Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


II. Llueve hacia arriba (7/7)


Todo esto sucedió mientras yo estaba aún en la planta más alta, inspeccionando. Fui abriendo las puertas una a una y disparando sobre cada habitación a diestro y siniestro, como antes había hecho Kiche en el pasillo. Después de comprobar que un cuarto estaba vacío, volvía a cargar las armas y repetía la misma operación en el siguiente. Así lo hice en las tres habitaciones superiores, hasta comprobar que estaba completamente solo allá arriba.

Pero en la planta intermedia sí que había un gringo apostado en la ventana, y tras oír a sus compañeros dar la voz de alerta anteriormente, mis disparos contra la nada en la planta superior le resultaron sospechosos. Gran deducción, por cierto. Si hay mexicanos en el hotel y como no acostumbramos a agujerearnos a tiros entre nosotros, pensaría, si se oyen tiros en la planta superior quiere decir que hay mexicanos en la planta superior. Cogito ergo sum. Padrísimo el silogismo del gringo, como aquel otro que dice que si la lana no pesa, y las calzas son de lana, cuando éstas pesan es que te has cagado.

Y en lo más barrido me jiñé cuando, tras su excepcional demostración de deducción lógica, el muy cabrón subió las escaleras y apareció en el pasillo en el preciso instante en que yo salía de la última de las habitaciones, la más cercana a la puerta de la escalera exterior por la que habíamos entrado, tras comprobar que no quedaba nadie en aquella planta. Me pilló desprevenido —gran error, porque de haber estado atento le hubiera podido dejar seco en el mismo sitio que ocupaba su colega de la ventana— y tuve suerte de que errase su primer disparo, lanzándome de un salto al interior de la habitación. Eché rápidamente mano de la bolsa que llevaba colgada en bandolera para ver la munición de que disponía, porque con el gringo en el pasillo salir de allí iba a resultar algo complicado. Y como los de enfrente no fuesen comiéndose poco a poco a la gente que disparaba desde abajo, racionar las balas iba a ser más que necesario.

Acababa de comprobar que disponía aún de una importante cantidad de munición cuando el del pasillo se vino como un loco a por mí. Yo había previsto un tiroteo, como los que se ven en el cine, desde un lado al otro del pasillo, en espera de que alguno de los dos —preferiblemente yo— tuviese la suficiente suerte como para hacer buena puntería sin asomar la cabeza. Pero el filósofo del demonio no debía de haber visto demasiadas películas del Salvaje Oeste —creo que yo no había visto ninguna por aquel entonces, y es que estamos hablando de hace demasiados años: una época en la que los cines no estaban todavía nada extendidos y en la que incluso el gran John Wayne debía de andar aún buscándose pelos en los huevecillos— y desechó rápidamente aquella opción, lanzándose como un león hacia la puerta de mi habitación.

Descargó su pistola contra mí y apenas tuve tiempo de ocultarme detrás de la gran cama para evitar sus balas, que impactaron en el punto en el que yo estaba antes, desgarrando las mantas y reventando el colchón. Estaba tumbado sobre la tarima en el lado de la cama opuesto al pistolero, cubriéndome la cabeza con las manos —inútil gesto ante tal rociada de balas—, cuando las plumas del jergón comenzaron a enloquecer en el aire, movidas por la brisa exterior. Entonces reparé en la ventana abierta.

* * *

Con la fiesta dentro del Hoover en su máximo apogeo, del otro lado del pueblecito la masacre había remitido, o al menos no eran sólo los mexicanos los que recibían, y es que, tras el desconcierto de la violenta explosión, el general Villa se lanzó con sus hombres hacia el campamento, hostigando a los gringos. Mientras, quienes quedaban vivos entre los de Pablo López continuaban su lucha, de nuevo sin refuerzos, en la zona de la estación. Y de esta manera, a la espera de que los dos toques de corneta llamasen a retirada, continuaron batiéndose los dos grupos; ya mucho más aliviados de la presión de los gringos, pues éstos ponían todos sus empeños en evitar que el fuego de la explosión se propagase por otros almacenes de pólvora.

Precisamente esta ausencia de Villa en la estación durante aquellos momentos del combate sirve para desmontar otro de los mitos que sobre él se crearon, que es el que concierne al reloj de la estación de Columbus. Aún hoy los gringos mantienen como pieza de museo el desvencijado reloj, detenido en la hora que señala el momento álgido de nuestro ataque sobre Columbus, e indican que fue el propio Pancho Villa quien le dio aquel disparo para dejar constancia de la hora en que invadió los Estados Unidos, atribuyéndole un punto de egocentrismo del que carecía el general. Hubo un momento en el que a los gringos les faltó asegurar que Villa tenía cuernos y cola de demonio, o que almorzaba corazones de niños, porque de todo dijeron acerca de su persona, olvidando que fueron ellos mismos quienes años antes solicitaban su presencia en los Estados Unidos, pedían permiso para filmarlo o se retrataban gustosos con él. Crearon incluso un parque que lleva su nombre, el Pancho Villa State Park, mancillando con ello la memoria del gran líder de la División del Norte mucho más de lo que lo hicieron con tantas calumnias inventadas e historias de medias verdades.

* * *

Para dejar de lado medias verdades o mentiras enteras y retomar mi relato con sucesos plenamente veraces, volveré, de nuevo y definitivamente, hasta la última planta del hotel Hoover.

Desde mi posición, acurrucado entre la ventana y la cama, agarré ésta por la traviesa que unía las dos patas de aquel lado y la levanté de costado, arrojándola contra el hombre que acababa de disparar contra el colchón —contra mí reventando el colchón sería más correcto—, que se la vio venir encima de improviso. Libre por unos momentos del alcance de su arma me puse en pie y salté por la ventana abierta que daba a la azotea de la casa roja. Una vez fuera rodé tratando de acercarme lo más posible a la pared del hotel, intentando no ser un blanco fácil cuando los disparos comenzasen a sonar a través de la ventana por la que acababa de volar. Rodar por el suelo me magulló el brazo izquierdo, que aún estaba muy dañado de las llamas de tres días antes en El Paso, a pesar de la ayuda de Kiche en el cerro y de las vendas nuevas que me habían puesto en nuestro campamento la tarde anterior. Pero estas magulladuras no fueron nada comparadas con el dolor que me produje cuando, a trompicones, me recosté sobre la pared del hotel. El violento roce contra su rugosa superficie hizo que las heridas se me abrieran de nuevo; la sangre emergió, cadenciosa y tibia, y pude sentir un ardiente aguijonazo recorriendo mi supurante brazo izquierdo. Me tambaleé, ciego de dolor, hasta la cubierta del tejadillo que delimitaba la parte trasera de la azotea y me dejé caer sobre ella, prácticamente inconsciente, con la certeza de que en cuanto asomase por la ventana el gringo con el que me había tiroteado en la habitación todo se acabaría. Y no me parecía mal asunto, porque el dolor de mi brazo desgarrado y sangrante me llevaba directo al delirio. Intenté con un último esfuerzo auparme hasta el tejadillo pero nada más poner el costado derecho encima de la chapa ésta cedió y caí, primero rebotando sobre unas vigas de madera que lo sujetaban y después sobre algo más blando que amortiguó la caída, probablemente un gran saco.

* * *

No recuerdo nada más después de la caída, así que he de creer lo que Pan y Kiche me contaron después, cuando recobré el conocimiento ya del otro lado de la raya, en México.

Después de que cayera el brasero por la patada del gringo de la camisa de seda, una de las mesas camilla prendió y el susodicho aprovechó el momento para ocultarse junto a la puerta del patio. Desde allí, y mientras el fuego crecía, mantenía alejados a Pan y Kiche a base de disparos, hasta que una de las cortinas, que se había prendido con las llamas que emergían del brasero y que a estas alturas ya devoraban a buen ritmo el supuesto libro de registros, cayó entre los dos villistas y el gringo, y éste salió corriendo al patio. Cuando lograron atravesar la, nunca mejor dicho, cortina de fuego, Pan y mi buen amigo Kiche detuvieron su carrera, perplejos, nada más entrar en el patio. Allí, entre vigas de madera, y chapas corroídas, alumbrado por la luz del incendio que se llevaba ya toda la planta baja del hotel, estaba yo, inconsciente, tumbado sobre el cuerpo del gringo, que yacía también bastante grogui tras caerle a plomo setenta kilos de revolucionario desde un tejado. Bendito saco.

Rápidamente nos cargaron a ambos a hombros y caminaron por el patio hacia el callejón de la pared norte del hotel. Nos montaron sobre sus dos caballos, tomaron a mi yegua por las riendas y fueron a buscar al coronel.

Candelario Cervantes observó al gringo que Kiche había dejado caer ante sus pies, frunciendo el ceño.

—Éste no es Morgan —dijo.

Pan y el indio se quedaron petrificados. Ambos se hubieran jugado una mano a que a esas alturas no quedaba ningún otro gringo vivo en el hotel. Si yo hubiese estado en condiciones de intervenir, les habría hablado del tipo que me obligó a volar a través de la ventana, pero las carnes abiertas del brazo y el coscorrón me inducían más a la siesta que a andar aportando datos.

Datos que, por cierto, poco importaban al coronel. Cervantes pareció leer sus pensamientos al observar sus rostros, pero en lugar de montar en cólera esbozó una sorprendente sonrisa de conformidad que ninguno de los otros dos alcanzó a comprender en aquel momento.

Candelario Cervantes estaba exultante. Había identificando inequívocamente al tipo inconsciente como Arthur Holmock, el socio del contrabandista Bradley Morgan, y con eso le bastaba.

Sacó la corneta y dio dos toques.

Así fue como acabó el asalto a Columbus, la única invasión continental de los Estados Unidos durante dos siglos, de la que volví inconsciente trotando sobre Kalinka, perdiéndome lo que cuentan fue gran espectáculo digno de observar: como las llamas del brasero que se había llevado para siempre el mapa con el escondite de nuestras armas y que se habían propagado por mesas y cortinas del hotel se extendían de casa en casa, convirtiendo Columbus en una enorme tea.

