Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


I. El Paso (4/5)


Solté la pistola en el suelo y me volví lentamente hacia la voz.

Lo que vi al girarme no pudo sorprenderme más. En lugar de encontrarme encañonado por un policía, un soldado, un agente de la migra estadounidense o por cualquier paisano gringo con más pólvora que sesos lanzado a mi búsqueda, apareció ante mí un indio altísimo, de largo pelo liso, muy moreno y sucio, que a lomos de un buen caballo pío rubio, se dirigía a mí en castellano.

El indio bajó de su caballo de manchas blancas, recogió mi pistola y me apuntó, llevándome hasta una zona más oculta. Después me hizo sentar sobre una roca cercana. Comenzó a preguntarme, muy tranquilo y pausado, interesándose por mi procedencia y las causas de que vagase desnudo por el cerro. Cuando acabé de relatar todo cuanto ustedes ya conocen, y como sintiéndose en deuda por la información que yo le había dado —más bien se la conté al cañón de su arma, de otra forma no creo que hubiese puesto mucho interés en la charla— me contó su historia.

Resultó ser un indio de la tribu de los hopi, que ahora vivían recluidos en una mísera reserva desierto adentro, en el límite del estado de Nuevo México con el de Arizona. Frecuentemente se relacionaban con caravanas de mercaderes mexicanos a los que compraban los escasos suministros que les permitían la supervivencia —la vida en los albores del siglo veinte era realmente difícil para los indios que no se habían sometido y adaptado a la forma de vida occidental, y que se encontraban recluidos en diminutas reservas; más aún si éstas estaban en pleno desierto— y por esto chapurreaba mi idioma, además de conocer el inglés y la propia lengua de su pueblo.

Un indio listo, sin duda.

Había salido hacía casi un mes de la reserva, cruzando el estado hacia el noreste, en dirección a la ciudad de Socorro, donde debía de realizar ciertas compras para llevar a su gente. Allá en Socorro fue timado por un comerciante local —al parecer era el pan de cada día y oficio nacional en aquel estado lo de timar a los forasteros, aunque él fuera mucho menos forastero que ninguno de los blancos que le engañaron— y se encontró sin dinero ni mercancías.

Después de verse sin nada le dio por robar —infame último recurso, darse al más cruel de los crímenes: el robo para poder comer— tras lo cual la policía se había echado tras él.

Empezó entonces su huída hacia el sur siguiendo el río Grande —que era como los estadounidenses llamaban a nuestro río Bravo del Norte—, hasta que dio con sus huesos en la ciudad de El Paso aquella noche en la que yo, casualidades del destino, había comenzado a escapar de los mismos perseguidores que a él lo atormentaban.

Y ésta era, obviando algunos pequeños detalles que también me contó, su historia reciente. Detalles nimios como que en su descenso junto al río había robado una docena de huevos de un corral y algo de ropa y una manta de un tendedero, había cazado dos conejos o que se había cargado a cuatro federales unos días antes en un tiroteo cuando casi lo atrapan en la ciudad de Las Cruces. Todo esto me confesó, rememorando cada paso dado, y todo lo narró con calma mientras yo escuchaba atento, sentado desnudo sobre una piedra del cerro que dominaba El Paso.

Se llamaba Kiche —por no conservar, los indios ya ni siquiera conservaban aquellos legendarios nombres que antaño llevaban, más propios de seres sobrenaturales que de personas, como Caballo Loco, Toro Sentado, Potorro Negro o tantos otros— y a él probablemente le deba la vida desde aquella noche fría del cerro junto a El Paso, cuando me dejó ropa para abrigarme, intentó curar mi brazo y compartió el mendrugo de pan y la cecina que llevaba en sus alforjas. También me pidió que le llevara conmigo rumbo al sur, al otro lado de la frontera, donde presumía —iluso— que los soldados blancos que lo perseguían no podrían capturarlo.

Así fue como el azar en forma de mexicano en cueros danzando entre arbustos convirtió al indio hopi Kiche en soldado de la Revolución. El primer piel roja del ejército de Pancho Villa.

