Estaban todas las calles
de muertos entapizadas
y las cuadras por el fuego
todititas destrizadas.
CORRIDO DE LA TOMA DE ZACATECAS
de muertos entapizadas
y las cuadras por el fuego
todititas destrizadas.
CORRIDO DE LA TOMA DE ZACATECAS
Napoleón había invadido Rusia, penetrando hasta el mismo corazón del Kremlin; los ejércitos imperiales de Carlos V habían saqueado Roma ante los atónitos ojos del Papa; en Oriente, desde Babilonia hasta la China, las ciudades cambiaron de manos como sus habitantes de calzones durante milenios; Francia y España sufrieron, desde la época de los romanos hasta la modernidad, las acometidas de pueblos y ejércitos de todo tipo y condición; e incluso a la isla de Gran Bretaña habían llegado invasores del norte y sufriría multitud de ataques de la aviación alemana casi treinta años después de lo que narro, durante la Segunda Guerra Mundial. Y en aquellos mismos tiempos franceses, alemanes, checos, húngaros, rusos, austriacos, griegos o turcos se estaban dando tal cantidad de hostias, enfrascados de lleno en la Gran Guerra, que raro era el que quedaba tras las fronteras de su propio país. Todos los estados, países e imperios habidos durante los tiempos: persas, egipcios, griegos, romanos, incas, aztecas o mayas entre muchos otros, habían sido objeto de innumerables agresiones por parte de soldados extranjeros a lo largo de toda la Historia. Pero aquella fría madrugada del 9 de marzo de 1916, antes de la salida del sol sobre Columbus, nosotros llevamos a cabo el único ataque que los Estados Unidos de América sufrieran jamás sobre su suelo continental desde que las colonias norteamericanas lograran su independencia y rechazaran a las tropas inglesas de la metrópoli allá por 1815.
Pancho Villa había elegido el pequeño pueblo de Columbus como objetivo de nuestra ofensiva, y si hubiéramos creído las causas que nos había expuesto en su arenga del atardecer anterior a la incursión —pura venganza contra los estadounidenses, que obraban continuamente en contra de México y la Revolución—, no nos quedaría otra que considerar aquella elección como una grandísima torpeza. Porque Columbus era cualquier cosa menos un pueblo tranquilo.
En Columbus estaba asentado, como ya dije antes, el campamento militar Furlong, con más de seiscientos soldados de la caballería allá acantonados; era también, a pesar de su escasa población, una importante parada del Southern Pacific, la línea de ferrocarril que unía Texas con el Pacífico, prácticamente a mitad de camino entre Tucson y la mal parida ciudad de El Paso. Aparte, el estado de guerra en el vecino México, la existencia de reservas indias relativamente activas en la cercana Arizona —hasta hacía un escaso par de décadas las tribus hopi de mi amigo Kiche habían campado a sus anchas por el que siempre había sido su ancestral territorio— o la tradicional belicosidad de todos aquellos que antiguamente habían buscado fortuna en el Oeste no civilizado, convertían al pueblecito de Columbus en un auténtico nido de víboras, donde desde el herrero hasta el pastor dormían con un rifle al lado del yunque o debajo de la sotana.
Vista así la cosa a nadie le hubiera cabido duda de que la elección de Pancho Villa era profundamente desafortunada —por ser benevolentes con la adjetivación y con el propio general— o, por decirlo de otra manera, digna de un perfecto inútil que nos metería a todos en un tremendo avispero con el único objetivo de dar un escarmiento moral a la nación más poderosa de la Tierra. Pero todos los que en vida conocimos al general personalmente, o aquellos que no compartieron su presencia pero que fueron testigos de sus actos, podemos afirmar sin miedo al error que Pancho Villa no fue ni un iluminado ni un fanfarrón, y mucho menos un estúpido. Y que apenas estaba la mitad de loco que la mayoría de los que le seguíamos tratando de cambiar México.
Porque todo el ataque sobre Columbus se apoyaba sobre un sólido cimiento: además de un destacamento de caballería estadounidense, una estación ferroviaria, una herrería, una casa de putas regentada por chinas y una iglesia, el pueblecito de Columbus, Nuevo México, tenía también una pensión, de nombre hotel Hoover, cuyo propietario era —no es muy complicado adivinarlo a estas alturas— el señor Bradley Morgan, el hijo de la chingada que nos había costado miles de pesos y veinte buenos hombres, y al que Pancho Villa quería dar cuello con sus propias manos después de que nos entregase de una santa vez las armas que nos adeudaba.