II. Llueve hacia arriba (6/7)


Penetramos en el pasillo y nos dividimos. Pan y Kiche se dirigieron a las escaleras que bajaban hasta la planta intermedia, mientras yo deambulaba arriba, en busca de algún otro gringo oculto en las habitaciones. Había tres puertas en la pared de la izquierda, mientras que la derecha estaba limpia —de puertas al menos, porque sangre de cerdo había para llenar un balde—. Acompañé a los otros dos hasta el final del pasillo, con mucho cuidado de no asomarnos lo más mínimo a la ventana, pues bien sabíamos que los del otro lado de la calle no iban a estarse mirando si éramos gringos o no, y retrocedí a continuación para revisar las puertas del pasillo una a una.

Pan y el indio descendieron el primer tramo de escaleras, y ya estaban preparados para hacer en el piso intermedio la misma operación que yo estaba haciendo arriba cuando un güero chaparro y obeso que subía de la planta baja por las escaleras les vio y dio la voz de alarma.

—Mexicans! Mexicans in the upper floor!

Kiche y Pan no tuvieron otra que cubrirse tras la esquina y empezar a darle al cante con las pistolas. Tiraban a todo lo que se movía, y como a uno de los sicarios de Bradley Morgan se le ocurrió moverse, pues le tiraron. Le tiraron y le dieron, que para eso le tiraban, y lo mismo hicieron con mayor o menor puntería contra los demás gringos que iban apareciendo en el salón de la planta baja hasta que lograron abrirse camino hasta aquella planta inferior y refugiarse tras un gran mueble para seguir desde allí repartiendo a los del salón.

Una vez parapetados repararon en un gringo que se ocultaba tras las mesas como bien podía, aún a riesgo de estropear su lujosa camisa de seda. Vieron sus trazas de hombre importante y los esfuerzos que hacían los otros para buscarle refugio, y decidieron que era a aquél a quien se tenían que llevar de allá.

Los gringos no podían acercarse demasiado al ventanal que daba a la calle si no querían ser blanco fácil para los de la cantina, así que se iban arremolinando en la parte posterior del salón, donde se ponían a tiro del indio; o en la zona cercana a las escaleras, donde Pan disfrutaba rentando cajas de pino al personal a base de tiros.

La traca dentro del salón era continua, y como los asaltantes tenían mejor posición que los gringos, éstos iban cayendo uno tras otro; muertos algunos, heridos tan sólo la mayoría —no murieron muchos en el hotel, después de todo—, pero abandonando así el combate, más preocupados en taparse sus nuevos orificios que en tratar de abrirle alguno al indio o al antiguo traficante.

Al tiempo que lejos de allí, tumbado en su cómoda cama con colchón de plumas de oca, un empresario dedicado a la fabricación de balas sufría un imprevisto orgasmo provocado por tan ingente dispendio de plomo, en el Hoover apenas quedaban ya un par de hombres junto al jefe. El primero de ellos, en un gesto de notable valor y hombría, viendo que las cosas se estaban poniendo feas allá dentro, se tiró contra una ventana y fue a refugiarse al porche. Escaso consuelo el de aquel refugio exterior, porque a los terribles cortes que los cristales le produjeron en los hombros, con dos profundos tajos abiertos al caer como cuchillos afilados cuando el muy lerdo los desprendió de la ventana al traspasarla, había que unir que allá, aunque algo resguardado por la vallita del porche, no debía protegerse del fuego que le daban dos, como en el interior del salón, sino del que centraban en él todos los que le vieron huir por la ventana desde la cantina. Y es que en el ejército de Villa nunca gustaron los cobardes. Supongo que aquel sería de los que cayó aquella madrugada. Por bobo.

En cuanto al segundo matón, éste se afanó en ser más inteligente que el anterior, pero no tuvo la oportunidad de demostrarlo. En plena huída había cedido el puesto a su compañero de armas para que éste escapara por delante atravesando la cristalera en primer lugar; al ver la suerte que el otro corriera sintió la acometida de una gran cantidad de dudas, optando en el último instante por mantenerse dentro del hotel, respuesta a la que Pan, que disfrutaba entre tanta pólvora como Huerta en un fumadero, correspondió con un certero disparo. Al final tan loable muestra de generosidad y arrojo culminó con el segundo de los que protegían al jefe gringo tan agujereado como su compañero, pero en la parte interior de la cristalera. Supongo que allí acabaría también aquel. Por listo.

El gringo a quien protegían, mientras tanto, se ocultó tras el mostrador de recepción del hotelito, protegiéndose de los recados de la pistola de Pan. Cuando las balas se agotaron, en plena fiebre de pólvora, éste enfundó la pistola y tomó el rifle que había llevado colgando en su espalda, sujeto con una cinta que le atravesaba el torso diagonalmente. Su primer disparo fue de lleno contra el frontal del recibidor, abrió un agujero en la placa de madera contra la que impactó y astilló las contiguas. De haber estado agazapado detrás, el gringo hubiese quedado a su vez bien agujereado, pero el mostrador era grande y había espacio suficiente para esconderse sin que una bala lanzada sin referencias fuese a darle a uno. Con todo, la intención de Pan con aquel disparo no era cargarse al gringo: aquel pendejo era el único que aún resistía —al menos abajo, porque en las plantas superiores seguían oyéndose tiros— y a buen seguro que resultaba pesca de calidad. Pero a punto estuvo de salirle caro el tiro al cachanilla, porque el gringo se encontraba escondido tras el mostrador a menos de un metro de donde había impactado la bala, tan cerca que incluso algunas de las astillas que salieron de la parte posterior del mostrador tras el disparo le arañaron el rostro. Lívido, acabó por convencerse de que debía de huir de allá cuanto antes, aunque la cercanía del fusilazo lo mantenía en un estado que lindaba con la parálisis.

Fueron las balas de Kiche las que devolvieron al de la camisa cara a la realidad. Llevaban como objetivo la misma esquina contra la que ya disparara Pan, pues ambos buscaban obligar al gringo a refugiarse en el extremo opuesto del mostrador. Pretendían encerrarlo en aquel rincón para poder atraparlo con vida, pero el gringo —a pesar de aparentar de ser de los que manejaba, o quizás por ello— debía de ser un poco imbécil, ya que en lugar de tratar de escapar yendo hacia el menos castigado lado izquierdo, se movía hacia la derecha, como pudieron observar Pan y Kiche por el agujero abierto en el mostrador; perplejos al ver que gateaba hacia el lugar donde se concentraban los disparos.

Entonces se temieron lo peor, y sospecharon que en aquel rincón debía haber armas cargadas —para lo cual no era necesario un gran ejercicio de imaginación, vista la calaña de los huéspedes del local—, colocadas allí en previsión de una contingencia como aquella en la que ahora estaban, reventando a tiro limpio el local y abriendo boquetes en todo el mobiliario. Y también en lo que no era mobiliario y sabía mear de pie. Así que, temiendo que la presa pasase a cazador gracias a lo que quiera que se encontrase en aquel rincón derecho de la recepción, Pan y Kiche se parapetaron de nuevo tras una mesa, poniendo gran cuidado en no quedar a tiro de los hombres que mantenían el tiroteo desde la cantina.

Aún quedaba mucho de qué cubrirse en aquel maldito hotel, y más si hubiesen atendido a los disparos que seguían sonando, ahora en descargas más rápidas incluso, en la planta superior.

En espera estaban ambos cuando el gringo hizo algo que terminó de descolocarlos. En lugar de sacar un cañón capaz de reventar las murallas de Campeche, como temían, apareció con un libro bajo el brazo y saltó sobre la barra, en dirección a la puerta del patio, que ahora le quedaba más cercana a él que a los mexicanos, quienes habían perdido su ventajosa posición sobre esta escapatoria al ir a refugiarse tras una mesa en la parte opuesta del salón.

Viendo que el propósito del gringo era escapar por el patio con el mentado libro comenzaron a disparar ya no contra él, sino contra la puerta misma, con intención de impedirle la huída por allá con aquello que suponían —acertadamente— era tan valioso.

Sorprendido ante tal profusión de balas contra su escapatoria el gringo reculó, tropezó con una de las sillas que se extendían destartaladas por la porqueriza en que se había convertido el salón del hotel y perdió su arma. Acto seguido se irguió despacio, con las manos en alto sin separarse del libro, y vio como la pareja de mexicanos —un mexicano y un hopi sería más correcto— se encaminaba hacia él.

Encañonado por los dos rifles dejó el misterioso libro en el suelo. Pan lo abrió con la punta de la bota. Dentro, en lugar de las anotaciones sobre huéspedes y cuentas que debería contener un libro de registros tan sólo había mapas, rutas e indicaciones sobre todo tipo de armas. El muy pendejo había tratado de salvar el archivo que contenía todos sus negocios de contrabando junto con el mapa de la zona donde se hallaba el arsenal.

Asombrados por el descubrimiento Pan y Kiche bajaron la guardia, y ambos se inclinaron al mismo tiempo a recoger el pesado volumen. Craso error.

Viéndose libre de los cañones de los rifles el gringo dio una patada a un brasero que ardía al lado de una de las mesas, y entre la confusión de los tizones que rodaban por el suelo de madera y las chispas llameantes que flotaban en el aire, huyó hacia el patio trasero mientras el fuego alcanzaba el libro de visitas.

II. Llueve hacia arriba (5/7)


Los primeros bajaron la calle a todo galope, soltando las granadas contra la cantina, y los regalos pronto empezaron a hacer temblar las paredes del local. Unas diez granadas resonaron dentro, y pronto los hombres que se habían refugiado allá —los que aún tenían las piernas donde deben estar y podían correr— comenzaron a pasar de nuevo hacia el hotel y la casa roja.