Pero aún quedaba demasiado lejos Pancho Villa y demasiado cerca El Paso —a los pies de nuestro cerro, concretamente— como para pensar en revoluciones y dejar de preocuparnos por la policía gringa que a ambos nos seguía.

* * *

Al amanecer el frío viento que bajaba de las lejanas montañas se metía entre las carnes y se quedaba allí, alojado en los tuétanos, tan profundo y punzante que parecía que nunca fuese a abandonarme. Ni siquiera la manta que Kiche me cedió lograba evitar que anduviese yo completamente destemplado. Era a todas luces arropo insuficiente para pasar una noche al raso en aquella esquina texana; y si yo tenía un frío de muerte, el mismo debió de sufrir él durante aquella noche, a pesar de lo cual en ningún momento dudó a la hora de cederme la manta india que portaba originalmente y cubrirse tan sólo con la que había robado del tendedero, compartiendo mi frío y, desde entonces, mi destino.

Resultaba increíble la confianza que el indio había puesto en mí desde prácticamente el primer momento: escuchó mi historia, compartió la suya, me devolvió sin el menor recelo la pistola que yo había arrancado de las manos del soldado a quien pegué el tiro en la boca, repartió su frugal cena y de inmediato me tomó dentro de su bando. O más concretamente, como he dicho antes, se incluyó él dentro del mío, decidido a pasar a México en busca de una seguridad que en aquel lado de la frontera le era inaccesible.

Como prófugos que éramos no debíamos hacer ningún tipo de fuego que delatase nuestra posición, así que nos resguardamos bajo el saliente de una roca y allí pasamos la primera de las muchas noches al raso que durante aquella guerra contra los enemigos del pueblo mexicano nos tocó compartir. Y es que las circunstancias de la vida nos colocaron inopinadamente en el mismo bando, un bando que como más adelante contaré, nos resultaba totalmente ajeno a ambos cuando vimos la luz de este mundo a finales del diecinueve, en dos lugares tan lejanos el uno del otro como queda ahora aquel pasado siglo.

* * *

Si bien es cierto que tanto Kiche como quien les habla fuimos inseparables compañeros de correrías por las sierras y desiertos de Chihuahua a partir de entonces, no es menos verdad que aquella primera mañana amanecí solo, recostado bajo la manta que el hopi me había prestado, y algo desconcertado al ver que él no se encontraba en el mismo lugar donde se había acostado la madrugada anterior. El desconcierto creció cuando eché en falta también a su magnífico caballo pío, y me duele reconocer que en un primer momento pensé que el indio me había abandonado.

Estaba bastante mal vestido aún, a pesar de los calzones y la camisa —obviamente, robados— que Kiche había sacado de sus alforjas para mí. Tras los primeros instantes de confusión y duda me arrebujé en mi manta y salí cauteloso fuera del escondite, aunque no duró demasiado tal precaución. Pastando a una veintena de pasos de distancia del lugar en que yo había pasado la noche divisé al caballo pío, que se movía libre y tranquilo por la ladera. Entonces cometí la imprudencia de salir hacia donde se encontraba el animal mordisqueando hierbajos, desatendiendo toda cautela, y caí en la trampa.

Estoy seguro de que llevaba mucho tiempo allí, apostado tras alguna roca o matojo, sorprendido por la aparición de aquel caballo, y preguntándose como un fugitivo desnudo había podido burlar a todos sus perseguidores y se había hecho con una montura; expectante mientras aguardaba que yo abandonase mi escondite para cazarme por sorpresa.

Avancé hacia el caballo sin recelos, olvidando que era un fugitivo y que no resultaba muy conveniente dejarme ver. Tan sólo di unos pocos pasos, apenas la mitad de la distancia que me separaba del animal, cuando fui completamente consciente de la magnitud de mi error.

Sonó a rueda metálica moviéndose y enseguida comprendí lo que sucedía a mis espaldas. Era la segunda vez que oía tras de mí el martilleo de un arma al cargarse en unas pocas horas, tiempo muy escaso como para no reconocer al instante aquel sonido. Era muy improbable que esta vez tuviese la misma suerte que de madrugada, y que después de amenazarme con un arma, quien quiera que se encontrase a mis espaldas fuese a ser tan comprensivo conmigo como lo había sido el indio.