Brillaban con fuerza las estrellas cuando iniciamos la marcha. Avanzábamos rumbo norte hacia el lugar en el que, entre setos y cactus, debía de estar la raya pintada en los mapas. Incidíamos sobre el fronterizo condado de Luna viniendo del suroeste, formando un solo grupo que se fracturó en tres a unas dos millas escasas del pueblo, cuando ya debíamos de haber traspasado la frontera. El mayor de los grupos se encaminó pronto hacia el pueblo. Estaba compuesto por gente de a pie, camaradas de la infantería —en aquel ejército de Pancho Villa, y a aquellas alturas de Revolución, todos los hombres pertenecíamos a la infantería hasta que robábamos un caballo— que serían los primeros en lanzar el ataque. Al frente de todos ellos iba el sin par Pablo López, de quien antes hablé ya, cabalgando en vanguardia de sus doscientos trece hombres. Un grupo más reducido, de unos cincuenta mandados por Candelario Cervantes, todos a caballo, inició un leve rodeo por el oeste. La ruta elegida alejaba al grupo del campamento Furlong, que estaba a levante del pueblo, justo en el lado opuesto, con la intención de penetrar en Columbus desde el norte para encerrar a los gringos en el interior de nuestras posiciones. Yo iba en este grupo.
Promocioné en el instante en que Kiche mató al soldado en el cerro de El Paso. La huída a lomos del caballo robado me había dado el ascenso, y ahora era un glorioso caballero de la División del Norte. Iba montado sobre la yegua negra del soldado gringo —la cual, por cierto, desconozco si tuvo nombre anterior, pero por entonces respondía al de Kalinka— y junto a mí cabalgaba el indio que, lógicamente, había mantenido el privilegio de pertenecer al grupo de jinetes por tener montura propia. Le llamaba Xuto o algo así, una especie de sonido extraño, a medio camino entre una palabra y un imperceptible chistido, ante el que el caballo pío respondía dócil e inteligente, comprendiendo perfectamente lo que el indio quería de él tan bien como si fuese un hombre cabal.
Finalmente había un tercer grupo, otros dos centenares de hombres, morro arriba, morro abajo, con los que iba en persona el general Villa, y que serían los encargados de hostigar el campamento militar Furlong cuando los soldados intentasen acudir al núcleo de Columbus —dicho así parece que el pueblucho fuese tan grande como Londres, pero de alguna manera hay que hacerse entender— para distraer fuerzas y permitir que los que entrábamos a caballo por el norte, que realmente éramos los que debíamos tener éxito en el ataque, hiciésemos bien nuestro trabajo. Porque todos los demás compadres, los cuatrocientos largos que entraron en Columbus desde abajo, por el sur; todos los meros guerrilleros sin graduación alguna que iban con Pablo López; o Juan Pedrosa y el propio Pancho Villa, no eran más que un reclamo para que la caballería mexicana —o sea, Kiche, el coronel Cervantes, los otros cuarenta y siete y servidor— pudiésemos llegar a nuestro objetivo final: el Hotel Hoover.
Tan sólo cuando estuvimos dando el rodeo el coronel nos explicó cuál iba a ser nuestro verdadero cometido. Hasta entonces sabíamos lo mismo que el resto de la tropa: teníamos que entrar en Columbus, armar mucho ruido, escoger unas buenas posiciones, evitar en lo posible matar civiles en los primeros momentos —después, cuando todo se descontrolase, bastante tendríamos con no matarnos entre nosotros en medio de la noche— y en cuanto los del Furlong apareciesen, zumbar todo lo que pudiésemos a los soldados gringos. Todo esto rápido, en una de esas acciones de guerrilla que tanto agradaban al general Villa y en las que tan curtidos estábamos todos los que combatíamos por la División del Norte; para salir después a toda velocidad hacia México en cuanto sonase la corneta de retirada.
