Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


III. Doroteo y yo (7/7)


A la tropa que buscaba a Villa y a sus bandidos —o sea, a mí y a mis compañeros—, la llamaron Punitive Expedition, es decir, Expedición Punitiva, y fue la última gran operación de guerra llevada a cabo por la caballería en toda la Historia; y eso, hablando de miles de años en los que la humanidad se había aplastado bajo pezuñas de caballos, era un punto importante.

Posteriormente las guerras se librarían con vehículos y ca-rros de combate que no se cansaban como las monturas, y eran mucho más rápidos y resistentes que éstas; o incluso dominan-do los aires cuando se generalizó el uso de la aviación. Quedaría entonces la caballería relegada al recuerdo de momentos épicos de la Historia, desde las Navas hasta Austerlitz, pero entonces, y a pesar de que los gringos poseían gran número de vehículos motorizados, aún debían de confiar ante todo en sus divisiones montadas.

Como ya he comentado, desde la Casa Blanca pusieron al frente de la Expedición Punitiva al general Pershing, el mismo hombre que después sería el jefe supremo de su ejército en las llanuras europeas durante la Gran Guerra, demostrando así lo que ya dije antes, que el solar mexicano fue sin duda el mejor marco de pruebas posibles para probar la potencia armamentística gringa; de ahí que resulte sencillo especular sobre si desde arriba los gringos consintieron o no nuestro ataque —sin mirar a nadie, señor Woodrow.

* * *

Aunque aquella primera noche fuera un completo desconocido, nuestro cercano y nada deseado trato posterior con sus chicos, hizo que acabáramos conociendo al jefe gringo como si de un íntimo se tratara.

El brigadier general John Pershing, apodado Black Jack por razones que nunca llegué a conocer a ciencia cierta, quizás porque le tenía afición al famoso juego de las veintiuna con el que los soldados gringos solían jugarse hasta a sus padres —el que lo conocía—, era un hombre fornido, con los cabellos blancos y un poblado bigote también cano que competía en claridad con sus grises ojos. Era de una estatura similar a la de nuestro general Villa, como puede apreciarse en muchas de las fotografías que a ambos les tomaron juntos cuando al profesional estadounidense aún no le habían encargado matar al guerrillero mexicano. Guerrillero al que los gringos rieron las gracias mientras creyeron que podrían sacar tajada de su estrella revolucionaria, pero del que se distanciaron cuando vieron que eran sus enemigos los que controlaban México, a quien calumniaron llamando bandido al tiempo que maniobraban a favor de Carranza y Obregón, y al que representaron como personificación del Maligno después de lo de Columbus. Ese mismo al que, en aquellos días de los que les hablo, le tenían preparada una soga del mejor esparto de Tennessee para tomarle con ella la medida de una corbata en cuanto que Pershing lo agarrara. Porque lo de cazar a un bandolero sería cosa tirada para un militar de las aptitudes de Black Jack: grandes dotes de mando, excepcionales conocimientos tácticos, etcétera.

Además de todo eso, pensaban desde Washington, Pershing era un veterano de las guerras contra los rebeldes filipinos, y su experiencia combatiendo guerrilleros sin duda daría al imbatible ejército estadounidense un sinnúmero de ventajas, ya que precisamente en eso habría de convertirse aquella invasión; aunque el modo en que la planearon durante aquellas horas posteriores a nuestra incursión distaba mucho de una guerra de guerrillas.

* * *

Mientras Villa y nuestros demás altos mandos conversaban fuera, nosotros dimos con la cena, sin preocuparnos en exceso de lo que se nos venía encima. Porque si hubiésemos conocido detalles de la operación que los gringos estaban montando para agarrar a Villa, nos hubiésemos puesto a cubierto. Que iba a llover.

Pancho Villa, protegido con su gran sombrero charro como único paraguas ante tal amenaza de tormenta, volvió a la sala en la que habíamos tomado la cena y se sumió en una animada plática con el sargento, de nuevo con una sonrisa en la boca. ¿Qué podría intimidar a aquel hombre si el ejército estadounidense oliéndole el culo era incapaz de borrarle la sonrisa de los labios?

—Venga sargento, acompáñeme. Le prometí presentarle a los hombres. Ellos serán los que nos traigan las armas para derrotar a los gringos.

Villa se acercó a nuestra mesa y comenzó a dar nuestros nombres al sargento y al resto de sus oficiales. Comenzó por el cabo Pascual, siguió por el cura, Sanpablo y los otros, hasta acabar con mi nombre.

—Tenía pensado enviar al mando de estos hombres a un oficial —los mandos allí presentes se miraron entre ellos—, pero la nueva situación aconseja que ustedes se queden conmigo —volvieron a mirarse, ignoro si más relajados—. Así que serán once los que vayan a buscar nuestras armas y municiones… Bueno, serán doce, porque llevarán consigo al gringo, lógicamente.

En esos momentos Holmock descansaba vigilado en su piltra, ignorante de cuántos nuevos amigos acababa de hacer.

—Es un buen número doce, y llevando con ustedes un sa-cerdote y un santo —todos miramos a Sanpablo, y éste rió— no me cabe duda de que he elegido unos buenos apóstoles.

Estaba de buen humor el general, sin duda, y en aquel caso la metáfora era sumamente acertada, porque, aparte del hecho de ser una docena y de curas y santos, éramos conscientes de que también llevábamos con nosotros al indispensable miembro de la familia iscariota: mister Arthur Holmock.

Pancho Villa se levantó entonces, dispuesto a abandonar la estancia. Justo bajo el quicio, antes de salir, se volvió y nos dijo:

—Disfruten de su última cena, mis apóstoles.

Los de la mesa apartada nos miramos, inquietos, y Villa continuó, a modo de chanza.

—La última en este rancho, por supuesto, porque no quiero que ninguno de ustedes se me muera hasta que me traiga las dichosas armas. ¡Es una orden!

Y la gente rió de nuevo.

—Por cierto —culminó el general— partiremos rumbo a El Valle mañana al alba, así que no se me jalen mucho. Hoy no se pasen con el tequila.

* * *

Diez mil gringos comenzarían a penetrar en México dos días después, a mediodía del 15 de marzo. La mayoría de ellos entró en la primera oleada que se llevó a cabo durante esas primeras fechas que siguieron a nuestra incursión; enormes contingentes de caballería, apoyados por decenas de carros, blindados y toda la fuerza aérea estadounidense que constaba, allá por marzo del dieciséis, de —pásmense— tres centenares de aviones. Todo ello suponía un gasto mensual que ascendía a la nada despreciable cantidad de quince millones de dólares de la época, invertidos con el único objetivo de agarrar por las pelotas al único loco que había tenido jamás la ocurrencia de invadir suelo gringo, un tal Doroteo Arango, también llamado Francisco Villa, Padre de la Revolución y general de la División del Norte.

III. Doroteo y yo (6/7)


Allá donde mantuve mi charla con el general, un rancho llamado Corralitos situado algunas millas al sur de la frontera, era el primer lugar habitado en el que nos deteníamos después del ataque a Columbus. Las tres noches posteriores a la incursión las habíamos pasado al raso, tratando de ocultarnos mien-tras que los espías de Villa traían informes del otro lado de la frontera. Ante su tardanza, aquella noche del trece de marzo el general y su plana mayor decidieron acampar en el rancho, a la espera de las noticias de los exploradores. Esas noticias llegaron durante la cena.
Sentados en dos largas mesas de madera, los oficiales villistas y los hombres que habíamos sido incluidos en la lista que antes expuse, escuchábamos con atención la plática del general mientras dábamos buena cuenta de nuestro rancho de frijoles y gallina.

—He sido yo personalmente quien ha confeccionado el listado, aunque ayudado del joven Luciano Hervás —expuso Villa, solemne, recuperando por última vez el apelativo que había decidido reservar para las llamadas de mi difunta madre.

—¿Y quién es ese Luciano? —dijo el coronel Martín López—. Jamás oí que lo mentaran.

—Oh, sí que oíste Martín. Nomás que no sabías que era de él de quien se palabreaba. Es más, en esta semana en curso no se conversa de otra cosa —dijo Villa entre risas, divertido por el comentario—. Se trata del tal Lucho, el morro que retornó de El Paso. Lucho el del fuego, ¿ya recuerdas?

Acto seguido a esta aparentemente intrascendente conversación —pero a causa de la cual el apodo se popularizó y mi nombre fue olvidado entre toda la tropa para quedarme por siempre con el de Lucho Fuego—, el general Villa vio interrumpidas sus explicaciones acerca de la composición de nuestra partida cuando un hombre irrumpió en la sala. Era uno de sus espías, que de inmediato se cuadro ante los mandos. Cuando le dieron el descanse comenzó a hablar.

—¿Acá? ¿Ante todos? —dijo observando a los rasos que ocupábamos la mesa más alejada de la puerta.

—Sí, sargento. Estos hombres están aquí para recibir las órdenes de la más importante de nuestras campañas, así que puede usted rajar sin reparos. Luego se los presento —añadió, de nuevo en tono divertido.

Algunos rieron, otros se mantuvieron muy serios, expec-tantes ante las noticias que iban a llegar del otro lado de la frontera. A pesar de lo que digan las leyendas acerca de lo jaranero y alocado de nuestro ejército, no todos los hombres en la milicia de Villa eran bromistas y despreocupados hasta el extremo. Durante los momentos más tensos, cuando se presentía que vendrían mal dadas, muchos apenas disfrutaban; algunos incluso tenían cierta estima por su propio pescuezo.

—Los gringos quieren retaliación y van a entrar en México, mi general.

Un murmullo inundó la sala.

—Y no uno, ni dos. Tienen muchas compañías preparándose al otro lado de la raya, puede que sean varios cientos.

En realidad serían unos diez mil, ayudados de aviación y todo tipo de artillería, pero tampoco había que pretender que un espía lo supiese todo.

—¿Y se sabe cuando entrarán? —inquirió Villa.

—Han comunicado su intención a la base constitucionalista de Palomas. Afirman que su expedición busca tan sólo capturarle a usted, general. Lo tachan de bandido.

Murmullos y blasfemias se oyeron de nuevo en la sala. A pesar de ello el sargento continuó.

—Los carrancistas de Palomas han avisado a los gringos que repelerán su expedición al considerarla una invasión. Parece ser que la entrada de los gringos estaba programada para esta misma noche.

—¿Estaba? —dijo uno de los oficiales— ¿Acaso la han pospuesto?

—Al parecer sí. Los gringos quieren evitar el enfrentamiento con los constitucionalistas y provocar así una guerra. Creemos que tratarán de hablar con Carranza, a quien ya tratan como presidente, para penetrar en México sin oposición dentro de algunas fechas. De todas las maneras tampoco son grandes noticias. Hasta que crucen la frontera seguirán llegando refuerzos, y su expedición se irá engordando cada vez más.

—Una cosa nomás, sargento —dijo Villa cuando éste ya se retiraba—, ¿sabemos quién está al frente de los gringos?

—Sí señor, el general John Pershing.

—¿Pershing? Vaya con Black Jack…

Acto seguido Villa abandonó la mesa donde cenaba e hizo un aparte con algunos de sus hombres de confianza, llevándose fuera a los generales Fernández y Beltrán, a Candelario Cervantes y a Martín y Pablo López.

Apenas había entre los que continuamos a la mesa quien hubiera oído hablar del tal Pershing, y casi ninguno compren-dió la referencia al juego de naipes. Poco importaba.

Ahora que sabía a quién mandaban desde Washington para jugarle la partida, Villa ya podía empezar a marcar las cartas.

