Los gringos ganaban terreno hacia los edificios, y la mayor parte de la masa villista reculaba, poco a poco, hacia los hangares de la estación del ferrocarril, hostigados por una caballería que impedía a su vez la entrada en combate del tercer grupo, el que estaba bajo el mando de Pancho Villa.
Tras las repetidas cargas de caballería, con el suelo plagado de cadáveres mexicanos y nuestra tropa descompuesta, la infantería gringa se encargó de completar el trabajo, enzarzándose en un combate cuerpo a cuerpo contra los supervivientes, que mal situados y nulamente organizados, se veían continuamente superados. Si Villa no lograba llegar con sus doscientos hombres de refresco hasta la estación nadie saldría vivo de allí, y todos acabarían fritos a tiros. Aunque los tiros no eran, ni mucho menos, lo peor de la carnicería en que se había convertido la estación de Columbus. Mal que mal un disparo podía caerte en la cabeza o el corazón, mandándote con inmediatez con tu señora abuela, pero lo que resultaba realmente terrorífico eran las bayonetas.
Avanzando en ordenada formación los gringos abrían fuego con los rifles desde la lejanía, pero en las distancias cortas eran las bayonetas las encargadas del trabajo, y para cerciorarse de que el tiro fuese mortal lo acompañaban de una cuarta de acero en las entrañas, dejando vientres abiertos y mondongos colgando que componían estampas escalofriantes; como el ver a un hombre intentando meter sus propias tripas dentro de su cuerpo por el tajo de dos palmos que acaba de desgarrarle el abdomen, ahogándose en su propia sangre mientras las morcillas se le escurren, juguetonas como renacuajos, entre los dedos.
Entonces, como si no bastase con el estropicio que los soldados gringos estaban causando entre nuestros compañeros que se batían en la parte sur del pueblo, desorden, encerrona e intestinos reptantes incluidos, se abrieron las puertas del infierno.
En la deriva del combate los gringos habían encajonado a los nuestros en la estación del ferrocarril, acorralándolos contra las paredes de los hangares, pero, incomprensiblemente, cuando la cosa parecía sentenciada, ya que era imposible que la ayuda del grupo de Villa desbordase a los gringos y alcanzase aquella posición, los gringos se retiraron hacia la zona más abierta que se extendía entre las vías y su campamento.
Viendo que los gringos retrocedían, los hombres de Pablo López —o lo que quedaba de ellos, que no era mucho— se lanzaron al ataque, alcanzando a alguno de los soldados que no se retiraba siguiendo el mismo orden que el resto de su compañía, muriendo así media docena que no se replegaron en buena formación. Liquidándolos estaban cuando, viendo por fin la oportunidad de unirse al resto de sus hombres, Pancho Villa avanzó finalmente sobre Columbus acompañado del tercer grupo de guerrilleros, ocupando la posición que los gringos acababan de abandonar incomprensiblemente.
La llegada de gente de refresco dio muchos ánimos a los que peleaban ya desde hacía un buen tiempo, y el concurso de un centenar largo de nuevos rifles permitió llevar a los gringos prácticamente hasta las puertas de su campamento. Un empujón más —creían— y los tendrían acorralados contra su propia verja; mientras esperaban a que sonase la victoriosa corneta del otro lado del pueblo, los villistas podrían además dar un escarmiento a los gringos, por todas sus ofensas anteriores y por todos los compañeros que habían matado minutos antes junto a la estación. No eran pocos precisamente los que vengar, pero todo lo anterior quedó en un juego de niños cuando, como ya dije antes, del Furlong surgieron los siete infiernos.
Las puertas del campamento se abrieron, y algunos soldados fueron resguardándose en su interior, mientras que otros, los más, mantenían las posiciones, esta vez sí que con gran orden. Parecía el momento propicio para lanzar un último ataque sobre los que quedaban fuera y aprovechar que la puerta principal estaba abierta para penetrar en el recinto y borrarlo del mapa. Muchos guerrilleros se aventuraron en las inmediaciones del Furlong, y fueron los primeros en caer cuando por el portón principal salió un carro artillado con una ametralladora.
Porque resultó que los gringos no se habían retirado de gratis, perdiendo así la ventajosa posición en la que tenían acorralados a los que habían atacado en nuestra primera oleada. Los muy hijos de puta lo hacían para dejar paso a los artilleros de las ametralladoras, y habían cedido el terreno para que sólo hubiese mexicanos en la franja que separaba el pueblo del campamento, evitando así matarse entre ellos con el fuego de sus propias armas.
