Afortunadamente el soldado iba sólo —quizás ávido de una posible recompensa, deseoso de hacer méritos ante sus superiores o simplemente en busca de venganza—, pues de lo contrario el sonido del tiro hubiera alertado a sus eventuales compañeros y todo se hubiese puesto negro como el sobaco de un guajolote. O como el de la cabalgadura del hombre al que Kiche acababa de matar, porque incomprensiblemente tranquilo a pesar del disparo apareció tras la curvatura del cerro, unos metros por detrás del indio, una hermosa yegua negra que le seguía a unos pocos metros, dócil y confiada, como víctima de algún tipo de encantamiento.
Mi nuevo amigo, al que debía demasiadas cosas para tan poco tiempo de convivencia —unos calzones, una camisa, un chusco de pan con cecina, de seguro la libertad y puede que incluso la vida— había salido de nuestro refugio bajo la roca para inspeccionar el terreno, buscando una manera de bajar de aquel cerrillo sin acercarnos demasiado a El Paso; tratando de caer en alguna zona del llano que nos permitiese cruzar el río cuanto antes para iniciar nuestra huída a través de Nuevo México. En su paseo se había topado con el caballo del soldado, que se encontraba amarrado a un arbolillo cercano, y temiéndose lo que luego habría de ocurrir, había soltado el nudo de la rienda volviéndose, cautelosa y muy oportunamente hasta nuestro escondrijo con el caballo siguiéndole como si de su amo se tratara.
Partimos con el cadáver del soldado aún caliente, y lo hice llevando puestos al fin unos pantalones de una talla más o menos aceptable, conseguidos tras ser robados al muerto, obviamente. No es robar a los muertos una de las cosas que más honra reporten a una persona, pero en esta vida hay muchas cosas que no la traen, como acumular bienes que no se necesitan, regurgitar por cualquier rincón trozos de cena grandes como tacos de a peso después de una buena borrachera o matar por una bandera, y no sólo no es algo que se critique, sino que muy a menudo incluso se aplaude. Además, aparte de la ropa, teníamos otro rifle, que junto con la pistola que recogí de la cueva —caí entonces en la cuenta de que era la segunda cosa que robaba a un muerto, aunque cuando le quité el revólver al ricitos aún estaba vivo, pero le quedaba tan poco que casi cuenta como fiambre— hacían ya tres armas contando la de Kiche, más una considerable cantidad de munición que el trozo de carne sin pantalones del cerro llevaba antes encima. También teníamos dos caballos, lo que resultaba una gran noticia para salir de allí cuanto antes.
Con las dos monturas todo se agilizó bastante. Descendimos por la falda noreste de la ladera para alejarnos lo más posible del núcleo urbano de El Paso, los animales sujetos por las riendas y nosotros caminando sigilosos a su par. Un ruido más fuerte de lo normal, el propio crujir de los arbustos bajo los pies del otro o el sonido de cualquier alimaña a nuestras espaldas, nos hacían tensar los músculos y revolvernos armas en mano. Una vez que abandonamos el cerrillo seguimos rumbo noroeste durante unas pocas millas, hasta que a Kiche le pareció aquella una buena zona para acercarnos al río e intentar vadearlo sobre los caballos.
Nos costó mucho tiempo tomar la decisión de adentrarnos en las aguas. Aún siendo una zona de escasa profundidad y aparentemente propicia para el cruce con los caballos, la corriente era fuerte, y las bestias no parecían muy convencidas de meterse dentro del cauce. Además, una vez dentro del río seríamos presa fácil para cualquiera que nos pretendiese dar caza apostado en la orilla, ya que los caballos no podrían galopar con el agua hasta el pecho.
No sería menos de una hora lo que estuvimos esperando a la sombra de un enorme cactus, y mientras Kiche aprovechaba para repartir las municiones que acabábamos de conseguir entre nuestras diferentes árganas, bolsas, cananas y cinturones —realmente habíamos hecho gran acopio de material a costa del muerto— yo me dispuse a dejarles un último regalo tras el viejo cactus, nuevo y oloroso éste, como último recuerdo de aquella aventura texana.
