Los primeros bajaron la calle a todo galope, soltando las granadas contra la cantina, y los regalos pronto empezaron a hacer temblar las paredes del local. Unas diez granadas resonaron dentro, y pronto los hombres que se habían refugiado allá —los que aún tenían las piernas donde deben estar y podían correr— comenzaron a pasar de nuevo hacia el hotel y la casa roja.
Fueron una decena escasa y no una docena las granadas que atronaron porque, a alguna que fallara al reventar, había que unir dos que sí lo hicieron pero no en el lugar más adecuado; ya que, cuando nuestra vanguardia se lanzaba al galope calle abajo, los gringos habían tenido tan buena puntería como para matar a dos de los nuestros, quienes, pobrecillos, habían pasado sus últimos instantes con una bala en el pecho, inmóviles junto a sus caballos sobre la polvorienta calle y con la lúgubre compañía de una granada a dos palmos de distancia. Cuando esas dos granadas reventaron acabaron con el sufrimiento de los dos compañeros, pero dejaron un espectáculo digno de un matadero. La primera explotó junto a uno de los caballos que, al ser herido su jinete, se había desbocado y había caído al suelo con él. Las tripas del animal se escurrían por el suelo y del enorme agujero que la granada le había abierto en el vientre gorgoteaba la sangre aún caliente de la bestia. Pero, con todo, lo peor no fue lo de la primera granada; y es que el segundo mexicano no había tenido la suerte de contar con su propia montura como parapeto ante la detonación, y cuando vino, ésta le pilló de lleno, abriéndole un lindo boquete en la axila izquierda y desgarrándole la ropa de arriba abajo. Menos mal que estaba muerto, porque sino hubiera tenido que comprarse otra camisa. Aunque lo que se hubiese gastado en camisas se lo habría ahorrado en afeitados, porque donde antes estuvo su cabeza ahora tan sólo había una masa informe de carne chamuscada que desaparecía poco más arriba del cuello, donde apenas quedaba nada para darle trabajo al barbero. Pobre hombre, el barbero, la de clientes que iba a perder esa noche.
Tras de las explosiones y el creciente desconcierto tan sólo cuatro pistolas quedaban disparándonos desde dentro de la cantina en llamas. Luego fueron dos. Después, nada.
Cuando el último par de gringos cayó en la cantina, la veintena larga de hombres que habíamos mantenido el tiroteo nos apostamos en ella, frente a los que nos hacían fuego desde el hotel; y así, atentos por igual a las balas de los de enfrente y a las vigas que ardían sobre nosotros, estuvimos intercambiando disparos durante casi media hora. Viendo que aquello no conducía a nada, el coronel Cervantes decidió dividir a los que quedábamos —en el transcurso del tiroteo cinco de los nuestros habían caído ya— en dos grupos, y me tocó la china.
—¡Luciano, Miranda! Vengan acá. Van a cruzar hasta el callejón y trataran de entrar por atrás —qué mal sonaba eso de entrar por atrás, sobre todo cuando eres uno de los que tiene todas las papeletas para que te den bien por el saco allí mismo—. Es la única manera de avanzar algo en este pinche hotel. Llévense también a Pan y al indio.
Por Pan era como se conocía a Pancracio Cantera, otrora traficante de marihuana en Mexicali y ahora guerrillero de la Revolución. Gracias a este hipocorístico escondía su pasado como saltafronteras, pues mucha gente en la tropa pensaba que el mote le venía de su trabajo en algún horno, y no de su propio nombre. Muchos quedaban asombrados, al ver lo charrasqueado que andaba Pancracio, de lo peligrosas que se habían vuelto las tahonas, ignorantes de que había sido amasando negocios con la hierba y no pan donde el mexicalense se había ganado semejantes navajazos.
Cuando los cuatro elegidos nos unimos, el resto de los que estaban apostados en la cantina empezaron a hacer gran despliegue de balas. Los disparos sonaban como abejorros y, al chocar contra las ventanas, las paredes o los enseres del hotel, repicaban como en una cacharrería. Aprovechando la ingente lluvia de plomo los cuatro salimos corriendo a cruzar la calle, y cuando estábamos a la mitad del recorrido una bala —nadie puede jurar si fue de los gringos o una nuestra rebotada o mal tirada— le entró a Miranda por el ojo izquierdo y allí quedó, preparado para la otra vida, listo para gozar tuerto de la eternidad.
Los otros tres alcanzamos, Dios sabe cómo, ilesos el callejón.
Fueron una decena escasa y no una docena las granadas que atronaron porque, a alguna que fallara al reventar, había que unir dos que sí lo hicieron pero no en el lugar más adecuado; ya que, cuando nuestra vanguardia se lanzaba al galope calle abajo, los gringos habían tenido tan buena puntería como para matar a dos de los nuestros, quienes, pobrecillos, habían pasado sus últimos instantes con una bala en el pecho, inmóviles junto a sus caballos sobre la polvorienta calle y con la lúgubre compañía de una granada a dos palmos de distancia. Cuando esas dos granadas reventaron acabaron con el sufrimiento de los dos compañeros, pero dejaron un espectáculo digno de un matadero. La primera explotó junto a uno de los caballos que, al ser herido su jinete, se había desbocado y había caído al suelo con él. Las tripas del animal se escurrían por el suelo y del enorme agujero que la granada le había abierto en el vientre gorgoteaba la sangre aún caliente de la bestia. Pero, con todo, lo peor no fue lo de la primera granada; y es que el segundo mexicano no había tenido la suerte de contar con su propia montura como parapeto ante la detonación, y cuando vino, ésta le pilló de lleno, abriéndole un lindo boquete en la axila izquierda y desgarrándole la ropa de arriba abajo. Menos mal que estaba muerto, porque sino hubiera tenido que comprarse otra camisa. Aunque lo que se hubiese gastado en camisas se lo habría ahorrado en afeitados, porque donde antes estuvo su cabeza ahora tan sólo había una masa informe de carne chamuscada que desaparecía poco más arriba del cuello, donde apenas quedaba nada para darle trabajo al barbero. Pobre hombre, el barbero, la de clientes que iba a perder esa noche.