Una ametralladora. La de cosas que podríamos hacer los revolucionarios de Pancho Villa con una de esas magníficas y modernas ametralladoras; en su lugar, nosotros sólo contábamos con unos rifles de mierda más viejos que el océano. Siempre hubo clases.
El carro avanzó unos metros y entonces la ametralladora tronó por primera vez; bajo la granizada de plomo que desde la parte superior de un carro barría toda la franja iba llegando la muerte a cubadas. Caían hombres por todas partes, atravesados por las balas que aquel aparato escupía sin objetivo alguno; algunas hacían blanco entre la tropa, muchas se perdían en la noche y otras daban en tierra o rebotaban contra las paredes, levantando esquirlas que actuaban a su vez como metralla, clavándose en los cuerpos de los hombres, amputando miembros y rebanando pescuezos.
Desde aquel extraño carro, protegido con chapas de metal a modo de blindaje —si en aquellos tiempos resultaba verdaderamente llamativo el mero hecho de ver un carro imagínense uno blindado; aquello, si no fuese porque los estaba matando, debió de ser regio de ver— dos artilleros continuaban disparando decenas de balas a cada instante, y el suelo, poco a poco, se iba poblando de nuevos cadáveres mexicanos.
La búsqueda de refugio resultaba del todo imposible si no era mediante la huída generalizada, opción que ofrecía resultados tan inciertos que dudo fuese siquiera contemplada. Puesto que no todos los días se invaden los Estados Unidos, había que aprovechar el viaje. En realidad nunca nadie lo había hecho hasta entonces ni lo volvería a hacer jamás hasta hoy —deténganse un momento a valorar la magnitud que aquí toman las palabras nunca, nadie y jamás, así como el lugar de la Historia en que esto nos coloca—, por lo que a mis compañeros guerrilleros no les venía muy bien eso de recular a esas alturas.
Despreciada la fuga, los hombres trataban de cubrirse como podían del enjambre de tiros que salía de las ametralladoras y traspasaba puertas y ventanas, horadaba paredes, levantaba la tierra del suelo y se iba llevando, de pocos en pocos o de muchos en demasiados, a los villistas por delante. Hombres con cinco, seis o diez impactos de bala en su pecho cayendo muertos en un instante; sangre manando incontrolada en la polvorienta explanada de la estación ferroviaria mientras el espantoso tronar de la ametralladora acallaba el crujir de los huesos; sesos esparcidos por todas partes en un grotesco espectáculo de órganos saltarines, escurriéndose pegajosos por las paredes, a metros de los que fueron sus dueños, gozando aún palpitantes de su efímera libertad fuera de un cuerpo. Una carnicería en toda regla.
El general Villa sabía que la zona sur era una simple distracción para que su caballería se ocupase del hotel, en el norte; pero a pesar de que había asumido un importante número de bajas —como a la postre sufriríamos—, no pretendía dejar morir en Columbus a toda su tropa a manos de los soldados gringos para atrapar a Morgan. Viendo la situación lamentable que sus hombres sufrían, Pancho Villa, perro viejo experimentado en guerrillas y emboscadas, aguzó el ingenio y pensó rápidamente la manera de dar un vuelco a aquella penosa estampa. Estaba decidido a voltear la situación hasta llegar, luchando prácticamente casa por casa si fuese necesario, a hacerse con el control del pueblo hasta que desde el hotel sonase la corneta.
Villa llamó a uno de sus ayudantes y le preguntó por cierto hombre.
—Anselmo, ¿viene con nosotros el cura?
—Simones, mi general. Venía en vanguardia con la gente del cabo Minable.
—Pues córrele, que venga acá.
—Ahorita mismo se lo alcanzo, mi general.
Y el tal Anselmo Nogales salió hacia la gente de Minable a buscar al cura.
El padre Blanco, que así se llamaba el cura, había dejado de dedicarse a su honorable ministerio —que no colgado la sotana, pues aún vestía con esa prenda que paseaba por sierras y desiertos— años atrás, uniéndose a la tropa que Pancho Villa estaba reclutando en su Chihuahua natal para levantarse contra Porfirio en busca de justicia para el campesinado despojado. Al contrario que los curas al uso en las campañas bélicas, nuestro curita no sólo se dedicaba a impartir extremaunciones a los moribundos, sino que en la mayoría de los casos era él quien se encargaba de aviarlos, listos para recibir de otro el sacramento, pues tenía fama de excepcional tirador.
Tras unos minutos en los que los hombres recién llegados con Villa se apuntaron al divertimento general de agujerearse a tiros, que era a lo que los gringos y los de Pablo López llevaban jugando un buen rato, el mentado curita apareció en donde se encontraba el general.