Fueron una decena escasa y no una docena las granadas que atronaron porque, a alguna que fallara al reventar, había que unir dos que sí lo hicieron pero no en el lugar más adecuado; ya que, cuando nuestra vanguardia se lanzaba al galope calle abajo, los gringos habían tenido tan buena puntería como para matar a dos de los nuestros, quienes, pobrecillos, habían pasado sus últimos instantes con una bala en el pecho, inmóviles junto a sus caballos sobre la polvorienta calle y con la lúgubre compañía de una granada a dos palmos de distancia. Cuando esas dos granadas reventaron acabaron con el sufrimiento de los dos compañeros, pero dejaron un espectáculo digno de un matadero. La primera explotó junto a uno de los caballos que, al ser herido su jinete, se había desbocado y había caído al suelo con él. Las tripas del animal se escurrían por el suelo y del enorme agujero que la granada le había abierto en el vientre gorgoteaba la sangre aún caliente de la bestia. Pero, con todo, lo peor no fue lo de la primera granada; y es que el segundo mexicano no había tenido la suerte de contar con su propia montura como parapeto ante la detonación, y cuando vino, ésta le pilló de lleno, abriéndole un lindo boquete en la axila izquierda y desgarrándole la ropa de arriba abajo. Menos mal que estaba muerto, porque sino hubiera tenido que comprarse otra camisa. Aunque lo que se hubiese gastado en camisas se lo habría ahorrado en afeitados, porque donde antes estuvo su cabeza ahora tan sólo había una masa informe de carne chamuscada que desaparecía poco más arriba del cuello, donde apenas quedaba nada para darle trabajo al barbero. Pobre hombre, el barbero, la de clientes que iba a perder esa noche.

Tras de las explosiones y el creciente desconcierto tan sólo cuatro pistolas quedaban disparándonos desde dentro de la cantina en llamas. Luego fueron dos. Después, nada.

Cuando el último par de gringos cayó en la cantina, la veintena larga de hombres que habíamos mantenido el tiroteo nos apostamos en ella, frente a los que nos hacían fuego desde el hotel; y así, atentos por igual a las balas de los de enfrente y a las vigas que ardían sobre nosotros, estuvimos intercambiando disparos durante casi media hora. Viendo que aquello no conducía a nada, el coronel Cervantes decidió dividir a los que quedábamos —en el transcurso del tiroteo cinco de los nuestros habían caído ya— en dos grupos, y me tocó la china.

—¡Luciano, Miranda! Vengan acá. Van a cruzar hasta el callejón y trataran de entrar por atrás —qué mal sonaba eso de entrar por atrás, sobre todo cuando eres uno de los que tiene todas las papeletas para que te den bien por el saco allí mismo—. Es la única manera de avanzar algo en este pinche hotel. Llévense también a Pan y al indio.

Por Pan era como se conocía a Pancracio Cantera, otrora traficante de marihuana en Mexicali y ahora guerrillero de la Revolución. Gracias a este hipocorístico escondía su pasado como saltafronteras, pues mucha gente en la tropa pensaba que el mote le venía de su trabajo en algún horno, y no de su propio nombre. Muchos quedaban asombrados, al ver lo charrasqueado que andaba Pancracio, de lo peligrosas que se habían vuelto las tahonas, ignorantes de que había sido amasando negocios con la hierba y no pan donde el mexicalense se había ganado semejantes navajazos.

Cuando los cuatro elegidos nos unimos, el resto de los que estaban apostados en la cantina empezaron a hacer gran despliegue de balas. Los disparos sonaban como abejorros y, al chocar contra las ventanas, las paredes o los enseres del hotel, repicaban como en una cacharrería. Aprovechando la ingente lluvia de plomo los cuatro salimos corriendo a cruzar la calle, y cuando estábamos a la mitad del recorrido una bala —nadie puede jurar si fue de los gringos o una nuestra rebotada o mal tirada— le entró a Miranda por el ojo izquierdo y allí quedó, preparado para la otra vida, listo para gozar tuerto de la eternidad.

Los otros tres alcanzamos, Dios sabe cómo, ilesos el callejón.

* * *

Calculo que en el hotel habría una quincena larga de gringos cuando empezó el tiroteo. Alguno de ellos habría caído ya durante el tiempo que llevábamos asentados en la acera de enfrente, en la cantina, antes de que Pan, el indio y servidor alcanzáramos la repentina tranquilidad del callejón lateral del hotel.

Más lejos, tras las casas, a unos centenares de metros en la oscuridad del desierto que rodeaba Columbus, debían de estar los compañeros que el coronel Cervantes había dejado fuera del pueblo, en vigilia. Y a un mundo calle abajo, más allá del tiroteo, se oían ya los disparos del grupo que se había internado algo más en el pueblo, y que debía impedir la llegada de ayuda al hotel desde aquella zona para facilitar la labor del resto en la cantina, que falta hacía. La labor del resto menos tres —Pan, Kiche y quien les habla— que una vez llegamos al callejón de la pared norte alcanzamos sin problemas el patio trasero de la casa, al no haber ninguna ventana desde la que nos pudiesen disparar en dicha calleja.

El viento cambiante impregnaba todo de un profundo olor a pólvora, que acompañaba a una inmensa nube que desde el este iba cubriendo todo el pueblo. Bajo su protección avanzamos por el patio. Estaba oscuro, y solo en la parte más alejada de la esquina por la que habíamos entrado en él se veía la claridad procedente de una lámpara de la planta baja del hotel. En nuestro lado de la fachada posterior, inmersa en una completa oscuridad, oculta incluso a la luz de una luna que quedaba al otro lado del edificio, había una escalera exterior que llevaba a las plantas superiores. Subimos por ella hasta encontrarnos frente a la puerta del último piso.

La puerta estaba cerrada por dentro, así que hubo que abrirla con delicadeza para no descubrir nuestra posición.

Kiche dejó el rifle apoyado en el marco exterior de la puerta y desenfundó una pistola. Segundos después Pan le pegó un tiro a la cerradura, que saltó por los aires, y casi instantáneamente a mi posterior patada a la puerta, el indio, todo delicadeza, apareció por el hueco donde antes estuvo ésta y descargó la pistola enterita, sin mirar siquiera donde pegaban los balazos, en una granizada de plomo que barrió el pasillo superior del hotel causando cierto destrozo de relativa importancia. Al jarrón roto y las puertas astilladas había que sumar la pérdida de un espejo y de un tipo que, apostado en el otro extremo del pasillo, había estado disparando contra la cantina hasta hacía unos instantes, y que ahora yacía en postura digna de contorsionista de circo bajo el vano de la ventana. Puestos a calcular probablemente tuviesen más valor el jarrón o el espejo que la sangre de aquel pendejo a quien dudo que su madre echase en falta desde el prostíbulo en que sin duda trabajaba, sangre que le manaba abundantemente de su yugular reventada por el paso de una bala perdida del indio. Y encima manchaba la moqueta, el muy pinche. Lo dicho, destrozos de relativa importancia.

II. Llueve hacia arriba (4/7)


Cuando el padre Blanco le dijo al general Villa que no habría problema para hacer lo que se le pedía, que ‹‹el Señor guiaba las balas de los justos›› dijo literalmente —no tenía guasa ni nada el páter, con la que nos estaban dando los gringos allá, al sur del pueblo—, otros tres hombres le acompañaron y el cuarteto montó otros tantos caballos y salió, bajo el canto de la ametralladora, fuera del pueblo. Mientras tanto, los que se quedaban bajo el chaparrón de disparos se aprestaban a buscar refugio.

—¡Aguas, aguas! Sáquense de ahí, ¡métanse tras algo o les dan boleto! —iba gritando el mismo Anselmo Nogales entre las filas de los villistas que se tiroteaban con los soldados gringos.

Cabalgando al galope el cura y sus tres compañeros se alejaron del pueblo rumbo al campamento Furlong, dando un cauteloso rodeo para evitar a los soldados que seguían saliendo a manadas desde detrás de sus muros.

Aunque aún tuvieron que pasar más de una hora zumbándose de lo lindo con los gringos, ocultándose como podían de los napos que venían del carro blindado, la ocurrencia que Villa le encargó al cura fue mano de santo —el páter sabrá de cuál— y aligeró mucho la presión que los gringos ejercían sobre los nuestros.

No sé cuántos hombres habrían caído ya de uno y otro bando en el momento en que el cura y los otros tres abandonaron el combate, pero debe tenerse en cuenta que cuando nos retiramos de Columbus dejamos atrás casi cien cadáveres, la mayoría de ellos en aquella zona lejana al hotel, mientras que los gringos reconocieron haber sufrido la baja de catorce de sus soldados. Hay que constatar que fue gracias al cura que aquella proporción no se disparó enormemente. Haciendo un cálculo somero se puede concluir que en el momento en que Villa recurrió al padre Blanco el conteo de las bajas de unos y otros rondaría entonces los ochenta contra diez; lo cual no eran ni mucho menos buenos números para los que atacaban el frente sur —especialmente para aquellos ochenta que compraron sus boletos para la sombra frente al Furlong. Pero, al fin y al cabo y lamentablemente para ellos, lo que contaba era que arriba agarrásemos al contrabandista —lo que entonces no estaba nada claro que lográsemos— y ellos podían considerarse mera carne de cañón.

En éstas estaban las gentes de López y Villa, sirviendo de elemento de distracción a los gringos, cuando el cura y sus tres compañeros desmontaron junto a una pequeña colina, a unos centenares de metros de la verja sureste del campamento Furlong. Los otros tres se apostaron a unas decenas de metros del padre Blanco, pero a aquella distancia bien poco podían alcanzar de no ser con grandes dosis de suerte, o gracias a que se cumpliera aquello que el propio cura había dicho sobre quién guiaba las balas de cada uno.