Esperaba, esta vez sí, encontrar un soldado, un policía o un hombre de la migra de El Paso tras de mí cuando levanté las manos con la intención de girarme mansamente hacia él. De momento no quedaba otra alternativa, ya que al salir en pos del caballo había sido tan estúpido que no había cogido la pistola, preocupado como estaba de abrigarme todo cuanto podía, empleando la única mano sana en sostener con fuerza la manta en torno a mi cuerpo.

No tuve más tiempo para analizar mi gravísima situación, ni para girarme hacia donde había sonado el escalofriante crujido del arma al cargarse; ni tan siquiera tuve tiempo para oír la voz de quien me apuntaba, pues cuando parecía que empezaba a pronunciar su primera palabra, un disparo la silenció.

Oí su voz, prácticamente imperceptible. Escuché el estruendo del disparo que la acalló y después me quedé allí, simplemente sorprendido de no estar ya muerto, incapaz de comprender qué extraña fuerza me mantenía aún erguido. Me giré muy despacio y vi que el hombre que me había apuntado —efectivamente se trataba de un soldado— yacía muerto en el suelo, con una gran mancha de sangre que poco a poco empapaba el costado izquierdo de su camisa, lugar en el que le había impactado la bala.

Unos metros más allá, escorado a mi derecha con el rifle en la mano y aún en la misma posición que tenía en el momento del disparo, estaba Kiche, que se acababa de cargar a su quinto soldado en tres semanas. Un repóker que me había salvado la vida.

I. El Paso (3/5)


El cigarro del tal Wilson, el tipo del pelo engominado que me había encañonado anteriormente en la calle, se deslizó de entre sus dedos y fue a caer junto a nosotros, sobre el charco de combustible que se había derramado de la lata cuando habían empezado a embadurnarnos. Repentinamente los primeros hombres de la fila se vieron envueltos en llamas y sus gritos de angustia se fueron extendiendo entre todos nosotros que, arracimados en aquella esquina del viejo patio, íbamos prendiendo uno a uno como teas con patas. Entonces, envueltos todos en una horrible bola de fuego, fue cuando los gestos del oficial de la lata cobraron la enorme importancia en mi vida a la que antes me refería.

Si bien el segundo remojón de queroseno que le habían dado al Gordo Núñez impidió que a mí me tocara la ración que me correspondía y que me hubiera dejado allá en el sitio, las últimas gotas, que habían caído sobre mi brazo al sacudir la lata, prendieron solidariamente como habían hecho todos mis compañeros.

En aquel patio de la comisaría de El Paso fue donde me granjeé una horrible cicatriz para mi brazo izquierdo y un nuevo nombre fruto de aquel bautismo ardiente, pues allí contraje los dudosos méritos necesarios para que en toda la División del Norte a Luciano Hervás Aller —que vengo siendo yo— se le conociera posteriormente como Lucho Fuego.

* * *

Ya dije que jamás después pude afirmar con certeza que el mentado Wilson tuviese la intención de achicharrarnos vivos a todos nosotros, puesto que en mi cabeza nunca ha conseguido entrar la idea de que ni siquiera un cerdo policía gringo como él pudiese cometer tal aberración. Pero hay que verse en mi llagado pellejo para comprender todo lo que sucedió después, y como los acontecimientos se precipitaron vertiginosamente desde el momento en que el cigarro prendió en el charco de queroseno.

Por ser el suelo de pizarra resultaba verdaderamente difícil encontrar un mísero puñado de tierra que arrojar sobre los hombres ardientes para apagar las llamas, por lo que éstas se iban extendiendo poco a poco, involuntariamente avivadas por nosotros mismos merced a los intentos que hacíamos de apagarnos entre los compañeros. De esta manera nos movíamos frenéticos, ardientes, y el peligro de que propagásemos el fuego por el edificio que circundaba el patio era realmente alto. En esta horrible danza estábamos cuando el sheriff, visiblemente ofuscado, se encaró con el agente Wilson.

—¡Estúpido Wilson Milksop! ¡Vas a quemar todo el edificio con tus locuras!

