Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


III. Doroteo y yo (5/7)


—Es perfecto general —dije, mostrándome cada vez más animado y entusiasmado por mi papel—, e igual que un compañero que conozca a las gentes del lugar necesitaremos alguien que haya salido de este norte alguna vez, por si acaso. No sabemos dónde nos llevará el gringo.

—Otra gran idea, sí señor. No sólo te daré alguien que haya salido del norte, sino que llevarás a alguien que ni siquiera es norteño, como tú.

—Yo sí soy del norte —le dije algo indignado—. Del de España, general. Y a estas alturas del de México también.

—Cierto, chavo, cierto —rectificó Villa—. Eres tan del norte como el que más. Pero el tercero… ese es menos del norte que una selva de corozos. Sumemos a un chilango a la fiesta.

—¿Un chilango?

—De pura cepa, nacido en la mismita capital.

Acadio Medina era el nombre del chilango, de la clase pudiente de la Ciudad de México. Si buscábamos a alguien comprometido con la causa, él lo era. La mayoría de los nuestros, bien porque entre sus gentes siempre había sido así, bien por culpa del incontrolable azar —tal era mi caso: guiado por el destino y una compañía minera británica desde Asturias hasta Chihuahua—, nos sumamos a la Revolución después de sufrir en nuestras propias carnes la opresión y las humillaciones de aquellos a los que, desde los tiempos de Porfirio, se había vendido la patria mexicana. Pero Acadio era cualquier cosa menos un desheredado sin un pedazo de tierra sobre el que caer muerto. Era un hombre de la mediana burguesía capitalina, y cuando triunfase nuestra causa volvería a su negocio sin ver ni un surco de ese tercio de las haciendas que el Plan de Ayala de Emiliano Zapata quería expropiar a los grandes hacendados para repartirlo entre los campesinos. Su lucha era simplemente romántica. Había elegido el bando de la justicia y decidió tomar parte activa en él.

Siempre ha habido gente que deja atrás una vida cómoda por luchar en una guerra que no les corresponde, enarbolando como suya la bandera de los humillados y los que sufren, y Acadio Medina fue uno de ellos. Como no había demasiados de este corte capitalino en nuestro ejército, se quedó simplemente con Chilango, aunque sería injusto nombrar sólo a uno. Hubo muchos que se unieron a los zapatistas o a nuestra División del Norte provenientes de la capital, sobre todo mujeres que curaron a nuestros heridos y trataron a nuestros enfermos. No muchos días después de mi reunión con el general Villa, durante los sucesos de El Valle, tuve la ocasión de conocer a alguno que otro de estos chilangos que dejaron atrás un despacho en Ciudad de México, tomaron un rifle, y se tiraron a las sierras; persiguiendo a la injusticia para meterle un tiro entre las cejas.

* * *

Con el chilango Acadio Medina agregado a la lista, el general se interesó por el nivel de mis conocimientos de inglés, sugiriendo que quizás vendría bien añadir a otro que hablase la lengua de Arthur Holmock. Por si las moscas. Este por si las moscas resultaba bastante incómodo, ya que podía referirse a «por si acaso tú no entiendes al gringo», pero dada la seguridad que yo tenía con el manejo de la lengua inglesa más bien se refería a «por si acaso te mandan para el otro barrio.»

La simple mención de esa posibilidad de aquel modo tan frío, buscándome ya incluso un repuesto, me descomponía las entrañas. Si ése era el motivo para incluir a Carlitos me importaba un carajo quién fuese el elegido, porque con cuatro palmos de tierra encima la cosa ya no iría conmigo. Pero ese era el hombre en quien el general había pensado: Carlos Ramos, habitual espía de Villa al otro lado de la raya, angloparlante, pendenciero, jugador y buscavidas. Orgulloso poseedor de algo más de pelo que un litro de vino que acostumbraba a lucir largo y no muy aseado, así como de una cicatriz con forma de rayo en la mejilla derecha. Lo del cabello poco aseado ni mucho menos contrastaba con el resto de su persona, pero no seré yo quien ose tratarle de cerdo. Podría decir, no obstante, que tenía un comportamiento especial que, en materia de higiene —e incluso moviéndose entre guerrilleros como nosotros, no demasiado amigos de orearnos los sobacos—, no concordaba con los estándares sociales. Un tesoro de hombre, vamos.