El cura, sin embargo, sí que podía. Tumbado boca abajo, llenándose de polvo su negra sotana, mimaba su Springfield para dirigir bien su tiro. Los rifles Springfield, de fabricación estadounidense, tenían un gran alcance, cercano a la milla, aunque a esa distancia su precisión era prácticamente nula. Pero en distancias menores y para un buen tirador, las posibilidades de acierto sobre blancos fijos crecían como un bebé mamando de seis tetas, y no hay que volver a repetir que el cura era un gran tirador. Los trescientos metros que le separaban de la valla, sumados al centenar largo que había desde ésta hasta su objetivo en el interior del campamento, hacían menos de medio kilómetro; casi la distancia límite para esperar un disparo exitoso.

El cura respiró hondo y aún tuvo la osadía de santiguarse; acercó el índice derecho al gatillo y fijo la vista en su objetivo. Bajo la recuperada claridad de la luna se podía distinguir un edificio apartado de las demás construcciones, y en su pared dos pequeñas ventanitas. Inmóvil como una roca apretó el gatillo y la bala salió zumbando hasta meterse limpiamente por el hueco de la ventana de la izquierda. Y después, nada. Entonces el cura, tranquilo a pesar del nulo efecto de su acertado tiro —si es que en realidad había querido meter la bala por aquella ventana—, volvió a repetir la operación.

Esta vez sin señal de la cruz —al parecer una valía para varios tiros, como en la feria— apuntó de nuevo su rifle, en esta ocasión hacia la otra ventana, la más cercana a la esquina del edificio. Apretó el gatillo, el proyectil salió del cañón del Springfield y acto seguido entró por el otro ventano: pero esta vez el efecto fue radicalmente contrario al del primer disparo. Cuando la bala del cura penetró en el edificio, una enorme nube de fuego acompañó a una explosión que hizo temblar incluso el suelo. Había vuelto a acertar, era como para pensar que alguien le guiaba realmente las balas. Y había volado el polvorín del campamento militar Furlong.

* * *

El hotel era un antiguo edificio de tres alturas, bajo y dos plantas, con un porche en la inferior, adosado en su pared sur a una casa pintada de rojo, más pequeña tanto en planta como en altura, cuya azotea quedaba justo al nivel de las ventanas del segundo piso del hotel, y en la que se intuía un tejadillo de chapa que descendía hacia la zona trasera, a la que conducía un callejón en la otra cara del edificio. La fachada norte daba a esa especie de callejón, de unos cuatro metros de ancho, que lo separaba de las últimas construcciones del pueblo por esa parte, y que llevaba a la zona trasera de la casa, a lo que suponíamos sería una especie de patio interior. Tenía las paredes pintadas de color ocre, y en el lateral que daba al lugar por el que habíamos irrumpido en el pueblo aparecía pintado con letras grandes y negras su nombre: Hoover Hotel. El único elemento dado a la decoración era una especie de marquesina de madera que cubría el porche y que se extendía entre las ventanas centrales de la primera planta, donde un mástil sujetaba una bandera norteamericana, con sus barras blanquirrojas y sus estrellas sobre fondo azul. Todo muy aseadito, no cabía esperar menos de una armería clandestina, el mayor centro de contrabando de la zona central de la frontera.

Del otro lado de la calle, frente al hotel, había una cantina. Estaba cerrada, o al menos del local no emergía luz alguna, mas no pudimos comprobar por nosotros mismos si en su interior había alguien o no antes del estruendo. Cuando estábamos a tiro de piedra del porche del hotel empezaron a salir gringos armados por todas partes, como vomitados por los edificios. Confusos —al igual que nosotros— con respecto a la procedencia y a la causa de la brutal explosión que los acababa de desvelar decidieron culpar, con bastante lógica, por cierto, a los mexicanos que habían aparecido cabalgando ante sus ojos simultáneamente a aquel estallido que había agitado el suelo de Columbus.

Con la fiesta montada alguno decidió, con buen ojo, que sería necesaria una cantina para que los hombres pudieran jalarse a gusto, y tres o cuatro que acababan de salir del hotel tumbaron a patadas la puerta del establecimiento. Fiesta preparada, cantina abierta… no quedaba otra que darse a una borrachera de tiros.

El coronel Cervantes nos llamó a resguardarnos en un primer momento, puesto que en lugar de pillar de improviso a los gringos en el hotel, eran ellos quienes habían empezado a zumbarnos sin piedad con extraordinaria rapidez instantes después de la explosión. Parecía que durmiesen con las pistolas bajo la almohada, los cabrones. Lo que, en cuanto uno observaba las trazas de nuestros compañeros de verbena, no era nada descabellado.

Al principio nos hicieron bastante daño. Creo que incluso llegaron a pensar que huíamos cuando volvimos grupas hacia el norte y cabalgamos de nuevo hacia las afueras del pueblo, por donde habíamos entrado; jaleados por el propio coronel que se cagaba en lo más alto por culpa de la maldita sorpresa con que habíamos logrado acercarnos al hotel: toneladas de sigilo explotando como si fueran bombas —que lo eran— al otro lado del pueblo. Si el culpable de la explosión era mexicano, maldecía el coronel, podía irse buscando una venda que le entrase bien en la cabeza, porque de seguro que Villa lo haría fusilar cuando supiese los aprietos en los que el jodido estruendo nos había metido allá en el hotel. O no.

Pero cuando retornamos, a los gringos les cambió la cara. Debían habernos tomado por cobardes que huíamos al primer contratiempo, y no se esperaban semejante regreso. A Cervantes le había parecido demasiada la gente que se estaba parapetando en el hotel como para entrar directamente allá, por lo que decidió que debíamos aposentarnos antes en el edificio de enfrente —la cantina— para tratar de darles a los gringos desde ella. Y como éramos revolucionarios —los valientes de Chihuahua, los Dorados de Villa… todo lo que quisieran nos podrían llamar, aunque en que en aquellos momentos nos quedaba mejor ser los Cincuenta Que Iban A Cenar Plomo— tan sólo teníamos una manera de asentarnos frente al hotelito, y ésta era tomando la cantina a puro huevo. Y con los cojones por delante nos lanzamos de nuevo hacia el hotel y la cantina. Con dos puestos sobre las sillas de los caballos y otra docena en las manos de los que iban en vanguardia. Huevos negros, duros como el metal, huevos sin clara ni yema, huevos de esos que les dicen granadas de mano.

II. Llueve hacia arriba (3/7)


Los gringos ganaban terreno hacia los edificios, y la mayor parte de la masa villista reculaba, poco a poco, hacia los hangares de la estación del ferrocarril, hostigados por una caballería que impedía a su vez la entrada en combate del tercer grupo, el que estaba bajo el mando de Pancho Villa.

Tras las repetidas cargas de caballería, con el suelo plagado de cadáveres mexicanos y nuestra tropa descompuesta, la infantería gringa se encargó de completar el trabajo, enzarzándose en un combate cuerpo a cuerpo contra los supervivientes, que mal situados y nulamente organizados, se veían continuamente superados. Si Villa no lograba llegar con sus doscientos hombres de refresco hasta la estación nadie saldría vivo de allí, y todos acabarían fritos a tiros. Aunque los tiros no eran, ni mucho menos, lo peor de la carnicería en que se había convertido la estación de Columbus. Mal que mal un disparo podía caerte en la cabeza o el corazón, mandándote con inmediatez con tu señora abuela, pero lo que resultaba realmente terrorífico eran las bayonetas.

Avanzando en ordenada formación los gringos abrían fuego con los rifles desde la lejanía, pero en las distancias cortas eran las bayonetas las encargadas del trabajo, y para cerciorarse de que el tiro fuese mortal lo acompañaban de una cuarta de acero en las entrañas, dejando vientres abiertos y mondongos colgando que componían estampas escalofriantes; como el ver a un hombre intentando meter sus propias tripas dentro de su cuerpo por el tajo de dos palmos que acaba de desgarrarle el abdomen, ahogándose en su propia sangre mientras las morcillas se le escurren, juguetonas como renacuajos, entre los dedos.

Entonces, como si no bastase con el estropicio que los soldados gringos estaban causando entre nuestros compañeros que se batían en la parte sur del pueblo, desorden, encerrona e intestinos reptantes incluidos, se abrieron las puertas del infierno.

En la deriva del combate los gringos habían encajonado a los nuestros en la estación del ferrocarril, acorralándolos contra las paredes de los hangares, pero, incomprensiblemente, cuando la cosa parecía sentenciada, ya que era imposible que la ayuda del grupo de Villa desbordase a los gringos y alcanzase aquella posición, los gringos se retiraron hacia la zona más abierta que se extendía entre las vías y su campamento.

Viendo que los gringos retrocedían, los hombres de Pablo López —o lo que quedaba de ellos, que no era mucho— se lanzaron al ataque, alcanzando a alguno de los soldados que no se retiraba siguiendo el mismo orden que el resto de su compañía, muriendo así media docena que no se replegaron en buena formación. Liquidándolos estaban cuando, viendo por fin la oportunidad de unirse al resto de sus hombres, Pancho Villa avanzó finalmente sobre Columbus acompañado del tercer grupo de guerrilleros, ocupando la posición que los gringos acababan de abandonar incomprensiblemente.

La llegada de gente de refresco dio muchos ánimos a los que peleaban ya desde hacía un buen tiempo, y el concurso de un centenar largo de nuevos rifles permitió llevar a los gringos prácticamente hasta las puertas de su campamento. Un empujón más —creían— y los tendrían acorralados contra su propia verja; mientras esperaban a que sonase la victoriosa corneta del otro lado del pueblo, los villistas podrían además dar un escarmiento a los gringos, por todas sus ofensas anteriores y por todos los compañeros que habían matado minutos antes junto a la estación. No eran pocos precisamente los que vengar, pero todo lo anterior quedó en un juego de niños cuando, como ya dije antes, del Furlong surgieron los siete infiernos.

