Con el nuevo año, el quince, llegaron las primeras huelgas. Los patronos gringos, a quienes el dictador Porfirio Díaz había entregado el control del país durante su mandato, continuaban haciendo y deshaciendo aún en aquellos tiempos. Tiempos en que Porfirio no era más que un recuerdo y el poder había pasado por manos de hombres como el asesino Huerta o el propio Madero. Éste, a pesar de haber llegado hasta allí gracias a los revolucionarios, una vez sentado en el trono no hizo cuenta nueva como hubieran querido Zapata y Villa, por lo que la plutarquía impuesta en México desde los tiempos pasados continuó su aplastante caminar.
Como todas las historias acaban, la historia de Luciano Hervás —Aller por parte de madre para más señas— como estudiante e hijo de un padre con un empleo acomodado también terminó. Terminó a la temprana edad de dieciocho años la mañana del dieciséis de enero de 1915, cuando los obreros, capataces, oficiales, ingenieros y gentes mexicanas de cualquier otro puesto laboral en la mina, que se concentraban a sus puertas reclamando mayor dignidad para sus trabajos, muchos de ellos acompañados por sus familias, fueron disueltos con extrema violencia. En el tumulto y tiroteo posterior los sicarios enviados por el director de la mina mataron a catorce personas, entre ellas, para mi desgracia, a mi madre y mi padre; finado éste al tratar de cubrir el cuerpo ya yaciente de su esposa recién muerta de los disparos que seguían cayendo, en lugar de buscar refugio para él y amparo para su vida.
Tres semanas escasas después, a principios de febrero, y tras dar sepultura a mis padres en la ciudad de Parral, me eché al monte, buscando por las sierras partidas de revolucionarios para unirme a su causa. Y aquella causa era la que me había llevado a la masacre de Celaya —tres días de una batalla en la que las tropas constitucionalistas de Álvaro Obregón barrieron a los villistas a los que me acababa de unir—, y después a pasar por otros muchos lugares y situaciones que me guiaron a El Paso y Columbus; para llegar finalmente a aquella mesa, frente a frente con el padre de la que era mi nueva familia, el general Francisco Villa.
Como todas las historias acaban, la historia de Luciano Hervás —Aller por parte de madre para más señas— como estudiante e hijo de un padre con un empleo acomodado también terminó. Terminó a la temprana edad de dieciocho años la mañana del dieciséis de enero de 1915, cuando los obreros, capataces, oficiales, ingenieros y gentes mexicanas de cualquier otro puesto laboral en la mina, que se concentraban a sus puertas reclamando mayor dignidad para sus trabajos, muchos de ellos acompañados por sus familias, fueron disueltos con extrema violencia. En el tumulto y tiroteo posterior los sicarios enviados por el director de la mina mataron a catorce personas, entre ellas, para mi desgracia, a mi madre y mi padre; finado éste al tratar de cubrir el cuerpo ya yaciente de su esposa recién muerta de los disparos que seguían cayendo, en lugar de buscar refugio para él y amparo para su vida.
Tres semanas escasas después, a principios de febrero, y tras dar sepultura a mis padres en la ciudad de Parral, me eché al monte, buscando por las sierras partidas de revolucionarios para unirme a su causa. Y aquella causa era la que me había llevado a la masacre de Celaya —tres días de una batalla en la que las tropas constitucionalistas de Álvaro Obregón barrieron a los villistas a los que me acababa de unir—, y después a pasar por otros muchos lugares y situaciones que me guiaron a El Paso y Columbus; para llegar finalmente a aquella mesa, frente a frente con el padre de la que era mi nueva familia, el general Francisco Villa.
* * *
—Ándale, chavo —dijo Villa, sacándome de mis pensamientos astures—, cántame algún nombre. Ya tenemos al cabo. Es buen hombre, abnegado y con capacidad. Será de gran ayuda para el jefe que se os designe, así que vamos a escribir una buena lista que siga sus pasos —y se quedó mirándome de nuevo.
Yo seguía perdido, vagando entre vacas por los prados, o jugando a la pelota con los niños de Spewlynn, el pueblito galés donde había aprendido el idioma de su graciosa Majestad; así como otras muchas cosas no menos útiles y desde luego incomparablemente más graciosas, como a atar latas del rabo de los perros callejeros o a tocarme el mío propio.
Villa prolongó sus palabras, esperando a que yo volviese de mis sueños de infancia y me asentase de una vez en aquella mesa, dejando de lado viajes y minas para centrarme en la lista.
—Necesitaremos buenos hombres —continuó—, que tiren bien y con los que hagas migas, Luciano. Está visto que no hay más que rodearte de compadres para que salga carta jugada.
—Llámeme Lucho, mi general —pedí a Villa—, que todos lo hacen así, y dejemos Luciano para mi difunta madre.
—Dejemos Luciano para ella entonces. Que robar es cosa de potentados, y no es tarea para los humildes el quitar nada. Ni el derecho de tu vieja de reservarse para sí el nombre de pila de su hijo.
Cambió inmediatamente mi apelativo y continuó.
—Y ahorita Lucho, tu nomás piensa; gente con la que fraternices, gente que tire bien… Allá donde vais necesitareis el apoyo fraterno de un compañero leal y el consejo adecuado de un compadre experimentado. Pero sobre todo os vendrían bien cabezas con el punto justo de locura que anime a las manos a no temblar a la hora de pegar una balaceada.
No habría problema. De tipos curtidos en las labores de matar teníamos un rato largo. Y de locos, aún más.