* * *

Por lo que supimos más tarde, cuando con el alba del noveno día de marzo habíamos abandonado Columbus, los telégrafos comenzaron a humear como los rescoldos del pueblo convertido en cenizas que habíamos dejado atrás. Desde la frontera la noticia se extendió como un reguero de pólvora hasta explotar en las redacciones de todos los diarios del país vecino. En Nueva York, Chicago, Boston, Austin, Memphis o Los Ángeles los redactores se apresuraron en cambiar los titulares de sus periódicos, y noticias de todo tipo y condición, de mayor o menor alcance —que si aún caían nevadas tardías en el Medio Oeste, que si los del Klan habían colgado un par de pobres negros o que el mercado de cebollas se desplomaba en Nebraska— se vieron eclipsadas, relegadas, o directamente eliminadas por el bombazo informativo que había supuesto que un guerrillero mexicano —lo de héroe revolucionario había pasado ya al recuerdo— atacara los Estados Unidos.

Cada punto y cada raya que escupía el viejo invento del señor Morse precipitaba los acontecimientos. La maquinaria bélica del país más poderoso del orbe se había puesto en marcha, y ahora se movía con brío, encajando con precisión todas sus piezas, con los ojos puestos en Villa y en México, pero con la mente centrada en la lejana Europa.

Durante mucho tiempo se dijo que en la mismísima Casa Blanca hubo conocimiento previo de nuestro ataque sobre Co-lumbus, y que, en cierta manera, éste contó con la aquiescencia —por omisión, se entiende— del presidente Woodrow Wilson. Nadie, ni hoy ni nunca, podrá confirmar ese extremo. Tampoco habrá quien pueda desmentirlo con certeza.

Quizás suene a buscarle los tres pies al gato, pero no es algo que pueda desecharse a la ligera. Bien es sabido que para los poderosos unas cuántas vidas siempre carecieron de peso suficiente cuando en el otro lado de la balanza estuvo un interés político lo suficientemente fuerte. Y admitiendo que pueda existir alguna duda acerca de si el gobierno estadounidense consintió deliberadamente nuestro ataque sobre Columbus, de lo que no cabe duda alguna es de que después de nuestra incursión los gringos tuvieron la excusa perfecta para penetrar en México con todo el poderío de su aparato de guerra; preparando sus fuerzas para la acción real que meses más tarde habrían de llevar a cabo en tierras de Europa, cuando los Estados Unidos entrasen de lleno en la Gran Guerra.

De la noche a la mañana los villistas éramos demonios que cabalgaban, y Pancho Villa trocó en el mismísimo Lucifer. Con éstas los gringos se lanzaron como locos a la caza del Diablo.

III. Doroteo y yo (5/7)


—Es perfecto general —dije, mostrándome cada vez más animado y entusiasmado por mi papel—, e igual que un compañero que conozca a las gentes del lugar necesitaremos alguien que haya salido de este norte alguna vez, por si acaso. No sabemos dónde nos llevará el gringo.

—Otra gran idea, sí señor. No sólo te daré alguien que haya salido del norte, sino que llevarás a alguien que ni siquiera es norteño, como tú.

—Yo sí soy del norte —le dije algo indignado—. Del de España, general. Y a estas alturas del de México también.

—Cierto, chavo, cierto —rectificó Villa—. Eres tan del norte como el que más. Pero el tercero… ese es menos del norte que una selva de corozos. Sumemos a un chilango a la fiesta.

—¿Un chilango?

—De pura cepa, nacido en la mismita capital.

Acadio Medina era el nombre del chilango, de la clase pudiente de la Ciudad de México. Si buscábamos a alguien comprometido con la causa, él lo era. La mayoría de los nuestros, bien porque entre sus gentes siempre había sido así, bien por culpa del incontrolable azar —tal era mi caso: guiado por el destino y una compañía minera británica desde Asturias hasta Chihuahua—, nos sumamos a la Revolución después de sufrir en nuestras propias carnes la opresión y las humillaciones de aquellos a los que, desde los tiempos de Porfirio, se había vendido la patria mexicana. Pero Acadio era cualquier cosa menos un desheredado sin un pedazo de tierra sobre el que caer muerto. Era un hombre de la mediana burguesía capitalina, y cuando triunfase nuestra causa volvería a su negocio sin ver ni un surco de ese tercio de las haciendas que el Plan de Ayala de Emiliano Zapata quería expropiar a los grandes hacendados para repartirlo entre los campesinos. Su lucha era simplemente romántica. Había elegido el bando de la justicia y decidió tomar parte activa en él.

Siempre ha habido gente que deja atrás una vida cómoda por luchar en una guerra que no les corresponde, enarbolando como suya la bandera de los humillados y los que sufren, y Acadio Medina fue uno de ellos. Como no había demasiados de este corte capitalino en nuestro ejército, se quedó simplemente con Chilango, aunque sería injusto nombrar sólo a uno. Hubo muchos que se unieron a los zapatistas o a nuestra División del Norte provenientes de la capital, sobre todo mujeres que curaron a nuestros heridos y trataron a nuestros enfermos. No muchos días después de mi reunión con el general Villa, durante los sucesos de El Valle, tuve la ocasión de conocer a alguno que otro de estos chilangos que dejaron atrás un despacho en Ciudad de México, tomaron un rifle, y se tiraron a las sierras; persiguiendo a la injusticia para meterle un tiro entre las cejas.

* * *

Con el chilango Acadio Medina agregado a la lista, el general se interesó por el nivel de mis conocimientos de inglés, sugiriendo que quizás vendría bien añadir a otro que hablase la lengua de Arthur Holmock. Por si las moscas. Este por si las moscas resultaba bastante incómodo, ya que podía referirse a «por si acaso tú no entiendes al gringo», pero dada la seguridad que yo tenía con el manejo de la lengua inglesa más bien se refería a «por si acaso te mandan para el otro barrio.»

La simple mención de esa posibilidad de aquel modo tan frío, buscándome ya incluso un repuesto, me descomponía las entrañas. Si ése era el motivo para incluir a Carlitos me importaba un carajo quién fuese el elegido, porque con cuatro palmos de tierra encima la cosa ya no iría conmigo. Pero ese era el hombre en quien el general había pensado: Carlos Ramos, habitual espía de Villa al otro lado de la raya, angloparlante, pendenciero, jugador y buscavidas. Orgulloso poseedor de algo más de pelo que un litro de vino que acostumbraba a lucir largo y no muy aseado, así como de una cicatriz con forma de rayo en la mejilla derecha. Lo del cabello poco aseado ni mucho menos contrastaba con el resto de su persona, pero no seré yo quien ose tratarle de cerdo. Podría decir, no obstante, que tenía un comportamiento especial que, en materia de higiene —e incluso moviéndose entre guerrilleros como nosotros, no demasiado amigos de orearnos los sobacos—, no concordaba con los estándares sociales. Un tesoro de hombre, vamos.

Finalmente, acompañando a esta sensación de incomodidad que me recorría las tripas, Carlitos Ramos, más conocido como el Macaco, se convirtió en el cuarto elegido.

Después de Carlitos fueron añadiéndose nombres a la lista, algunos por iniciativa mía y otros, los más, a instancias del general. Así cayeron sobre el papel las personas de Venancio García, un veterano de quien había oído valientes historias a los compañeros; además de un morro joven llamado Cristino al que yo no conocía y un tercero con fama de tarado entre los soldados que tenía por nombre Sancho Zepeda, el Loco para los íntimos, como lo seríamos nosotros a partir de entonces. Sin ánimo de juzgar la cordura de nadie basándome tan sólo en su rostro —ya habría tiempo de que lo demostrase con sus hechos— he de decir que a Sancho, con sus bigotes de aguacero y su mirada perdida vayan ustedes a saber dónde, lo de el Loco, al menos por la cara de enajenado que gastaba, le iba que ni pintado.

Por último se nos unió el cachanilla Pancracio Cantera, Pan el contrabandista, con quien tan bien me había ido en el Hoover, agregado a nuestra gente con gran interés por parte del general. Parecía que Pancho Villa confiaba sobremanera en las gentes que me habían rodeado anteriormente, y es que como dicen allá en las cercanías de mi lejana tierra, si algo sale bien, no meneallo.

—Está bien —dijo Pancho Villa apuntando el último de los nombres en la lista—, con Pan sois diez. Creo que has hecho —habíamos hecho— buena chamba. Por nuestro bien espero que así sea.

—Lo mismo digo, general, lo mismo digo.

Mientras comenzaba a asumir donde me estaba metiendo, Villa entregó el papel a uno de sus ayudantes, que salió en busca de los otros nueve de la lista.

—Esta noche cenareis todos con los mandos. Allá dejaremos clara toda duda y os asignaré a un oficial. Que andarse con contrabandistas no es cosa de broma y hará falta alguien al mando.

El general se levantó, y ya estaba bajo el quicio de la puerta cuando tuve una repentina idea.

—General…

Hablé esta vez con voz queda. Parecía como si, al levantarse de la mesa que compartíamos, dentro de mí hubiese tomado forma de nuevo la distancia que separaba a un humilde guerrillero de su más alto superior. Comprendan ustedes que a pesar de la reciente intimidad no era nada usual para un chinaquillo como yo dirigirse cara a cara al jefe supremo de nuestro ejército norteño.

—¿Mande?

—Quisiera pedirle un favor… a ser posible.

Por un momento Villa torció el gesto, y no pareció demasiado conforme. Siempre he creído que el general pensó que lo que le iba a pedir era que me sustituyese en el grupo de búsqueda de las armas; y siempre he estado seguro que de habérselo pedido no me hubiera hecho caso, pero nada más lejano a mi petición.

—Es por Kiche, por el indio… Me salvó la vida y quisiera estar en disposición de poder devolverle eso. No me gustaría que se lo calzase un gringo o un carrancista a muchas leguas de esas armas… ¿Habría alguna posibilidad de que usted lo alistase a nuestra expedición?

Entonces el rostro de Villa se relajó, y no empleó ni un segundo en reflexionar antes de darme su aprobación.

—Me hace. Puede que tengas que devolverle el favor más temprano que tarde. Si queréis morir juntos, os voy a dar una ocasión redonda. Ven con tu amigo a la cena, Lucho. Desde este momento ese indio es un mexicano más.

Su tono no fue ni serio ni jocoso. Simplemente lo dijo, y con aquellas palabras se volatilizaron mis ínfulas de grandeza al saberme miembro de tan selecta comitiva.

No era más valiente, más listo ni más audaz que los demás guerrilleros. Tan sólo había llamado la atención del general por un acto que hice sin consciencia alguna. Después, simplemente hacían falta hombres para una misión arriesgada, y yo se los di a Villa. Así de simple. Acababa de poner sobre el papel diez más que probables condenas a muerte. Y yo era el undécimo.

III. Doroteo y yo (4/7)


Con el nuevo año, el quince, llegaron las primeras huelgas. Los patronos gringos, a quienes el dictador Porfirio Díaz había entregado el control del país durante su mandato, continuaban haciendo y deshaciendo aún en aquellos tiempos. Tiempos en que Porfirio no era más que un recuerdo y el poder había pasado por manos de hombres como el asesino Huerta o el propio Madero. Éste, a pesar de haber llegado hasta allí gracias a los revolucionarios, una vez sentado en el trono no hizo cuenta nueva como hubieran querido Zapata y Villa, por lo que la plutarquía impuesta en México desde los tiempos pasados continuó su aplastante caminar.

Como todas las historias acaban, la historia de Luciano Hervás —Aller por parte de madre para más señas— como estudiante e hijo de un padre con un empleo acomodado también terminó. Terminó a la temprana edad de dieciocho años la mañana del dieciséis de enero de 1915, cuando los obreros, capataces, oficiales, ingenieros y gentes mexicanas de cualquier otro puesto laboral en la mina, que se concentraban a sus puertas reclamando mayor dignidad para sus trabajos, muchos de ellos acompañados por sus familias, fueron disueltos con extrema violencia. En el tumulto y tiroteo posterior los sicarios enviados por el director de la mina mataron a catorce personas, entre ellas, para mi desgracia, a mi madre y mi padre; finado éste al tratar de cubrir el cuerpo ya yaciente de su esposa recién muerta de los disparos que seguían cayendo, en lugar de buscar refugio para él y amparo para su vida.