Finalmente, acompañando a esta sensación de incomodidad que me recorría las tripas, Carlitos Ramos, más conocido como el Macaco, se convirtió en el cuarto elegido.

Después de Carlitos fueron añadiéndose nombres a la lista, algunos por iniciativa mía y otros, los más, a instancias del general. Así cayeron sobre el papel las personas de Venancio García, un veterano de quien había oído valientes historias a los compañeros; además de un morro joven llamado Cristino al que yo no conocía y un tercero con fama de tarado entre los soldados que tenía por nombre Sancho Zepeda, el Loco para los íntimos, como lo seríamos nosotros a partir de entonces. Sin ánimo de juzgar la cordura de nadie basándome tan sólo en su rostro —ya habría tiempo de que lo demostrase con sus hechos— he de decir que a Sancho, con sus bigotes de aguacero y su mirada perdida vayan ustedes a saber dónde, lo de el Loco, al menos por la cara de enajenado que gastaba, le iba que ni pintado.

Por último se nos unió el cachanilla Pancracio Cantera, Pan el contrabandista, con quien tan bien me había ido en el Hoover, agregado a nuestra gente con gran interés por parte del general. Parecía que Pancho Villa confiaba sobremanera en las gentes que me habían rodeado anteriormente, y es que como dicen allá en las cercanías de mi lejana tierra, si algo sale bien, no meneallo.

—Está bien —dijo Pancho Villa apuntando el último de los nombres en la lista—, con Pan sois diez. Creo que has hecho —habíamos hecho— buena chamba. Por nuestro bien espero que así sea.

—Lo mismo digo, general, lo mismo digo.

Mientras comenzaba a asumir donde me estaba metiendo, Villa entregó el papel a uno de sus ayudantes, que salió en busca de los otros nueve de la lista.

—Esta noche cenareis todos con los mandos. Allá dejaremos clara toda duda y os asignaré a un oficial. Que andarse con contrabandistas no es cosa de broma y hará falta alguien al mando.

El general se levantó, y ya estaba bajo el quicio de la puerta cuando tuve una repentina idea.

—General…

Hablé esta vez con voz queda. Parecía como si, al levantarse de la mesa que compartíamos, dentro de mí hubiese tomado forma de nuevo la distancia que separaba a un humilde guerrillero de su más alto superior. Comprendan ustedes que a pesar de la reciente intimidad no era nada usual para un chinaquillo como yo dirigirse cara a cara al jefe supremo de nuestro ejército norteño.

—¿Mande?

—Quisiera pedirle un favor… a ser posible.

Por un momento Villa torció el gesto, y no pareció demasiado conforme. Siempre he creído que el general pensó que lo que le iba a pedir era que me sustituyese en el grupo de búsqueda de las armas; y siempre he estado seguro que de habérselo pedido no me hubiera hecho caso, pero nada más lejano a mi petición.

—Es por Kiche, por el indio… Me salvó la vida y quisiera estar en disposición de poder devolverle eso. No me gustaría que se lo calzase un gringo o un carrancista a muchas leguas de esas armas… ¿Habría alguna posibilidad de que usted lo alistase a nuestra expedición?

Entonces el rostro de Villa se relajó, y no empleó ni un segundo en reflexionar antes de darme su aprobación.

—Me hace. Puede que tengas que devolverle el favor más temprano que tarde. Si queréis morir juntos, os voy a dar una ocasión redonda. Ven con tu amigo a la cena, Lucho. Desde este momento ese indio es un mexicano más.

Su tono no fue ni serio ni jocoso. Simplemente lo dijo, y con aquellas palabras se volatilizaron mis ínfulas de grandeza al saberme miembro de tan selecta comitiva.

No era más valiente, más listo ni más audaz que los demás guerrilleros. Tan sólo había llamado la atención del general por un acto que hice sin consciencia alguna. Después, simplemente hacían falta hombres para una misión arriesgada, y yo se los di a Villa. Así de simple. Acababa de poner sobre el papel diez más que probables condenas a muerte. Y yo era el undécimo.

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