Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


III. Doroteo y yo (1/7)


Mi Juana ¿no oyes a los clarines
cómo vibrantes tocan reunión?
De los caballos flotan las crines
y está en maitines mi corazón.
LA SOLDADERA


Su edad no llegaba a los cuarenta y cuentan que gustaba de usar ropa elegante cuando no estaba en campaña, aunque siempre que yo pude verle vestía al estilo de sus guerrilleros y su aspecto resultaba tan harapiento y descuidado como el de cualquiera. También cuentan que tiempo atrás fue amigo de los gringos, que le veían como un revolucionario decidido a dar su vida por la libertad de su pueblo. Dicen que era habitual verle en las neverías del otro lado de la frontera, tomando unos helados bajo el abrasador sol veraniego del desierto junto con algunos de sus amigos estadounidenses, o siendo requerido para que se dejase tomar una fotografía con gentes tan dispares como comerciantes, autoridades locales, desahogados de todo tipo e incluso militares gringos; como el brigadier John Pershing, sin ir más lejos, de quien en breve habrá tiempo de saber más.

Su gran personalidad ejercía una fuerte atracción sobre los gringos, e incluso desde los estudios de cine de Hollywood, en el estado de California, llegaron a mandar equipos de filmación para tomar imágenes suyas y mostrar su historia al pueblo estadounidense. Realmente los hombres de los estudios de cine tenían buen ojo, porque su vida era una película en sí misma, y resultaba digna de ser contada.

Unos veinte años atrás, siendo tan sólo un adolescente, la miseria y la injusticia tan propias de su tiempo y su patria eligieron el camino por el que habría de discurrir toda su vida. Un morro llamado Doroteo Arango trabajaba en una hacienda norteña, laboreando el campo de cierto Agustín López Negrete, un señorito terrateniente. Una noche que don Agustín había tomado más de la cuenta con sus amigos, decidió, al salir de la cantina, pasarse por una de las humildes casas de adobe de la aldea en la que vivían los campesinos de su hacienda, entre ellos Doroteo y su familia. Como en aquellos tiempos del siglo pasado los conceptos de la propiedad resultaban aún bastante difusos para los jóvenes terratenientes que iban borrachos hasta las trancas entre casas de adobe y maderos, al amo se le ocurrió gozar de una de las mozas de la aldea para aliviarse un rato. Mientras que dos de sus esbirros contenían a la pobre madre de la joven y a su hermanito Doroteo, el señorito forzó a la muchacha. Una vez que la hubo violado, como al parecer la muchacha estaba tan asustada que había sido incapaz de conseguir que su amo se corriera a gusto —hay que ser puta y desagradecida, desde luego—, pues a éste no le quedó otra que darle una paliza y dejarla, a sus trece años, bien escarmentada, con la boca rota, las costillas marcadas para varios días, y el coño y el alma rotos para siempre.

Después de semejante hazaña, el hacendado se volvió a su casa. Y ahí debía de haber terminado la historia, en una de tantas. Pero al día siguiente el joven Doroteo, al que a pesar de su corta edad le sobraban cojones para lo que iba a hacer y para bastante más, fue a casa de su primo Romualdo, tomó prestado un rifle y se pasó el resto de la mañana buscando la oportunidad de hacerse con un caballo. Era valiente, estaba muy enojado, pero no era ningún estúpido, desde luego, y sabía guardarse las espaldas.

Sólo cuando le echó el guante a un lindo caballo, esbelto y fuerte, de gran alzada como lo sería años después su famosísimo Siete Leguas, Doroteo se acercó a la alameda en la que estaba el señorito tomando el almuerzo. Lo hizo con mucha parsimonia, con las riendas del caballo en la mano derecha, caminando lento, como con quien no va la cosa, y al llegar a la altura del violador apartó la manta que cubría el rifle sobre el lomo del caballo, lo agarró y le pegó un tiro.

Tras tirotear al hombre que había violado a su hermana, Doroteo se subió de un salto al caballo y huyó de la hacienda, refugiándose en la sierra, donde conoció por primera vez la vida del prófugo, que habría de ser la suya en no pocas ocasiones.

Con el paso de las semanas y los meses se le fueron uniendo algunos locos más, fugitivos algunos de ellos igual que Doroteo, hartos los más de vivir como esclavos roturando una tierra yerma por cuenta ajena. De prófugo pasó a bandolero, y de ahí, con el tiempo, a Príncipe de Los Pobres, y, como aquel inglés de las leyendas, se dedicó a asaltar las haciendas y los correos de los ricos terratenientes de Chihuahua y Durango, ocultándose en las sierras y repartiendo el botín entre sus hombres y los campesinos. Pero sobre todo, pasó de ser un miserable labrador a ser un respetado y temido prófugo, el más grande de los bandoleros. Y entonces fue cuando Doroteo Arango cambió también su identidad y adoptó el nombre con el que pasaría a la Historia, convirtiéndose para siempre en Francisco Villa.

* * *

Villa ya era una eminencia en Chihuahua cuando en la lejana capital se preparaba la sexta reelección presidencial consecutiva. Estaba prevista para julio del año diez. Tras treinta y cinco años en el poder, Porfirio Díaz, el viejo dictador de ochenta de edad, pretendía prolongar su mandato mediante otra nueva farsa electoral.

