Penetramos en el pasillo y nos dividimos. Pan y Kiche se dirigieron a las escaleras que bajaban hasta la planta intermedia, mientras yo deambulaba arriba, en busca de algún otro gringo oculto en las habitaciones. Había tres puertas en la pared de la izquierda, mientras que la derecha estaba limpia —de puertas al menos, porque sangre de cerdo había para llenar un balde—. Acompañé a los otros dos hasta el final del pasillo, con mucho cuidado de no asomarnos lo más mínimo a la ventana, pues bien sabíamos que los del otro lado de la calle no iban a estarse mirando si éramos gringos o no, y retrocedí a continuación para revisar las puertas del pasillo una a una.
Pan y el indio descendieron el primer tramo de escaleras, y ya estaban preparados para hacer en el piso intermedio la misma operación que yo estaba haciendo arriba cuando un güero chaparro y obeso que subía de la planta baja por las escaleras les vio y dio la voz de alarma.
—Mexicans! Mexicans in the upper floor!
Kiche y Pan no tuvieron otra que cubrirse tras la esquina y empezar a darle al cante con las pistolas. Tiraban a todo lo que se movía, y como a uno de los sicarios de Bradley Morgan se le ocurrió moverse, pues le tiraron. Le tiraron y le dieron, que para eso le tiraban, y lo mismo hicieron con mayor o menor puntería contra los demás gringos que iban apareciendo en el salón de la planta baja hasta que lograron abrirse camino hasta aquella planta inferior y refugiarse tras un gran mueble para seguir desde allí repartiendo a los del salón.
Una vez parapetados repararon en un gringo que se ocultaba tras las mesas como bien podía, aún a riesgo de estropear su lujosa camisa de seda. Vieron sus trazas de hombre importante y los esfuerzos que hacían los otros para buscarle refugio, y decidieron que era a aquél a quien se tenían que llevar de allá.
Los gringos no podían acercarse demasiado al ventanal que daba a la calle si no querían ser blanco fácil para los de la cantina, así que se iban arremolinando en la parte posterior del salón, donde se ponían a tiro del indio; o en la zona cercana a las escaleras, donde Pan disfrutaba rentando cajas de pino al personal a base de tiros.
La traca dentro del salón era continua, y como los asaltantes tenían mejor posición que los gringos, éstos iban cayendo uno tras otro; muertos algunos, heridos tan sólo la mayoría —no murieron muchos en el hotel, después de todo—, pero abandonando así el combate, más preocupados en taparse sus nuevos orificios que en tratar de abrirle alguno al indio o al antiguo traficante.
Al tiempo que lejos de allí, tumbado en su cómoda cama con colchón de plumas de oca, un empresario dedicado a la fabricación de balas sufría un imprevisto orgasmo provocado por tan ingente dispendio de plomo, en el Hoover apenas quedaban ya un par de hombres junto al jefe. El primero de ellos, en un gesto de notable valor y hombría, viendo que las cosas se estaban poniendo feas allá dentro, se tiró contra una ventana y fue a refugiarse al porche. Escaso consuelo el de aquel refugio exterior, porque a los terribles cortes que los cristales le produjeron en los hombros, con dos profundos tajos abiertos al caer como cuchillos afilados cuando el muy lerdo los desprendió de la ventana al traspasarla, había que unir que allá, aunque algo resguardado por la vallita del porche, no debía protegerse del fuego que le daban dos, como en el interior del salón, sino del que centraban en él todos los que le vieron huir por la ventana desde la cantina. Y es que en el ejército de Villa nunca gustaron los cobardes. Supongo que aquel sería de los que cayó aquella madrugada. Por bobo.
En cuanto al segundo matón, éste se afanó en ser más inteligente que el anterior, pero no tuvo la oportunidad de demostrarlo. En plena huída había cedido el puesto a su compañero de armas para que éste escapara por delante atravesando la cristalera en primer lugar; al ver la suerte que el otro corriera sintió la acometida de una gran cantidad de dudas, optando en el último instante por mantenerse dentro del hotel, respuesta a la que Pan, que disfrutaba entre tanta pólvora como Huerta en un fumadero, correspondió con un certero disparo. Al final tan loable muestra de generosidad y arrojo culminó con el segundo de los que protegían al jefe gringo tan agujereado como su compañero, pero en la parte interior de la cristalera. Supongo que allí acabaría también aquel. Por listo.