Tres semanas escasas después, a principios de febrero, y tras dar sepultura a mis padres en la ciudad de Parral, me eché al monte, buscando por las sierras partidas de revolucionarios para unirme a su causa. Y aquella causa era la que me había llevado a la masacre de Celaya —tres días de una batalla en la que las tropas constitucionalistas de Álvaro Obregón barrieron a los villistas a los que me acababa de unir—, y después a pasar por otros muchos lugares y situaciones que me guiaron a El Paso y Columbus; para llegar finalmente a aquella mesa, frente a frente con el padre de la que era mi nueva familia, el general Francisco Villa.

* * *

—Ándale, chavo —dijo Villa, sacándome de mis pensamientos astures—, cántame algún nombre. Ya tenemos al cabo. Es buen hombre, abnegado y con capacidad. Será de gran ayuda para el jefe que se os designe, así que vamos a escribir una buena lista que siga sus pasos —y se quedó mirándome de nuevo.

Yo seguía perdido, vagando entre vacas por los prados, o jugando a la pelota con los niños de Spewlynn, el pueblito galés donde había aprendido el idioma de su graciosa Majestad; así como otras muchas cosas no menos útiles y desde luego incomparablemente más graciosas, como a atar latas del rabo de los perros callejeros o a tocarme el mío propio.

Villa prolongó sus palabras, esperando a que yo volviese de mis sueños de infancia y me asentase de una vez en aquella mesa, dejando de lado viajes y minas para centrarme en la lista.

—Necesitaremos buenos hombres —continuó—, que tiren bien y con los que hagas migas, Luciano. Está visto que no hay más que rodearte de compadres para que salga carta jugada.

—Llámeme Lucho, mi general —pedí a Villa—, que todos lo hacen así, y dejemos Luciano para mi difunta madre.

—Dejemos Luciano para ella entonces. Que robar es cosa de potentados, y no es tarea para los humildes el quitar nada. Ni el derecho de tu vieja de reservarse para sí el nombre de pila de su hijo.

Cambió inmediatamente mi apelativo y continuó.

—Y ahorita Lucho, tu nomás piensa; gente con la que fraternices, gente que tire bien… Allá donde vais necesitareis el apoyo fraterno de un compañero leal y el consejo adecuado de un compadre experimentado. Pero sobre todo os vendrían bien cabezas con el punto justo de locura que anime a las manos a no temblar a la hora de pegar una balaceada.

No habría problema. De tipos curtidos en las labores de matar teníamos un rato largo. Y de locos, aún más.

Lógicamente, después de la hazaña de la voladura del pol-vorín del Furlong, que ya había corrido de boca en boca entre toda la tropa —la puntería del cura y mi caza del gringo eran lo más sonado entre los corrillos de los soldados, aunque en mi caso se obviaba que todo fue pura suerte—, pensé en el padre Blanco. No lo conocía demasiado, tan sólo un par de charlas alrededor de una hoguera cuando se preparaba lo de El Paso, pero era un hombre de compañía agradable, simpático, y al parecer de muchos huevos. Pena de celibato para no poder aprovecharlos. Pero seguro que donde quiera que Arthur Holmock nos guiara vendrían bien.

Al principio dudé que el general Villa me permitiera llevarme a uno de sus mejores tiradores, apartándolo del grueso de la tropa donde era tan necesario, como se pudo comprobar en nuestro paseo tras la raya; pero cuando ofrecí a Villa el primero de los nombres que me requería, el general no puso pega alguna.

Tiempo después, cuando todo hubo acabado, volví sobre aquellos momentos de la confección de la partida del arsenal que ahora narro. Recapacitando, concluí que el diseño del grupo reunía a algunos de los más experimentados y brillantes hombres que participaron en el ataque a Columbus —el padre Blanco, por ejemplo—, en conjunción con algunos jóvenes y entusiastas guerrilleros que aglutinábamos las más variopintas destrezas. Si se le puede llamar así a tener dotes para la caza, conocer el idioma inglés, confundir el pulque con agua, o tener la cabeza completamente perdida.

Dicho de otro modo, Villa tan sólo me guió en la confección de la lista, buscando que entre sus elegidos existiera la mejor conexión posible, que tan necesaria nos sería en los tiempos venideros.
De este modo pues, el padre Blanco siguió a Fulgencio Pascual en los papeles de Villa.

Ya les hablé antes de nuestro peculiar párroco —nunca santo alguno tuvo mayor diócesis que el padre Blanco, que enseñaba los Evangelios a base de balas por todo el norte de México—, así que no me extenderé mucho en contarles sobre su persona, pues ya habrá tiempo más adelante de volver sobre sus sermones.

Le debió parecer adecuada mi primera elección al general, que me traspasó de seguido algo más de responsabilidad.

—Muy bien Lucho, ¿qué más buscamos ahora?

—Bueno, mi general —dije—, creo que nos vendría bien alguien que conociese a las gentes del lugar, un veterano que haya tratado a menudo con los chihuahueños. ¿No le parece?

—Por supuesto, es una gran idea. Eres un morro listo, hijo. Añadiré a la lista a Sanpablo. Estoy seguro de que no hay nadie mejor que él para tratar con las gentes y llevaros por los caminos de todo Chihuahua. ¡E incluso de Hidalgo o Sonora si quisierais ir allá! ¡Claro que sí! —y rió con fuertes carcajadas.

Estaba de gran humor, pues ya veía las armas y la plata del gringo en nuestras manos.

El tal Sanpablo se llamaba en realidad Pablo Aguilar y era un auténtico veterano de la Revolución. En realidad Sanpablo y Pancho Villa se conocían desde mucho antes del comienzo de la lucha contra Porfirio; de jóvenes ambos habían sido compañeros de correrías por las sierras de Chihuahua y Durango. Coincidían, pasaban largas temporadas juntos asaltando trenes o aligerando señoritos, y después iban cada uno por su lado en busca de nuevos botines, siempre llenándose las alforjas a costa de aquellos que vivían de la sangre de la gente de su clase. Pero cuando estalló la revuelta, Sanpablo —entonces aún Pablo Aguilar— y Pancho Villa estaban muy lejos, y cuando el hoy general le ofreció unirse a él, éste se mostró tibio, muy escéptico ante las posibilidades reales de una revuelta a gran escala contra el Gobierno Federal llevada a cabo por unos cuantos guerrilleros del norte.

Villa insistió muchas veces, pero Aguilar se resistía a sumársele, así que finalmente desistió de contar con él. Hasta que, tras su primera gran victoria sobre las tropas de Porfirio, Pancho Villa volvió a probar suerte para atraérselo, conocedor de que no era un cobarde y que una vez vistas las posibilidades reales de la Revolución tomaría partido por ella. Así fue, y Pa-blo Aguilar rápidamente se unió a Villa.

Yo creo que fue por todo ese tiempo de dudas por lo que Sanpablo no llegó a ser uno de los más importantes oficiales villistas de la época que les narro, pero su papel no tenía que envidiar en importancia a ninguno de ellos. Recorría los valles y desiertos de Chihuahua, de Sonora o de Durango, las costas de Sinaloa o incluso el estado de nuestro enemigo Carranza, Coahuila, buscando hombres para alistarlos en la División del Norte; pasando de la tibieza que mostró en un principio ante la llamada de Villa a ser un auténtico evangelizador de la causa. No es de extrañar entonces que con ese nombre y con ese historial de indiferencia ante la causa villista —que nunca confrontación como el verdadero San Pablo—, seguido de una profunda vocación hacia ella y su propagación, fuese del todo inevitable dentro de una tropa tan predispuesta a los motes como la nuestra, que acabase respondiendo al nombre de Sanpablo.

«Pedid y se os dará», dijo en una ocasión alguien que sabía. El hombre ideal para tratar con las gentes de aquellas maltratadas zonas rurales del interior mexicano era sin duda Sanpablo. No tuve otra que aplaudir la propuesta que con tan buen humor me había dado el general Villa y, ya puestos a recibir buenas ideas, solicitar otro acompañante.

III. Doroteo y yo (3/7)


Ante el enorme mar de dudas que en ese momento me inundaba el general Villa fue el primero en navegar.

—Habrá que poner alguien al mando —dijo—. De momento no será un oficial, eso lo decidiremos esta noche, tras la cena. Por ahora tendréis que valeros con gente de tropa, que no es poco.

—Claro, mi general —respondí, azorado.

En aquel momento estaba tan desbordado por unos acontecimientos que me habían llevado de entre la más baja escala de la guerrilla villista a miembro selecto de la más importante expedición de nuestra División, que si Pancho Villa me hubiese dicho ‹‹Tendréis que valeros con un cochino, que no es poco›› sin duda alguna le hubiese respondido: ‹‹Claro, mi general. Un cerdo es lo más adecuado, desde luego››. Para andar replicando estábamos.

—Se me hace que el cabo Pascual irá perfecto —zanjó Villa.

Y el general anotó su nombre encabezando la lista. Fulgencio Pascual, cabo puso con grandes letras en la parte superior de la hoja. Después levantó la mirada del papel y posó sus ojos oscuros en mí, esperando que empezase a recitar nombres.

Me quedé un buen rato ausente, con la mente en cualquier lugar y en cualquier tarea excepto en la de pensar en ocho nombres que ofrecerle al más famoso general de la Revolución mexicana, siempre con perdón de Zapata. Divagando en silencio sobre cómo había llegado yo a aquella mesa, en un campamento en el desierto mexicano a miles de kilómetros de mi Asturias natal.

* * *

A finales del siglo pasado los inviernos en mi patria querida eran aún más fríos que hoy en día. A pesar de morar en una vivienda digna que mi padre podía permitirse pagar con su sueldo de ingeniero de minas, por las noches había que buscar calor. Así que, fruto de los combates de mis padres contra los fríos inviernos asturianos, había nacido yo nueve meses después, un templado otoño dos décadas antes de lo de Columbus.

La mayor parte de mi infancia la pasé en una minúscula parroquia de mi nativa Cangas, paseando por sus prados y haciendo las cosas que habitualmente hacen todos los guajes: coger setas, bañarme en los arroyos, robar gallinas, darnos de patadas y bofetones entre los amigos o matar gatos a pedradas. Cosas de chiquillos. Lo típico que un niño de ocho años debe hacer cuando sale de la escuela. Y así debía de haber seguido hasta mi mocedad de no haber sido porque al día siguiente de tomar mi primera comunión, mi padre me dijo que nos marchábamos de la aldea.

No debió de ser una decisión fácil para mis padres. Un niño puede hacer amigos en un sitio nuevo a los cinco minutos de llegar, pero para un matrimonio asentado el abandonar a su gente, sus familiares, sus vecinos… tuvo que suponer una dura elección.

Nos marchábamos de Asturias porque la compañía que explotaba el pozo minero en el que trabajaba mi padre, unos ingleses cuyo nombre soy incapaz de recordar, le había ofrecido un puesto de trabajo excelentemente remunerado dirigiendo la explotación de una mina en una cuenca hullera del sur de Gales. Apenados por tener que abandonar su tierra, mis padres habían decidido aceptar el empleo, hacer dinero en el extranjero durante cuatro o cinco años, como muchos otros lo habían hecho antes en América —primero en las colonias y ahora en las nuevas repúblicas, después de la pérdida de la última de las posesiones ultramarinas españolas siete años antes— y volver después a casa. De este modo partimos a principios del verano hacia Santander, desde donde un barco había de llevarnos hasta la Gran Bretaña.

Puede que sean imaginaciones mías, creadas por la gran nostalgia que me evoca el recuerdo de aquellos años de infancia, pero aún creo recordar las lágrimas de mi madre cuando cruzamos el Deva. Amargas lágrimas por abandonar una tierra a la que iba a tardar un lustro en regresar.

En realidad mis padres jamás volverían a ver el Deva, ni Cangas, ni ningún otro rincón de Asturias, pues diez largos años después ambos encontrarían su reposo eterno en tierra mexicana, morando para siempre bajo los pardos suelos de Parral, muy lejos de su fresco verdor asturiano.