Las puertas del campamento se abrieron, y algunos soldados fueron resguardándose en su interior, mientras que otros, los más, mantenían las posiciones, esta vez sí que con gran orden. Parecía el momento propicio para lanzar un último ataque sobre los que quedaban fuera y aprovechar que la puerta principal estaba abierta para penetrar en el recinto y borrarlo del mapa. Muchos guerrilleros se aventuraron en las inmediaciones del Furlong, y fueron los primeros en caer cuando por el portón principal salió un carro artillado con una ametralladora.

Porque resultó que los gringos no se habían retirado de gratis, perdiendo así la ventajosa posición en la que tenían acorralados a los que habían atacado en nuestra primera oleada. Los muy hijos de puta lo hacían para dejar paso a los artilleros de las ametralladoras, y habían cedido el terreno para que sólo hubiese mexicanos en la franja que separaba el pueblo del campamento, evitando así matarse entre ellos con el fuego de sus propias armas.

Una ametralladora. La de cosas que podríamos hacer los revolucionarios de Pancho Villa con una de esas magníficas y modernas ametralladoras; en su lugar, nosotros sólo contábamos con unos rifles de mierda más viejos que el océano. Siempre hubo clases.

El carro avanzó unos metros y entonces la ametralladora tronó por primera vez; bajo la granizada de plomo que desde la parte superior de un carro barría toda la franja iba llegando la muerte a cubadas. Caían hombres por todas partes, atravesados por las balas que aquel aparato escupía sin objetivo alguno; algunas hacían blanco entre la tropa, muchas se perdían en la noche y otras daban en tierra o rebotaban contra las paredes, levantando esquirlas que actuaban a su vez como metralla, clavándose en los cuerpos de los hombres, amputando miembros y rebanando pescuezos.

Desde aquel extraño carro, protegido con chapas de metal a modo de blindaje —si en aquellos tiempos resultaba verdaderamente llamativo el mero hecho de ver un carro imagínense uno blindado; aquello, si no fuese porque los estaba matando, debió de ser regio de ver— dos artilleros continuaban disparando decenas de balas a cada instante, y el suelo, poco a poco, se iba poblando de nuevos cadáveres mexicanos.
La búsqueda de refugio resultaba del todo imposible si no era mediante la huída generalizada, opción que ofrecía resultados tan inciertos que dudo fuese siquiera contemplada. Puesto que no todos los días se invaden los Estados Unidos, había que aprovechar el viaje. En realidad nunca nadie lo había hecho hasta entonces ni lo volvería a hacer jamás hasta hoy —deténganse un momento a valorar la magnitud que aquí toman las palabras nunca, nadie y jamás, así como el lugar de la Historia en que esto nos coloca—, por lo que a mis compañeros guerrilleros no les venía muy bien eso de recular a esas alturas.

Despreciada la fuga, los hombres trataban de cubrirse como podían del enjambre de tiros que salía de las ametralladoras y traspasaba puertas y ventanas, horadaba paredes, levantaba la tierra del suelo y se iba llevando, de pocos en pocos o de muchos en demasiados, a los villistas por delante. Hombres con cinco, seis o diez impactos de bala en su pecho cayendo muertos en un instante; sangre manando incontrolada en la polvorienta explanada de la estación ferroviaria mientras el espantoso tronar de la ametralladora acallaba el crujir de los huesos; sesos esparcidos por todas partes en un grotesco espectáculo de órganos saltarines, escurriéndose pegajosos por las paredes, a metros de los que fueron sus dueños, gozando aún palpitantes de su efímera libertad fuera de un cuerpo. Una carnicería en toda regla.

El general Villa sabía que la zona sur era una simple distracción para que su caballería se ocupase del hotel, en el norte; pero a pesar de que había asumido un importante número de bajas —como a la postre sufriríamos—, no pretendía dejar morir en Columbus a toda su tropa a manos de los soldados gringos para atrapar a Morgan. Viendo la situación lamentable que sus hombres sufrían, Pancho Villa, perro viejo experimentado en guerrillas y emboscadas, aguzó el ingenio y pensó rápidamente la manera de dar un vuelco a aquella penosa estampa. Estaba decidido a voltear la situación hasta llegar, luchando prácticamente casa por casa si fuese necesario, a hacerse con el control del pueblo hasta que desde el hotel sonase la corneta.
Villa llamó a uno de sus ayudantes y le preguntó por cierto hombre.

—Anselmo, ¿viene con nosotros el cura?

—Simones, mi general. Venía en vanguardia con la gente del cabo Minable.

—Pues córrele, que venga acá.

—Ahorita mismo se lo alcanzo, mi general.

Y el tal Anselmo Nogales salió hacia la gente de Minable a buscar al cura.

El padre Blanco, que así se llamaba el cura, había dejado de dedicarse a su honorable ministerio —que no colgado la sotana, pues aún vestía con esa prenda que paseaba por sierras y desiertos— años atrás, uniéndose a la tropa que Pancho Villa estaba reclutando en su Chihuahua natal para levantarse contra Porfirio en busca de justicia para el campesinado despojado. Al contrario que los curas al uso en las campañas bélicas, nuestro curita no sólo se dedicaba a impartir extremaunciones a los moribundos, sino que en la mayoría de los casos era él quien se encargaba de aviarlos, listos para recibir de otro el sacramento, pues tenía fama de excepcional tirador.

Tras unos minutos en los que los hombres recién llegados con Villa se apuntaron al divertimento general de agujerearse a tiros, que era a lo que los gringos y los de Pablo López llevaban jugando un buen rato, el mentado curita apareció en donde se encontraba el general.

—¿Quíubole, mi general?

—Venga acá padre…

Y Francisco Villa le contó al cura lo que quería de él.

II. Llueve hacia arriba (2/7)


Por el sur la jarana había comenzado un rato antes, ya que, a pesar de ir a pie, los de nuestro grupo más numeroso nos habían tomado la delantera mientras dábamos nuestro rodeo. El pueblo era pequeño, con las calles dispuestas en sentido norte-sur. Los hombres de Pablo López, que comenzaron el ataque por la zona más cercana a la frontera con México, debían de ser capaces de asentarse cuanto antes para recibir bien parapetados a los soldados del Furlong. De esta manera evitarían que el combate se extendiese por todo Columbus. Lo alargado de las calles debía mantener la lucha en la zona inicial del ataque, lejos de nuestro objetivo en la parte norte.

Es justo decir que, salvando la división de nuestros efectivos en los tres grupos ya mencionados: Cervantes, López y Villa, el resto de nuestros movimientos fueron bastante caóticos. Organización sería la palabra menos adecuada del diccionario para definir nuestro ataque sobre Columbus —ésa, o lechuga, tengo mis dudas—, y si bien el medio centenar de guerrilleros que entramos a caballo por la zona norte mantuvimos un mínimo de compostura —nuestro objetivo era claro, y no había muchas opciones a la hora de actuar—, los que atacaron por el sur, especialmente los primeros al mando del valiente Pablo López, lo hicieron inmersos en el mayor de los desórdenes; y eso, cuando te toca vértelas con una guarnición del ejército más poderoso del orbe, se acaba pagando, por mucho que a la mayoría de los gringos los agarrásemos durmiendo en calzones.

Precisamente fueron dos que no estaban en calzones, sino bien uniformados y de guardia, de los pocos que cayeron del lado estadounidense. Cabalgaban al paso a sólo unos metros de distancia de la verja sur del campamento gringo. Iban totalmente despreocupados, con los caballos a la par hablando tranquilos de regreso hacia la entrada principal después de completar su guardia por los alrededores, comprobando que todo andaba tranquilo en la franja que lindaba con México. Solían pescar a algún contrabandista —si éste no había tenido la ocurrencia de comunicar con plata sus intenciones al jefe de la plaza, porque en ese caso los soldados solían volverse inexplicablemente sordos y ciegos— o a cualquier mexicano que cruzase la frontera por las más variopintas razones, siendo entonces habitual su arresto y desinfección, con ocasionales sucesos como los que me ocurrieron a mí y a mis compañeros en El Paso y que ya les relaté. En aquella ocasión la pareja de jinetes no tuvo la oportunidad de atrapar a ningún muerto de hambre y enseñarle nociones de higiene, porque cuando vieron aparecer tras una ondulación del terreno a los que iban al mando de Pablo López tan sólo tuvieron tiempo de empuñar sus rifles y dar un par de tiros hacia la masa de guerrilleros que se abalanzaba hacia ellos. Desconozco si con aquellos primeros disparos alguno de los nuestros cayó. Lo que sé a ciencia cierta —el propio Pablo López me lo contaría después— es que el primero de los jinetes fue abatido al instante, mientras que el segundo cayó de su caballo al ser alcanzado por balas mexicanas, pero no estaba herido de muerte e intentó auparse de nuevo sobre su montura para alcanzar, perplejo y asustado, la puerta de entrada al campamento. Aún tuvo tiempo de gritar, dando la voz de alarma a los centinelas de las garitas de vigilancia del Furlong antes de morir, con lo que ahí se terminó todo el efecto sorpresa de nuestro ataque.

Al tiempo que pegaba las voces, y ocultándose tras la grupa del caballo al que trataba de subirse, el soldado herido se protegía de los asaltantes, que no le disparaban por no matar al caballo, ya que era una preciada presa de guerra para nosotros; por lo que para neutralizar al gringo había que acercarse a él hasta el cuerpo a cuerpo. Uno de los nuestros llegó a la altura del caballo y trató de hacerse con él, pero el gringo le golpeó con la culata del rifle —que entonces, una vez vaciado durante el tiroteo solo servía para eso, repartir mandobles, habida cuenta de que era imposible detenerse a cargarlo con decenas de guerrilleros saliendo de todas partes— y le derribó. Después, cuando el mexicano yacía en el suelo, doliéndose de las costillas donde le había alcanzado el tremendo golpe, el soldado sacó su pistola, y a punto estaba de apretar el gatillo cuando desde el caballo del otro gringo llegó en el último momento una inesperada ayuda.