El gringo a quien protegían, mientras tanto, se ocultó tras el mostrador de recepción del hotelito, protegiéndose de los recados de la pistola de Pan. Cuando las balas se agotaron, en plena fiebre de pólvora, éste enfundó la pistola y tomó el rifle que había llevado colgando en su espalda, sujeto con una cinta que le atravesaba el torso diagonalmente. Su primer disparo fue de lleno contra el frontal del recibidor, abrió un agujero en la placa de madera contra la que impactó y astilló las contiguas. De haber estado agazapado detrás, el gringo hubiese quedado a su vez bien agujereado, pero el mostrador era grande y había espacio suficiente para esconderse sin que una bala lanzada sin referencias fuese a darle a uno. Con todo, la intención de Pan con aquel disparo no era cargarse al gringo: aquel pendejo era el único que aún resistía —al menos abajo, porque en las plantas superiores seguían oyéndose tiros— y a buen seguro que resultaba pesca de calidad. Pero a punto estuvo de salirle caro el tiro al cachanilla, porque el gringo se encontraba escondido tras el mostrador a menos de un metro de donde había impactado la bala, tan cerca que incluso algunas de las astillas que salieron de la parte posterior del mostrador tras el disparo le arañaron el rostro. Lívido, acabó por convencerse de que debía de huir de allá cuanto antes, aunque la cercanía del fusilazo lo mantenía en un estado que lindaba con la parálisis.
Fueron las balas de Kiche las que devolvieron al de la camisa cara a la realidad. Llevaban como objetivo la misma esquina contra la que ya disparara Pan, pues ambos buscaban obligar al gringo a refugiarse en el extremo opuesto del mostrador. Pretendían encerrarlo en aquel rincón para poder atraparlo con vida, pero el gringo —a pesar de aparentar de ser de los que manejaba, o quizás por ello— debía de ser un poco imbécil, ya que en lugar de tratar de escapar yendo hacia el menos castigado lado izquierdo, se movía hacia la derecha, como pudieron observar Pan y Kiche por el agujero abierto en el mostrador; perplejos al ver que gateaba hacia el lugar donde se concentraban los disparos.
Entonces se temieron lo peor, y sospecharon que en aquel rincón debía haber armas cargadas —para lo cual no era necesario un gran ejercicio de imaginación, vista la calaña de los huéspedes del local—, colocadas allí en previsión de una contingencia como aquella en la que ahora estaban, reventando a tiro limpio el local y abriendo boquetes en todo el mobiliario. Y también en lo que no era mobiliario y sabía mear de pie. Así que, temiendo que la presa pasase a cazador gracias a lo que quiera que se encontrase en aquel rincón derecho de la recepción, Pan y Kiche se parapetaron de nuevo tras una mesa, poniendo gran cuidado en no quedar a tiro de los hombres que mantenían el tiroteo desde la cantina.
Aún quedaba mucho de qué cubrirse en aquel maldito hotel, y más si hubiesen atendido a los disparos que seguían sonando, ahora en descargas más rápidas incluso, en la planta superior.
En espera estaban ambos cuando el gringo hizo algo que terminó de descolocarlos. En lugar de sacar un cañón capaz de reventar las murallas de Campeche, como temían, apareció con un libro bajo el brazo y saltó sobre la barra, en dirección a la puerta del patio, que ahora le quedaba más cercana a él que a los mexicanos, quienes habían perdido su ventajosa posición sobre esta escapatoria al ir a refugiarse tras una mesa en la parte opuesta del salón.
Viendo que el propósito del gringo era escapar por el patio con el mentado libro comenzaron a disparar ya no contra él, sino contra la puerta misma, con intención de impedirle la huída por allá con aquello que suponían —acertadamente— era tan valioso.
Sorprendido ante tal profusión de balas contra su escapatoria el gringo reculó, tropezó con una de las sillas que se extendían destartaladas por la porqueriza en que se había convertido el salón del hotel y perdió su arma. Acto seguido se irguió despacio, con las manos en alto sin separarse del libro, y vio como la pareja de mexicanos —un mexicano y un hopi sería más correcto— se encaminaba hacia él.
Encañonado por los dos rifles dejó el misterioso libro en el suelo. Pan lo abrió con la punta de la bota. Dentro, en lugar de las anotaciones sobre huéspedes y cuentas que debería contener un libro de registros tan sólo había mapas, rutas e indicaciones sobre todo tipo de armas. El muy pendejo había tratado de salvar el archivo que contenía todos sus negocios de contrabando junto con el mapa de la zona donde se hallaba el arsenal.
Asombrados por el descubrimiento Pan y Kiche bajaron la guardia, y ambos se inclinaron al mismo tiempo a recoger el pesado volumen. Craso error.