Finalmente tomamos la determinación. Kiche iba delante, haciendo de vez en cuando requiebros con su caballo para evitar las zonas en las que la corriente tiraba más fuerte. Yo me limitaba a seguirle, asumiendo de manera muy natural que, al menos hasta que entrásemos en Chihuahua y el terreno me fuese conocido, nos iría mucho mejor fiándonos de los pálpitos del indio.
Tras unos minutos de lucha contra las aguas y algún que otro amago de los caballos, que amenazaban con encabritarse cuando se les obligaba a ir por una zona de demasiada corriente, cruzamos al otro lado. Ahora la calma y el sigilo eran palabras prohibidas, así que nos lanzamos a la carrera, dispuestos a reventar las cabalgaduras si era necesario con tal de llegar a México —preferiblemente a una parte de México en la que no me fusilasen por villista— lo antes posible, galopando como locos rumbo al suroeste, ya sin el menor cuidado de no llamar la atención. De perdidos, al río, dice el dicho. Y del río, a México, me permito añadir.
Nadie nos avisó de que habíamos entrado en México. Y es que, a pesar de lo que muchos prohombres de los gobiernos puedan creer, cuando caminas por el mundo no encuentras líneas de puntos y rayas que separen nada, y allí los coyotes y los buitres del desierto, animales libres desde que nacen hasta que mueren, no conocen otros límites que los que ellos mismos se imponen, como así debería ser para cualquier otra criatura de Dios; especialmente esa que anda sobre dos patas, acostumbra a llevar camisas de botones y que frecuentemente tiene la desgracia de ser la menos libre de todas.
De esta manera, sin ser conscientes de que habíamos traspasado la frontera por el desierto varias horas antes, al atardecer del octavo día de marzo nos topamos con el campamento de la División del Norte que mandaba el general don Francisco Villa. Allá nos dieron una buena ración de rancho que comí con avidez mientras narré nuestra historia al público presente, y al fin pudimos descansar unas horas tras dos días de huída que casi revientan nuestras monturas, sin haber saldado cuentas con ninguno de nuestros estafadores pero con el poco desdeñable bagaje a nuestras espaldas de seis gringos bajo tierra, una yegua prestada, el glorioso robo de los pantalones de un muerto y una cagada como un sombrero al amparo de un cactus.
Era noche cerrada, una noche muy clara, de cielo raso y muchas estrellas, especialmente despejada en la inmensidad del desierto de Chihuahua y sobre las llanuras que se extendían más allá de la frontera, sobre el vecino Nuevo México. Bajo la claridad de la luna podíamos vernos fácilmente las caras unos a otros entre las filas de guerrilleros expectantes; reflejado el relente de la luna por el suelo pelado de una pequeña colina cercana, erguida ya sobre tierra estadounidense.
Pancho Villa comenzó entonces su arenga a las tropas. Éramos unos quinientos y le escuchábamos con gran atención, pues se había corrido la voz de que el general planeaba algo importante, quizás una celada contra los carrancistas o una marcha contra alguna de sus ciudades.
—Soldados de la División del Norte, hijos de Chihuahua y defensores de México: el traidor Carranza, además de hacernos la guerra a los revolucionarios que le aupamos al poder, permite que los gringos hagan y deshagan según su conveniencia en el Gobierno…
La cosa parecía clara, los constitucionalistas de Carranza cada vez tiraban más de la ayuda gringa para hacernos frente a nosotros en el norte y a los zapatistas en el sur, y Villa y sus oficiales debían de haber preparado una contraofensiva contra ellos. Pero cuando todos estábamos preparados para conocer el destino de nuestro asalto sobre las posiciones carrancistas, Villa continuó su discurso y nos dejó helados.
—…Venustiano Carranza ha vendido la Patria a los Estados Unidos, y es por ello que vamos a ir a Columbus a darles un albazo a los gringos.