Recuerdo con infantil felicidad la época galesa. Gran Bretaña vivía unos tiempos de desarrollo industrial que distaban si-glos de la vida rural que yo había conocido hasta entonces. Fue allí, lógicamente, donde aprendí el idioma que después me metería de lleno en toda esta historia. Hablar inglés me guió primero a El Paso y después a todo lo demás, lo que ya saben y lo que tienen ustedes por conocer.

Realmente, visto desde la lejanía, puedo afirmar que todo, absolutamente todo lo que fue la película de mi juventud, se vio marcado porque mi padre era ingeniero en lugar de peón en la mina; y por el hecho concreto de que los ingleses apreciasen su trabajo y le llevasen de un lado para otro, aprovechando su buen hacer. Y digo de un lado para otro porque, después de pasar algo más de año y medio en Gales, la compañía volvió a proponer un traslado a mi padre. Esta vez era un viaje mucho más largo y duro, y estoy seguro que de no haber sido por causa del idioma no lo hubiesen aceptado.

Mi padre ya se defendía por entonces más que correctamente en inglés, y yo asumí la parla isleña con fluidez. Tenía buenas dotes para las lenguas, y junto con el castellano y el bable, llegué a dominar el idioma de Drake y Long John Silver y a defenderme en la complicada lengua galesa. Gozaba también de una excepcional habilidad para declamar palabrotas en cualquiera de las cuatro —algo no muy bien visto en un joven de apenas once años, y que me costó más de un pescozón materno—. Podría haber evitado semejantes escarmientos eligiendo el inglés para jurar, pero siempre me tiraba por el castellano. Decirle ‹‹me cago en tu puta madre›› a un niño galés siempre te llenaba la boca de una jugosa sonoridad.

En lo referente a mi madre, su caso era distinto. Tenía muchos problemas con el idioma —forma suavizada de decir que jamás llegó a aprender ni una sola palabra— y siendo así tan sólo podía relacionarse con mi padre y conmigo, amén de con una vecina portuguesa, esposa de otro trabajador de la explotación minera, cuya lengua resultaba algo más comprensible que la británica. Se sentía bastante sola con este lastre, y de no haber sido por la portuguesa —Évora, se llamaba— hubiese dado en loca a los primeros meses.

Por esta causa mis padres decidieron que el nuevo traslado nos convenía. De este modo, siguiendo los caminos que el empleo de mi padre abría ante nuestro devenir, llegamos a México en septiembre de 1907.

Tras un viaje con escalas en Santo Domingo y La Habana, atracamos en el puerto caribeño de Veracruz, en el golfo de México. Acometimos después la hercúlea tarea de cruzar el país de este a oeste por sus terroríficos caminos y carreteras —cuando había algo a lo que llamar carretera— hasta llegar a Chihuahua. Y allí, en lo más profundo del primero de los Estados mexicanos, junto a la mina que fue el nuevo trabajo de mi padre, pasé de ser un pequeño guaje asturiano a ser un morro mexicano con todas las de la ley; crecí como un mexicano, canté como un mexicano y también pequé como un mexicano. Aprendí sin buscarlo a ser un mexicano más, aunque fuera incapaz de expresarme como mis compadres lo hacían, pues a pesar de adoptar en mi vocabulario muchas expresiones del español que ellos usan, nunca borré del todo las de mi castellano natal, y siempre mantuve mi acento astur, que tanta gracia hacía al indio Kiche cuando me oía hablar.

Así deberían de haber seguido las cosas, creciendo, aprendiendo, fumando, bebiendo o folgando —que es hacer el vago, no piensen mal—; derrochando mi juventud en México hasta que mis padres decidiesen que ya era la hora de volver a España. Pero ese tranquilo rumbo se abortó cuando una compañía estadounidense se hizo cargo de la mina, y todo empezó a torcerse. Entonces las condiciones de trabajo en la mina cambiaron para todos los empleados. Cambiaron especialmente para los obreros, pero también para la gente mexicana de arriba, o para mi padre, que era tratado por los gringos como un mexicano más. Pudimos comprobar aquello de la justicia y la dignidad entre los hombres por cuya causa México se debatía en una lucha intestina desde hacía un lustro, y vimos esa necesidad de la que tanto hablaba mi padre con los ojos de unos agraviados más.

III. Doroteo y yo (2/7)


Pero no habían luchado Villa y Zapata durante meses contra un primer tirano para dejar el poder a esas alturas en manos de otro hombre semejante a quien habían combatido y vencido. Así, convencidos de que les resultaba igual el bocado de perro que el de perra, el Norte y el Sur volvieron a alzarse en armas. Continuó la lucha y vino todo lo demás: el levantamiento junto a Carranza y Obregón, el derrocamiento de Huerta, la División del Norte, la caída en desgracia… hasta llegar de nuevo a la guerrilla y a Columbus.

Cuatro días después de aquello último, el hombre que vengó a su hermana violada eligiendo la clandestinidad para el resto de sus días, el hombre que había aupado al poder a quien le había de traicionar, el hombre que había invadido la nación más poderosa del orbe, ese hombre, entraba por la puerta de la sala donde yo aguardaba turno para la cura de mi brazo quemado y se sentaba frente a mí.

* * *

Fue la primera vez que me hallé frente a frente, en privado y por expresa voluntad suya, con Pancho Villa.

Y no fue un encuentro casual.

Al anochecer del día siguiente a nuestro ataque, cuando los supervivientes —entre los cuales se contaban muchos heridos que no pasaron de aquella primera noche— llegamos a la destartalada granja fronteriza que hacía las veces de cuartel general de nuestra División, los oficiales habían acudido puntuales a su cita con Villa y le habían informado detalladamente del resultado de nuestro ataque sobre los Estados Unidos de América. Cuando llegaron al punto concerniente a nuestra actuación en el hotel, alguien tuvo la ocurrencia de hacer notar la presencia entre el grupo que había dado con Arthur Holmock, el socio de Morgan, del mismo joven que había logrado escapar de El Paso. También hubo palabras sobre mi decisiva actuación en tal captura. De la nula voluntariedad de mis actos durante la captura de Holmock, al parecer, nadie dijo nada.

Sea como fuere, algo debió de calar hondo en el general. Quizás fuera el recuerdo de la tarde anterior al asalto, y de como Kiche y yo habíamos aparecido como dos espectros a caballo, descomponiendo a toda la guarnición. O quizás fuera fruto de mi afortunada intervención tras la plática de Pablo López. El caso es que Villa quiso hablar en persona con aquel morro que, por azares del destino, se había visto tan inesperada y profundamente implicado en su intento por hacerse con el arsenal.

Cuando entré en la estancia se oían de fondo, en el exterior, los acordes de La Cucaracha, un corrido que se había hecho muy popular durante aquellos tiempos de la Revolución. Años después he llegado a oír como mucha gente atribuía la creación de tan famosísimo corrido —cuya tonada, por cierto, trae ascendencia española, de los lejanos tiempos de las guerras entre castellanos y moros— al propio Pancho Villa; pero si he de ser justo no puedo añadir a la lista de virtudes que poseía el general la de ser compositor musical —no digo ya bueno o malo—, y aunque durante las ocasiones que yo tuve de tratarlo personalmente la situación era tan sumamente delicada que hubiese resultado enormemente temerario el dedicar tan sólo un minuto de su tiempo a componer canciones, me inclino a pensar que se trata más de un mito posterior que de una realidad.

Caso similar a esa fama de bebedor empedernido que siempre le acompañó tras su trágico asesinato, pero que puedo asegurar —esta vez con total seguridad— que era totalmente inmerecida. De cualquiera de las maneras ya nos encargábamos los hombres de la tropa —servidor hacía grandes méritos en ese campo— de vaciar las botellas que el general dejaba intactas, no fuesen a perderse. Ya saben lo que dicen de las copas: la primera con agua, la segunda sin agua, y la tercera como agua.

Ya estaba el calvo encontrando su peine, cuando el general, poco amigo de rodeos fútiles, independientemente de que tocara repartir balas o palabras, se centró en el asunto por el que me había hecho llamar.

—Creo que debes seguir en esta chamba —comenzó a decir Villa, apenas se hubo sentado—. Nomás tú pudiste pelarte del matazón allá en El Paso, y atrapamos a Holmock gracias a ti.

Desconozco si el general era un hombre creyente en lo que al azar y el destino concierne, pero dudo que Villa me eligiese ese día para ‹‹seguir en aquella chamba›› por causa de superstición. Más bien tiendo a creer que vio tras aquellas dos acciones mías ciertas aptitudes válidas —al menos la que me predisponía a la huída de las situaciones más desesperadas resultaba innegable— para ser útil en aquella peligrosa búsqueda en la que pretendía involucrarme de lleno. Sin olvidar el asunto del idioma, pues era de suponer que mi inglés nos resultara útil a la hora de seguir correctamente la ruta que nos debía marcar el gringo.

Sea como fuere su decisión hizo posible que me viese dentro de esta historia que ahora narro.

—Espero que no le temas a que nos pasemos del tueste contigo —prosiguió Villa—, porque te voy a afectar para una tarea que no tiene nada que envidiar a la de ningún otro chinaco.

Aquello, lógicamente, me asustó e intrigó muchísimo. ¿Pensaba acaso en ascenderme?

—Sé que eras el único novato de los veintiuno de El Paso. Allá tuvimos la de malas y tú fuiste el único en volver. Aún no alcanzo a comprender cómo te las arreglaste para llegar hasta acá con ese brazo quemado, acompañado de un indio y… en fin.

Villa calló apenas un instante, quizás pensando en el horrendo fin de aquellos veinte hombres.

—En Columbus, sin embargo—continuó de inmediato—, rodeado por gente que conoces bien, conseguisteis dar con uno de los hombres que buscábamos entre que nosotros andábamos ya con el agua por los aparejos, y vuestras bajas fueron aceptables en esta ocasión.

No pensarían lo mismo las mujeres o hijos de los caídos. O los caídos mismos, si es que podían pensar algo, allá donde estuviesen. Pero, revolucionario o no, Villa era un general, y ya se sabe. Aceptables, dijo.

—He decidido darte carta para esta partida —concluyó finalmente—. Me vas a ayudar a hacer el listado. Elegirás conmigo a los que serán tus compañeros.

Asombrado y confuso, no tuve más remedio que interpelar al general.

—Compañeros, ¿para qué, mi general?

—Vais a encontrarme esas armas que ese hijo de la chingada de Morgan nos debe, y si para ello tenéis que traer en salsa al gringo Holmock hasta que os lleve al mismísimo infierno, lo haréis. Sabemos que no tiene las armas en ninguna bodega del otro lado de la raya; guardan todo nuestro arsenal escondido en una cueva acá, en México, y me lo vais a encontrar.

Si se hiciera necesario un dibujo para ilustrar en una encioclopedia la entrada «último mono con rostro de asombro tras serle encomendada tarea de responsabilidad sorprendentemente elevada», mi expresión tras escuchar aquellas palabras habría resultado perfecta.

Pero ni Villa pensaba en ascenderme, ni las entradas de las enciclopedias son tan largas. Como tampoco lo son las noches de marzo en Chihuahua. Aunque a alguno se le llegaran a hacer eternas.

—¿En México? —pregunté desconcertado-. ¿Y qué hacen acá?

El general Villa tuvo a bien solventar mi duda. La situación de caos y abandono político imperante en México a causa de la guerra hacía más fácil maniobrar con grandes cargamentos de armas al sur de la raya que al norte. Además, dado que Holmock y su socio, Morgan, distribuían sus mercancías principalmente entre los revolucionarios que combatíamos en México, resultaba mucho más eficaz y seguro esconderlas directamente aquí, evitando de ese modo tener que transportarlas a través de la frontera.

Y es que, si la relación de un contrabandista con la policía aduanera siempre está plagada de inconvenientes, si además el receptor de la mercancía orbitaba peligrosamente hacia la consideración de enemigo del gobierno, esa relación era simplemente imposible.