Viéndose libre de los cañones de los rifles el gringo dio una patada a un brasero que ardía al lado de una de las mesas, y entre la confusión de los tizones que rodaban por el suelo de madera y las chispas llameantes que flotaban en el aire, huyó hacia el patio trasero mientras el fuego alcanzaba el libro de visitas.
Pan y el indio descendieron el primer tramo de escaleras, y ya estaban preparados para hacer en el piso intermedio la misma operación que yo estaba haciendo arriba cuando un güero chaparro y obeso que subía de la planta baja por las escaleras les vio y dio la voz de alarma.
—Mexicans! Mexicans in the upper floor!
Kiche y Pan no tuvieron otra que cubrirse tras la esquina y empezar a darle al cante con las pistolas. Tiraban a todo lo que se movía, y como a uno de los sicarios de Bradley Morgan se le ocurrió moverse, pues le tiraron. Le tiraron y le dieron, que para eso le tiraban, y lo mismo hicieron con mayor o menor puntería contra los demás gringos que iban apareciendo en el salón de la planta baja hasta que lograron abrirse camino hasta aquella planta inferior y refugiarse tras un gran mueble para seguir desde allí repartiendo a los del salón.
Una vez parapetados repararon en un gringo que se ocultaba tras las mesas como bien podía, aún a riesgo de estropear su lujosa camisa de seda. Vieron sus trazas de hombre importante y los esfuerzos que hacían los otros para buscarle refugio, y decidieron que era a aquél a quien se tenían que llevar de allá.
Los gringos no podían acercarse demasiado al ventanal que daba a la calle si no querían ser blanco fácil para los de la cantina, así que se iban arremolinando en la parte posterior del salón, donde se ponían a tiro del indio; o en la zona cercana a las escaleras, donde Pan disfrutaba rentando cajas de pino al personal a base de tiros.
La traca dentro del salón era continua, y como los asaltantes tenían mejor posición que los gringos, éstos iban cayendo uno tras otro; muertos algunos, heridos tan sólo la mayoría —no murieron muchos en el hotel, después de todo—, pero abandonando así el combate, más preocupados en taparse sus nuevos orificios que en tratar de abrirle alguno al indio o al antiguo traficante.
Al tiempo que lejos de allí, tumbado en su cómoda cama con colchón de plumas de oca, un empresario dedicado a la fabricación de balas sufría un imprevisto orgasmo provocado por tan ingente dispendio de plomo, en el Hoover apenas quedaban ya un par de hombres junto al jefe. El primero de ellos, en un gesto de notable valor y hombría, viendo que las cosas se estaban poniendo feas allá dentro, se tiró contra una ventana y fue a refugiarse al porche. Escaso consuelo el de aquel refugio exterior, porque a los terribles cortes que los cristales le produjeron en los hombros, con dos profundos tajos abiertos al caer como cuchillos afilados cuando el muy lerdo los desprendió de la ventana al traspasarla, había que unir que allá, aunque algo resguardado por la vallita del porche, no debía protegerse del fuego que le daban dos, como en el interior del salón, sino del que centraban en él todos los que le vieron huir por la ventana desde la cantina. Y es que en el ejército de Villa nunca gustaron los cobardes. Supongo que aquel sería de los que cayó aquella madrugada. Por bobo.
En cuanto al segundo matón, éste se afanó en ser más inteligente que el anterior, pero no tuvo la oportunidad de demostrarlo. En plena huída había cedido el puesto a su compañero de armas para que éste escapara por delante atravesando la cristalera en primer lugar; al ver la suerte que el otro corriera sintió la acometida de una gran cantidad de dudas, optando en el último instante por mantenerse dentro del hotel, respuesta a la que Pan, que disfrutaba entre tanta pólvora como Huerta en un fumadero, correspondió con un certero disparo. Al final tan loable muestra de generosidad y arrojo culminó con el segundo de los que protegían al jefe gringo tan agujereado como su compañero, pero en la parte interior de la cristalera. Supongo que allí acabaría también aquel. Por listo.