Un murmullo fue recorriendo todas nuestras filas al oír aquello. Columbus era un pequeño enclave fronterizo cruzado por el Ferrocarril del Oeste, que conectaba Texas con las costas de California; pero Columbus ya no era México. Estaba del otro lado de la raya y, por si faltaba algo, servía también de base a uno de los muchos cuerpos del ejército estadounidense diseminados a lo largo de la frontera, el campamento militar Furlong. Villa había enloquecido y quería invadir los Estados Unidos.
El general continuó, desentendiéndose de la inquietud general. Habló de que los gringos intentaban frenar la Revolución, que desde la capital incluso se les permitía reservarse el derecho para nombrar o vetar a determinados ministros, y que últimamente se habían decantado claramente en nuestra contra, llegando incluso a vendernos armas y municiones defectuosas para dificultar nuestros avances. Cuando el general terminó de exponernos las razones de nuestro ataque, uno de sus oficiales de mayor rango, llamado Pablo López, tomó la palabra y continuó la proclama de Villa.
—Queremos venganza contra los Estados Unidos.
Lo dijo así, claro, conciso, contundente. Esperó unos momentos a que sus palabras cuajasen en las molleras de la tropa y continuó.
—Los gringos son los meros culpables de lo ocurrido en Aguaprieta y Celaya —nuestras dos recientes derrotas—. Desde hace tiempo que nos vienen amolando y es a ellos es a quienes debemos consignar por la pérdida de centenares de bravos cuates suyos y el retroceso que han sufrido nuestras posiciones desde entonces, viéndonos obligados a refugiarnos en este nuestro estado de Chihuahua para comenzar de nuevo la toma de México para la Revolución.
El silencio era sepulcral. Pablo López asió su fusil, empuñándolo en lo alto y acompasando sus movimientos a las palabras del discurso.
—Permiten además a los carrancistas maniobrar por su lado de la frontera, donde nos son intocables… O al menos donde lo eran hasta el pardear de hoy, pues cuando mañana salga el sol nada será ya lo mismo.
Era Pablo López un hombre muy respetado por la tropa a causa de su valentía —como demostraría años después, cuando ante los constitucionalistas que lo capturaron e iban a fusilarlo se negó a que le vendasen los ojos, pues quería ver la cara de la muerte cuando ésta llegase; y lo único que pidió como postrero deseo fue que se llevasen del lugar donde lo iban a ajusticiar a todos los gringos, llegando incluso a dar él mismo la orden de disparar a su pelotón de fusilamiento— pero a pesar de este respeto que la tropa le profesaba, los guerrilleros no acababan de recibir con buenos ojos aquello de asaltar un pueblo más allá de la frontera.
Pancho Villa, viendo entonces que las razones de la cabeza no convencían a sus hombres, decidió probar con las del corazón. Dirigiéndose a otro de sus lugartenientes mandó que me buscaran y me sacaran de la formación, haciéndome relatar ante mis compañeros guerrilleros, palabra por palabra, toda la historia que aquí acabo de narrar. Dijo Villa a los hombres:
—Horita escuchen a este chavo, único sobreviviente de un grupo de ejecutados por los gringos bajo el horrendo delito de ser compatriotas suyos; vivo espejo de la opresión a la que los aliados de Carranza someten al pueblo mexicano.
Entonces, donde el carisma de Pablo López había fracasado, triunfó mi relato sincero de abusos y despechos gringos: nuestra detención en El Paso, la humillación de la desinfección, la quema de mis compañeros, el tiro en la cara del soldado y mi persecución y huída.
Las caras del auditorio iban poco a poco reflejando como mudaba por dentro su ser mientras les calaban mis palabras, hasta que incluso el más reacio de los guerrilleros estuvo completamente convencido de que nuestro ataque era adecuado y necesario. Después, sobre las cuatro de la madrugada, todos partimos a cruzar la raya, decididos a entrar, no sólo en los Estados Unidos, sino en los libros.