Villa lo explicó con otras palabras. «Antes, cuando les caíamos bien a los jefes gringos, Morgan daba buenas mordidas a la migra. Pero ahora que para ellos nomás somos unos meros bandidos, la migra le morderá a él los huevos si le agarra pasándonos armas. Por eso las esconden acá.»

El general también consignó con detalle, excesivo detalle en algún caso, las andanzas de Holmock tras su rapto.

Los días pasados desde lo de Columbus no habían sido muy agradables para Arthur Holmock. Algunos hombres de confianza de Villa le habían apretado las clavijas para sacarle toda la información que él había quemado en el brasero que inició el incendio del pueblo. A pesar de ello, el muy pendejo no había contado ni una palabra más de lo que el general me acababa de transmitir, e insistía en guiar personalmente a Pancho Villa hasta el escondite del armamento. Pensaba que si lo contaba todo su vida no valdría nada —me inclino a pensar que ahí el gringo llevaba razón—, pero estaba muy lejos de la intención de Villa el ir en persona a buscar nada, y mucho menos con la que iba a caer.

En esas estaba yo, sentado en una mesa cara a cara con el general Villa, que con un papel en la mano esperaba mi consejo para formar un grupo en el que, por suerte o por desgracia, hacia mucho tiempo que yo ya estaba incluido.

—Necesito una decena de hombres, así que piensa bien cuáles son los nueve que elegirías si tuvieses que jugarte las pelotas con ellos. Porque la cosa va a ser más o menos así.

III. Doroteo y yo (1/7)


Mi Juana ¿no oyes a los clarines
cómo vibrantes tocan reunión?
De los caballos flotan las crines
y está en maitines mi corazón.
LA SOLDADERA


Su edad no llegaba a los cuarenta y cuentan que gustaba de usar ropa elegante cuando no estaba en campaña, aunque siempre que yo pude verle vestía al estilo de sus guerrilleros y su aspecto resultaba tan harapiento y descuidado como el de cualquiera. También cuentan que tiempo atrás fue amigo de los gringos, que le veían como un revolucionario decidido a dar su vida por la libertad de su pueblo. Dicen que era habitual verle en las neverías del otro lado de la frontera, tomando unos helados bajo el abrasador sol veraniego del desierto junto con algunos de sus amigos estadounidenses, o siendo requerido para que se dejase tomar una fotografía con gentes tan dispares como comerciantes, autoridades locales, desahogados de todo tipo e incluso militares gringos; como el brigadier John Pershing, sin ir más lejos, de quien en breve habrá tiempo de saber más.

Su gran personalidad ejercía una fuerte atracción sobre los gringos, e incluso desde los estudios de cine de Hollywood, en el estado de California, llegaron a mandar equipos de filmación para tomar imágenes suyas y mostrar su historia al pueblo estadounidense. Realmente los hombres de los estudios de cine tenían buen ojo, porque su vida era una película en sí misma, y resultaba digna de ser contada.

Unos veinte años atrás, siendo tan sólo un adolescente, la miseria y la injusticia tan propias de su tiempo y su patria eligieron el camino por el que habría de discurrir toda su vida. Un morro llamado Doroteo Arango trabajaba en una hacienda norteña, laboreando el campo de cierto Agustín López Negrete, un señorito terrateniente. Una noche que don Agustín había tomado más de la cuenta con sus amigos, decidió, al salir de la cantina, pasarse por una de las humildes casas de adobe de la aldea en la que vivían los campesinos de su hacienda, entre ellos Doroteo y su familia. Como en aquellos tiempos del siglo pasado los conceptos de la propiedad resultaban aún bastante difusos para los jóvenes terratenientes que iban borrachos hasta las trancas entre casas de adobe y maderos, al amo se le ocurrió gozar de una de las mozas de la aldea para aliviarse un rato. Mientras que dos de sus esbirros contenían a la pobre madre de la joven y a su hermanito Doroteo, el señorito forzó a la muchacha. Una vez que la hubo violado, como al parecer la muchacha estaba tan asustada que había sido incapaz de conseguir que su amo se corriera a gusto —hay que ser puta y desagradecida, desde luego—, pues a éste no le quedó otra que darle una paliza y dejarla, a sus trece años, bien escarmentada, con la boca rota, las costillas marcadas para varios días, y el coño y el alma rotos para siempre.

Después de semejante hazaña, el hacendado se volvió a su casa. Y ahí debía de haber terminado la historia, en una de tantas. Pero al día siguiente el joven Doroteo, al que a pesar de su corta edad le sobraban cojones para lo que iba a hacer y para bastante más, fue a casa de su primo Romualdo, tomó prestado un rifle y se pasó el resto de la mañana buscando la oportunidad de hacerse con un caballo. Era valiente, estaba muy enojado, pero no era ningún estúpido, desde luego, y sabía guardarse las espaldas.

Sólo cuando le echó el guante a un lindo caballo, esbelto y fuerte, de gran alzada como lo sería años después su famosísimo Siete Leguas, Doroteo se acercó a la alameda en la que estaba el señorito tomando el almuerzo. Lo hizo con mucha parsimonia, con las riendas del caballo en la mano derecha, caminando lento, como con quien no va la cosa, y al llegar a la altura del violador apartó la manta que cubría el rifle sobre el lomo del caballo, lo agarró y le pegó un tiro.

Tras tirotear al hombre que había violado a su hermana, Doroteo se subió de un salto al caballo y huyó de la hacienda, refugiándose en la sierra, donde conoció por primera vez la vida del prófugo, que habría de ser la suya en no pocas ocasiones.

Con el paso de las semanas y los meses se le fueron uniendo algunos locos más, fugitivos algunos de ellos igual que Doroteo, hartos los más de vivir como esclavos roturando una tierra yerma por cuenta ajena. De prófugo pasó a bandolero, y de ahí, con el tiempo, a Príncipe de Los Pobres, y, como aquel inglés de las leyendas, se dedicó a asaltar las haciendas y los correos de los ricos terratenientes de Chihuahua y Durango, ocultándose en las sierras y repartiendo el botín entre sus hombres y los campesinos. Pero sobre todo, pasó de ser un miserable labrador a ser un respetado y temido prófugo, el más grande de los bandoleros. Y entonces fue cuando Doroteo Arango cambió también su identidad y adoptó el nombre con el que pasaría a la Historia, convirtiéndose para siempre en Francisco Villa.

* * *

Villa ya era una eminencia en Chihuahua cuando en la lejana capital se preparaba la sexta reelección presidencial consecutiva. Estaba prevista para julio del año diez. Tras treinta y cinco años en el poder, Porfirio Díaz, el viejo dictador de ochenta de edad, pretendía prolongar su mandato mediante otra nueva farsa electoral.

En este contexto entró en escena Francisco I. Madero como cabeza visible de las fuerzas de oposición a Porfirio. Madero aunaba en torno a su persona los anhelos democráticos de México, a los que unía promesas de dignidad para los obreros o el desarrollo de una reforma agraria que llevara finalmente la justicia al campesinado. Por ello —no cabía esperar otra cosa del dictador— fue encarcelado semanas antes de las elecciones.

Con el principal opositor en la cárcel, Porfirio arrasó en las urnas y fue nuevamente elegido. Tras el fracaso de la vía política tan sólo quedaban para México otros seis largos años de porfiriato. Eso, o las armas. Y Madero llamó a las armas.

El vigésimo día de noviembre de ese año diez Madero promulgó el Plan de San Luis de Potosí, incitando a los mexicanos a levantarse contra el régimen de Porfirio: buscaba hacerse con el control de algunas de las principales ciudades y vías de comunicación, para, una vez alcanzado cierto grado de poder, negociar de tú a tú con el dictador. Pero Porfirio no estaba por la labor —hay tantas posibilidades de que un tirano abandone de buen grado su poltrona como de que a Chihuaha le salga el sol por Sinaloa—, y reprimió con dureza todo levantamiento, asegurando su control sobre las ciudades. Paradójicamente, este fracaso inicial marcó decisivamente el rumbo de la Revolución mexicana. A pesar de que los núcleos urbanos estaban de nuevo bajo el control de Porfirio, en las zonas rurales quienes habían tomado parte de la acción maderista no se conformaron con un mero intento. Curiosos seres los pobres, si un día almuerzan un mísero plato de libertad, ansían comerla siempre. Y así la Revolución escapó del control de las clases dirigentes y fue abrazada por el pueblo.

Los campesinos, los mineros, los caporales o los obreros de las fábricas se echaron al monte —o al desierto, a las calles, o donde bien pudieran, siempre con un fusil al hombro— con los ojos al fin abiertos para derrocar al dictador. Francisco Villa, que como ya dije tenía alguna experiencia en eso de enfrentarse al poder y luchar en busca de la justicia para los que menos tenían, se sumó encantado a la fiesta.

Durante meses el pueblo se alzó en armas; en el invierno de 1910 todo fueron ataques contra cualquier medio de opresión gubernamental, en especial contra sus comunicaciones y sus transportes. Los trenes eran asaltados, las líneas telegráficas cortadas y los bancos saqueados; los puentes volaban, hechos astillas por doquier y la dictadura se tambaleaba bajo la rabiosa ira del pueblo. Todo era hostigamiento hacia el dictador. La insurrección había prendido y ya era imposible sofocarla.

No debe ser necesario constatar que Villa se movía en este ambiente como cura en un convento; utilizó su conocimiento del terreno, su experiencia al margen de la ley, y la fidelidad que el pueblo le profesaba, para sumar a los lugareños a la insurrección, y pronto sus ataques y sabotajes en Chihuahua fueron tan numerosos, frecuentes y fructíferos, que a ellos se debió en buena parte el triunfo final.

No sólo en el norte brillaba la luz revolucionaria, pues también en el sur hubo quien decidió que había llegado el momento de actuar. Fue Emiliano Zapata quien encabezó la insurrección en Morelos y promulgo el Plan de Ayala exigiendo, entre otras muchas cosas no menos justas que ésta, la repartición de las tierras de los ricos hacendados latifundistas entre los campesinos.

La agitación espontánea de un pueblo humillado durante décadas que se había convertido, de la noche a la mañana, en dueño de la situación, obligó a Porfirio a conformarse primero con mantener el control de las ciudades y a abandonar después el poder. Los campesinos y proletarios armados llegaron a ser unos setenta mil en todo el país, un número que incluso superaba a los efectivos del propio Ejército Federal. Las acciones de los guerrilleros completamente desorganizadas, caóticas pero efectivas, habían logrado echar al dictador. Al fin llegarían unas elecciones limpias.

En octubre de 1911 Madero fue democráticamente elegido presidente de la República Mexicana. Obtuvo un triunfo aplastante, recibiendo casi el cien por cien de los sufragios. Esa incontestable victoria, sin embargo, vino acompañada de un porcentaje mucho más reducido de votos en la elección del vicepresidente, donde resultó vencedor Pino Suárez. Finalmente, y para completar el embrollo, los maderistas tan sólo consiguieron una exigua mayoría en el número de diputados.

Esta paridad de fuerzas en la Cámara de Diputados y el Senado, unida al ínfimo papel que Madero reservaba a los demás grupos políticos —derrotados con votos en las urnas pero también triunfantes con balas en las revueltas antiporfiristas— provocó la alianza de éstos sus rivales, católicos y conservadores, y derivó en un vacío de poder que avivó las llamas de un golpe de Estado.

La hoguera golpista ardió definitivamente con éxito en febrero de 1913. Victoriano Huerta, a través del llamado Pacto de la Ciudadela, se sumó a los rescoldos de los dos fallidos golpes anteriores y a la tercera fue la vencida. Huerta, un militar ansioso de poder, más conocido por su adicción a la marihuana que por sus dotes de gobernante, decidió evitar cualquier vuelta atrás de su golpe que conllevase la restitución en el cargo de Madero y Pino, aunque para ello tuviese que teñir el Zócalo de sangre. Y lo hizo. Arrestó al presidente y a su segundo, los encerró y después ordenó su ejecución, asumiendo él mismo el poder. De nuevo un autócrata al frente de México.

