Por el sur la jarana había comenzado un rato antes, ya que, a pesar de ir a pie, los de nuestro grupo más numeroso nos habían tomado la delantera mientras dábamos nuestro rodeo. El pueblo era pequeño, con las calles dispuestas en sentido norte-sur. Los hombres de Pablo López, que comenzaron el ataque por la zona más cercana a la frontera con México, debían de ser capaces de asentarse cuanto antes para recibir bien parapetados a los soldados del Furlong. De esta manera evitarían que el combate se extendiese por todo Columbus. Lo alargado de las calles debía mantener la lucha en la zona inicial del ataque, lejos de nuestro objetivo en la parte norte.
Es justo decir que, salvando la división de nuestros efectivos en los tres grupos ya mencionados: Cervantes, López y Villa, el resto de nuestros movimientos fueron bastante caóticos. Organización sería la palabra menos adecuada del diccionario para definir nuestro ataque sobre Columbus —ésa, o lechuga, tengo mis dudas—, y si bien el medio centenar de guerrilleros que entramos a caballo por la zona norte mantuvimos un mínimo de compostura —nuestro objetivo era claro, y no había muchas opciones a la hora de actuar—, los que atacaron por el sur, especialmente los primeros al mando del valiente Pablo López, lo hicieron inmersos en el mayor de los desórdenes; y eso, cuando te toca vértelas con una guarnición del ejército más poderoso del orbe, se acaba pagando, por mucho que a la mayoría de los gringos los agarrásemos durmiendo en calzones.
Precisamente fueron dos que no estaban en calzones, sino bien uniformados y de guardia, de los pocos que cayeron del lado estadounidense. Cabalgaban al paso a sólo unos metros de distancia de la verja sur del campamento gringo. Iban totalmente despreocupados, con los caballos a la par hablando tranquilos de regreso hacia la entrada principal después de completar su guardia por los alrededores, comprobando que todo andaba tranquilo en la franja que lindaba con México. Solían pescar a algún contrabandista —si éste no había tenido la ocurrencia de comunicar con plata sus intenciones al jefe de la plaza, porque en ese caso los soldados solían volverse inexplicablemente sordos y ciegos— o a cualquier mexicano que cruzase la frontera por las más variopintas razones, siendo entonces habitual su arresto y desinfección, con ocasionales sucesos como los que me ocurrieron a mí y a mis compañeros en El Paso y que ya les relaté. En aquella ocasión la pareja de jinetes no tuvo la oportunidad de atrapar a ningún muerto de hambre y enseñarle nociones de higiene, porque cuando vieron aparecer tras una ondulación del terreno a los que iban al mando de Pablo López tan sólo tuvieron tiempo de empuñar sus rifles y dar un par de tiros hacia la masa de guerrilleros que se abalanzaba hacia ellos. Desconozco si con aquellos primeros disparos alguno de los nuestros cayó. Lo que sé a ciencia cierta —el propio Pablo López me lo contaría después— es que el primero de los jinetes fue abatido al instante, mientras que el segundo cayó de su caballo al ser alcanzado por balas mexicanas, pero no estaba herido de muerte e intentó auparse de nuevo sobre su montura para alcanzar, perplejo y asustado, la puerta de entrada al campamento. Aún tuvo tiempo de gritar, dando la voz de alarma a los centinelas de las garitas de vigilancia del Furlong antes de morir, con lo que ahí se terminó todo el efecto sorpresa de nuestro ataque.
Al tiempo que pegaba las voces, y ocultándose tras la grupa del caballo al que trataba de subirse, el soldado herido se protegía de los asaltantes, que no le disparaban por no matar al caballo, ya que era una preciada presa de guerra para nosotros; por lo que para neutralizar al gringo había que acercarse a él hasta el cuerpo a cuerpo. Uno de los nuestros llegó a la altura del caballo y trató de hacerse con él, pero el gringo le golpeó con la culata del rifle —que entonces, una vez vaciado durante el tiroteo solo servía para eso, repartir mandobles, habida cuenta de que era imposible detenerse a cargarlo con decenas de guerrilleros saliendo de todas partes— y le derribó. Después, cuando el mexicano yacía en el suelo, doliéndose de las costillas donde le había alcanzado el tremendo golpe, el soldado sacó su pistola, y a punto estaba de apretar el gatillo cuando desde el caballo del otro gringo llegó en el último momento una inesperada ayuda.