Un segundo mexicano, que había logrado apropiarse de la bestia, le pegó un tiro al soldado que le abrió un gran boquete en la casaca azul, y el gringo cayó de espaldas, con el pecho abierto y el esternón volatilizado por el disparo.

Esquivo por un pelo de la muerte, el guerrillero que estaba en el suelo con las costillas molidas pudo erguirse y hacerse con el segundo de los caballos; y así continuaron la marcha los dos mexicanos, poniendo rumbo hacia la puerta principal del campamento Furlong y las cercanas casas de la zona sur de Columbus. Ya teníamos otros dos en nuestra caballería, montando ufanos entre el resto de los guerrilleros que se movían a pie. Inusitada facilidad la que ofrecía el ejército villista para promocionar o, al menos, cambiar de cuerpo, de la noche a la mañana. Nada más correcto en el caso de aquellos dos, que comenzaron la madrugada como infantería y alcanzaron el alba como caballería. O la hubieran alcanzado a lomos de sus recién adquiridos caballos si no les hubiesen cosido a tiros los gringos poco después, porque, tras el frenesí inicial y el triunfo contra los dos centinelas de los caballos, los éxitos se acabaron y los gringos empezaron a cobrarse cara tanta osadía.

Sonaron campanas y megáfonos llamando a la lucha dentro del campamento Furlong, y en cuestión de minutos los hombres que mandaba Pablo López se batían casi cuerpo a cuerpo con los soldados gringos, convirtiendo la escaramuza en un combate directo para el que no estaban preparados. Las balas zumbaban desde los puestos de los centinelas del campamento y los cuerpos de los mexicanos, expuestos al fuego que se les hacía desde las alturas, iban sembrando poco a poco la explanada que separaba el campamento de las primeras construcciones de Columbus: los almacenes de grano, la estación y los hangares del ferrocarril.

El campamento estaba asentado sobre una pequeña elevación que dominaba Columbus. Entre él y el resto de del pueblo se extendía una franja de terreno abrupto que se suavizaba junto al edificio de la estación. Protegidos tras estas ondulaciones del fuego que los gringos abrían desde los puestos de vigía, los nuestros entablaron un intercambio de tiros, esta vez sí, bastante equilibrado. Las balas volaban de un lado a otro de las improvisadas trincheras naturales, pequeños cañones horadados en la tierra por tormentas durante siglos que habían creado un paraje abrupto desde el cual ambos bandos se sacudían con virulencia, sobre todo cuando las nubes se apartaban y dejaban paso a la claridad de la luna, descubriendo sus posiciones.
Duró unos largos minutos esta ficticia paridad de fuerzas, hasta que los gringos pusieron en juego su superioridad técnica y táctica en un combate en toda regla, que era en lo que se había convertido la zona de la estación de Columbus, dando la vez a la caballería.

Hoy puede sonar muy antigua una carga de caballería. Vista desde los ojos de hombres que conviven con carros anfibios de combate, aviones que cruzan océanos en horas o bombas capaces de destruir naciones enteras, la imagen de decenas de caballos rompiendo al galope líneas de infantería, de jinetes aplastando a los soldados de a pie bajo las pezuñas de sus bestias mientras les abren boquetes en el pecho o tajos en la cara desde sus monturas, quizás resulte prehistórica; pero nada resulta más alejado de la realidad que creer eso. En otros tiempos, en los tiempos de mi juventud, para matar a un hombre era necesario acercarse a él, al menos, hasta una distancia a la que él también podía volarte los sesos de un tiro. Y eso dejaba las guerras en manos de hombres que arriesgaban su piel en ellas, y no bajo las arbitrarias decisiones de políticos para los que un muerto tan sólo suponía una boca menos en el rancho; y las daba el único aire de cordura que la barbarie de la guerra podía tener: saber que en el día de mañana tú podías ser víctima del mismo juego cruel al que decidieses entregarte. Que no es poco.

II. Llueve hacia arriba (1/7)


Estaban todas las calles
de muertos entapizadas
y las cuadras por el fuego
todititas destrizadas.
CORRIDO DE LA TOMA DE ZACATECAS


Napoleón había invadido Rusia, penetrando hasta el mismo corazón del Kremlin; los ejércitos imperiales de Carlos V habían saqueado Roma ante los atónitos ojos del Papa; en Oriente, desde Babilonia hasta la China, las ciudades cambiaron de manos como sus habitantes de calzones durante milenios; Francia y España sufrieron, desde la época de los romanos hasta la modernidad, las acometidas de pueblos y ejércitos de todo tipo y condición; e incluso a la isla de Gran Bretaña habían llegado invasores del norte y sufriría multitud de ataques de la aviación alemana casi treinta años después de lo que narro, durante la Segunda Guerra Mundial. Y en aquellos mismos tiempos franceses, alemanes, checos, húngaros, rusos, austriacos, griegos o turcos se estaban dando tal cantidad de hostias, enfrascados de lleno en la Gran Guerra, que raro era el que quedaba tras las fronteras de su propio país. Todos los estados, países e imperios habidos durante los tiempos: persas, egipcios, griegos, romanos, incas, aztecas o mayas entre muchos otros, habían sido objeto de innumerables agresiones por parte de soldados extranjeros a lo largo de toda la Historia. Pero aquella fría madrugada del 9 de marzo de 1916, antes de la salida del sol sobre Columbus, nosotros llevamos a cabo el único ataque que los Estados Unidos de América sufrieran jamás sobre su suelo continental desde que las colonias norteamericanas lograran su independencia y rechazaran a las tropas inglesas de la metrópoli allá por 1815.

Pancho Villa había elegido el pequeño pueblo de Columbus como objetivo de nuestra ofensiva, y si hubiéramos creído las causas que nos había expuesto en su arenga del atardecer anterior a la incursión —pura venganza contra los estadounidenses, que obraban continuamente en contra de México y la Revolución—, no nos quedaría otra que considerar aquella elección como una grandísima torpeza. Porque Columbus era cualquier cosa menos un pueblo tranquilo.

En Columbus estaba asentado, como ya dije antes, el campamento militar Furlong, con más de seiscientos soldados de la caballería allá acantonados; era también, a pesar de su escasa población, una importante parada del Southern Pacific, la línea de ferrocarril que unía Texas con el Pacífico, prácticamente a mitad de camino entre Tucson y la mal parida ciudad de El Paso. Aparte, el estado de guerra en el vecino México, la existencia de reservas indias relativamente activas en la cercana Arizona —hasta hacía un escaso par de décadas las tribus hopi de mi amigo Kiche habían campado a sus anchas por el que siempre había sido su ancestral territorio— o la tradicional belicosidad de todos aquellos que antiguamente habían buscado fortuna en el Oeste no civilizado, convertían al pueblecito de Columbus en un auténtico nido de víboras, donde desde el herrero hasta el pastor dormían con un rifle al lado del yunque o debajo de la sotana.

Vista así la cosa a nadie le hubiera cabido duda de que la elección de Pancho Villa era profundamente desafortunada —por ser benevolentes con la adjetivación y con el propio general— o, por decirlo de otra manera, digna de un perfecto inútil que nos metería a todos en un tremendo avispero con el único objetivo de dar un escarmiento moral a la nación más poderosa de la Tierra. Pero todos los que en vida conocimos al general personalmente, o aquellos que no compartieron su presencia pero que fueron testigos de sus actos, podemos afirmar sin miedo al error que Pancho Villa no fue ni un iluminado ni un fanfarrón, y mucho menos un estúpido. Y que apenas estaba la mitad de loco que la mayoría de los que le seguíamos tratando de cambiar México.

Porque todo el ataque sobre Columbus se apoyaba sobre un sólido cimiento: además de un destacamento de caballería estadounidense, una estación ferroviaria, una herrería, una casa de putas regentada por chinas y una iglesia, el pueblecito de Columbus, Nuevo México, tenía también una pensión, de nombre hotel Hoover, cuyo propietario era —no es muy complicado adivinarlo a estas alturas— el señor Bradley Morgan, el hijo de la chingada que nos había costado miles de pesos y veinte buenos hombres, y al que Pancho Villa quería dar cuello con sus propias manos después de que nos entregase de una santa vez las armas que nos adeudaba.

* * *

Brillaban con fuerza las estrellas cuando iniciamos la marcha. Avanzábamos rumbo norte hacia el lugar en el que, entre setos y cactus, debía de estar la raya pintada en los mapas. Incidíamos sobre el fronterizo condado de Luna viniendo del suroeste, formando un solo grupo que se fracturó en tres a unas dos millas escasas del pueblo, cuando ya debíamos de haber traspasado la frontera. El mayor de los grupos se encaminó pronto hacia el pueblo. Estaba compuesto por gente de a pie, camaradas de la infantería —en aquel ejército de Pancho Villa, y a aquellas alturas de Revolución, todos los hombres pertenecíamos a la infantería hasta que robábamos un caballo— que serían los primeros en lanzar el ataque. Al frente de todos ellos iba el sin par Pablo López, de quien antes hablé ya, cabalgando en vanguardia de sus doscientos trece hombres. Un grupo más reducido, de unos cincuenta mandados por Candelario Cervantes, todos a caballo, inició un leve rodeo por el oeste. La ruta elegida alejaba al grupo del campamento Furlong, que estaba a levante del pueblo, justo en el lado opuesto, con la intención de penetrar en Columbus desde el norte para encerrar a los gringos en el interior de nuestras posiciones. Yo iba en este grupo.