En este contexto entró en escena Francisco I. Madero como cabeza visible de las fuerzas de oposición a Porfirio. Madero aunaba en torno a su persona los anhelos democráticos de México, a los que unía promesas de dignidad para los obreros o el desarrollo de una reforma agraria que llevara finalmente la justicia al campesinado. Por ello —no cabía esperar otra cosa del dictador— fue encarcelado semanas antes de las elecciones.

Con el principal opositor en la cárcel, Porfirio arrasó en las urnas y fue nuevamente elegido. Tras el fracaso de la vía política tan sólo quedaban para México otros seis largos años de porfiriato. Eso, o las armas. Y Madero llamó a las armas.

El vigésimo día de noviembre de ese año diez Madero promulgó el Plan de San Luis de Potosí, incitando a los mexicanos a levantarse contra el régimen de Porfirio: buscaba hacerse con el control de algunas de las principales ciudades y vías de comunicación, para, una vez alcanzado cierto grado de poder, negociar de tú a tú con el dictador. Pero Porfirio no estaba por la labor —hay tantas posibilidades de que un tirano abandone de buen grado su poltrona como de que a Chihuaha le salga el sol por Sinaloa—, y reprimió con dureza todo levantamiento, asegurando su control sobre las ciudades. Paradójicamente, este fracaso inicial marcó decisivamente el rumbo de la Revolución mexicana. A pesar de que los núcleos urbanos estaban de nuevo bajo el control de Porfirio, en las zonas rurales quienes habían tomado parte de la acción maderista no se conformaron con un mero intento. Curiosos seres los pobres, si un día almuerzan un mísero plato de libertad, ansían comerla siempre. Y así la Revolución escapó del control de las clases dirigentes y fue abrazada por el pueblo.

Los campesinos, los mineros, los caporales o los obreros de las fábricas se echaron al monte —o al desierto, a las calles, o donde bien pudieran, siempre con un fusil al hombro— con los ojos al fin abiertos para derrocar al dictador. Francisco Villa, que como ya dije tenía alguna experiencia en eso de enfrentarse al poder y luchar en busca de la justicia para los que menos tenían, se sumó encantado a la fiesta.

Durante meses el pueblo se alzó en armas; en el invierno de 1910 todo fueron ataques contra cualquier medio de opresión gubernamental, en especial contra sus comunicaciones y sus transportes. Los trenes eran asaltados, las líneas telegráficas cortadas y los bancos saqueados; los puentes volaban, hechos astillas por doquier y la dictadura se tambaleaba bajo la rabiosa ira del pueblo. Todo era hostigamiento hacia el dictador. La insurrección había prendido y ya era imposible sofocarla.

No debe ser necesario constatar que Villa se movía en este ambiente como cura en un convento; utilizó su conocimiento del terreno, su experiencia al margen de la ley, y la fidelidad que el pueblo le profesaba, para sumar a los lugareños a la insurrección, y pronto sus ataques y sabotajes en Chihuahua fueron tan numerosos, frecuentes y fructíferos, que a ellos se debió en buena parte el triunfo final.

No sólo en el norte brillaba la luz revolucionaria, pues también en el sur hubo quien decidió que había llegado el momento de actuar. Fue Emiliano Zapata quien encabezó la insurrección en Morelos y promulgo el Plan de Ayala exigiendo, entre otras muchas cosas no menos justas que ésta, la repartición de las tierras de los ricos hacendados latifundistas entre los campesinos.

La agitación espontánea de un pueblo humillado durante décadas que se había convertido, de la noche a la mañana, en dueño de la situación, obligó a Porfirio a conformarse primero con mantener el control de las ciudades y a abandonar después el poder. Los campesinos y proletarios armados llegaron a ser unos setenta mil en todo el país, un número que incluso superaba a los efectivos del propio Ejército Federal. Las acciones de los guerrilleros completamente desorganizadas, caóticas pero efectivas, habían logrado echar al dictador. Al fin llegarían unas elecciones limpias.

En octubre de 1911 Madero fue democráticamente elegido presidente de la República Mexicana. Obtuvo un triunfo aplastante, recibiendo casi el cien por cien de los sufragios. Esa incontestable victoria, sin embargo, vino acompañada de un porcentaje mucho más reducido de votos en la elección del vicepresidente, donde resultó vencedor Pino Suárez. Finalmente, y para completar el embrollo, los maderistas tan sólo consiguieron una exigua mayoría en el número de diputados.

Esta paridad de fuerzas en la Cámara de Diputados y el Senado, unida al ínfimo papel que Madero reservaba a los demás grupos políticos —derrotados con votos en las urnas pero también triunfantes con balas en las revueltas antiporfiristas— provocó la alianza de éstos sus rivales, católicos y conservadores, y derivó en un vacío de poder que avivó las llamas de un golpe de Estado.

La hoguera golpista ardió definitivamente con éxito en febrero de 1913. Victoriano Huerta, a través del llamado Pacto de la Ciudadela, se sumó a los rescoldos de los dos fallidos golpes anteriores y a la tercera fue la vencida. Huerta, un militar ansioso de poder, más conocido por su adicción a la marihuana que por sus dotes de gobernante, decidió evitar cualquier vuelta atrás de su golpe que conllevase la restitución en el cargo de Madero y Pino, aunque para ello tuviese que teñir el Zócalo de sangre. Y lo hizo. Arrestó al presidente y a su segundo, los encerró y después ordenó su ejecución, asumiendo él mismo el poder. De nuevo un autócrata al frente de México.

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