II. Llueve hacia arriba (7/7)


Todo esto sucedió mientras yo estaba aún en la planta más alta, inspeccionando. Fui abriendo las puertas una a una y disparando sobre cada habitación a diestro y siniestro, como antes había hecho Kiche en el pasillo. Después de comprobar que un cuarto estaba vacío, volvía a cargar las armas y repetía la misma operación en el siguiente. Así lo hice en las tres habitaciones superiores, hasta comprobar que estaba completamente solo allá arriba.

Pero en la planta intermedia sí que había un gringo apostado en la ventana, y tras oír a sus compañeros dar la voz de alerta anteriormente, mis disparos contra la nada en la planta superior le resultaron sospechosos. Gran deducción, por cierto. Si hay mexicanos en el hotel y como no acostumbramos a agujerearnos a tiros entre nosotros, pensaría, si se oyen tiros en la planta superior quiere decir que hay mexicanos en la planta superior. Cogito ergo sum. Padrísimo el silogismo del gringo, como aquel otro que dice que si la lana no pesa, y las calzas son de lana, cuando éstas pesan es que te has cagado.

Y en lo más barrido me jiñé cuando, tras su excepcional demostración de deducción lógica, el muy cabrón subió las escaleras y apareció en el pasillo en el preciso instante en que yo salía de la última de las habitaciones, la más cercana a la puerta de la escalera exterior por la que habíamos entrado, tras comprobar que no quedaba nadie en aquella planta. Me pilló desprevenido —gran error, porque de haber estado atento le hubiera podido dejar seco en el mismo sitio que ocupaba su colega de la ventana— y tuve suerte de que errase su primer disparo, lanzándome de un salto al interior de la habitación. Eché rápidamente mano de la bolsa que llevaba colgada en bandolera para ver la munición de que disponía, porque con el gringo en el pasillo salir de allí iba a resultar algo complicado. Y como los de enfrente no fuesen comiéndose poco a poco a la gente que disparaba desde abajo, racionar las balas iba a ser más que necesario.

Acababa de comprobar que disponía aún de una importante cantidad de munición cuando el del pasillo se vino como un loco a por mí. Yo había previsto un tiroteo, como los que se ven en el cine, desde un lado al otro del pasillo, en espera de que alguno de los dos —preferiblemente yo— tuviese la suficiente suerte como para hacer buena puntería sin asomar la cabeza. Pero el filósofo del demonio no debía de haber visto demasiadas películas del Salvaje Oeste —creo que yo no había visto ninguna por aquel entonces, y es que estamos hablando de hace demasiados años: una época en la que los cines no estaban todavía nada extendidos y en la que incluso el gran John Wayne debía de andar aún buscándose pelos en los huevecillos— y desechó rápidamente aquella opción, lanzándose como un león hacia la puerta de mi habitación.

Descargó su pistola contra mí y apenas tuve tiempo de ocultarme detrás de la gran cama para evitar sus balas, que impactaron en el punto en el que yo estaba antes, desgarrando las mantas y reventando el colchón. Estaba tumbado sobre la tarima en el lado de la cama opuesto al pistolero, cubriéndome la cabeza con las manos —inútil gesto ante tal rociada de balas—, cuando las plumas del jergón comenzaron a enloquecer en el aire, movidas por la brisa exterior. Entonces reparé en la ventana abierta.

* * *

Con la fiesta dentro del Hoover en su máximo apogeo, del otro lado del pueblecito la masacre había remitido, o al menos no eran sólo los mexicanos los que recibían, y es que, tras el desconcierto de la violenta explosión, el general Villa se lanzó con sus hombres hacia el campamento, hostigando a los gringos. Mientras, quienes quedaban vivos entre los de Pablo López continuaban su lucha, de nuevo sin refuerzos, en la zona de la estación. Y de esta manera, a la espera de que los dos toques de corneta llamasen a retirada, continuaron batiéndose los dos grupos; ya mucho más aliviados de la presión de los gringos, pues éstos ponían todos sus empeños en evitar que el fuego de la explosión se propagase por otros almacenes de pólvora.

Precisamente esta ausencia de Villa en la estación durante aquellos momentos del combate sirve para desmontar otro de los mitos que sobre él se crearon, que es el que concierne al reloj de la estación de Columbus. Aún hoy los gringos mantienen como pieza de museo el desvencijado reloj, detenido en la hora que señala el momento álgido de nuestro ataque sobre Columbus, e indican que fue el propio Pancho Villa quien le dio aquel disparo para dejar constancia de la hora en que invadió los Estados Unidos, atribuyéndole un punto de egocentrismo del que carecía el general. Hubo un momento en el que a los gringos les faltó asegurar que Villa tenía cuernos y cola de demonio, o que almorzaba corazones de niños, porque de todo dijeron acerca de su persona, olvidando que fueron ellos mismos quienes años antes solicitaban su presencia en los Estados Unidos, pedían permiso para filmarlo o se retrataban gustosos con él. Crearon incluso un parque que lleva su nombre, el Pancho Villa State Park, mancillando con ello la memoria del gran líder de la División del Norte mucho más de lo que lo hicieron con tantas calumnias inventadas e historias de medias verdades.

* * *

Para dejar de lado medias verdades o mentiras enteras y retomar mi relato con sucesos plenamente veraces, volveré, de nuevo y definitivamente, hasta la última planta del hotel Hoover.

Desde mi posición, acurrucado entre la ventana y la cama, agarré ésta por la traviesa que unía las dos patas de aquel lado y la levanté de costado, arrojándola contra el hombre que acababa de disparar contra el colchón —contra mí reventando el colchón sería más correcto—, que se la vio venir encima de improviso. Libre por unos momentos del alcance de su arma me puse en pie y salté por la ventana abierta que daba a la azotea de la casa roja. Una vez fuera rodé tratando de acercarme lo más posible a la pared del hotel, intentando no ser un blanco fácil cuando los disparos comenzasen a sonar a través de la ventana por la que acababa de volar. Rodar por el suelo me magulló el brazo izquierdo, que aún estaba muy dañado de las llamas de tres días antes en El Paso, a pesar de la ayuda de Kiche en el cerro y de las vendas nuevas que me habían puesto en nuestro campamento la tarde anterior. Pero estas magulladuras no fueron nada comparadas con el dolor que me produje cuando, a trompicones, me recosté sobre la pared del hotel. El violento roce contra su rugosa superficie hizo que las heridas se me abrieran de nuevo; la sangre emergió, cadenciosa y tibia, y pude sentir un ardiente aguijonazo recorriendo mi supurante brazo izquierdo. Me tambaleé, ciego de dolor, hasta la cubierta del tejadillo que delimitaba la parte trasera de la azotea y me dejé caer sobre ella, prácticamente inconsciente, con la certeza de que en cuanto asomase por la ventana el gringo con el que me había tiroteado en la habitación todo se acabaría. Y no me parecía mal asunto, porque el dolor de mi brazo desgarrado y sangrante me llevaba directo al delirio. Intenté con un último esfuerzo auparme hasta el tejadillo pero nada más poner el costado derecho encima de la chapa ésta cedió y caí, primero rebotando sobre unas vigas de madera que lo sujetaban y después sobre algo más blando que amortiguó la caída, probablemente un gran saco.

* * *

No recuerdo nada más después de la caída, así que he de creer lo que Pan y Kiche me contaron después, cuando recobré el conocimiento ya del otro lado de la raya, en México.

Después de que cayera el brasero por la patada del gringo de la camisa de seda, una de las mesas camilla prendió y el susodicho aprovechó el momento para ocultarse junto a la puerta del patio. Desde allí, y mientras el fuego crecía, mantenía alejados a Pan y Kiche a base de disparos, hasta que una de las cortinas, que se había prendido con las llamas que emergían del brasero y que a estas alturas ya devoraban a buen ritmo el supuesto libro de registros, cayó entre los dos villistas y el gringo, y éste salió corriendo al patio. Cuando lograron atravesar la, nunca mejor dicho, cortina de fuego, Pan y mi buen amigo Kiche detuvieron su carrera, perplejos, nada más entrar en el patio. Allí, entre vigas de madera, y chapas corroídas, alumbrado por la luz del incendio que se llevaba ya toda la planta baja del hotel, estaba yo, inconsciente, tumbado sobre el cuerpo del gringo, que yacía también bastante grogui tras caerle a plomo setenta kilos de revolucionario desde un tejado. Bendito saco.

Rápidamente nos cargaron a ambos a hombros y caminaron por el patio hacia el callejón de la pared norte del hotel. Nos montaron sobre sus dos caballos, tomaron a mi yegua por las riendas y fueron a buscar al coronel.

Candelario Cervantes observó al gringo que Kiche había dejado caer ante sus pies, frunciendo el ceño.

—Éste no es Morgan —dijo.

Pan y el indio se quedaron petrificados. Ambos se hubieran jugado una mano a que a esas alturas no quedaba ningún otro gringo vivo en el hotel. Si yo hubiese estado en condiciones de intervenir, les habría hablado del tipo que me obligó a volar a través de la ventana, pero las carnes abiertas del brazo y el coscorrón me inducían más a la siesta que a andar aportando datos.

Datos que, por cierto, poco importaban al coronel. Cervantes pareció leer sus pensamientos al observar sus rostros, pero en lugar de montar en cólera esbozó una sorprendente sonrisa de conformidad que ninguno de los otros dos alcanzó a comprender en aquel momento.

Candelario Cervantes estaba exultante. Había identificando inequívocamente al tipo inconsciente como Arthur Holmock, el socio del contrabandista Bradley Morgan, y con eso le bastaba.

Sacó la corneta y dio dos toques.

Así fue como acabó el asalto a Columbus, la única invasión continental de los Estados Unidos durante dos siglos, de la que volví inconsciente trotando sobre Kalinka, perdiéndome lo que cuentan fue gran espectáculo digno de observar: como las llamas del brasero que se había llevado para siempre el mapa con el escondite de nuestras armas y que se habían propagado por mesas y cortinas del hotel se extendían de casa en casa, convirtiendo Columbus en una enorme tea.

II. Llueve hacia arriba (6/7)


Penetramos en el pasillo y nos dividimos. Pan y Kiche se dirigieron a las escaleras que bajaban hasta la planta intermedia, mientras yo deambulaba arriba, en busca de algún otro gringo oculto en las habitaciones. Había tres puertas en la pared de la izquierda, mientras que la derecha estaba limpia —de puertas al menos, porque sangre de cerdo había para llenar un balde—. Acompañé a los otros dos hasta el final del pasillo, con mucho cuidado de no asomarnos lo más mínimo a la ventana, pues bien sabíamos que los del otro lado de la calle no iban a estarse mirando si éramos gringos o no, y retrocedí a continuación para revisar las puertas del pasillo una a una.

Pan y el indio descendieron el primer tramo de escaleras, y ya estaban preparados para hacer en el piso intermedio la misma operación que yo estaba haciendo arriba cuando un güero chaparro y obeso que subía de la planta baja por las escaleras les vio y dio la voz de alarma.

—Mexicans! Mexicans in the upper floor!

Kiche y Pan no tuvieron otra que cubrirse tras la esquina y empezar a darle al cante con las pistolas. Tiraban a todo lo que se movía, y como a uno de los sicarios de Bradley Morgan se le ocurrió moverse, pues le tiraron. Le tiraron y le dieron, que para eso le tiraban, y lo mismo hicieron con mayor o menor puntería contra los demás gringos que iban apareciendo en el salón de la planta baja hasta que lograron abrirse camino hasta aquella planta inferior y refugiarse tras un gran mueble para seguir desde allí repartiendo a los del salón.

Una vez parapetados repararon en un gringo que se ocultaba tras las mesas como bien podía, aún a riesgo de estropear su lujosa camisa de seda. Vieron sus trazas de hombre importante y los esfuerzos que hacían los otros para buscarle refugio, y decidieron que era a aquél a quien se tenían que llevar de allá.