Lo que yo interpreté al instante —no sé si acertadamente— como una confirmación de que nuestro incendio era intencionado. Viendo además que mis súplicas para que ayudasen a mis compañeros, ya con mi mejor inglés, eran totalmente desatendidas mientras se afanaban en salvar los barriles, bancos y demás aparejos de madera del patio, me golpeé con fuerza el ardiente costado contra la pared más cercana y rodé después agitándome convulso por el suelo hasta que fui a llegar, con mi brazo izquierdo en carne viva, hasta los pies del tal Wilson Milksop.

—Ayuda —supliqué.

A lo que tan sólo respondió con el esbozo de una media sonrisa, regocijándose ante aquel dantesco espectáculo de hombres aullantes y olor a carne quemada.

Cuando vi asomar la mueca en su cara de guaperas engelado, ardió dentro de mí un odio repentino mucho más fuerte que todas las llamas que me rodeaban; me apoyé en mi chamuscado brazo izquierdo e izándome como bien pude sobre mis rodillas estiré la otra mano, le quité la pistola del cinto al policía y le pegué un tiro en la boca que le destrozó la cara.

El sonido del disparo pareció por un instante acallar los quejidos de mis compañeros. Algunos de ellos, los más afortunados, estaban silenciados para siempre porque yacían ya muertos sobre el suelo del patio. La mayoría gritaba como puercos en el matadero cuando logré ponerme en pie, aún con el arma de Milksop en la mano. Subiéndome a uno de los barriles apilados en una esquina trepé desnudo hasta el tejadillo, mientras que desde abajo todos los policías presentes en nuestra desinfección y los que habían salido alertados por las llamas, los gritos y el disparo, e incluso el propio sheriff Buttocks, vaciaban sus pistolas contra mí. O más bien contra el tejadillo del cobertizo por el que en esos momentos me deslizaba buscando la huída.

Caí del tejado a la parte trasera de la cárcel-comisaría-patíbulo de El Paso y empecé a correr con los huevos colgando sin una dirección clara. Gracias al cielo, detrás de las dependencias del sheriff no había más calles. Se extendía ante mí un seco erial que daba, unos centenares de pasos hacia el este, a un barranco tras el que se levantaba una loma. Anulado el pensamiento por el dolor del brazo quemado empecé a correr hacia la loma sin saber realmente dónde iba.

Las piedras y los espinosos arbustos se me clavaban en las plantas desnudas de los pies, y cuando alcancé el barranco éstos me sangraban, llenos de rozaduras y heridas; pero el cuerpo es listo y no atiende a un dolor leve cuando sufre otro mucho más agudo, y mi brazo izquierdo en carne viva dolía infinitamente más que unos pies medianamente despellejados. Cuando llegué al barranco creí percibir cierto movimiento a lo lejos, procedente de la ciudad. Incluso —esto puedo asegurarlo, pues vi como se levantaba la tierra ante mí— escuché algún tiro de rifle lanzado a bulto desde los tejados de las últimas casas de El Paso. Decidí que tocaba escapar de allí como fuera, y salí del barranco por el lado opuesto, el de la pequeña loma. Trepé asiéndome incluso de la piedra más minúscula, sintiendo como mis uñas se levantaban y rompían al clavarse en el reseco terraplén. Al llegar a lo más alto de la pared de tierra me encontré ante la pequeña ondulación de un cerro rocoso que antes no alcanzaba a ver; tomándolo como mi única salvación posible continué cerro arriba, moviéndome encorvado, no fuese que alguna de las balas disparadas sin ton ni son desde las casas me alcanzase. Y así, casi a gatas, seguí corriendo rumbo a la cima. Rumbo a mi vida.

* * *

El brazo me ardía, sangrante y supurante de un líquido transparente, de textura similar al pus. Comparado con semejante dolor, las uñas arrancadas eran simples cosquillas, pero aún así mis maltrechos pies y piernas no iban a poder aguantar una huída prolongada, por lo que decidí buscar cuanto antes un lugar donde ocultarme. Me metí en un agujero, la boca de una especie de madriguera de algún animal grande, quizás un tejón. Después me desvanecí.