—¿Quíubole, mi general?
—Venga acá padre…
Y Francisco Villa le contó al cura lo que quería de él.
Tras las repetidas cargas de caballería, con el suelo plagado de cadáveres mexicanos y nuestra tropa descompuesta, la infantería gringa se encargó de completar el trabajo, enzarzándose en un combate cuerpo a cuerpo contra los supervivientes, que mal situados y nulamente organizados, se veían continuamente superados. Si Villa no lograba llegar con sus doscientos hombres de refresco hasta la estación nadie saldría vivo de allí, y todos acabarían fritos a tiros. Aunque los tiros no eran, ni mucho menos, lo peor de la carnicería en que se había convertido la estación de Columbus. Mal que mal un disparo podía caerte en la cabeza o el corazón, mandándote con inmediatez con tu señora abuela, pero lo que resultaba realmente terrorífico eran las bayonetas.
Avanzando en ordenada formación los gringos abrían fuego con los rifles desde la lejanía, pero en las distancias cortas eran las bayonetas las encargadas del trabajo, y para cerciorarse de que el tiro fuese mortal lo acompañaban de una cuarta de acero en las entrañas, dejando vientres abiertos y mondongos colgando que componían estampas escalofriantes; como el ver a un hombre intentando meter sus propias tripas dentro de su cuerpo por el tajo de dos palmos que acaba de desgarrarle el abdomen, ahogándose en su propia sangre mientras las morcillas se le escurren, juguetonas como renacuajos, entre los dedos.
Entonces, como si no bastase con el estropicio que los soldados gringos estaban causando entre nuestros compañeros que se batían en la parte sur del pueblo, desorden, encerrona e intestinos reptantes incluidos, se abrieron las puertas del infierno.
En la deriva del combate los gringos habían encajonado a los nuestros en la estación del ferrocarril, acorralándolos contra las paredes de los hangares, pero, incomprensiblemente, cuando la cosa parecía sentenciada, ya que era imposible que la ayuda del grupo de Villa desbordase a los gringos y alcanzase aquella posición, los gringos se retiraron hacia la zona más abierta que se extendía entre las vías y su campamento.
Viendo que los gringos retrocedían, los hombres de Pablo López —o lo que quedaba de ellos, que no era mucho— se lanzaron al ataque, alcanzando a alguno de los soldados que no se retiraba siguiendo el mismo orden que el resto de su compañía, muriendo así media docena que no se replegaron en buena formación. Liquidándolos estaban cuando, viendo por fin la oportunidad de unirse al resto de sus hombres, Pancho Villa avanzó finalmente sobre Columbus acompañado del tercer grupo de guerrilleros, ocupando la posición que los gringos acababan de abandonar incomprensiblemente.
La llegada de gente de refresco dio muchos ánimos a los que peleaban ya desde hacía un buen tiempo, y el concurso de un centenar largo de nuevos rifles permitió llevar a los gringos prácticamente hasta las puertas de su campamento. Un empujón más —creían— y los tendrían acorralados contra su propia verja; mientras esperaban a que sonase la victoriosa corneta del otro lado del pueblo, los villistas podrían además dar un escarmiento a los gringos, por todas sus ofensas anteriores y por todos los compañeros que habían matado minutos antes junto a la estación. No eran pocos precisamente los que vengar, pero todo lo anterior quedó en un juego de niños cuando, como ya dije antes, del Furlong surgieron los siete infiernos.
Las puertas del campamento se abrieron, y algunos soldados fueron resguardándose en su interior, mientras que otros, los más, mantenían las posiciones, esta vez sí que con gran orden. Parecía el momento propicio para lanzar un último ataque sobre los que quedaban fuera y aprovechar que la puerta principal estaba abierta para penetrar en el recinto y borrarlo del mapa. Muchos guerrilleros se aventuraron en las inmediaciones del Furlong, y fueron los primeros en caer cuando por el portón principal salió un carro artillado con una ametralladora.
Porque resultó que los gringos no se habían retirado de gratis, perdiendo así la ventajosa posición en la que tenían acorralados a los que habían atacado en nuestra primera oleada. Los muy hijos de puta lo hacían para dejar paso a los artilleros de las ametralladoras, y habían cedido el terreno para que sólo hubiese mexicanos en la franja que separaba el pueblo del campamento, evitando así matarse entre ellos con el fuego de sus propias armas.
Una ametralladora. La de cosas que podríamos hacer los revolucionarios de Pancho Villa con una de esas magníficas y modernas ametralladoras; en su lugar, nosotros sólo contábamos con unos rifles de mierda más viejos que el océano. Siempre hubo clases.