De esta manera y por estas causas que aquí se relatan, cuando amaneció sobre las áridas llanuras y las agrestes montañas del estado de Nuevo México, toda la franja oeste de los Estados Unidos despertó alarmada al conocer que habían sido objetivo de la acción militar más desconcertante de la Historia; en la cual Pancho Villa, acaudillando una hueste de desharrapados y muertos de hambre que nada salvo su propia locura poseían y a la que tuve el honor de pertenecer, había invadido la nación más poderosa del mundo.
Mi nuevo amigo, al que debía demasiadas cosas para tan poco tiempo de convivencia —unos calzones, una camisa, un chusco de pan con cecina, de seguro la libertad y puede que incluso la vida— había salido de nuestro refugio bajo la roca para inspeccionar el terreno, buscando una manera de bajar de aquel cerrillo sin acercarnos demasiado a El Paso; tratando de caer en alguna zona del llano que nos permitiese cruzar el río cuanto antes para iniciar nuestra huída a través de Nuevo México. En su paseo se había topado con el caballo del soldado, que se encontraba amarrado a un arbolillo cercano, y temiéndose lo que luego habría de ocurrir, había soltado el nudo de la rienda volviéndose, cautelosa y muy oportunamente hasta nuestro escondrijo con el caballo siguiéndole como si de su amo se tratara.
Partimos con el cadáver del soldado aún caliente, y lo hice llevando puestos al fin unos pantalones de una talla más o menos aceptable, conseguidos tras ser robados al muerto, obviamente. No es robar a los muertos una de las cosas que más honra reporten a una persona, pero en esta vida hay muchas cosas que no la traen, como acumular bienes que no se necesitan, regurgitar por cualquier rincón trozos de cena grandes como tacos de a peso después de una buena borrachera o matar por una bandera, y no sólo no es algo que se critique, sino que muy a menudo incluso se aplaude. Además, aparte de la ropa, teníamos otro rifle, que junto con la pistola que recogí de la cueva —caí entonces en la cuenta de que era la segunda cosa que robaba a un muerto, aunque cuando le quité el revólver al ricitos aún estaba vivo, pero le quedaba tan poco que casi cuenta como fiambre— hacían ya tres armas contando la de Kiche, más una considerable cantidad de munición que el trozo de carne sin pantalones del cerro llevaba antes encima. También teníamos dos caballos, lo que resultaba una gran noticia para salir de allí cuanto antes.
Con las dos monturas todo se agilizó bastante. Descendimos por la falda noreste de la ladera para alejarnos lo más posible del núcleo urbano de El Paso, los animales sujetos por las riendas y nosotros caminando sigilosos a su par. Un ruido más fuerte de lo normal, el propio crujir de los arbustos bajo los pies del otro o el sonido de cualquier alimaña a nuestras espaldas, nos hacían tensar los músculos y revolvernos armas en mano. Una vez que abandonamos el cerrillo seguimos rumbo noroeste durante unas pocas millas, hasta que a Kiche le pareció aquella una buena zona para acercarnos al río e intentar vadearlo sobre los caballos.
Nos costó mucho tiempo tomar la decisión de adentrarnos en las aguas. Aún siendo una zona de escasa profundidad y aparentemente propicia para el cruce con los caballos, la corriente era fuerte, y las bestias no parecían muy convencidas de meterse dentro del cauce. Además, una vez dentro del río seríamos presa fácil para cualquiera que nos pretendiese dar caza apostado en la orilla, ya que los caballos no podrían galopar con el agua hasta el pecho.
No sería menos de una hora lo que estuvimos esperando a la sombra de un enorme cactus, y mientras Kiche aprovechaba para repartir las municiones que acabábamos de conseguir entre nuestras diferentes árganas, bolsas, cananas y cinturones —realmente habíamos hecho gran acopio de material a costa del muerto— yo me dispuse a dejarles un último regalo tras el viejo cactus, nuevo y oloroso éste, como último recuerdo de aquella aventura texana.
Finalmente tomamos la determinación. Kiche iba delante, haciendo de vez en cuando requiebros con su caballo para evitar las zonas en las que la corriente tiraba más fuerte. Yo me limitaba a seguirle, asumiendo de manera muy natural que, al menos hasta que entrásemos en Chihuahua y el terreno me fuese conocido, nos iría mucho mejor fiándonos de los pálpitos del indio.