Un segundo mexicano, que había logrado apropiarse de la bestia, le pegó un tiro al soldado que le abrió un gran boquete en la casaca azul, y el gringo cayó de espaldas, con el pecho abierto y el esternón volatilizado por el disparo.
Esquivo por un pelo de la muerte, el guerrillero que estaba en el suelo con las costillas molidas pudo erguirse y hacerse con el segundo de los caballos; y así continuaron la marcha los dos mexicanos, poniendo rumbo hacia la puerta principal del campamento Furlong y las cercanas casas de la zona sur de Columbus. Ya teníamos otros dos en nuestra caballería, montando ufanos entre el resto de los guerrilleros que se movían a pie. Inusitada facilidad la que ofrecía el ejército villista para promocionar o, al menos, cambiar de cuerpo, de la noche a la mañana. Nada más correcto en el caso de aquellos dos, que comenzaron la madrugada como infantería y alcanzaron el alba como caballería. O la hubieran alcanzado a lomos de sus recién adquiridos caballos si no les hubiesen cosido a tiros los gringos poco después, porque, tras el frenesí inicial y el triunfo contra los dos centinelas de los caballos, los éxitos se acabaron y los gringos empezaron a cobrarse cara tanta osadía.
Sonaron campanas y megáfonos llamando a la lucha dentro del campamento Furlong, y en cuestión de minutos los hombres que mandaba Pablo López se batían casi cuerpo a cuerpo con los soldados gringos, convirtiendo la escaramuza en un combate directo para el que no estaban preparados. Las balas zumbaban desde los puestos de los centinelas del campamento y los cuerpos de los mexicanos, expuestos al fuego que se les hacía desde las alturas, iban sembrando poco a poco la explanada que separaba el campamento de las primeras construcciones de Columbus: los almacenes de grano, la estación y los hangares del ferrocarril.
El campamento estaba asentado sobre una pequeña elevación que dominaba Columbus. Entre él y el resto de del pueblo se extendía una franja de terreno abrupto que se suavizaba junto al edificio de la estación. Protegidos tras estas ondulaciones del fuego que los gringos abrían desde los puestos de vigía, los nuestros entablaron un intercambio de tiros, esta vez sí, bastante equilibrado. Las balas volaban de un lado a otro de las improvisadas trincheras naturales, pequeños cañones horadados en la tierra por tormentas durante siglos que habían creado un paraje abrupto desde el cual ambos bandos se sacudían con virulencia, sobre todo cuando las nubes se apartaban y dejaban paso a la claridad de la luna, descubriendo sus posiciones.
Duró unos largos minutos esta ficticia paridad de fuerzas, hasta que los gringos pusieron en juego su superioridad técnica y táctica en un combate en toda regla, que era en lo que se había convertido la zona de la estación de Columbus, dando la vez a la caballería.
Hoy puede sonar muy antigua una carga de caballería. Vista desde los ojos de hombres que conviven con carros anfibios de combate, aviones que cruzan océanos en horas o bombas capaces de destruir naciones enteras, la imagen de decenas de caballos rompiendo al galope líneas de infantería, de jinetes aplastando a los soldados de a pie bajo las pezuñas de sus bestias mientras les abren boquetes en el pecho o tajos en la cara desde sus monturas, quizás resulte prehistórica; pero nada resulta más alejado de la realidad que creer eso. En otros tiempos, en los tiempos de mi juventud, para matar a un hombre era necesario acercarse a él, al menos, hasta una distancia a la que él también podía volarte los sesos de un tiro. Y eso dejaba las guerras en manos de hombres que arriesgaban su piel en ellas, y no bajo las arbitrarias decisiones de políticos para los que un muerto tan sólo suponía una boca menos en el rancho; y las daba el único aire de cordura que la barbarie de la guerra podía tener: saber que en el día de mañana tú podías ser víctima del mismo juego cruel al que decidieses entregarte. Que no es poco.