Tras de las explosiones y el creciente desconcierto tan sólo cuatro pistolas quedaban disparándonos desde dentro de la cantina en llamas. Luego fueron dos. Después, nada.
Cuando el último par de gringos cayó en la cantina, la veintena larga de hombres que habíamos mantenido el tiroteo nos apostamos en ella, frente a los que nos hacían fuego desde el hotel; y así, atentos por igual a las balas de los de enfrente y a las vigas que ardían sobre nosotros, estuvimos intercambiando disparos durante casi media hora. Viendo que aquello no conducía a nada, el coronel Cervantes decidió dividir a los que quedábamos —en el transcurso del tiroteo cinco de los nuestros habían caído ya— en dos grupos, y me tocó la china.
—¡Luciano, Miranda! Vengan acá. Van a cruzar hasta el callejón y trataran de entrar por atrás —qué mal sonaba eso de entrar por atrás, sobre todo cuando eres uno de los que tiene todas las papeletas para que te den bien por el saco allí mismo—. Es la única manera de avanzar algo en este pinche hotel. Llévense también a Pan y al indio.
Por Pan era como se conocía a Pancracio Cantera, otrora traficante de marihuana en Mexicali y ahora guerrillero de la Revolución. Gracias a este hipocorístico escondía su pasado como saltafronteras, pues mucha gente en la tropa pensaba que el mote le venía de su trabajo en algún horno, y no de su propio nombre. Muchos quedaban asombrados, al ver lo charrasqueado que andaba Pancracio, de lo peligrosas que se habían vuelto las tahonas, ignorantes de que había sido amasando negocios con la hierba y no pan donde el mexicalense se había ganado semejantes navajazos.
Cuando los cuatro elegidos nos unimos, el resto de los que estaban apostados en la cantina empezaron a hacer gran despliegue de balas. Los disparos sonaban como abejorros y, al chocar contra las ventanas, las paredes o los enseres del hotel, repicaban como en una cacharrería. Aprovechando la ingente lluvia de plomo los cuatro salimos corriendo a cruzar la calle, y cuando estábamos a la mitad del recorrido una bala —nadie puede jurar si fue de los gringos o una nuestra rebotada o mal tirada— le entró a Miranda por el ojo izquierdo y allí quedó, preparado para la otra vida, listo para gozar tuerto de la eternidad.
Los otros tres alcanzamos, Dios sabe cómo, ilesos el callejón.
* * *
Calculo que en el hotel habría una quincena larga de gringos cuando empezó el tiroteo. Alguno de ellos habría caído ya durante el tiempo que llevábamos asentados en la acera de enfrente, en la cantina, antes de que Pan, el indio y servidor alcanzáramos la repentina tranquilidad del callejón lateral del hotel.
Más lejos, tras las casas, a unos centenares de metros en la oscuridad del desierto que rodeaba Columbus, debían de estar los compañeros que el coronel Cervantes había dejado fuera del pueblo, en vigilia. Y a un mundo calle abajo, más allá del tiroteo, se oían ya los disparos del grupo que se había internado algo más en el pueblo, y que debía impedir la llegada de ayuda al hotel desde aquella zona para facilitar la labor del resto en la cantina, que falta hacía. La labor del resto menos tres —Pan, Kiche y quien les habla— que una vez llegamos al callejón de la pared norte alcanzamos sin problemas el patio trasero de la casa, al no haber ninguna ventana desde la que nos pudiesen disparar en dicha calleja.
El viento cambiante impregnaba todo de un profundo olor a pólvora, que acompañaba a una inmensa nube que desde el este iba cubriendo todo el pueblo. Bajo su protección avanzamos por el patio. Estaba oscuro, y solo en la parte más alejada de la esquina por la que habíamos entrado en él se veía la claridad procedente de una lámpara de la planta baja del hotel. En nuestro lado de la fachada posterior, inmersa en una completa oscuridad, oculta incluso a la luz de una luna que quedaba al otro lado del edificio, había una escalera exterior que llevaba a las plantas superiores. Subimos por ella hasta encontrarnos frente a la puerta del último piso.
La puerta estaba cerrada por dentro, así que hubo que abrirla con delicadeza para no descubrir nuestra posición.
Kiche dejó el rifle apoyado en el marco exterior de la puerta y desenfundó una pistola. Segundos después Pan le pegó un tiro a la cerradura, que saltó por los aires, y casi instantáneamente a mi posterior patada a la puerta, el indio, todo delicadeza, apareció por el hueco donde antes estuvo ésta y descargó la pistola enterita, sin mirar siquiera donde pegaban los balazos, en una granizada de plomo que barrió el pasillo superior del hotel causando cierto destrozo de relativa importancia. Al jarrón roto y las puertas astilladas había que sumar la pérdida de un espejo y de un tipo que, apostado en el otro extremo del pasillo, había estado disparando contra la cantina hasta hacía unos instantes, y que ahora yacía en postura digna de contorsionista de circo bajo el vano de la ventana. Puestos a calcular probablemente tuviesen más valor el jarrón o el espejo que la sangre de aquel pendejo a quien dudo que su madre echase en falta desde el prostíbulo en que sin duda trabajaba, sangre que le manaba abundantemente de su yugular reventada por el paso de una bala perdida del indio. Y encima manchaba la moqueta, el muy pinche. Lo dicho, destrozos de relativa importancia.
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