Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


III. Doroteo y yo (3/7)


Ante el enorme mar de dudas que en ese momento me inundaba el general Villa fue el primero en navegar.

—Habrá que poner alguien al mando —dijo—. De momento no será un oficial, eso lo decidiremos esta noche, tras la cena. Por ahora tendréis que valeros con gente de tropa, que no es poco.

—Claro, mi general —respondí, azorado.

En aquel momento estaba tan desbordado por unos acontecimientos que me habían llevado de entre la más baja escala de la guerrilla villista a miembro selecto de la más importante expedición de nuestra División, que si Pancho Villa me hubiese dicho ‹‹Tendréis que valeros con un cochino, que no es poco›› sin duda alguna le hubiese respondido: ‹‹Claro, mi general. Un cerdo es lo más adecuado, desde luego››. Para andar replicando estábamos.

—Se me hace que el cabo Pascual irá perfecto —zanjó Villa.

Y el general anotó su nombre encabezando la lista. Fulgencio Pascual, cabo puso con grandes letras en la parte superior de la hoja. Después levantó la mirada del papel y posó sus ojos oscuros en mí, esperando que empezase a recitar nombres.

Me quedé un buen rato ausente, con la mente en cualquier lugar y en cualquier tarea excepto en la de pensar en ocho nombres que ofrecerle al más famoso general de la Revolución mexicana, siempre con perdón de Zapata. Divagando en silencio sobre cómo había llegado yo a aquella mesa, en un campamento en el desierto mexicano a miles de kilómetros de mi Asturias natal.

* * *

A finales del siglo pasado los inviernos en mi patria querida eran aún más fríos que hoy en día. A pesar de morar en una vivienda digna que mi padre podía permitirse pagar con su sueldo de ingeniero de minas, por las noches había que buscar calor. Así que, fruto de los combates de mis padres contra los fríos inviernos asturianos, había nacido yo nueve meses después, un templado otoño dos décadas antes de lo de Columbus.

La mayor parte de mi infancia la pasé en una minúscula parroquia de mi nativa Cangas, paseando por sus prados y haciendo las cosas que habitualmente hacen todos los guajes: coger setas, bañarme en los arroyos, robar gallinas, darnos de patadas y bofetones entre los amigos o matar gatos a pedradas. Cosas de chiquillos. Lo típico que un niño de ocho años debe hacer cuando sale de la escuela. Y así debía de haber seguido hasta mi mocedad de no haber sido porque al día siguiente de tomar mi primera comunión, mi padre me dijo que nos marchábamos de la aldea.

No debió de ser una decisión fácil para mis padres. Un niño puede hacer amigos en un sitio nuevo a los cinco minutos de llegar, pero para un matrimonio asentado el abandonar a su gente, sus familiares, sus vecinos… tuvo que suponer una dura elección.

Nos marchábamos de Asturias porque la compañía que explotaba el pozo minero en el que trabajaba mi padre, unos ingleses cuyo nombre soy incapaz de recordar, le había ofrecido un puesto de trabajo excelentemente remunerado dirigiendo la explotación de una mina en una cuenca hullera del sur de Gales. Apenados por tener que abandonar su tierra, mis padres habían decidido aceptar el empleo, hacer dinero en el extranjero durante cuatro o cinco años, como muchos otros lo habían hecho antes en América —primero en las colonias y ahora en las nuevas repúblicas, después de la pérdida de la última de las posesiones ultramarinas españolas siete años antes— y volver después a casa. De este modo partimos a principios del verano hacia Santander, desde donde un barco había de llevarnos hasta la Gran Bretaña.

Puede que sean imaginaciones mías, creadas por la gran nostalgia que me evoca el recuerdo de aquellos años de infancia, pero aún creo recordar las lágrimas de mi madre cuando cruzamos el Deva. Amargas lágrimas por abandonar una tierra a la que iba a tardar un lustro en regresar.

En realidad mis padres jamás volverían a ver el Deva, ni Cangas, ni ningún otro rincón de Asturias, pues diez largos años después ambos encontrarían su reposo eterno en tierra mexicana, morando para siempre bajo los pardos suelos de Parral, muy lejos de su fresco verdor asturiano.