El carro avanzó unos metros y entonces la ametralladora tronó por primera vez; bajo la granizada de plomo que desde la parte superior de un carro barría toda la franja iba llegando la muerte a cubadas. Caían hombres por todas partes, atravesados por las balas que aquel aparato escupía sin objetivo alguno; algunas hacían blanco entre la tropa, muchas se perdían en la noche y otras daban en tierra o rebotaban contra las paredes, levantando esquirlas que actuaban a su vez como metralla, clavándose en los cuerpos de los hombres, amputando miembros y rebanando pescuezos.
Desde aquel extraño carro, protegido con chapas de metal a modo de blindaje —si en aquellos tiempos resultaba verdaderamente llamativo el mero hecho de ver un carro imagínense uno blindado; aquello, si no fuese porque los estaba matando, debió de ser regio de ver— dos artilleros continuaban disparando decenas de balas a cada instante, y el suelo, poco a poco, se iba poblando de nuevos cadáveres mexicanos.
La búsqueda de refugio resultaba del todo imposible si no era mediante la huída generalizada, opción que ofrecía resultados tan inciertos que dudo fuese siquiera contemplada. Puesto que no todos los días se invaden los Estados Unidos, había que aprovechar el viaje. En realidad nunca nadie lo había hecho hasta entonces ni lo volvería a hacer jamás hasta hoy —deténganse un momento a valorar la magnitud que aquí toman las palabras nunca, nadie y jamás, así como el lugar de la Historia en que esto nos coloca—, por lo que a mis compañeros guerrilleros no les venía muy bien eso de recular a esas alturas.
Despreciada la fuga, los hombres trataban de cubrirse como podían del enjambre de tiros que salía de las ametralladoras y traspasaba puertas y ventanas, horadaba paredes, levantaba la tierra del suelo y se iba llevando, de pocos en pocos o de muchos en demasiados, a los villistas por delante. Hombres con cinco, seis o diez impactos de bala en su pecho cayendo muertos en un instante; sangre manando incontrolada en la polvorienta explanada de la estación ferroviaria mientras el espantoso tronar de la ametralladora acallaba el crujir de los huesos; sesos esparcidos por todas partes en un grotesco espectáculo de órganos saltarines, escurriéndose pegajosos por las paredes, a metros de los que fueron sus dueños, gozando aún palpitantes de su efímera libertad fuera de un cuerpo. Una carnicería en toda regla.
El general Villa sabía que la zona sur era una simple distracción para que su caballería se ocupase del hotel, en el norte; pero a pesar de que había asumido un importante número de bajas —como a la postre sufriríamos—, no pretendía dejar morir en Columbus a toda su tropa a manos de los soldados gringos para atrapar a Morgan. Viendo la situación lamentable que sus hombres sufrían, Pancho Villa, perro viejo experimentado en guerrillas y emboscadas, aguzó el ingenio y pensó rápidamente la manera de dar un vuelco a aquella penosa estampa. Estaba decidido a voltear la situación hasta llegar, luchando prácticamente casa por casa si fuese necesario, a hacerse con el control del pueblo hasta que desde el hotel sonase la corneta.
Villa llamó a uno de sus ayudantes y le preguntó por cierto hombre.
—Anselmo, ¿viene con nosotros el cura?
—Simones, mi general. Venía en vanguardia con la gente del cabo Minable.
—Pues córrele, que venga acá.
—Ahorita mismo se lo alcanzo, mi general.
Y el tal Anselmo Nogales salió hacia la gente de Minable a buscar al cura.
El padre Blanco, que así se llamaba el cura, había dejado de dedicarse a su honorable ministerio —que no colgado la sotana, pues aún vestía con esa prenda que paseaba por sierras y desiertos— años atrás, uniéndose a la tropa que Pancho Villa estaba reclutando en su Chihuahua natal para levantarse contra Porfirio en busca de justicia para el campesinado despojado. Al contrario que los curas al uso en las campañas bélicas, nuestro curita no sólo se dedicaba a impartir extremaunciones a los moribundos, sino que en la mayoría de los casos era él quien se encargaba de aviarlos, listos para recibir de otro el sacramento, pues tenía fama de excepcional tirador.
Tras unos minutos en los que los hombres recién llegados con Villa se apuntaron al divertimento general de agujerearse a tiros, que era a lo que los gringos y los de Pablo López llevaban jugando un buen rato, el mentado curita apareció en donde se encontraba el general.
—¿Quíubole, mi general?
—Venga acá padre…
Y Francisco Villa le contó al cura lo que quería de él.
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