El coronel Cervantes nos lo explicó todo sin detenernos, con los caballos avanzando al trote por el desierto, rápido pero lo suficientemente sigilosos como para que fuesen los que entraban a pie por el sur los que tocasen a maitines en Columbus. Nosotros no penetraríamos hasta el centro del pueblo, al contrario. Nos centraríamos en la segunda de las casas de la calle por donde haríamos nuestra aparición estelar: el hotel. Lo nuestro se reducía a encontrar a Morgan y llevárnoslo.
Cincuenta hombres para agarrar a uno sólo sonaba algo exagerado, así que todos se suponían algo que yo ya sabía: mister Morgan estaría bien acompañado y serían necesarios muchos hombres para echarle mano; si a El Paso nos mandaron a veintiuno, allí, en su propia madriguera, medio ciento se me antojaban incluso pocos.
A lo lejos se oyeron los primeros disparos, pero el viento del norte disipaba los sonidos y los hacía mucho más distantes de lo que realmente eran, alejándolos de nosotros. Durante nuestra cabalgada el cielo se había cubierto, y la noche clarísima de miles de estrellas brillantes se había oscurecido en demasía. Bueno hasta aquel momento, ya que nos había permitido pasar inadvertidos; muy malo a partir de entonces, donde podría ser tan normal como el comer frijoles que nos empezásemos a agujerear las chichas entre nosotros mismos.
Cervantes tomó la palabra por última vez.
—Bien chinacos, ya conocen su chamba.
Así, chinacos, era como nos llamaban a los guerrilleros; al parecer debido a lo desharrapado que vestíamos. Resultaba el mote de cierta palabra que en la lengua nahua venía a decir algo así como culo al aire. Muy apropiado, por tanto.
—Cercaremos el hotel —continuó Cervantes— y nos llevaremos a Morgan. Vivo. No quiero que ese hijo de la gran chingada estire la pata con nuestras armas guardadas bajo cualquier pinche roca del desierto. Cuando lo agarremos le daré a la corneta: dos toques. Es la señal de retirada.
Recalcó mucho lo de vivo, dedicando una mirada severa a algunos de nuestros hombres, que tenían fama de matar más de lo estrictamente necesario. Que no solía ser poco, por cierto.
—No estaría de sobra —dijo, ya para acabar— que volviésemos todos a México por donde hemos llegado; así evitaremos acercarnos al centro del pueblo o al campamento de la caballería, donde las cosas estarán mucho más feas que en el hotel —el coronel no tenía ni idea de lo feo que se iba a poner el hotelito—, pero eso ya es cosa suya. Cuando tengamos a nuestro hombre que cada quien se regrese como bien pueda.
Continuó su breve plática insistiendo de nuevo en que no debíamos pensar en nada más allá del hotel, ni internarnos en Columbus. Todo aquello estaba muy bien, pero cuando empezasen a zumbar los rifles cada uno debería mirar por su propio culo, y entonces nadie sabía a ciencia cierta dónde iba a acabar, por mucho plan de ataque y mucha previsión. Concluyó Cervantes insistiendo en que el objetivo era llevarnos de allá al contrabandista, que era el único que nos podría llevar hasta nuestras bien pagadas armas y municiones.
De palabra todo sonaba bonito, pero reconocer a un hombre al que algunos de nosotros tan sólo habíamos visto en fotografía y durante un escaso instante no iba a resultar pan comido precisamente. La jugada tenía gran riesgo incluso en el caso de ganar con las armas a los gringos, algo que ninguno dábamos por seguro, ni mucho menos. Mientras tanto, nos había asegurado el coronel, el grupo de Villa trataría de retener a los soldados en la parte opuesta del pueblo, y se haría con todos los caballos posibles de los militares gringos para facilitar la retirada de todos nuestros hombres que acudían a pie a Columbus.
Así se había diseñado nuestro ataque sobre los Estados Unidos: darles cuello a unos cuantos soldados gringos, robarles sus caballos y secuestrar al mal nacido de Bradley Morgan. Nada de batallar en buena lid, más bien todo lo contrario. Cualquier triquiñuela era un punto a favor de los casi quinientos locos que estábamos a punto de invadir un imperio. Sorprender, matar, raptar, huir. Muy lejos de ser glorioso, cierto, pero los pobres no conocen esta palabra.