Recuerdo con infantil felicidad la época galesa. Gran Bretaña vivía unos tiempos de desarrollo industrial que distaban si-glos de la vida rural que yo había conocido hasta entonces. Fue allí, lógicamente, donde aprendí el idioma que después me metería de lleno en toda esta historia. Hablar inglés me guió primero a El Paso y después a todo lo demás, lo que ya saben y lo que tienen ustedes por conocer.

Realmente, visto desde la lejanía, puedo afirmar que todo, absolutamente todo lo que fue la película de mi juventud, se vio marcado porque mi padre era ingeniero en lugar de peón en la mina; y por el hecho concreto de que los ingleses apreciasen su trabajo y le llevasen de un lado para otro, aprovechando su buen hacer. Y digo de un lado para otro porque, después de pasar algo más de año y medio en Gales, la compañía volvió a proponer un traslado a mi padre. Esta vez era un viaje mucho más largo y duro, y estoy seguro que de no haber sido por causa del idioma no lo hubiesen aceptado.

Mi padre ya se defendía por entonces más que correctamente en inglés, y yo asumí la parla isleña con fluidez. Tenía buenas dotes para las lenguas, y junto con el castellano y el bable, llegué a dominar el idioma de Drake y Long John Silver y a defenderme en la complicada lengua galesa. Gozaba también de una excepcional habilidad para declamar palabrotas en cualquiera de las cuatro —algo no muy bien visto en un joven de apenas once años, y que me costó más de un pescozón materno—. Podría haber evitado semejantes escarmientos eligiendo el inglés para jurar, pero siempre me tiraba por el castellano. Decirle ‹‹me cago en tu puta madre›› a un niño galés siempre te llenaba la boca de una jugosa sonoridad.

En lo referente a mi madre, su caso era distinto. Tenía muchos problemas con el idioma —forma suavizada de decir que jamás llegó a aprender ni una sola palabra— y siendo así tan sólo podía relacionarse con mi padre y conmigo, amén de con una vecina portuguesa, esposa de otro trabajador de la explotación minera, cuya lengua resultaba algo más comprensible que la británica. Se sentía bastante sola con este lastre, y de no haber sido por la portuguesa —Évora, se llamaba— hubiese dado en loca a los primeros meses.

Por esta causa mis padres decidieron que el nuevo traslado nos convenía. De este modo, siguiendo los caminos que el empleo de mi padre abría ante nuestro devenir, llegamos a México en septiembre de 1907.

Tras un viaje con escalas en Santo Domingo y La Habana, atracamos en el puerto caribeño de Veracruz, en el golfo de México. Acometimos después la hercúlea tarea de cruzar el país de este a oeste por sus terroríficos caminos y carreteras —cuando había algo a lo que llamar carretera— hasta llegar a Chihuahua. Y allí, en lo más profundo del primero de los Estados mexicanos, junto a la mina que fue el nuevo trabajo de mi padre, pasé de ser un pequeño guaje asturiano a ser un morro mexicano con todas las de la ley; crecí como un mexicano, canté como un mexicano y también pequé como un mexicano. Aprendí sin buscarlo a ser un mexicano más, aunque fuera incapaz de expresarme como mis compadres lo hacían, pues a pesar de adoptar en mi vocabulario muchas expresiones del español que ellos usan, nunca borré del todo las de mi castellano natal, y siempre mantuve mi acento astur, que tanta gracia hacía al indio Kiche cuando me oía hablar.

Así deberían de haber seguido las cosas, creciendo, aprendiendo, fumando, bebiendo o folgando —que es hacer el vago, no piensen mal—; derrochando mi juventud en México hasta que mis padres decidiesen que ya era la hora de volver a España. Pero ese tranquilo rumbo se abortó cuando una compañía estadounidense se hizo cargo de la mina, y todo empezó a torcerse. Entonces las condiciones de trabajo en la mina cambiaron para todos los empleados. Cambiaron especialmente para los obreros, pero también para la gente mexicana de arriba, o para mi padre, que era tratado por los gringos como un mexicano más. Pudimos comprobar aquello de la justicia y la dignidad entre los hombres por cuya causa México se debatía en una lucha intestina desde hacía un lustro, y vimos esa necesidad de la que tanto hablaba mi padre con los ojos de unos agraviados más.

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