Los gringos no podían acercarse demasiado al ventanal que daba a la calle si no querían ser blanco fácil para los de la cantina, así que se iban arremolinando en la parte posterior del salón, donde se ponían a tiro del indio; o en la zona cercana a las escaleras, donde Pan disfrutaba rentando cajas de pino al personal a base de tiros.

La traca dentro del salón era continua, y como los asaltantes tenían mejor posición que los gringos, éstos iban cayendo uno tras otro; muertos algunos, heridos tan sólo la mayoría —no murieron muchos en el hotel, después de todo—, pero abandonando así el combate, más preocupados en taparse sus nuevos orificios que en tratar de abrirle alguno al indio o al antiguo traficante.

Al tiempo que lejos de allí, tumbado en su cómoda cama con colchón de plumas de oca, un empresario dedicado a la fabricación de balas sufría un imprevisto orgasmo provocado por tan ingente dispendio de plomo, en el Hoover apenas quedaban ya un par de hombres junto al jefe. El primero de ellos, en un gesto de notable valor y hombría, viendo que las cosas se estaban poniendo feas allá dentro, se tiró contra una ventana y fue a refugiarse al porche. Escaso consuelo el de aquel refugio exterior, porque a los terribles cortes que los cristales le produjeron en los hombros, con dos profundos tajos abiertos al caer como cuchillos afilados cuando el muy lerdo los desprendió de la ventana al traspasarla, había que unir que allá, aunque algo resguardado por la vallita del porche, no debía protegerse del fuego que le daban dos, como en el interior del salón, sino del que centraban en él todos los que le vieron huir por la ventana desde la cantina. Y es que en el ejército de Villa nunca gustaron los cobardes. Supongo que aquel sería de los que cayó aquella madrugada. Por bobo.

En cuanto al segundo matón, éste se afanó en ser más inteligente que el anterior, pero no tuvo la oportunidad de demostrarlo. En plena huída había cedido el puesto a su compañero de armas para que éste escapara por delante atravesando la cristalera en primer lugar; al ver la suerte que el otro corriera sintió la acometida de una gran cantidad de dudas, optando en el último instante por mantenerse dentro del hotel, respuesta a la que Pan, que disfrutaba entre tanta pólvora como Huerta en un fumadero, correspondió con un certero disparo. Al final tan loable muestra de generosidad y arrojo culminó con el segundo de los que protegían al jefe gringo tan agujereado como su compañero, pero en la parte interior de la cristalera. Supongo que allí acabaría también aquel. Por listo.

El gringo a quien protegían, mientras tanto, se ocultó tras el mostrador de recepción del hotelito, protegiéndose de los recados de la pistola de Pan. Cuando las balas se agotaron, en plena fiebre de pólvora, éste enfundó la pistola y tomó el rifle que había llevado colgando en su espalda, sujeto con una cinta que le atravesaba el torso diagonalmente. Su primer disparo fue de lleno contra el frontal del recibidor, abrió un agujero en la placa de madera contra la que impactó y astilló las contiguas. De haber estado agazapado detrás, el gringo hubiese quedado a su vez bien agujereado, pero el mostrador era grande y había espacio suficiente para esconderse sin que una bala lanzada sin referencias fuese a darle a uno. Con todo, la intención de Pan con aquel disparo no era cargarse al gringo: aquel pendejo era el único que aún resistía —al menos abajo, porque en las plantas superiores seguían oyéndose tiros— y a buen seguro que resultaba pesca de calidad. Pero a punto estuvo de salirle caro el tiro al cachanilla, porque el gringo se encontraba escondido tras el mostrador a menos de un metro de donde había impactado la bala, tan cerca que incluso algunas de las astillas que salieron de la parte posterior del mostrador tras el disparo le arañaron el rostro. Lívido, acabó por convencerse de que debía de huir de allá cuanto antes, aunque la cercanía del fusilazo lo mantenía en un estado que lindaba con la parálisis.

Fueron las balas de Kiche las que devolvieron al de la camisa cara a la realidad. Llevaban como objetivo la misma esquina contra la que ya disparara Pan, pues ambos buscaban obligar al gringo a refugiarse en el extremo opuesto del mostrador. Pretendían encerrarlo en aquel rincón para poder atraparlo con vida, pero el gringo —a pesar de aparentar de ser de los que manejaba, o quizás por ello— debía de ser un poco imbécil, ya que en lugar de tratar de escapar yendo hacia el menos castigado lado izquierdo, se movía hacia la derecha, como pudieron observar Pan y Kiche por el agujero abierto en el mostrador; perplejos al ver que gateaba hacia el lugar donde se concentraban los disparos.

Entonces se temieron lo peor, y sospecharon que en aquel rincón debía haber armas cargadas —para lo cual no era necesario un gran ejercicio de imaginación, vista la calaña de los huéspedes del local—, colocadas allí en previsión de una contingencia como aquella en la que ahora estaban, reventando a tiro limpio el local y abriendo boquetes en todo el mobiliario. Y también en lo que no era mobiliario y sabía mear de pie. Así que, temiendo que la presa pasase a cazador gracias a lo que quiera que se encontrase en aquel rincón derecho de la recepción, Pan y Kiche se parapetaron de nuevo tras una mesa, poniendo gran cuidado en no quedar a tiro de los hombres que mantenían el tiroteo desde la cantina.

Aún quedaba mucho de qué cubrirse en aquel maldito hotel, y más si hubiesen atendido a los disparos que seguían sonando, ahora en descargas más rápidas incluso, en la planta superior.

En espera estaban ambos cuando el gringo hizo algo que terminó de descolocarlos. En lugar de sacar un cañón capaz de reventar las murallas de Campeche, como temían, apareció con un libro bajo el brazo y saltó sobre la barra, en dirección a la puerta del patio, que ahora le quedaba más cercana a él que a los mexicanos, quienes habían perdido su ventajosa posición sobre esta escapatoria al ir a refugiarse tras una mesa en la parte opuesta del salón.

Viendo que el propósito del gringo era escapar por el patio con el mentado libro comenzaron a disparar ya no contra él, sino contra la puerta misma, con intención de impedirle la huída por allá con aquello que suponían —acertadamente— era tan valioso.

Sorprendido ante tal profusión de balas contra su escapatoria el gringo reculó, tropezó con una de las sillas que se extendían destartaladas por la porqueriza en que se había convertido el salón del hotel y perdió su arma. Acto seguido se irguió despacio, con las manos en alto sin separarse del libro, y vio como la pareja de mexicanos —un mexicano y un hopi sería más correcto— se encaminaba hacia él.

Encañonado por los dos rifles dejó el misterioso libro en el suelo. Pan lo abrió con la punta de la bota. Dentro, en lugar de las anotaciones sobre huéspedes y cuentas que debería contener un libro de registros tan sólo había mapas, rutas e indicaciones sobre todo tipo de armas. El muy pendejo había tratado de salvar el archivo que contenía todos sus negocios de contrabando junto con el mapa de la zona donde se hallaba el arsenal.

Asombrados por el descubrimiento Pan y Kiche bajaron la guardia, y ambos se inclinaron al mismo tiempo a recoger el pesado volumen. Craso error.

Viéndose libre de los cañones de los rifles el gringo dio una patada a un brasero que ardía al lado de una de las mesas, y entre la confusión de los tizones que rodaban por el suelo de madera y las chispas llameantes que flotaban en el aire, huyó hacia el patio trasero mientras el fuego alcanzaba el libro de visitas.

II. Llueve hacia arriba (5/7)


Los primeros bajaron la calle a todo galope, soltando las granadas contra la cantina, y los regalos pronto empezaron a hacer temblar las paredes del local. Unas diez granadas resonaron dentro, y pronto los hombres que se habían refugiado allá —los que aún tenían las piernas donde deben estar y podían correr— comenzaron a pasar de nuevo hacia el hotel y la casa roja.

Fueron una decena escasa y no una docena las granadas que atronaron porque, a alguna que fallara al reventar, había que unir dos que sí lo hicieron pero no en el lugar más adecuado; ya que, cuando nuestra vanguardia se lanzaba al galope calle abajo, los gringos habían tenido tan buena puntería como para matar a dos de los nuestros, quienes, pobrecillos, habían pasado sus últimos instantes con una bala en el pecho, inmóviles junto a sus caballos sobre la polvorienta calle y con la lúgubre compañía de una granada a dos palmos de distancia. Cuando esas dos granadas reventaron acabaron con el sufrimiento de los dos compañeros, pero dejaron un espectáculo digno de un matadero. La primera explotó junto a uno de los caballos que, al ser herido su jinete, se había desbocado y había caído al suelo con él. Las tripas del animal se escurrían por el suelo y del enorme agujero que la granada le había abierto en el vientre gorgoteaba la sangre aún caliente de la bestia. Pero, con todo, lo peor no fue lo de la primera granada; y es que el segundo mexicano no había tenido la suerte de contar con su propia montura como parapeto ante la detonación, y cuando vino, ésta le pilló de lleno, abriéndole un lindo boquete en la axila izquierda y desgarrándole la ropa de arriba abajo. Menos mal que estaba muerto, porque sino hubiera tenido que comprarse otra camisa. Aunque lo que se hubiese gastado en camisas se lo habría ahorrado en afeitados, porque donde antes estuvo su cabeza ahora tan sólo había una masa informe de carne chamuscada que desaparecía poco más arriba del cuello, donde apenas quedaba nada para darle trabajo al barbero. Pobre hombre, el barbero, la de clientes que iba a perder esa noche.

Tras de las explosiones y el creciente desconcierto tan sólo cuatro pistolas quedaban disparándonos desde dentro de la cantina en llamas. Luego fueron dos. Después, nada.

Cuando el último par de gringos cayó en la cantina, la veintena larga de hombres que habíamos mantenido el tiroteo nos apostamos en ella, frente a los que nos hacían fuego desde el hotel; y así, atentos por igual a las balas de los de enfrente y a las vigas que ardían sobre nosotros, estuvimos intercambiando disparos durante casi media hora. Viendo que aquello no conducía a nada, el coronel Cervantes decidió dividir a los que quedábamos —en el transcurso del tiroteo cinco de los nuestros habían caído ya— en dos grupos, y me tocó la china.

—¡Luciano, Miranda! Vengan acá. Van a cruzar hasta el callejón y trataran de entrar por atrás —qué mal sonaba eso de entrar por atrás, sobre todo cuando eres uno de los que tiene todas las papeletas para que te den bien por el saco allí mismo—. Es la única manera de avanzar algo en este pinche hotel. Llévense también a Pan y al indio.

Por Pan era como se conocía a Pancracio Cantera, otrora traficante de marihuana en Mexicali y ahora guerrillero de la Revolución. Gracias a este hipocorístico escondía su pasado como saltafronteras, pues mucha gente en la tropa pensaba que el mote le venía de su trabajo en algún horno, y no de su propio nombre. Muchos quedaban asombrados, al ver lo charrasqueado que andaba Pancracio, de lo peligrosas que se habían vuelto las tahonas, ignorantes de que había sido amasando negocios con la hierba y no pan donde el mexicalense se había ganado semejantes navajazos.

Cuando los cuatro elegidos nos unimos, el resto de los que estaban apostados en la cantina empezaron a hacer gran despliegue de balas. Los disparos sonaban como abejorros y, al chocar contra las ventanas, las paredes o los enseres del hotel, repicaban como en una cacharrería. Aprovechando la ingente lluvia de plomo los cuatro salimos corriendo a cruzar la calle, y cuando estábamos a la mitad del recorrido una bala —nadie puede jurar si fue de los gringos o una nuestra rebotada o mal tirada— le entró a Miranda por el ojo izquierdo y allí quedó, preparado para la otra vida, listo para gozar tuerto de la eternidad.

Los otros tres alcanzamos, Dios sabe cómo, ilesos el callejón.

