Allá donde mantuve mi charla con el general, un rancho llamado Corralitos situado algunas millas al sur de la frontera, era el primer lugar habitado en el que nos deteníamos después del ataque a Columbus. Las tres noches posteriores a la incursión las habíamos pasado al raso, tratando de ocultarnos mien-tras que los espías de Villa traían informes del otro lado de la frontera. Ante su tardanza, aquella noche del trece de marzo el general y su plana mayor decidieron acampar en el rancho, a la espera de las noticias de los exploradores. Esas noticias llegaron durante la cena.
Sentados en dos largas mesas de madera, los oficiales villistas y los hombres que habíamos sido incluidos en la lista que antes expuse, escuchábamos con atención la plática del general mientras dábamos buena cuenta de nuestro rancho de frijoles y gallina.
—He sido yo personalmente quien ha confeccionado el listado, aunque ayudado del joven Luciano Hervás —expuso Villa, solemne, recuperando por última vez el apelativo que había decidido reservar para las llamadas de mi difunta madre.
—¿Y quién es ese Luciano? —dijo el coronel Martín López—. Jamás oí que lo mentaran.
—Oh, sí que oíste Martín. Nomás que no sabías que era de él de quien se palabreaba. Es más, en esta semana en curso no se conversa de otra cosa —dijo Villa entre risas, divertido por el comentario—. Se trata del tal Lucho, el morro que retornó de El Paso. Lucho el del fuego, ¿ya recuerdas?
Acto seguido a esta aparentemente intrascendente conversación —pero a causa de la cual el apodo se popularizó y mi nombre fue olvidado entre toda la tropa para quedarme por siempre con el de Lucho Fuego—, el general Villa vio interrumpidas sus explicaciones acerca de la composición de nuestra partida cuando un hombre irrumpió en la sala. Era uno de sus espías, que de inmediato se cuadro ante los mandos. Cuando le dieron el descanse comenzó a hablar.
—¿Acá? ¿Ante todos? —dijo observando a los rasos que ocupábamos la mesa más alejada de la puerta.
—Sí, sargento. Estos hombres están aquí para recibir las órdenes de la más importante de nuestras campañas, así que puede usted rajar sin reparos. Luego se los presento —añadió, de nuevo en tono divertido.
Algunos rieron, otros se mantuvieron muy serios, expec-tantes ante las noticias que iban a llegar del otro lado de la frontera. A pesar de lo que digan las leyendas acerca de lo jaranero y alocado de nuestro ejército, no todos los hombres en la milicia de Villa eran bromistas y despreocupados hasta el extremo. Durante los momentos más tensos, cuando se presentía que vendrían mal dadas, muchos apenas disfrutaban; algunos incluso tenían cierta estima por su propio pescuezo.
—Los gringos quieren retaliación y van a entrar en México, mi general.
Un murmullo inundó la sala.
—Y no uno, ni dos. Tienen muchas compañías preparándose al otro lado de la raya, puede que sean varios cientos.
En realidad serían unos diez mil, ayudados de aviación y todo tipo de artillería, pero tampoco había que pretender que un espía lo supiese todo.
—¿Y se sabe cuando entrarán? —inquirió Villa.
—Han comunicado su intención a la base constitucionalista de Palomas. Afirman que su expedición busca tan sólo capturarle a usted, general. Lo tachan de bandido.
Murmullos y blasfemias se oyeron de nuevo en la sala. A pesar de ello el sargento continuó.
—Los carrancistas de Palomas han avisado a los gringos que repelerán su expedición al considerarla una invasión. Parece ser que la entrada de los gringos estaba programada para esta misma noche.
—¿Estaba? —dijo uno de los oficiales— ¿Acaso la han pospuesto?
—Al parecer sí. Los gringos quieren evitar el enfrentamiento con los constitucionalistas y provocar así una guerra. Creemos que tratarán de hablar con Carranza, a quien ya tratan como presidente, para penetrar en México sin oposición dentro de algunas fechas. De todas las maneras tampoco son grandes noticias. Hasta que crucen la frontera seguirán llegando refuerzos, y su expedición se irá engordando cada vez más.
—Una cosa nomás, sargento —dijo Villa cuando éste ya se retiraba—, ¿sabemos quién está al frente de los gringos?
—Sí señor, el general John Pershing.
—¿Pershing? Vaya con Black Jack…
Acto seguido Villa abandonó la mesa donde cenaba e hizo un aparte con algunos de sus hombres de confianza, llevándose fuera a los generales Fernández y Beltrán, a Candelario Cervantes y a Martín y Pablo López.
Apenas había entre los que continuamos a la mesa quien hubiera oído hablar del tal Pershing, y casi ninguno compren-dió la referencia al juego de naipes. Poco importaba.
Ahora que sabía a quién mandaban desde Washington para jugarle la partida, Villa ya podía empezar a marcar las cartas.