Junto a la madriguera, o lo que fuera, pasé inconsciente el resto del día, hasta que, ya caída la noche, volví en mí. Llevaba allá desnudo muchas horas, y comencé a temblar. Impulsado por el frío más que por el miedo —jamás me hubiese movido de haber pensado en lo que podrían hacerme los policías después de haberles matado a un compañero, si habían sido capaces de quemar vivos, impertérritos, a otros veinte sin culpa alguna—, decidí salir de mi escondite y huir; ignorante por completo de cómo hacer para escapar de allí y volver a México.

No llevaba ni veinte metros vagando desnudo entre las matas del montecillo, con la única compañía de la pistola en la mano derecha —aún de haber sido zurdo, el brazo izquierdo, en carne viva, estaba demasiado débil como para apuntar a nada— cuando a mis espaldas oí el martilleo de otra pistola al cargarse y una voz me instó a tirar mi arma.

—Deja el arma, hombre desnudo —me dijo.

I. El Paso (2/5)


Stop!, ¿dónde van? —dijo uno de ellos.

El que así habló, en una mezcla de imperativo idioma inglés e inquisitivo español, iba tocado con un sombrero vaquero marrón claro descolorido por el sol, y destacaba entre el resto porque era el único cubierto de esa manera, mientras que los demás iban al aire o usaban raídas gorrillas azules.

El capitán Arturo Tenorio, que era quien mandaba la operación, nos hizo una seña con la mano, tranquilizándonos. Para nada quería montar un escándalo allí, en medio de la calle principal de El Paso, donde, a pesar de nuestra nutrida provisión de armas, un tiroteo entre una veintena de hombres y las fuerzas locales hubiera acabado de muy mala manera para nosotros; con muchas posibilidades de quedarnos a criar malvas para siempre a ese lado del río Bravo y, desde luego, con ninguna de apretarle las clavijas a Brad Morgan.

—No se apure jefe, somos gente de paz —dijo el capitán Tenorio, lo que era tan imposible de creer mirándonos apenas un segundo como si le hubiera dicho que éramos el Papa y sus cardenales que veníamos a evangelizar Texas.

Mientras el del sombrero vaquero miraba al capitán con cara de no entender ni una coma de lo que había dicho, nuestros otros quince hombres merodeaban a unos metros de nosotros, intentando adoptar el aire casual de alguien que pasaba por allí, tal y como había sido comunicado en el plan de acción diseñado la noche anterior: si el primer grupo se veía abordado por los hombres de Morgan, los de atrás entrarían en acción; si por el contrario los que importunaban eran militares gringos, tenían orden de mantenerse al margen, pasando tan desapercibidos como les fuera posible para intentar completar ellos la misión. Huelga decir que mexicanos, en grupo y siguiendo como chacales a otra media docena de compadres clavaditos a ellos que lucían sus armas por el centro de la ciudad a pleno mediodía, no lo conseguían ni por asomo.

Un ligero vistazo a la pechera del que llevaba el sombrero vaquero nos sirvió para darnos cuenta de que era el mismísimo sheriff de El Paso quien entorpecía nuestro camino. En el lado opuesto a su estrella lucía su nombre, Buttocks. Y otra ojeada a su cara bastaba para darse cuenta de que su primera pregunta era totalmente inútil, ya que de nada le valía preguntar en su cacofónico castellano para hacerse entender ante los forasteros si era incapaz de comprender una palabra de lo que éstos le respondieran.

Acabadas semejantes cortesías previas volvió a preguntar, esta vez en inglés, y lo hizo para interesarse, precisamente, por si alguno de nosotros conocía su idioma.

—¿Qué carajo dice el de la estrella? —me preguntó Tenorio.

—Quiere saber si hablamos inglés.

—Pues respóndele que sí, y a cada pregunta que te haga tú hazte rosca y procura traducírmela a mí, pero sin marcar la jerarquía. Nomás tú me dices, ¿entiendes? —calló un instante, pensativo—. No hemos hecho ninguna, así que no nos deberían tocar mucho los huevos.

Al sheriff no le sentó nada bien la rajada del capitán, y se puso hecho una furia, gritando como un loco, repitiendo a voces la pregunta y ordenando que callásemos. Le respondí en un torpe inglés fingido, mucho peor del que en realidad hablaba, procurando así evitar que me cosiese a preguntas. Era mejor que creyera que nos iba a ser difícil comunicarnos, y era mejor aún que yo pudiese entender la acelerada conversación que mantenía con sus hombres mientras él ignoraba cuánto alcanzaba a comprender.