* * *

Calculo que en el hotel habría una quincena larga de gringos cuando empezó el tiroteo. Alguno de ellos habría caído ya durante el tiempo que llevábamos asentados en la acera de enfrente, en la cantina, antes de que Pan, el indio y servidor alcanzáramos la repentina tranquilidad del callejón lateral del hotel.

Más lejos, tras las casas, a unos centenares de metros en la oscuridad del desierto que rodeaba Columbus, debían de estar los compañeros que el coronel Cervantes había dejado fuera del pueblo, en vigilia. Y a un mundo calle abajo, más allá del tiroteo, se oían ya los disparos del grupo que se había internado algo más en el pueblo, y que debía impedir la llegada de ayuda al hotel desde aquella zona para facilitar la labor del resto en la cantina, que falta hacía. La labor del resto menos tres —Pan, Kiche y quien les habla— que una vez llegamos al callejón de la pared norte alcanzamos sin problemas el patio trasero de la casa, al no haber ninguna ventana desde la que nos pudiesen disparar en dicha calleja.

El viento cambiante impregnaba todo de un profundo olor a pólvora, que acompañaba a una inmensa nube que desde el este iba cubriendo todo el pueblo. Bajo su protección avanzamos por el patio. Estaba oscuro, y solo en la parte más alejada de la esquina por la que habíamos entrado en él se veía la claridad procedente de una lámpara de la planta baja del hotel. En nuestro lado de la fachada posterior, inmersa en una completa oscuridad, oculta incluso a la luz de una luna que quedaba al otro lado del edificio, había una escalera exterior que llevaba a las plantas superiores. Subimos por ella hasta encontrarnos frente a la puerta del último piso.

La puerta estaba cerrada por dentro, así que hubo que abrirla con delicadeza para no descubrir nuestra posición.

Kiche dejó el rifle apoyado en el marco exterior de la puerta y desenfundó una pistola. Segundos después Pan le pegó un tiro a la cerradura, que saltó por los aires, y casi instantáneamente a mi posterior patada a la puerta, el indio, todo delicadeza, apareció por el hueco donde antes estuvo ésta y descargó la pistola enterita, sin mirar siquiera donde pegaban los balazos, en una granizada de plomo que barrió el pasillo superior del hotel causando cierto destrozo de relativa importancia. Al jarrón roto y las puertas astilladas había que sumar la pérdida de un espejo y de un tipo que, apostado en el otro extremo del pasillo, había estado disparando contra la cantina hasta hacía unos instantes, y que ahora yacía en postura digna de contorsionista de circo bajo el vano de la ventana. Puestos a calcular probablemente tuviesen más valor el jarrón o el espejo que la sangre de aquel pendejo a quien dudo que su madre echase en falta desde el prostíbulo en que sin duda trabajaba, sangre que le manaba abundantemente de su yugular reventada por el paso de una bala perdida del indio. Y encima manchaba la moqueta, el muy pinche. Lo dicho, destrozos de relativa importancia.

II. Llueve hacia arriba (4/7)


Cuando el padre Blanco le dijo al general Villa que no habría problema para hacer lo que se le pedía, que ‹‹el Señor guiaba las balas de los justos›› dijo literalmente —no tenía guasa ni nada el páter, con la que nos estaban dando los gringos allá, al sur del pueblo—, otros tres hombres le acompañaron y el cuarteto montó otros tantos caballos y salió, bajo el canto de la ametralladora, fuera del pueblo. Mientras tanto, los que se quedaban bajo el chaparrón de disparos se aprestaban a buscar refugio.

—¡Aguas, aguas! Sáquense de ahí, ¡métanse tras algo o les dan boleto! —iba gritando el mismo Anselmo Nogales entre las filas de los villistas que se tiroteaban con los soldados gringos.

Cabalgando al galope el cura y sus tres compañeros se alejaron del pueblo rumbo al campamento Furlong, dando un cauteloso rodeo para evitar a los soldados que seguían saliendo a manadas desde detrás de sus muros.

Aunque aún tuvieron que pasar más de una hora zumbándose de lo lindo con los gringos, ocultándose como podían de los napos que venían del carro blindado, la ocurrencia que Villa le encargó al cura fue mano de santo —el páter sabrá de cuál— y aligeró mucho la presión que los gringos ejercían sobre los nuestros.

No sé cuántos hombres habrían caído ya de uno y otro bando en el momento en que el cura y los otros tres abandonaron el combate, pero debe tenerse en cuenta que cuando nos retiramos de Columbus dejamos atrás casi cien cadáveres, la mayoría de ellos en aquella zona lejana al hotel, mientras que los gringos reconocieron haber sufrido la baja de catorce de sus soldados. Hay que constatar que fue gracias al cura que aquella proporción no se disparó enormemente. Haciendo un cálculo somero se puede concluir que en el momento en que Villa recurrió al padre Blanco el conteo de las bajas de unos y otros rondaría entonces los ochenta contra diez; lo cual no eran ni mucho menos buenos números para los que atacaban el frente sur —especialmente para aquellos ochenta que compraron sus boletos para la sombra frente al Furlong. Pero, al fin y al cabo y lamentablemente para ellos, lo que contaba era que arriba agarrásemos al contrabandista —lo que entonces no estaba nada claro que lográsemos— y ellos podían considerarse mera carne de cañón.

En éstas estaban las gentes de López y Villa, sirviendo de elemento de distracción a los gringos, cuando el cura y sus tres compañeros desmontaron junto a una pequeña colina, a unos centenares de metros de la verja sureste del campamento Furlong. Los otros tres se apostaron a unas decenas de metros del padre Blanco, pero a aquella distancia bien poco podían alcanzar de no ser con grandes dosis de suerte, o gracias a que se cumpliera aquello que el propio cura había dicho sobre quién guiaba las balas de cada uno.

El cura, sin embargo, sí que podía. Tumbado boca abajo, llenándose de polvo su negra sotana, mimaba su Springfield para dirigir bien su tiro. Los rifles Springfield, de fabricación estadounidense, tenían un gran alcance, cercano a la milla, aunque a esa distancia su precisión era prácticamente nula. Pero en distancias menores y para un buen tirador, las posibilidades de acierto sobre blancos fijos crecían como un bebé mamando de seis tetas, y no hay que volver a repetir que el cura era un gran tirador. Los trescientos metros que le separaban de la valla, sumados al centenar largo que había desde ésta hasta su objetivo en el interior del campamento, hacían menos de medio kilómetro; casi la distancia límite para esperar un disparo exitoso.

El cura respiró hondo y aún tuvo la osadía de santiguarse; acercó el índice derecho al gatillo y fijo la vista en su objetivo. Bajo la recuperada claridad de la luna se podía distinguir un edificio apartado de las demás construcciones, y en su pared dos pequeñas ventanitas. Inmóvil como una roca apretó el gatillo y la bala salió zumbando hasta meterse limpiamente por el hueco de la ventana de la izquierda. Y después, nada. Entonces el cura, tranquilo a pesar del nulo efecto de su acertado tiro —si es que en realidad había querido meter la bala por aquella ventana—, volvió a repetir la operación.

Esta vez sin señal de la cruz —al parecer una valía para varios tiros, como en la feria— apuntó de nuevo su rifle, en esta ocasión hacia la otra ventana, la más cercana a la esquina del edificio. Apretó el gatillo, el proyectil salió del cañón del Springfield y acto seguido entró por el otro ventano: pero esta vez el efecto fue radicalmente contrario al del primer disparo. Cuando la bala del cura penetró en el edificio, una enorme nube de fuego acompañó a una explosión que hizo temblar incluso el suelo. Había vuelto a acertar, era como para pensar que alguien le guiaba realmente las balas. Y había volado el polvorín del campamento militar Furlong.

* * *

El hotel era un antiguo edificio de tres alturas, bajo y dos plantas, con un porche en la inferior, adosado en su pared sur a una casa pintada de rojo, más pequeña tanto en planta como en altura, cuya azotea quedaba justo al nivel de las ventanas del segundo piso del hotel, y en la que se intuía un tejadillo de chapa que descendía hacia la zona trasera, a la que conducía un callejón en la otra cara del edificio. La fachada norte daba a esa especie de callejón, de unos cuatro metros de ancho, que lo separaba de las últimas construcciones del pueblo por esa parte, y que llevaba a la zona trasera de la casa, a lo que suponíamos sería una especie de patio interior. Tenía las paredes pintadas de color ocre, y en el lateral que daba al lugar por el que habíamos irrumpido en el pueblo aparecía pintado con letras grandes y negras su nombre: Hoover Hotel. El único elemento dado a la decoración era una especie de marquesina de madera que cubría el porche y que se extendía entre las ventanas centrales de la primera planta, donde un mástil sujetaba una bandera norteamericana, con sus barras blanquirrojas y sus estrellas sobre fondo azul. Todo muy aseadito, no cabía esperar menos de una armería clandestina, el mayor centro de contrabando de la zona central de la frontera.

Del otro lado de la calle, frente al hotel, había una cantina. Estaba cerrada, o al menos del local no emergía luz alguna, mas no pudimos comprobar por nosotros mismos si en su interior había alguien o no antes del estruendo. Cuando estábamos a tiro de piedra del porche del hotel empezaron a salir gringos armados por todas partes, como vomitados por los edificios. Confusos —al igual que nosotros— con respecto a la procedencia y a la causa de la brutal explosión que los acababa de desvelar decidieron culpar, con bastante lógica, por cierto, a los mexicanos que habían aparecido cabalgando ante sus ojos simultáneamente a aquel estallido que había agitado el suelo de Columbus.

Con la fiesta montada alguno decidió, con buen ojo, que sería necesaria una cantina para que los hombres pudieran jalarse a gusto, y tres o cuatro que acababan de salir del hotel tumbaron a patadas la puerta del establecimiento. Fiesta preparada, cantina abierta… no quedaba otra que darse a una borrachera de tiros.

El coronel Cervantes nos llamó a resguardarnos en un primer momento, puesto que en lugar de pillar de improviso a los gringos en el hotel, eran ellos quienes habían empezado a zumbarnos sin piedad con extraordinaria rapidez instantes después de la explosión. Parecía que durmiesen con las pistolas bajo la almohada, los cabrones. Lo que, en cuanto uno observaba las trazas de nuestros compañeros de verbena, no era nada descabellado.

Al principio nos hicieron bastante daño. Creo que incluso llegaron a pensar que huíamos cuando volvimos grupas hacia el norte y cabalgamos de nuevo hacia las afueras del pueblo, por donde habíamos entrado; jaleados por el propio coronel que se cagaba en lo más alto por culpa de la maldita sorpresa con que habíamos logrado acercarnos al hotel: toneladas de sigilo explotando como si fueran bombas —que lo eran— al otro lado del pueblo. Si el culpable de la explosión era mexicano, maldecía el coronel, podía irse buscando una venda que le entrase bien en la cabeza, porque de seguro que Villa lo haría fusilar cuando supiese los aprietos en los que el jodido estruendo nos había metido allá en el hotel. O no.

Pero cuando retornamos, a los gringos les cambió la cara. Debían habernos tomado por cobardes que huíamos al primer contratiempo, y no se esperaban semejante regreso. A Cervantes le había parecido demasiada la gente que se estaba parapetando en el hotel como para entrar directamente allá, por lo que decidió que debíamos aposentarnos antes en el edificio de enfrente —la cantina— para tratar de darles a los gringos desde ella. Y como éramos revolucionarios —los valientes de Chihuahua, los Dorados de Villa… todo lo que quisieran nos podrían llamar, aunque en que en aquellos momentos nos quedaba mejor ser los Cincuenta Que Iban A Cenar Plomo— tan sólo teníamos una manera de asentarnos frente al hotelito, y ésta era tomando la cantina a puro huevo. Y con los cojones por delante nos lanzamos de nuevo hacia el hotel y la cantina. Con dos puestos sobre las sillas de los caballos y otra docena en las manos de los que iban en vanguardia. Huevos negros, duros como el metal, huevos sin clara ni yema, huevos de esos que les dicen granadas de mano.