Promocioné en el instante en que Kiche mató al soldado en el cerro de El Paso. La huída a lomos del caballo robado me había dado el ascenso, y ahora era un glorioso caballero de la División del Norte. Iba montado sobre la yegua negra del soldado gringo —la cual, por cierto, desconozco si tuvo nombre anterior, pero por entonces respondía al de Kalinka— y junto a mí cabalgaba el indio que, lógicamente, había mantenido el privilegio de pertenecer al grupo de jinetes por tener montura propia. Le llamaba Xuto o algo así, una especie de sonido extraño, a medio camino entre una palabra y un imperceptible chistido, ante el que el caballo pío respondía dócil e inteligente, comprendiendo perfectamente lo que el indio quería de él tan bien como si fuese un hombre cabal.

Finalmente había un tercer grupo, otros dos centenares de hombres, morro arriba, morro abajo, con los que iba en persona el general Villa, y que serían los encargados de hostigar el campamento militar Furlong cuando los soldados intentasen acudir al núcleo de Columbus —dicho así parece que el pueblucho fuese tan grande como Londres, pero de alguna manera hay que hacerse entender— para distraer fuerzas y permitir que los que entrábamos a caballo por el norte, que realmente éramos los que debíamos tener éxito en el ataque, hiciésemos bien nuestro trabajo. Porque todos los demás compadres, los cuatrocientos largos que entraron en Columbus desde abajo, por el sur; todos los meros guerrilleros sin graduación alguna que iban con Pablo López; o Juan Pedrosa y el propio Pancho Villa, no eran más que un reclamo para que la caballería mexicana —o sea, Kiche, el coronel Cervantes, los otros cuarenta y siete y servidor— pudiésemos llegar a nuestro objetivo final: el Hotel Hoover.

Tan sólo cuando estuvimos dando el rodeo el coronel nos explicó cuál iba a ser nuestro verdadero cometido. Hasta entonces sabíamos lo mismo que el resto de la tropa: teníamos que entrar en Columbus, armar mucho ruido, escoger unas buenas posiciones, evitar en lo posible matar civiles en los primeros momentos —después, cuando todo se descontrolase, bastante tendríamos con no matarnos entre nosotros en medio de la noche— y en cuanto los del Furlong apareciesen, zumbar todo lo que pudiésemos a los soldados gringos. Todo esto rápido, en una de esas acciones de guerrilla que tanto agradaban al general Villa y en las que tan curtidos estábamos todos los que combatíamos por la División del Norte; para salir después a toda velocidad hacia México en cuanto sonase la corneta de retirada.

El coronel Cervantes nos lo explicó todo sin detenernos, con los caballos avanzando al trote por el desierto, rápido pero lo suficientemente sigilosos como para que fuesen los que entraban a pie por el sur los que tocasen a maitines en Columbus. Nosotros no penetraríamos hasta el centro del pueblo, al contrario. Nos centraríamos en la segunda de las casas de la calle por donde haríamos nuestra aparición estelar: el hotel. Lo nuestro se reducía a encontrar a Morgan y llevárnoslo.

Cincuenta hombres para agarrar a uno sólo sonaba algo exagerado, así que todos se suponían algo que yo ya sabía: mister Morgan estaría bien acompañado y serían necesarios muchos hombres para echarle mano; si a El Paso nos mandaron a veintiuno, allí, en su propia madriguera, medio ciento se me antojaban incluso pocos.

* * *

A lo lejos se oyeron los primeros disparos, pero el viento del norte disipaba los sonidos y los hacía mucho más distantes de lo que realmente eran, alejándolos de nosotros. Durante nuestra cabalgada el cielo se había cubierto, y la noche clarísima de miles de estrellas brillantes se había oscurecido en demasía. Bueno hasta aquel momento, ya que nos había permitido pasar inadvertidos; muy malo a partir de entonces, donde podría ser tan normal como el comer frijoles que nos empezásemos a agujerear las chichas entre nosotros mismos.

Cervantes tomó la palabra por última vez.

—Bien chinacos, ya conocen su chamba.

Así, chinacos, era como nos llamaban a los guerrilleros; al parecer debido a lo desharrapado que vestíamos. Resultaba el mote de cierta palabra que en la lengua nahua venía a decir algo así como culo al aire. Muy apropiado, por tanto.

—Cercaremos el hotel —continuó Cervantes— y nos llevaremos a Morgan. Vivo. No quiero que ese hijo de la gran chingada estire la pata con nuestras armas guardadas bajo cualquier pinche roca del desierto. Cuando lo agarremos le daré a la corneta: dos toques. Es la señal de retirada.
Recalcó mucho lo de vivo, dedicando una mirada severa a algunos de nuestros hombres, que tenían fama de matar más de lo estrictamente necesario. Que no solía ser poco, por cierto.

—No estaría de sobra —dijo, ya para acabar— que volviésemos todos a México por donde hemos llegado; así evitaremos acercarnos al centro del pueblo o al campamento de la caballería, donde las cosas estarán mucho más feas que en el hotel —el coronel no tenía ni idea de lo feo que se iba a poner el hotelito—, pero eso ya es cosa suya. Cuando tengamos a nuestro hombre que cada quien se regrese como bien pueda.

Continuó su breve plática insistiendo de nuevo en que no debíamos pensar en nada más allá del hotel, ni internarnos en Columbus. Todo aquello estaba muy bien, pero cuando empezasen a zumbar los rifles cada uno debería mirar por su propio culo, y entonces nadie sabía a ciencia cierta dónde iba a acabar, por mucho plan de ataque y mucha previsión. Concluyó Cervantes insistiendo en que el objetivo era llevarnos de allá al contrabandista, que era el único que nos podría llevar hasta nuestras bien pagadas armas y municiones.

De palabra todo sonaba bonito, pero reconocer a un hombre al que algunos de nosotros tan sólo habíamos visto en fotografía y durante un escaso instante no iba a resultar pan comido precisamente. La jugada tenía gran riesgo incluso en el caso de ganar con las armas a los gringos, algo que ninguno dábamos por seguro, ni mucho menos. Mientras tanto, nos había asegurado el coronel, el grupo de Villa trataría de retener a los soldados en la parte opuesta del pueblo, y se haría con todos los caballos posibles de los militares gringos para facilitar la retirada de todos nuestros hombres que acudían a pie a Columbus.

Así se había diseñado nuestro ataque sobre los Estados Unidos: darles cuello a unos cuantos soldados gringos, robarles sus caballos y secuestrar al mal nacido de Bradley Morgan. Nada de batallar en buena lid, más bien todo lo contrario. Cualquier triquiñuela era un punto a favor de los casi quinientos locos que estábamos a punto de invadir un imperio. Sorprender, matar, raptar, huir. Muy lejos de ser glorioso, cierto, pero los pobres no conocen esta palabra.

Entonces, cuando íbamos a lanzarnos hacia el hotel, las nubes detuvieron su carrera nocturna, como expectantes ante nuestra cabalgada. El viento había amainado casi por completo, y sin nada que se llevara los sonidos hacia el sur llegó a nosotros lo que debía ser el típico bullicio de la madrugada en un tranquilo pueblecito de la frontera. La fiesta había comenzado y era de las grandes, quizás festejaban a la Virgen de Guadalupe o el Día de los Muertos. Vistos los invitados que acudíamos a la celebración me inclino más por lo segundo. Sea lo que fuere, la orquesta ya tocaba: en el pueblo de Columbus decenas de disparos retumbaban por todas partes y con los primeros metros de nuestro vertiginoso cabalgar en busca de Brad Morgan un estruendo sonó a lo lejos, una enorme explosión procedente del este que hizo temblar el suelo, asustando a nuestras monturas y despertando a todo el pueblo. Lo de tomar el hotel Hoover por sorpresa quedaba para mejor ocasión; después de la explosión lo único seguro era que nos iba a tocar cenar de nuevo. Plato único: ensalada de tiros.

I. El Paso (5/5)


Afortunadamente el soldado iba sólo —quizás ávido de una posible recompensa, deseoso de hacer méritos ante sus superiores o simplemente en busca de venganza—, pues de lo contrario el sonido del tiro hubiera alertado a sus eventuales compañeros y todo se hubiese puesto negro como el sobaco de un guajolote. O como el de la cabalgadura del hombre al que Kiche acababa de matar, porque incomprensiblemente tranquilo a pesar del disparo apareció tras la curvatura del cerro, unos metros por detrás del indio, una hermosa yegua negra que le seguía a unos pocos metros, dócil y confiada, como víctima de algún tipo de encantamiento.

Mi nuevo amigo, al que debía demasiadas cosas para tan poco tiempo de convivencia —unos calzones, una camisa, un chusco de pan con cecina, de seguro la libertad y puede que incluso la vida— había salido de nuestro refugio bajo la roca para inspeccionar el terreno, buscando una manera de bajar de aquel cerrillo sin acercarnos demasiado a El Paso; tratando de caer en alguna zona del llano que nos permitiese cruzar el río cuanto antes para iniciar nuestra huída a través de Nuevo México. En su paseo se había topado con el caballo del soldado, que se encontraba amarrado a un arbolillo cercano, y temiéndose lo que luego habría de ocurrir, había soltado el nudo de la rienda volviéndose, cautelosa y muy oportunamente hasta nuestro escondrijo con el caballo siguiéndole como si de su amo se tratara.

Partimos con el cadáver del soldado aún caliente, y lo hice llevando puestos al fin unos pantalones de una talla más o menos aceptable, conseguidos tras ser robados al muerto, obviamente. No es robar a los muertos una de las cosas que más honra reporten a una persona, pero en esta vida hay muchas cosas que no la traen, como acumular bienes que no se necesitan, regurgitar por cualquier rincón trozos de cena grandes como tacos de a peso después de una buena borrachera o matar por una bandera, y no sólo no es algo que se critique, sino que muy a menudo incluso se aplaude. Además, aparte de la ropa, teníamos otro rifle, que junto con la pistola que recogí de la cueva —caí entonces en la cuenta de que era la segunda cosa que robaba a un muerto, aunque cuando le quité el revólver al ricitos aún estaba vivo, pero le quedaba tan poco que casi cuenta como fiambre— hacían ya tres armas contando la de Kiche, más una considerable cantidad de munición que el trozo de carne sin pantalones del cerro llevaba antes encima. También teníamos dos caballos, lo que resultaba una gran noticia para salir de allí cuanto antes.