Es justo decir que, salvando la división de nuestros efectivos en los tres grupos ya mencionados: Cervantes, López y Villa, el resto de nuestros movimientos fueron bastante caóticos. Organización sería la palabra menos adecuada del diccionario para definir nuestro ataque sobre Columbus —ésa, o lechuga, tengo mis dudas—, y si bien el medio centenar de guerrilleros que entramos a caballo por la zona norte mantuvimos un mínimo de compostura —nuestro objetivo era claro, y no había muchas opciones a la hora de actuar—, los que atacaron por el sur, especialmente los primeros al mando del valiente Pablo López, lo hicieron inmersos en el mayor de los desórdenes; y eso, cuando te toca vértelas con una guarnición del ejército más poderoso del orbe, se acaba pagando, por mucho que a la mayoría de los gringos los agarrásemos durmiendo en calzones.
Precisamente fueron dos que no estaban en calzones, sino bien uniformados y de guardia, de los pocos que cayeron del lado estadounidense. Cabalgaban al paso a sólo unos metros de distancia de la verja sur del campamento gringo. Iban totalmente despreocupados, con los caballos a la par hablando tranquilos de regreso hacia la entrada principal después de completar su guardia por los alrededores, comprobando que todo andaba tranquilo en la franja que lindaba con México. Solían pescar a algún contrabandista —si éste no había tenido la ocurrencia de comunicar con plata sus intenciones al jefe de la plaza, porque en ese caso los soldados solían volverse inexplicablemente sordos y ciegos— o a cualquier mexicano que cruzase la frontera por las más variopintas razones, siendo entonces habitual su arresto y desinfección, con ocasionales sucesos como los que me ocurrieron a mí y a mis compañeros en El Paso y que ya les relaté. En aquella ocasión la pareja de jinetes no tuvo la oportunidad de atrapar a ningún muerto de hambre y enseñarle nociones de higiene, porque cuando vieron aparecer tras una ondulación del terreno a los que iban al mando de Pablo López tan sólo tuvieron tiempo de empuñar sus rifles y dar un par de tiros hacia la masa de guerrilleros que se abalanzaba hacia ellos. Desconozco si con aquellos primeros disparos alguno de los nuestros cayó. Lo que sé a ciencia cierta —el propio Pablo López me lo contaría después— es que el primero de los jinetes fue abatido al instante, mientras que el segundo cayó de su caballo al ser alcanzado por balas mexicanas, pero no estaba herido de muerte e intentó auparse de nuevo sobre su montura para alcanzar, perplejo y asustado, la puerta de entrada al campamento. Aún tuvo tiempo de gritar, dando la voz de alarma a los centinelas de las garitas de vigilancia del Furlong antes de morir, con lo que ahí se terminó todo el efecto sorpresa de nuestro ataque.
Al tiempo que pegaba las voces, y ocultándose tras la grupa del caballo al que trataba de subirse, el soldado herido se protegía de los asaltantes, que no le disparaban por no matar al caballo, ya que era una preciada presa de guerra para nosotros; por lo que para neutralizar al gringo había que acercarse a él hasta el cuerpo a cuerpo. Uno de los nuestros llegó a la altura del caballo y trató de hacerse con él, pero el gringo le golpeó con la culata del rifle —que entonces, una vez vaciado durante el tiroteo solo servía para eso, repartir mandobles, habida cuenta de que era imposible detenerse a cargarlo con decenas de guerrilleros saliendo de todas partes— y le derribó. Después, cuando el mexicano yacía en el suelo, doliéndose de las costillas donde le había alcanzado el tremendo golpe, el soldado sacó su pistola, y a punto estaba de apretar el gatillo cuando desde el caballo del otro gringo llegó en el último momento una inesperada ayuda.