—Dice que tiremos las armas, ca…

Callé a media palabra. Les hubiera sido verdaderamente fácil deducir lo que realmente éramos si interpretaban correctamente aquello; lo cual no era nada complicado, por cierto. Y todo esto suponiendo que ninguno de los otros entendiese el castellano, en cuyo caso, y tras las anteriores palabras del capitán Tenorio, estábamos aviados.

—Eso, que tiremos las armas. ¿Qué hacemos?

El capitán comprendió enseguida mi rápida rectificación y obvió en el acto la indisciplina de tutear a un superior —lo cual, y tratándose de nuestro ejército, no era precisamente pecado mortal, pues no éramos la armada más disciplinada de la Tierra, como luego se apreciará.

Depositó su rifle en el suelo, al tiempo que soltaba su cinto y dejaba caer su pistola, gesto que los otros cinco secundamos al instante. Después introdujo muy despacio la mano en el interior de su chaqueta y extrajo de ella otro pequeño revolver, desprendiéndose de él de idéntica manera. Repitió la operación con el que escondía en la manga derecha, para desprenderse después de una pistola diminuta que ocultaba en los pantalones. Por último, y mientras los demás sacábamos cuantas armas ocultábamos bajo los sarapes, el cabo vació el caño de su bota, donde ocultaba un pequeño puñal. Ahora era misión del segundo grupo encontrar a Morgan. Todo quedaba en sus manos.

Los otros quince debían esperar el tiempo justo mientras que el sheriff nos retenía y se entretenía un rato a nuestra costa. Posiblemente nos despiojaran como solían hacer con todos los mexicanos detenidos, como si ellos, sucios racistas, no tuviesen los mismos piojos del tamaño de pelotas que nosotros y que cualquier hijo de vecino —la higiene no se había puesto de moda aún, debió ser algo posterior, como el fascismo o usar pajarita—, y después lo más probable era que nos soltaran. Si todo sucedía pronto aún podríamos agarrar nosotros mismos a Morgan; si por el contrario nuestra estancia en el hotel Jail se prolongaba demasiado, al menos nos quedaban el cabo Filiberto y sus otros catorce hombres para completar la misión.

—Llévelos a la comisaría, Wilson —le dijo el sheriff a uno de sus acompañantes, un tipo joven y guaperas, que traía atascado de gel su moreno pelo rizado.

El tal Wilson, con muy malos modos, por cierto, me dio un culatazo con su rifle y me empujó calle abajo con los cañones en el cogote, poniéndome en cabeza del grupo de detenidos que enfilábamos el mismo tramo por donde habíamos venido. Y al volvernos pudimos ver, con sorpresa y pesar, como una veintena larga de agentes había apartado a los nuestros de las caballerías y también los dirigían, ya desarmados, hacia la oficina del sheriff a punta de rifle.

Ahora sí que lo de Morgan se había puesto jodido. Se complicaba por momentos nuestra visita al dentista, el ajuste de cuentas con Morgan y, sobre todo, la recuperación inmediata de la plata o la consecución definitiva de las armas. A poder ser ambas cosas, porque hubiera sido lindo de veras haberle dado cuatro buenas al hostelero del demonio para que nadie anduviese de choteo con nuestra gente. Que no se había levantado Villa con su División del Norte a enfrentar a todo un Ejército Federal para que un gringo miserable se mofase de nosotros.

Pero la aparición de los policías trastocaba todo nuestro plan. En aquella época de la Revolución mexicana de la que les hablo, convencidos como estaban los vecinos de que podían maltratarnos e inmiscuirse cuanto quisieran en nuestros asuntos sin que nadie en México les exigiese cuenta alguna —tan resueltos estaban a guiar nuestra revolución que no se habían contentado con manejar los hilos del Palacio Nacional desde Washington, sino que incluso habían pretendido un desembarco en Veracruz, cuando Huerta estaba al mando tras cargarse a Madero—, la migra estadounidense hacía lo que le venía en gana de los mexicanos que traspasaban la frontera, confiados como estaban en que nunca nadie osaría devolverles la moneda. Y no tuvieron razones para dudar de ello, al menos hasta que poco después sufrieron en sus carnes el pago de tanta afrenta y se vieron obligados a prevenirse de nosotros, conscientes ya de que incluso el perro más débil era capaz de morder la mano del amo más fuerte. Aunque allá los hijos de perra eran ellos.