Por lo que supimos más tarde, cuando con el alba del noveno día de marzo habíamos abandonado Columbus, los telégrafos comenzaron a humear como los rescoldos del pueblo convertido en cenizas que habíamos dejado atrás. Desde la frontera la noticia se extendió como un reguero de pólvora hasta explotar en las redacciones de todos los diarios del país vecino. En Nueva York, Chicago, Boston, Austin, Memphis o Los Ángeles los redactores se apresuraron en cambiar los titulares de sus periódicos, y noticias de todo tipo y condición, de mayor o menor alcance —que si aún caían nevadas tardías en el Medio Oeste, que si los del Klan habían colgado un par de pobres negros o que el mercado de cebollas se desplomaba en Nebraska— se vieron eclipsadas, relegadas, o directamente eliminadas por el bombazo informativo que había supuesto que un guerrillero mexicano —lo de héroe revolucionario había pasado ya al recuerdo— atacara los Estados Unidos.
Cada punto y cada raya que escupía el viejo invento del señor Morse precipitaba los acontecimientos. La maquinaria bélica del país más poderoso del orbe se había puesto en marcha, y ahora se movía con brío, encajando con precisión todas sus piezas, con los ojos puestos en Villa y en México, pero con la mente centrada en la lejana Europa.
Durante mucho tiempo se dijo que en la mismísima Casa Blanca hubo conocimiento previo de nuestro ataque sobre Co-lumbus, y que, en cierta manera, éste contó con la aquiescencia —por omisión, se entiende— del presidente Woodrow Wilson. Nadie, ni hoy ni nunca, podrá confirmar ese extremo. Tampoco habrá quien pueda desmentirlo con certeza.
Quizás suene a buscarle los tres pies al gato, pero no es algo que pueda desecharse a la ligera. Bien es sabido que para los poderosos unas cuántas vidas siempre carecieron de peso suficiente cuando en el otro lado de la balanza estuvo un interés político lo suficientemente fuerte. Y admitiendo que pueda existir alguna duda acerca de si el gobierno estadounidense consintió deliberadamente nuestro ataque sobre Columbus, de lo que no cabe duda alguna es de que después de nuestra incursión los gringos tuvieron la excusa perfecta para penetrar en México con todo el poderío de su aparato de guerra; preparando sus fuerzas para la acción real que meses más tarde habrían de llevar a cabo en tierras de Europa, cuando los Estados Unidos entrasen de lleno en la Gran Guerra.
De la noche a la mañana los villistas éramos demonios que cabalgaban, y Pancho Villa trocó en el mismísimo Lucifer. Con éstas los gringos se lanzaron como locos a la caza del Diablo.
Sentados en dos largas mesas de madera, los oficiales villistas y los hombres que habíamos sido incluidos en la lista que antes expuse, escuchábamos con atención la plática del general mientras dábamos buena cuenta de nuestro rancho de frijoles y gallina.
—He sido yo personalmente quien ha confeccionado el listado, aunque ayudado del joven Luciano Hervás —expuso Villa, solemne, recuperando por última vez el apelativo que había decidido reservar para las llamadas de mi difunta madre.
—¿Y quién es ese Luciano? —dijo el coronel Martín López—. Jamás oí que lo mentaran.
—Oh, sí que oíste Martín. Nomás que no sabías que era de él de quien se palabreaba. Es más, en esta semana en curso no se conversa de otra cosa —dijo Villa entre risas, divertido por el comentario—. Se trata del tal Lucho, el morro que retornó de El Paso. Lucho el del fuego, ¿ya recuerdas?
Acto seguido a esta aparentemente intrascendente conversación —pero a causa de la cual el apodo se popularizó y mi nombre fue olvidado entre toda la tropa para quedarme por siempre con el de Lucho Fuego—, el general Villa vio interrumpidas sus explicaciones acerca de la composición de nuestra partida cuando un hombre irrumpió en la sala. Era uno de sus espías, que de inmediato se cuadro ante los mandos. Cuando le dieron el descanse comenzó a hablar.
—¿Acá? ¿Ante todos? —dijo observando a los rasos que ocupábamos la mesa más alejada de la puerta.
—Sí, sargento. Estos hombres están aquí para recibir las órdenes de la más importante de nuestras campañas, así que puede usted rajar sin reparos. Luego se los presento —añadió, de nuevo en tono divertido.
Algunos rieron, otros se mantuvieron muy serios, expec-tantes ante las noticias que iban a llegar del otro lado de la frontera. A pesar de lo que digan las leyendas acerca de lo jaranero y alocado de nuestro ejército, no todos los hombres en la milicia de Villa eran bromistas y despreocupados hasta el extremo. Durante los momentos más tensos, cuando se presentía que vendrían mal dadas, muchos apenas disfrutaban; algunos incluso tenían cierta estima por su propio pescuezo.