Con las dos monturas todo se agilizó bastante. Descendimos por la falda noreste de la ladera para alejarnos lo más posible del núcleo urbano de El Paso, los animales sujetos por las riendas y nosotros caminando sigilosos a su par. Un ruido más fuerte de lo normal, el propio crujir de los arbustos bajo los pies del otro o el sonido de cualquier alimaña a nuestras espaldas, nos hacían tensar los músculos y revolvernos armas en mano. Una vez que abandonamos el cerrillo seguimos rumbo noroeste durante unas pocas millas, hasta que a Kiche le pareció aquella una buena zona para acercarnos al río e intentar vadearlo sobre los caballos.

Nos costó mucho tiempo tomar la decisión de adentrarnos en las aguas. Aún siendo una zona de escasa profundidad y aparentemente propicia para el cruce con los caballos, la corriente era fuerte, y las bestias no parecían muy convencidas de meterse dentro del cauce. Además, una vez dentro del río seríamos presa fácil para cualquiera que nos pretendiese dar caza apostado en la orilla, ya que los caballos no podrían galopar con el agua hasta el pecho.

No sería menos de una hora lo que estuvimos esperando a la sombra de un enorme cactus, y mientras Kiche aprovechaba para repartir las municiones que acabábamos de conseguir entre nuestras diferentes árganas, bolsas, cananas y cinturones —realmente habíamos hecho gran acopio de material a costa del muerto— yo me dispuse a dejarles un último regalo tras el viejo cactus, nuevo y oloroso éste, como último recuerdo de aquella aventura texana.

Finalmente tomamos la determinación. Kiche iba delante, haciendo de vez en cuando requiebros con su caballo para evitar las zonas en las que la corriente tiraba más fuerte. Yo me limitaba a seguirle, asumiendo de manera muy natural que, al menos hasta que entrásemos en Chihuahua y el terreno me fuese conocido, nos iría mucho mejor fiándonos de los pálpitos del indio.

Tras unos minutos de lucha contra las aguas y algún que otro amago de los caballos, que amenazaban con encabritarse cuando se les obligaba a ir por una zona de demasiada corriente, cruzamos al otro lado. Ahora la calma y el sigilo eran palabras prohibidas, así que nos lanzamos a la carrera, dispuestos a reventar las cabalgaduras si era necesario con tal de llegar a México —preferiblemente a una parte de México en la que no me fusilasen por villista— lo antes posible, galopando como locos rumbo al suroeste, ya sin el menor cuidado de no llamar la atención. De perdidos, al río, dice el dicho. Y del río, a México, me permito añadir.

* * *

Nadie nos avisó de que habíamos entrado en México. Y es que, a pesar de lo que muchos prohombres de los gobiernos puedan creer, cuando caminas por el mundo no encuentras líneas de puntos y rayas que separen nada, y allí los coyotes y los buitres del desierto, animales libres desde que nacen hasta que mueren, no conocen otros límites que los que ellos mismos se imponen, como así debería ser para cualquier otra criatura de Dios; especialmente esa que anda sobre dos patas, acostumbra a llevar camisas de botones y que frecuentemente tiene la desgracia de ser la menos libre de todas.

De esta manera, sin ser conscientes de que habíamos traspasado la frontera por el desierto varias horas antes, al atardecer del octavo día de marzo nos topamos con el campamento de la División del Norte que mandaba el general don Francisco Villa. Allá nos dieron una buena ración de rancho que comí con avidez mientras narré nuestra historia al público presente, y al fin pudimos descansar unas horas tras dos días de huída que casi revientan nuestras monturas, sin haber saldado cuentas con ninguno de nuestros estafadores pero con el poco desdeñable bagaje a nuestras espaldas de seis gringos bajo tierra, una yegua prestada, el glorioso robo de los pantalones de un muerto y una cagada como un sombrero al amparo de un cactus.

* * *

Era noche cerrada, una noche muy clara, de cielo raso y muchas estrellas, especialmente despejada en la inmensidad del desierto de Chihuahua y sobre las llanuras que se extendían más allá de la frontera, sobre el vecino Nuevo México. Bajo la claridad de la luna podíamos vernos fácilmente las caras unos a otros entre las filas de guerrilleros expectantes; reflejado el relente de la luna por el suelo pelado de una pequeña colina cercana, erguida ya sobre tierra estadounidense.

Pancho Villa comenzó entonces su arenga a las tropas. Éramos unos quinientos y le escuchábamos con gran atención, pues se había corrido la voz de que el general planeaba algo importante, quizás una celada contra los carrancistas o una marcha contra alguna de sus ciudades.

—Soldados de la División del Norte, hijos de Chihuahua y defensores de México: el traidor Carranza, además de hacernos la guerra a los revolucionarios que le aupamos al poder, permite que los gringos hagan y deshagan según su conveniencia en el Gobierno…

La cosa parecía clara, los constitucionalistas de Carranza cada vez tiraban más de la ayuda gringa para hacernos frente a nosotros en el norte y a los zapatistas en el sur, y Villa y sus oficiales debían de haber preparado una contraofensiva contra ellos. Pero cuando todos estábamos preparados para conocer el destino de nuestro asalto sobre las posiciones carrancistas, Villa continuó su discurso y nos dejó helados.

—…Venustiano Carranza ha vendido la Patria a los Estados Unidos, y es por ello que vamos a ir a Columbus a darles un albazo a los gringos.

Un murmullo fue recorriendo todas nuestras filas al oír aquello. Columbus era un pequeño enclave fronterizo cruzado por el Ferrocarril del Oeste, que conectaba Texas con las costas de California; pero Columbus ya no era México. Estaba del otro lado de la raya y, por si faltaba algo, servía también de base a uno de los muchos cuerpos del ejército estadounidense diseminados a lo largo de la frontera, el campamento militar Furlong. Villa había enloquecido y quería invadir los Estados Unidos.

El general continuó, desentendiéndose de la inquietud general. Habló de que los gringos intentaban frenar la Revolución, que desde la capital incluso se les permitía reservarse el derecho para nombrar o vetar a determinados ministros, y que últimamente se habían decantado claramente en nuestra contra, llegando incluso a vendernos armas y municiones defectuosas para dificultar nuestros avances. Cuando el general terminó de exponernos las razones de nuestro ataque, uno de sus oficiales de mayor rango, llamado Pablo López, tomó la palabra y continuó la proclama de Villa.

—Queremos venganza contra los Estados Unidos.

Lo dijo así, claro, conciso, contundente. Esperó unos momentos a que sus palabras cuajasen en las molleras de la tropa y continuó.

—Los gringos son los meros culpables de lo ocurrido en Aguaprieta y Celaya —nuestras dos recientes derrotas—. Desde hace tiempo que nos vienen amolando y es a ellos es a quienes debemos consignar por la pérdida de centenares de bravos cuates suyos y el retroceso que han sufrido nuestras posiciones desde entonces, viéndonos obligados a refugiarnos en este nuestro estado de Chihuahua para comenzar de nuevo la toma de México para la Revolución.

El silencio era sepulcral. Pablo López asió su fusil, empuñándolo en lo alto y acompasando sus movimientos a las palabras del discurso.

—Permiten además a los carrancistas maniobrar por su lado de la frontera, donde nos son intocables… O al menos donde lo eran hasta el pardear de hoy, pues cuando mañana salga el sol nada será ya lo mismo.

Era Pablo López un hombre muy respetado por la tropa a causa de su valentía —como demostraría años después, cuando ante los constitucionalistas que lo capturaron e iban a fusilarlo se negó a que le vendasen los ojos, pues quería ver la cara de la muerte cuando ésta llegase; y lo único que pidió como postrero deseo fue que se llevasen del lugar donde lo iban a ajusticiar a todos los gringos, llegando incluso a dar él mismo la orden de disparar a su pelotón de fusilamiento— pero a pesar de este respeto que la tropa le profesaba, los guerrilleros no acababan de recibir con buenos ojos aquello de asaltar un pueblo más allá de la frontera.

Pancho Villa, viendo entonces que las razones de la cabeza no convencían a sus hombres, decidió probar con las del corazón. Dirigiéndose a otro de sus lugartenientes mandó que me buscaran y me sacaran de la formación, haciéndome relatar ante mis compañeros guerrilleros, palabra por palabra, toda la historia que aquí acabo de narrar. Dijo Villa a los hombres:

—Horita escuchen a este chavo, único sobreviviente de un grupo de ejecutados por los gringos bajo el horrendo delito de ser compatriotas suyos; vivo espejo de la opresión a la que los aliados de Carranza someten al pueblo mexicano.

Entonces, donde el carisma de Pablo López había fracasado, triunfó mi relato sincero de abusos y despechos gringos: nuestra detención en El Paso, la humillación de la desinfección, la quema de mis compañeros, el tiro en la cara del soldado y mi persecución y huída.

Las caras del auditorio iban poco a poco reflejando como mudaba por dentro su ser mientras les calaban mis palabras, hasta que incluso el más reacio de los guerrilleros estuvo completamente convencido de que nuestro ataque era adecuado y necesario. Después, sobre las cuatro de la madrugada, todos partimos a cruzar la raya, decididos a entrar, no sólo en los Estados Unidos, sino en los libros.

De esta manera y por estas causas que aquí se relatan, cuando amaneció sobre las áridas llanuras y las agrestes montañas del estado de Nuevo México, toda la franja oeste de los Estados Unidos despertó alarmada al conocer que habían sido objetivo de la acción militar más desconcertante de la Historia; en la cual Pancho Villa, acaudillando una hueste de desharrapados y muertos de hambre que nada salvo su propia locura poseían y a la que tuve el honor de pertenecer, había invadido la nación más poderosa del mundo.