* * *

Fue por aquel desprecio propio de animales que los gringos nos tenían que cuando llegamos a la oficina del sheriff nos obligaron a desnudarnos, y de semejante guisa nos sacaron al patio trasero. Allá nos pusieron a los veintiuno en fila y comenzaron su humillante —y peligrosa— desinfección.

Estábamos todos desnudos sobre el polvoriento suelo de pizarra, cubriendo nuestras partes nobles con las manos como bien podíamos, vejada toda nuestra expedición por vernos así de maltratados, cuando apareció un oficial portando una lata, dispuesto a cerciorarse de que su contenido fuese queroseno. Para ello se acercó a la pared más baja del patio, la que quedaba protegida del sol por un tejadillo que descendía hacia el exterior del recinto, y allá dejó caer un pequeño chorretón que formó un charco sobre el suelo. Después, acoplando a la lata una boquilla al estilo de una regadera, comenzó a untar con el carburante a los hombres que estaban más cerca de la entrada del patio.

Y así nos fue embadurnando a todos los villistas: a Carmelo el Colorado, el más veterano de mis cuates, que para su desgracia estaba el primero de la fila; a Javier Río, a Natán, al Vasco Mera, a Salgado, Janda y Rolo, a los primos Eduardo y Joaquín López, a Llorente, a Alacrán, a Bellotín y al Chino; también al Maño y al Truchas, que incluso agradecían lo de que les hubiesen dejado en cueros, pues así combatían el clavo que el tequila les había incrustado en las sientes la convulsa madrugada anterior.

Siguió con el cabo Filiberto y el mismísimo capitán Tenorio para irse llegando hasta la altura del Gordo Núñez, probablemente uno de los pocos villistas rechonchos que pude ver durante toda la guerra, un tipo afable y despistado, al que debía de olvidársele frecuentemente que era un guerrillero mal alimentado, ya que atendiendo a las lorzas cada día más hermosas que gastaba, parecía que le engordase hasta el aire del desierto.

Cuando el que llevaba la lata de queroseno llegó a la altura de aquel Gordo Núñez, el jefe Buttocks se quiso regocijar más aún en su proceso de desinfección, y le dijo al de la lata:

—Al gordo échale doble ración de gasolina, que como sus putos piojos coman la mitad que él, seguro que saben hasta bucear.

Ocurrencia que los otros policías rieron con grandes carcajadas.

Entonces el de la lata hizo dos gestos que marcaron mi vida para siempre: echó un segundo chorro de queroseno sobre el Gordo Núñez con el que casi consumió toda la lata, y sacudió lo poco que quedaba sobre mi brazo izquierdo. Al percatarse de que no quedaba más desinfectante se volvió hacia el sheriff Buttocks y se encogió de hombros, como pidiendo una indicación acerca de qué hacer conmigo. Entonces el sheriff me miró a los ojos, consciente de que en mayor o menor grado yo era capaz de comprenderle, y con un gesto de soberbia que no olvidaré mientas viva me dijo:

—No te preocupes muchachito, que también a ti te vamos a quitar la roña.

Lo dijo recalcando mucho la palabra roña, regocijado con la lamentable estampa que ofrecíamos los veintiuno allí desnudos. Me sentí tan vejado que mantuve toda mi iracunda atención clavada en el sheriff, y por ello aún hoy soy incapaz de jurar —iba a decir poner la mano en el fuego, Dios me libre— cómo fue exactamente lo que sucedió tan sólo un instante después.

I. El Paso (1/5)


Cometa, si hubieras sabido
lo que venías anunciado
jamás hubieras salido
por el cielo relumbrando.
SOBRE MADERO


Marzo era un buen mes para morir. En 1916, además, también era un buen mes para hacer turismo.