—Los gringos quieren retaliación y van a entrar en México, mi general.
Un murmullo inundó la sala.
—Y no uno, ni dos. Tienen muchas compañías preparándose al otro lado de la raya, puede que sean varios cientos.
En realidad serían unos diez mil, ayudados de aviación y todo tipo de artillería, pero tampoco había que pretender que un espía lo supiese todo.
—¿Y se sabe cuando entrarán? —inquirió Villa.
—Han comunicado su intención a la base constitucionalista de Palomas. Afirman que su expedición busca tan sólo capturarle a usted, general. Lo tachan de bandido.
Murmullos y blasfemias se oyeron de nuevo en la sala. A pesar de ello el sargento continuó.
—Los carrancistas de Palomas han avisado a los gringos que repelerán su expedición al considerarla una invasión. Parece ser que la entrada de los gringos estaba programada para esta misma noche.
—¿Estaba? —dijo uno de los oficiales— ¿Acaso la han pospuesto?
—Al parecer sí. Los gringos quieren evitar el enfrentamiento con los constitucionalistas y provocar así una guerra. Creemos que tratarán de hablar con Carranza, a quien ya tratan como presidente, para penetrar en México sin oposición dentro de algunas fechas. De todas las maneras tampoco son grandes noticias. Hasta que crucen la frontera seguirán llegando refuerzos, y su expedición se irá engordando cada vez más.
—Una cosa nomás, sargento —dijo Villa cuando éste ya se retiraba—, ¿sabemos quién está al frente de los gringos?
—Sí señor, el general John Pershing.
—¿Pershing? Vaya con Black Jack…
Acto seguido Villa abandonó la mesa donde cenaba e hizo un aparte con algunos de sus hombres de confianza, llevándose fuera a los generales Fernández y Beltrán, a Candelario Cervantes y a Martín y Pablo López.
Apenas había entre los que continuamos a la mesa quien hubiera oído hablar del tal Pershing, y casi ninguno compren-dió la referencia al juego de naipes. Poco importaba.
Ahora que sabía a quién mandaban desde Washington para jugarle la partida, Villa ya podía empezar a marcar las cartas.
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Por lo que supimos más tarde, cuando con el alba del noveno día de marzo habíamos abandonado Columbus, los telégrafos comenzaron a humear como los rescoldos del pueblo convertido en cenizas que habíamos dejado atrás. Desde la frontera la noticia se extendió como un reguero de pólvora hasta explotar en las redacciones de todos los diarios del país vecino. En Nueva York, Chicago, Boston, Austin, Memphis o Los Ángeles los redactores se apresuraron en cambiar los titulares de sus periódicos, y noticias de todo tipo y condición, de mayor o menor alcance —que si aún caían nevadas tardías en el Medio Oeste, que si los del Klan habían colgado un par de pobres negros o que el mercado de cebollas se desplomaba en Nebraska— se vieron eclipsadas, relegadas, o directamente eliminadas por el bombazo informativo que había supuesto que un guerrillero mexicano —lo de héroe revolucionario había pasado ya al recuerdo— atacara los Estados Unidos.
Cada punto y cada raya que escupía el viejo invento del señor Morse precipitaba los acontecimientos. La maquinaria bélica del país más poderoso del orbe se había puesto en marcha, y ahora se movía con brío, encajando con precisión todas sus piezas, con los ojos puestos en Villa y en México, pero con la mente centrada en la lejana Europa.
Durante mucho tiempo se dijo que en la mismísima Casa Blanca hubo conocimiento previo de nuestro ataque sobre Co-lumbus, y que, en cierta manera, éste contó con la aquiescencia —por omisión, se entiende— del presidente Woodrow Wilson. Nadie, ni hoy ni nunca, podrá confirmar ese extremo. Tampoco habrá quien pueda desmentirlo con certeza.
Quizás suene a buscarle los tres pies al gato, pero no es algo que pueda desecharse a la ligera. Bien es sabido que para los poderosos unas cuántas vidas siempre carecieron de peso suficiente cuando en el otro lado de la balanza estuvo un interés político lo suficientemente fuerte. Y admitiendo que pueda existir alguna duda acerca de si el gobierno estadounidense consintió deliberadamente nuestro ataque sobre Columbus, de lo que no cabe duda alguna es de que después de nuestra incursión los gringos tuvieron la excusa perfecta para penetrar en México con todo el poderío de su aparato de guerra; preparando sus fuerzas para la acción real que meses más tarde habrían de llevar a cabo en tierras de Europa, cuando los Estados Unidos entrasen de lleno en la Gran Guerra.
De la noche a la mañana los villistas éramos demonios que cabalgaban, y Pancho Villa trocó en el mismísimo Lucifer. Con éstas los gringos se lanzaron como locos a la caza del Diablo.
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