Entonces, cuando íbamos a lanzarnos hacia el hotel, las nubes detuvieron su carrera nocturna, como expectantes ante nuestra cabalgada. El viento había amainado casi por completo, y sin nada que se llevara los sonidos hacia el sur llegó a nosotros lo que debía ser el típico bullicio de la madrugada en un tranquilo pueblecito de la frontera. La fiesta había comenzado y era de las grandes, quizás festejaban a la Virgen de Guadalupe o el Día de los Muertos. Vistos los invitados que acudíamos a la celebración me inclino más por lo segundo. Sea lo que fuere, la orquesta ya tocaba: en el pueblo de Columbus decenas de disparos retumbaban por todas partes y con los primeros metros de nuestro vertiginoso cabalgar en busca de Brad Morgan un estruendo sonó a lo lejos, una enorme explosión procedente del este que hizo temblar el suelo, asustando a nuestras monturas y despertando a todo el pueblo. Lo de tomar el hotel Hoover por sorpresa quedaba para mejor ocasión; después de la explosión lo único seguro era que nos iba a tocar cenar de nuevo. Plato único: ensalada de tiros.
Pancho Villa había elegido el pequeño pueblo de Columbus como objetivo de nuestra ofensiva, y si hubiéramos creído las causas que nos había expuesto en su arenga del atardecer anterior a la incursión —pura venganza contra los estadounidenses, que obraban continuamente en contra de México y la Revolución—, no nos quedaría otra que considerar aquella elección como una grandísima torpeza. Porque Columbus era cualquier cosa menos un pueblo tranquilo.
En Columbus estaba asentado, como ya dije antes, el campamento militar Furlong, con más de seiscientos soldados de la caballería allá acantonados; era también, a pesar de su escasa población, una importante parada del Southern Pacific, la línea de ferrocarril que unía Texas con el Pacífico, prácticamente a mitad de camino entre Tucson y la mal parida ciudad de El Paso. Aparte, el estado de guerra en el vecino México, la existencia de reservas indias relativamente activas en la cercana Arizona —hasta hacía un escaso par de décadas las tribus hopi de mi amigo Kiche habían campado a sus anchas por el que siempre había sido su ancestral territorio— o la tradicional belicosidad de todos aquellos que antiguamente habían buscado fortuna en el Oeste no civilizado, convertían al pueblecito de Columbus en un auténtico nido de víboras, donde desde el herrero hasta el pastor dormían con un rifle al lado del yunque o debajo de la sotana.
Vista así la cosa a nadie le hubiera cabido duda de que la elección de Pancho Villa era profundamente desafortunada —por ser benevolentes con la adjetivación y con el propio general— o, por decirlo de otra manera, digna de un perfecto inútil que nos metería a todos en un tremendo avispero con el único objetivo de dar un escarmiento moral a la nación más poderosa de la Tierra. Pero todos los que en vida conocimos al general personalmente, o aquellos que no compartieron su presencia pero que fueron testigos de sus actos, podemos afirmar sin miedo al error que Pancho Villa no fue ni un iluminado ni un fanfarrón, y mucho menos un estúpido. Y que apenas estaba la mitad de loco que la mayoría de los que le seguíamos tratando de cambiar México.
Porque todo el ataque sobre Columbus se apoyaba sobre un sólido cimiento: además de un destacamento de caballería estadounidense, una estación ferroviaria, una herrería, una casa de putas regentada por chinas y una iglesia, el pueblecito de Columbus, Nuevo México, tenía también una pensión, de nombre hotel Hoover, cuyo propietario era —no es muy complicado adivinarlo a estas alturas— el señor Bradley Morgan, el hijo de la chingada que nos había costado miles de pesos y veinte buenos hombres, y al que Pancho Villa quería dar cuello con sus propias manos después de que nos entregase de una santa vez las armas que nos adeudaba.
* * *
Brillaban con fuerza las estrellas cuando iniciamos la marcha. Avanzábamos rumbo norte hacia el lugar en el que, entre setos y cactus, debía de estar la raya pintada en los mapas. Incidíamos sobre el fronterizo condado de Luna viniendo del suroeste, formando un solo grupo que se fracturó en tres a unas dos millas escasas del pueblo, cuando ya debíamos de haber traspasado la frontera. El mayor de los grupos se encaminó pronto hacia el pueblo. Estaba compuesto por gente de a pie, camaradas de la infantería —en aquel ejército de Pancho Villa, y a aquellas alturas de Revolución, todos los hombres pertenecíamos a la infantería hasta que robábamos un caballo— que serían los primeros en lanzar el ataque. Al frente de todos ellos iba el sin par Pablo López, de quien antes hablé ya, cabalgando en vanguardia de sus doscientos trece hombres. Un grupo más reducido, de unos cincuenta mandados por Candelario Cervantes, todos a caballo, inició un leve rodeo por el oeste. La ruta elegida alejaba al grupo del campamento Furlong, que estaba a levante del pueblo, justo en el lado opuesto, con la intención de penetrar en Columbus desde el norte para encerrar a los gringos en el interior de nuestras posiciones. Yo iba en este grupo.