Tras unos minutos de lucha contra las aguas y algún que otro amago de los caballos, que amenazaban con encabritarse cuando se les obligaba a ir por una zona de demasiada corriente, cruzamos al otro lado. Ahora la calma y el sigilo eran palabras prohibidas, así que nos lanzamos a la carrera, dispuestos a reventar las cabalgaduras si era necesario con tal de llegar a México —preferiblemente a una parte de México en la que no me fusilasen por villista— lo antes posible, galopando como locos rumbo al suroeste, ya sin el menor cuidado de no llamar la atención. De perdidos, al río, dice el dicho. Y del río, a México, me permito añadir.
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Nadie nos avisó de que habíamos entrado en México. Y es que, a pesar de lo que muchos prohombres de los gobiernos puedan creer, cuando caminas por el mundo no encuentras líneas de puntos y rayas que separen nada, y allí los coyotes y los buitres del desierto, animales libres desde que nacen hasta que mueren, no conocen otros límites que los que ellos mismos se imponen, como así debería ser para cualquier otra criatura de Dios; especialmente esa que anda sobre dos patas, acostumbra a llevar camisas de botones y que frecuentemente tiene la desgracia de ser la menos libre de todas.
De esta manera, sin ser conscientes de que habíamos traspasado la frontera por el desierto varias horas antes, al atardecer del octavo día de marzo nos topamos con el campamento de la División del Norte que mandaba el general don Francisco Villa. Allá nos dieron una buena ración de rancho que comí con avidez mientras narré nuestra historia al público presente, y al fin pudimos descansar unas horas tras dos días de huída que casi revientan nuestras monturas, sin haber saldado cuentas con ninguno de nuestros estafadores pero con el poco desdeñable bagaje a nuestras espaldas de seis gringos bajo tierra, una yegua prestada, el glorioso robo de los pantalones de un muerto y una cagada como un sombrero al amparo de un cactus.
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Era noche cerrada, una noche muy clara, de cielo raso y muchas estrellas, especialmente despejada en la inmensidad del desierto de Chihuahua y sobre las llanuras que se extendían más allá de la frontera, sobre el vecino Nuevo México. Bajo la claridad de la luna podíamos vernos fácilmente las caras unos a otros entre las filas de guerrilleros expectantes; reflejado el relente de la luna por el suelo pelado de una pequeña colina cercana, erguida ya sobre tierra estadounidense.
Pancho Villa comenzó entonces su arenga a las tropas. Éramos unos quinientos y le escuchábamos con gran atención, pues se había corrido la voz de que el general planeaba algo importante, quizás una celada contra los carrancistas o una marcha contra alguna de sus ciudades.
—Soldados de la División del Norte, hijos de Chihuahua y defensores de México: el traidor Carranza, además de hacernos la guerra a los revolucionarios que le aupamos al poder, permite que los gringos hagan y deshagan según su conveniencia en el Gobierno…
La cosa parecía clara, los constitucionalistas de Carranza cada vez tiraban más de la ayuda gringa para hacernos frente a nosotros en el norte y a los zapatistas en el sur, y Villa y sus oficiales debían de haber preparado una contraofensiva contra ellos. Pero cuando todos estábamos preparados para conocer el destino de nuestro asalto sobre las posiciones carrancistas, Villa continuó su discurso y nos dejó helados.
—…Venustiano Carranza ha vendido la Patria a los Estados Unidos, y es por ello que vamos a ir a Columbus a darles un albazo a los gringos.
Un murmullo fue recorriendo todas nuestras filas al oír aquello. Columbus era un pequeño enclave fronterizo cruzado por el Ferrocarril del Oeste, que conectaba Texas con las costas de California; pero Columbus ya no era México. Estaba del otro lado de la raya y, por si faltaba algo, servía también de base a uno de los muchos cuerpos del ejército estadounidense diseminados a lo largo de la frontera, el campamento militar Furlong. Villa había enloquecido y quería invadir los Estados Unidos.