Un segundo mexicano, que había logrado apropiarse de la bestia, le pegó un tiro al soldado que le abrió un gran boquete en la casaca azul, y el gringo cayó de espaldas, con el pecho abierto y el esternón volatilizado por el disparo.
Esquivo por un pelo de la muerte, el guerrillero que estaba en el suelo con las costillas molidas pudo erguirse y hacerse con el segundo de los caballos; y así continuaron la marcha los dos mexicanos, poniendo rumbo hacia la puerta principal del campamento Furlong y las cercanas casas de la zona sur de Columbus. Ya teníamos otros dos en nuestra caballería, montando ufanos entre el resto de los guerrilleros que se movían a pie. Inusitada facilidad la que ofrecía el ejército villista para promocionar o, al menos, cambiar de cuerpo, de la noche a la mañana. Nada más correcto en el caso de aquellos dos, que comenzaron la madrugada como infantería y alcanzaron el alba como caballería. O la hubieran alcanzado a lomos de sus recién adquiridos caballos si no les hubiesen cosido a tiros los gringos poco después, porque, tras el frenesí inicial y el triunfo contra los dos centinelas de los caballos, los éxitos se acabaron y los gringos empezaron a cobrarse cara tanta osadía.
Sonaron campanas y megáfonos llamando a la lucha dentro del campamento Furlong, y en cuestión de minutos los hombres que mandaba Pablo López se batían casi cuerpo a cuerpo con los soldados gringos, convirtiendo la escaramuza en un combate directo para el que no estaban preparados. Las balas zumbaban desde los puestos de los centinelas del campamento y los cuerpos de los mexicanos, expuestos al fuego que se les hacía desde las alturas, iban sembrando poco a poco la explanada que separaba el campamento de las primeras construcciones de Columbus: los almacenes de grano, la estación y los hangares del ferrocarril.
El campamento estaba asentado sobre una pequeña elevación que dominaba Columbus. Entre él y el resto de del pueblo se extendía una franja de terreno abrupto que se suavizaba junto al edificio de la estación. Protegidos tras estas ondulaciones del fuego que los gringos abrían desde los puestos de vigía, los nuestros entablaron un intercambio de tiros, esta vez sí, bastante equilibrado. Las balas volaban de un lado a otro de las improvisadas trincheras naturales, pequeños cañones horadados en la tierra por tormentas durante siglos que habían creado un paraje abrupto desde el cual ambos bandos se sacudían con virulencia, sobre todo cuando las nubes se apartaban y dejaban paso a la claridad de la luna, descubriendo sus posiciones.
Duró unos largos minutos esta ficticia paridad de fuerzas, hasta que los gringos pusieron en juego su superioridad técnica y táctica en un combate en toda regla, que era en lo que se había convertido la zona de la estación de Columbus, dando la vez a la caballería.
Hoy puede sonar muy antigua una carga de caballería. Vista desde los ojos de hombres que conviven con carros anfibios de combate, aviones que cruzan océanos en horas o bombas capaces de destruir naciones enteras, la imagen de decenas de caballos rompiendo al galope líneas de infantería, de jinetes aplastando a los soldados de a pie bajo las pezuñas de sus bestias mientras les abren boquetes en el pecho o tajos en la cara desde sus monturas, quizás resulte prehistórica; pero nada resulta más alejado de la realidad que creer eso. En otros tiempos, en los tiempos de mi juventud, para matar a un hombre era necesario acercarse a él, al menos, hasta una distancia a la que él también podía volarte los sesos de un tiro. Y eso dejaba las guerras en manos de hombres que arriesgaban su piel en ellas, y no bajo las arbitrarias decisiones de políticos para los que un muerto tan sólo suponía una boca menos en el rancho; y las daba el único aire de cordura que la barbarie de la guerra podía tener: saber que en el día de mañana tú podías ser víctima del mismo juego cruel al que decidieses entregarte. Que no es poco.
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