Promocioné en el instante en que Kiche mató al soldado en el cerro de El Paso. La huída a lomos del caballo robado me había dado el ascenso, y ahora era un glorioso caballero de la División del Norte. Iba montado sobre la yegua negra del soldado gringo —la cual, por cierto, desconozco si tuvo nombre anterior, pero por entonces respondía al de Kalinka— y junto a mí cabalgaba el indio que, lógicamente, había mantenido el privilegio de pertenecer al grupo de jinetes por tener montura propia. Le llamaba Xuto o algo así, una especie de sonido extraño, a medio camino entre una palabra y un imperceptible chistido, ante el que el caballo pío respondía dócil e inteligente, comprendiendo perfectamente lo que el indio quería de él tan bien como si fuese un hombre cabal.
Finalmente había un tercer grupo, otros dos centenares de hombres, morro arriba, morro abajo, con los que iba en persona el general Villa, y que serían los encargados de hostigar el campamento militar Furlong cuando los soldados intentasen acudir al núcleo de Columbus —dicho así parece que el pueblucho fuese tan grande como Londres, pero de alguna manera hay que hacerse entender— para distraer fuerzas y permitir que los que entrábamos a caballo por el norte, que realmente éramos los que debíamos tener éxito en el ataque, hiciésemos bien nuestro trabajo. Porque todos los demás compadres, los cuatrocientos largos que entraron en Columbus desde abajo, por el sur; todos los meros guerrilleros sin graduación alguna que iban con Pablo López; o Juan Pedrosa y el propio Pancho Villa, no eran más que un reclamo para que la caballería mexicana —o sea, Kiche, el coronel Cervantes, los otros cuarenta y siete y servidor— pudiésemos llegar a nuestro objetivo final: el Hotel Hoover.
Tan sólo cuando estuvimos dando el rodeo el coronel nos explicó cuál iba a ser nuestro verdadero cometido. Hasta entonces sabíamos lo mismo que el resto de la tropa: teníamos que entrar en Columbus, armar mucho ruido, escoger unas buenas posiciones, evitar en lo posible matar civiles en los primeros momentos —después, cuando todo se descontrolase, bastante tendríamos con no matarnos entre nosotros en medio de la noche— y en cuanto los del Furlong apareciesen, zumbar todo lo que pudiésemos a los soldados gringos. Todo esto rápido, en una de esas acciones de guerrilla que tanto agradaban al general Villa y en las que tan curtidos estábamos todos los que combatíamos por la División del Norte; para salir después a toda velocidad hacia México en cuanto sonase la corneta de retirada.
El coronel Cervantes nos lo explicó todo sin detenernos, con los caballos avanzando al trote por el desierto, rápido pero lo suficientemente sigilosos como para que fuesen los que entraban a pie por el sur los que tocasen a maitines en Columbus. Nosotros no penetraríamos hasta el centro del pueblo, al contrario. Nos centraríamos en la segunda de las casas de la calle por donde haríamos nuestra aparición estelar: el hotel. Lo nuestro se reducía a encontrar a Morgan y llevárnoslo.
Cincuenta hombres para agarrar a uno sólo sonaba algo exagerado, así que todos se suponían algo que yo ya sabía: mister Morgan estaría bien acompañado y serían necesarios muchos hombres para echarle mano; si a El Paso nos mandaron a veintiuno, allí, en su propia madriguera, medio ciento se me antojaban incluso pocos.
* * *
A lo lejos se oyeron los primeros disparos, pero el viento del norte disipaba los sonidos y los hacía mucho más distantes de lo que realmente eran, alejándolos de nosotros. Durante nuestra cabalgada el cielo se había cubierto, y la noche clarísima de miles de estrellas brillantes se había oscurecido en demasía. Bueno hasta aquel momento, ya que nos había permitido pasar inadvertidos; muy malo a partir de entonces, donde podría ser tan normal como el comer frijoles que nos empezásemos a agujerear las chichas entre nosotros mismos.
