a cómo había logrado penetrar en El Valle a pesar del cerco de los carrancistas, aquello, al igual que muchas otras cosas acerca de los espías de Pancho Villa, resultaba un verdadero enigma. Quizás camuflado en un carro, entre campesinos, o quizás engrasando a alguna patrulla. Los métodos de aquellos hombres eran tan singulares y heterodoxos que sólo un par de cosas quedaban claras: su fidelidad y su eficacia.

Eficaces porque es de ley reconocer que los espías de Villa hacían muy bien su trabajo, algo que durante mucho tiempo nos había servido para joder bien a los carrancistas asaltando sus rutas de suministros y refuerzos, y que ahora esperábamos nos permitiera esquivar el rodillo gringo.

Y fieles porque se mantenían siempre leales a Villa, a pesar de tener oportunidades harto revestidas de kilos de plata para traicionarlo. Pero la traición que envuelve de plata por fuera, suele acabar rellenando de plomo por dentro. Y a nadie le da gusto ser el más rico del cementerio.

Cuando Arce y compañía llegaron del parlamento con los carrancistas, el espía andaba relatándole a Villa cómo los gringos se habían adentrado en México espoleados por la furibunda opinión pública imperante en los Estados Unidos. Se exigía resarcir de inmediato la afrenta que había supuesto lo de Columbus, más por el hecho de haber sido atacados en su propio suelo que por los muertos y el destrozo provocado.

Pershing disponía de todos los medios que el Tío Sam pudiese proporcionarle —que no eran pocos, por cierto— para lograr su único objetivo: llevar a Pancho Villa parte arriba de la raya, vivo o muerto.

Su obsesión era de tal calado, explicaba diligente el espía, que incluso se habían detenido junto a los improvisados cementerios que habíamos ido dejando a nuestras espaldas, mientras nos alejábamos de la frontera, y abrían algunas tumbas para comprobar que no era Villa quién se encontraba allá inhumado. Al parecer tan sólo buscaban la captura y escarmiento del general para aplacar la efervescencia provocada en los Estados Unidos por nuestro ataque. Resulta que a los nenes les molestaba que se le metiesen extraños a dar por saco en su propia cocina, justo lo que ellos llevaban haciendo toda la vida; parece que ahora lugares como Filipinas, Puerto Rico o Cuba no les sonaban de nada.

Para el entonces sagrado menester de capturar a Villa profanaban las tumbas de los caídos a los que habíamos dado sepultura, y a los que habían encontrado muertos y sin enterrar los apilaban en enormes piras y les daban fuego, penoso espejo de aquella primera afrenta en la ciudad de El Paso.

Conocer la innecesaria vileza de estos actos a buen seguro que enaltecería a la tropa en el caso de un hipotético combate contra los hombres de Pershing. No aprendían estos gringos, siempre actuando con una crueldad innecesaria que les despojaba de cualquier razón que pudieran poseer, y que alimentaba aún más la hoguera del innato odio hacia ellos.

A pesar de todo, el objetivo de Villa era evitar de cualquier manera esa confrontación directa con los poderosos estadounidenses; por ello eran muy importantes las noticias que trajesen los recién llegados de la embajada a los carrancistas. Acuciado por el general para que acabase su relato, puesto que ardía en deseos de conocer las noticias llegadas desde la arboleda, el espía culminó confirmando el incondicional apoyo de las clases bajas chihuahueñas, además de algunos otros interesantes pormenores.

—Las gentes de Chihuahua no lo traicionarán —aseguraba el espía—. Son muchos años de agarrón en agarrón como para saber quién está de su lado y quién no. Saben que no deben fiarse de quienes se le oponen por mucho que les ofrezcan hoy por entregarlo, general. Saben que el día de mañana cambiarán de parecer y los chihuahueños dejarán de importarles. Y si saben que el gobierno mexicano les venderá, qué no esperan de los gringos. El campo le es fiel y seguirá siéndolo.

Villa paladeó con gusto aquella aseveración. No esperaba otra cosa que no fuese el contar con el apoyo de los campesinos.

Los libros decían que Villa se había sublevado contra Porfirio; los corridos cantaban que Villa había tomado Torreón; los periódicos informaban de que Villa había arrasado Columbus. Pero eran el hambre de pan y la sed de justicia de los campesinos las que habían logrado todo aquello. El ingenio de Villa los había guiado, pero los más pobres de entre los pobres habían sido el motor de la lucha. Su fin y su medio. Sus balas y su sangre. Ellos eran la Revolución.

—Buena chamba —dijo Villa al espía, dándole una palma-da en el hombro—. Ahora debemos tratar de levantar este cer-co. He mandado hombres a platicar con los carrancistas, no quiero guerra entre mexicanos mientras haya gringos por acá; espero que ellos piensen igual que yo. Con la ayuda de nuestra gente esos gringos de Pershing no podrán agarrarnos en cuanto que hayamos salido de El Valle y nos internemos en Chihuahua.

—Tan sólo una cosa —interrumpió el espía—. Hay algo contra lo que los encubrimientos y el apoyo de los campesinos no podrán competir, y es contra los propios ojos de los gringos. Pershing tienen aviones con los que sobrevolar las serranías en busca de nuestra gente. De ellos parte la información con la que determina las rutas a seguir por sus soldados. Es por eso que pronto los tendremos acá.

Villa se mantuvo callado por unos segundos, pensativo, ante aquella mención a la aviación gringa. Después despidió al espía.

—Ya vendrá el momento de ocuparnos de los aviones de los gringos —comentó a uno de sus asistentes—, ahora lo que nos ocupa son los cañones de esos mexicanos de enfrente. Haga pasar al sargento Arce, veamos que piensan los manitos.

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