El general continuó, desentendiéndose de la inquietud general. Habló de que los gringos intentaban frenar la Revolución, que desde la capital incluso se les permitía reservarse el derecho para nombrar o vetar a determinados ministros, y que últimamente se habían decantado claramente en nuestra contra, llegando incluso a vendernos armas y municiones defectuosas para dificultar nuestros avances. Cuando el general terminó de exponernos las razones de nuestro ataque, uno de sus oficiales de mayor rango, llamado Pablo López, tomó la palabra y continuó la proclama de Villa.
—Queremos venganza contra los Estados Unidos.
Lo dijo así, claro, conciso, contundente. Esperó unos momentos a que sus palabras cuajasen en las molleras de la tropa y continuó.
—Los gringos son los meros culpables de lo ocurrido en Aguaprieta y Celaya —nuestras dos recientes derrotas—. Desde hace tiempo que nos vienen amolando y es a ellos es a quienes debemos consignar por la pérdida de centenares de bravos cuates suyos y el retroceso que han sufrido nuestras posiciones desde entonces, viéndonos obligados a refugiarnos en este nuestro estado de Chihuahua para comenzar de nuevo la toma de México para la Revolución.
El silencio era sepulcral. Pablo López asió su fusil, empuñándolo en lo alto y acompasando sus movimientos a las palabras del discurso.
—Permiten además a los carrancistas maniobrar por su lado de la frontera, donde nos son intocables… O al menos donde lo eran hasta el pardear de hoy, pues cuando mañana salga el sol nada será ya lo mismo.
Era Pablo López un hombre muy respetado por la tropa a causa de su valentía —como demostraría años después, cuando ante los constitucionalistas que lo capturaron e iban a fusilarlo se negó a que le vendasen los ojos, pues quería ver la cara de la muerte cuando ésta llegase; y lo único que pidió como postrero deseo fue que se llevasen del lugar donde lo iban a ajusticiar a todos los gringos, llegando incluso a dar él mismo la orden de disparar a su pelotón de fusilamiento— pero a pesar de este respeto que la tropa le profesaba, los guerrilleros no acababan de recibir con buenos ojos aquello de asaltar un pueblo más allá de la frontera.
Pancho Villa, viendo entonces que las razones de la cabeza no convencían a sus hombres, decidió probar con las del corazón. Dirigiéndose a otro de sus lugartenientes mandó que me buscaran y me sacaran de la formación, haciéndome relatar ante mis compañeros guerrilleros, palabra por palabra, toda la historia que aquí acabo de narrar. Dijo Villa a los hombres:
—Horita escuchen a este chavo, único sobreviviente de un grupo de ejecutados por los gringos bajo el horrendo delito de ser compatriotas suyos; vivo espejo de la opresión a la que los aliados de Carranza someten al pueblo mexicano.
Entonces, donde el carisma de Pablo López había fracasado, triunfó mi relato sincero de abusos y despechos gringos: nuestra detención en El Paso, la humillación de la desinfección, la quema de mis compañeros, el tiro en la cara del soldado y mi persecución y huída.
Las caras del auditorio iban poco a poco reflejando como mudaba por dentro su ser mientras les calaban mis palabras, hasta que incluso el más reacio de los guerrilleros estuvo completamente convencido de que nuestro ataque era adecuado y necesario. Después, sobre las cuatro de la madrugada, todos partimos a cruzar la raya, decididos a entrar, no sólo en los Estados Unidos, sino en los libros.
De esta manera y por estas causas que aquí se relatan, cuando amaneció sobre las áridas llanuras y las agrestes montañas del estado de Nuevo México, toda la franja oeste de los Estados Unidos despertó alarmada al conocer que habían sido objetivo de la acción militar más desconcertante de la Historia; en la cual Pancho Villa, acaudillando una hueste de desharrapados y muertos de hambre que nada salvo su propia locura poseían y a la que tuve el honor de pertenecer, había invadido la nación más poderosa del mundo.
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