Cervantes tomó la palabra por última vez.
—Bien chinacos, ya conocen su chamba.
Así, chinacos, era como nos llamaban a los guerrilleros; al parecer debido a lo desharrapado que vestíamos. Resultaba el mote de cierta palabra que en la lengua nahua venía a decir algo así como culo al aire. Muy apropiado, por tanto.
—Cercaremos el hotel —continuó Cervantes— y nos llevaremos a Morgan. Vivo. No quiero que ese hijo de la gran chingada estire la pata con nuestras armas guardadas bajo cualquier pinche roca del desierto. Cuando lo agarremos le daré a la corneta: dos toques. Es la señal de retirada.
Recalcó mucho lo de vivo, dedicando una mirada severa a algunos de nuestros hombres, que tenían fama de matar más de lo estrictamente necesario. Que no solía ser poco, por cierto.
—No estaría de sobra —dijo, ya para acabar— que volviésemos todos a México por donde hemos llegado; así evitaremos acercarnos al centro del pueblo o al campamento de la caballería, donde las cosas estarán mucho más feas que en el hotel —el coronel no tenía ni idea de lo feo que se iba a poner el hotelito—, pero eso ya es cosa suya. Cuando tengamos a nuestro hombre que cada quien se regrese como bien pueda.
Continuó su breve plática insistiendo de nuevo en que no debíamos pensar en nada más allá del hotel, ni internarnos en Columbus. Todo aquello estaba muy bien, pero cuando empezasen a zumbar los rifles cada uno debería mirar por su propio culo, y entonces nadie sabía a ciencia cierta dónde iba a acabar, por mucho plan de ataque y mucha previsión. Concluyó Cervantes insistiendo en que el objetivo era llevarnos de allá al contrabandista, que era el único que nos podría llevar hasta nuestras bien pagadas armas y municiones.
De palabra todo sonaba bonito, pero reconocer a un hombre al que algunos de nosotros tan sólo habíamos visto en fotografía y durante un escaso instante no iba a resultar pan comido precisamente. La jugada tenía gran riesgo incluso en el caso de ganar con las armas a los gringos, algo que ninguno dábamos por seguro, ni mucho menos. Mientras tanto, nos había asegurado el coronel, el grupo de Villa trataría de retener a los soldados en la parte opuesta del pueblo, y se haría con todos los caballos posibles de los militares gringos para facilitar la retirada de todos nuestros hombres que acudían a pie a Columbus.
Así se había diseñado nuestro ataque sobre los Estados Unidos: darles cuello a unos cuantos soldados gringos, robarles sus caballos y secuestrar al mal nacido de Bradley Morgan. Nada de batallar en buena lid, más bien todo lo contrario. Cualquier triquiñuela era un punto a favor de los casi quinientos locos que estábamos a punto de invadir un imperio. Sorprender, matar, raptar, huir. Muy lejos de ser glorioso, cierto, pero los pobres no conocen esta palabra.
Entonces, cuando íbamos a lanzarnos hacia el hotel, las nubes detuvieron su carrera nocturna, como expectantes ante nuestra cabalgada. El viento había amainado casi por completo, y sin nada que se llevara los sonidos hacia el sur llegó a nosotros lo que debía ser el típico bullicio de la madrugada en un tranquilo pueblecito de la frontera. La fiesta había comenzado y era de las grandes, quizás festejaban a la Virgen de Guadalupe o el Día de los Muertos. Vistos los invitados que acudíamos a la celebración me inclino más por lo segundo. Sea lo que fuere, la orquesta ya tocaba: en el pueblo de Columbus decenas de disparos retumbaban por todas partes y con los primeros metros de nuestro vertiginoso cabalgar en busca de Brad Morgan un estruendo sonó a lo lejos, una enorme explosión procedente del este que hizo temblar el suelo, asustando a nuestras monturas y despertando a todo el pueblo. Lo de tomar el hotel Hoover por sorpresa quedaba para mejor ocasión; después de la explosión lo único seguro era que nos iba a tocar cenar de nuevo. Plato único: ensalada de tiros.
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