El gringo a quien protegían, mientras tanto, se ocultó tras el mostrador de recepción del hotelito, protegiéndose de los recados de la pistola de Pan. Cuando las balas se agotaron, en plena fiebre de pólvora, éste enfundó la pistola y tomó el rifle que había llevado colgando en su espalda, sujeto con una cinta que le atravesaba el torso diagonalmente. Su primer disparo fue de lleno contra el frontal del recibidor, abrió un agujero en la placa de madera contra la que impactó y astilló las contiguas. De haber estado agazapado detrás, el gringo hubiese quedado a su vez bien agujereado, pero el mostrador era grande y había espacio suficiente para esconderse sin que una bala lanzada sin referencias fuese a darle a uno. Con todo, la intención de Pan con aquel disparo no era cargarse al gringo: aquel pendejo era el único que aún resistía —al menos abajo, porque en las plantas superiores seguían oyéndose tiros— y a buen seguro que resultaba pesca de calidad. Pero a punto estuvo de salirle caro el tiro al cachanilla, porque el gringo se encontraba escondido tras el mostrador a menos de un metro de donde había impactado la bala, tan cerca que incluso algunas de las astillas que salieron de la parte posterior del mostrador tras el disparo le arañaron el rostro. Lívido, acabó por convencerse de que debía de huir de allá cuanto antes, aunque la cercanía del fusilazo lo mantenía en un estado que lindaba con la parálisis.
Fueron las balas de Kiche las que devolvieron al de la camisa cara a la realidad. Llevaban como objetivo la misma esquina contra la que ya disparara Pan, pues ambos buscaban obligar al gringo a refugiarse en el extremo opuesto del mostrador. Pretendían encerrarlo en aquel rincón para poder atraparlo con vida, pero el gringo —a pesar de aparentar de ser de los que manejaba, o quizás por ello— debía de ser un poco imbécil, ya que en lugar de tratar de escapar yendo hacia el menos castigado lado izquierdo, se movía hacia la derecha, como pudieron observar Pan y Kiche por el agujero abierto en el mostrador; perplejos al ver que gateaba hacia el lugar donde se concentraban los disparos.
Entonces se temieron lo peor, y sospecharon que en aquel rincón debía haber armas cargadas —para lo cual no era necesario un gran ejercicio de imaginación, vista la calaña de los huéspedes del local—, colocadas allí en previsión de una contingencia como aquella en la que ahora estaban, reventando a tiro limpio el local y abriendo boquetes en todo el mobiliario. Y también en lo que no era mobiliario y sabía mear de pie. Así que, temiendo que la presa pasase a cazador gracias a lo que quiera que se encontrase en aquel rincón derecho de la recepción, Pan y Kiche se parapetaron de nuevo tras una mesa, poniendo gran cuidado en no quedar a tiro de los hombres que mantenían el tiroteo desde la cantina.
Aún quedaba mucho de qué cubrirse en aquel maldito hotel, y más si hubiesen atendido a los disparos que seguían sonando, ahora en descargas más rápidas incluso, en la planta superior.
En espera estaban ambos cuando el gringo hizo algo que terminó de descolocarlos. En lugar de sacar un cañón capaz de reventar las murallas de Campeche, como temían, apareció con un libro bajo el brazo y saltó sobre la barra, en dirección a la puerta del patio, que ahora le quedaba más cercana a él que a los mexicanos, quienes habían perdido su ventajosa posición sobre esta escapatoria al ir a refugiarse tras una mesa en la parte opuesta del salón.
Viendo que el propósito del gringo era escapar por el patio con el mentado libro comenzaron a disparar ya no contra él, sino contra la puerta misma, con intención de impedirle la huída por allá con aquello que suponían —acertadamente— era tan valioso.
Sorprendido ante tal profusión de balas contra su escapatoria el gringo reculó, tropezó con una de las sillas que se extendían destartaladas por la porqueriza en que se había convertido el salón del hotel y perdió su arma. Acto seguido se irguió despacio, con las manos en alto sin separarse del libro, y vio como la pareja de mexicanos —un mexicano y un hopi sería más correcto— se encaminaba hacia él.
Encañonado por los dos rifles dejó el misterioso libro en el suelo. Pan lo abrió con la punta de la bota. Dentro, en lugar de las anotaciones sobre huéspedes y cuentas que debería contener un libro de registros tan sólo había mapas, rutas e indicaciones sobre todo tipo de armas. El muy pendejo había tratado de salvar el archivo que contenía todos sus negocios de contrabando junto con el mapa de la zona donde se hallaba el arsenal.
Asombrados por el descubrimiento Pan y Kiche bajaron la guardia, y ambos se inclinaron al mismo tiempo a recoger el pesado volumen. Craso error.
Viéndose libre de los cañones de los rifles el gringo dio una patada a un brasero que ardía al lado de una de las mesas, y entre la confusión de los tizones que rodaban por el suelo de madera y las chispas llameantes que flotaban en el aire, huyó hacia el patio trasero mientras el fuego alcanzaba el libro de visitas.
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