Lógicamente, después de la hazaña de la voladura del pol-vorín del Furlong, que ya había corrido de boca en boca entre toda la tropa —la puntería del cura y mi caza del gringo eran lo más sonado entre los corrillos de los soldados, aunque en mi caso se obviaba que todo fue pura suerte—, pensé en el padre Blanco. No lo conocía demasiado, tan sólo un par de charlas alrededor de una hoguera cuando se preparaba lo de El Paso, pero era un hombre de compañía agradable, simpático, y al parecer de muchos huevos. Pena de celibato para no poder aprovecharlos. Pero seguro que donde quiera que Arthur Holmock nos guiara vendrían bien.
Al principio dudé que el general Villa me permitiera llevarme a uno de sus mejores tiradores, apartándolo del grueso de la tropa donde era tan necesario, como se pudo comprobar en nuestro paseo tras la raya; pero cuando ofrecí a Villa el primero de los nombres que me requería, el general no puso pega alguna.
Tiempo después, cuando todo hubo acabado, volví sobre aquellos momentos de la confección de la partida del arsenal que ahora narro. Recapacitando, concluí que el diseño del grupo reunía a algunos de los más experimentados y brillantes hombres que participaron en el ataque a Columbus —el padre Blanco, por ejemplo—, en conjunción con algunos jóvenes y entusiastas guerrilleros que aglutinábamos las más variopintas destrezas. Si se le puede llamar así a tener dotes para la caza, conocer el idioma inglés, confundir el pulque con agua, o tener la cabeza completamente perdida.
Dicho de otro modo, Villa tan sólo me guió en la confección de la lista, buscando que entre sus elegidos existiera la mejor conexión posible, que tan necesaria nos sería en los tiempos venideros.
De este modo pues, el padre Blanco siguió a Fulgencio Pascual en los papeles de Villa.
Ya les hablé antes de nuestro peculiar párroco —nunca santo alguno tuvo mayor diócesis que el padre Blanco, que enseñaba los Evangelios a base de balas por todo el norte de México—, así que no me extenderé mucho en contarles sobre su persona, pues ya habrá tiempo más adelante de volver sobre sus sermones.
Le debió parecer adecuada mi primera elección al general, que me traspasó de seguido algo más de responsabilidad.
—Muy bien Lucho, ¿qué más buscamos ahora?
—Bueno, mi general —dije—, creo que nos vendría bien alguien que conociese a las gentes del lugar, un veterano que haya tratado a menudo con los chihuahueños. ¿No le parece?
—Por supuesto, es una gran idea. Eres un morro listo, hijo. Añadiré a la lista a Sanpablo. Estoy seguro de que no hay nadie mejor que él para tratar con las gentes y llevaros por los caminos de todo Chihuahua. ¡E incluso de Hidalgo o Sonora si quisierais ir allá! ¡Claro que sí! —y rió con fuertes carcajadas.
Estaba de gran humor, pues ya veía las armas y la plata del gringo en nuestras manos.
El tal Sanpablo se llamaba en realidad Pablo Aguilar y era un auténtico veterano de la Revolución. En realidad Sanpablo y Pancho Villa se conocían desde mucho antes del comienzo de la lucha contra Porfirio; de jóvenes ambos habían sido compañeros de correrías por las sierras de Chihuahua y Durango. Coincidían, pasaban largas temporadas juntos asaltando trenes o aligerando señoritos, y después iban cada uno por su lado en busca de nuevos botines, siempre llenándose las alforjas a costa de aquellos que vivían de la sangre de la gente de su clase. Pero cuando estalló la revuelta, Sanpablo —entonces aún Pablo Aguilar— y Pancho Villa estaban muy lejos, y cuando el hoy general le ofreció unirse a él, éste se mostró tibio, muy escéptico ante las posibilidades reales de una revuelta a gran escala contra el Gobierno Federal llevada a cabo por unos cuantos guerrilleros del norte.
Villa insistió muchas veces, pero Aguilar se resistía a sumársele, así que finalmente desistió de contar con él. Hasta que, tras su primera gran victoria sobre las tropas de Porfirio, Pancho Villa volvió a probar suerte para atraérselo, conocedor de que no era un cobarde y que una vez vistas las posibilidades reales de la Revolución tomaría partido por ella. Así fue, y Pa-blo Aguilar rápidamente se unió a Villa.
Yo creo que fue por todo ese tiempo de dudas por lo que Sanpablo no llegó a ser uno de los más importantes oficiales villistas de la época que les narro, pero su papel no tenía que envidiar en importancia a ninguno de ellos. Recorría los valles y desiertos de Chihuahua, de Sonora o de Durango, las costas de Sinaloa o incluso el estado de nuestro enemigo Carranza, Coahuila, buscando hombres para alistarlos en la División del Norte; pasando de la tibieza que mostró en un principio ante la llamada de Villa a ser un auténtico evangelizador de la causa. No es de extrañar entonces que con ese nombre y con ese historial de indiferencia ante la causa villista —que nunca confrontación como el verdadero San Pablo—, seguido de una profunda vocación hacia ella y su propagación, fuese del todo inevitable dentro de una tropa tan predispuesta a los motes como la nuestra, que acabase respondiendo al nombre de Sanpablo.
«Pedid y se os dará», dijo en una ocasión alguien que sabía. El hombre ideal para tratar con las gentes de aquellas maltratadas zonas rurales del interior mexicano era sin duda Sanpablo. No tuve otra que aplaudir la propuesta que con tan buen humor me había dado el general Villa y, ya puestos a recibir buenas ideas, solicitar otro acompañante.
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