En ese mes y ese año del que hablo entré por primera vez en los Estados Unidos de Norteamérica. Allí habitaba el mal y salió a mi encuentro. Una víbora que reptaba junto a las aguas silbó ante mi caballo; a la dueña del desierto no le gustaba que entrásemos en su reino. Descabalgué y puse pie sobre la nación bendecida por Dios, la garante de la libertad, la elegida para mandar sobre todas las demás. La víbora continuó silbando; habituada a hacer y deshacer a su antojo no soportaba la libre presencia de un extraño. Aquel árido mundo era todo suyo y me exigía, al igual que a un polluelo o a un ratón, completa sumisión. Se interpuso amenazante, se creía con cierto derecho sobre el sendero y reclamaba pleitesía; estaba acostumbrada a que todas las criaturas evitasen incomodarla y se le humillasen. Antes de que la serpiente pudiese alzarse, aplasté su cabeza bajo mi bota y continué mi camino. Un hombre valiente siempre es ingobernable.

Éramos veintiuno los que aquella mañana cruzamos el río Bravo hacia la orilla de los güeros que, a decir verdad, también era nuestra, o al menos lo fue hasta que nos la robaron los vecinos casi setenta años atrás de lo que cuento, cuando lo de Guadalupe Hidalgo. Está bien recalcar lo de éramos, porque de ahí a unas pocas horas de aquel 6 de marzo del lejano 1916 ya nunca más fuimos veintiuno, más bien fui uno solo, ya que únicamente yo pude escapar con vida y regresar a México cabalgando febrilmente, mientras que el resto quedaron para siempre en suelo contrario. Aunque puede que los arrojasen al río y bajasen plácidamente mecidos hasta el golfo, y quizás embarrancasen después sus cuerpos en alguna isla caribeña donde moran los espíritus de aquellos que mueren asesinados por la policía. Quizás. Pero no quise quedarme allí para saber lo que hicieron con los compadres que en ese momento entraban conmigo en la calle principal de El Paso, pues si ellos fueron masacrados sin haber cometido delito alguno —al menos ese día—, mi futuro hubiera sido bastante oscuro de haberme echado el guante después de pegarle un tiro en la boca a aquel gringo. Mas no adelantemos acontecimientos, que tiempo habrá en este relato para saber de oscuros porvenires y tiros a bocajarro, y no pocos precisamente, más adelante.

* * *

Era una época dura en todo México, pero lo era más aún en la frontera. Allá, además de cuidarnos del acecho de las tropas de nuestro enemigo Carranza, habíamos de tener especial tiento en el trato con nuestros nunca bien del todo avenidos vecinos estadounidenses, cuya policía o ejército, siempre de ánimo voluble y enojo fácil, acostumbraban a pegar el tiro primero y preguntar después a todo lo que oliera a sur; circunstancia ésta que sufrían muchos pobres desgraciados cuya única culpa era ganarse la vida menudeando mercancías a un lado y otro del río.

Cuando nos dieron el alto estábamos apenas a un centenar de pasos de nuestro objetivo: la casa en la que el ilustre dentista doctor Reeds pasaba consulta a sus pacientes, y en la que debía estar reparándose la boca el hombre a quien habíamos ido a buscar, un honrado hostelero llamado Bradley Morgan, al que de haber sido en verdad hostelero —y sobre todo honrado— jamás hubiera buscado semejante grupo de huéspedes.

Pero la verdad es que Bradley Morgan, Brad para los amigos o para los que, como era nuestro caso, participábamos de sus turbios negocios, no era un hostelero de un pueblucho en Nuevo México. Al menos no era tan sólo un hostelero. Porque aunque sí regentaba un hotel por aquel entonces, los principales ingresos del bueno de Brad Morgan se debían al contrabando de armas de un lado a otro de la raya, proporcionando a los cuatreros del norte y a los guerrilleros del sur armamento ligero, dinamita y similares.

Deberían ustedes conocer, gentes honradas de otros tiempos y otros lugares distintos a los que ahora evoco, algunos conceptos sobre el contrabando. Su gracia reside en que uno ofrece algo que el otro no puede conseguir por cauces legales y, a cambio, este segundo le engrasa la cartera al otro. Pero en el momento en el que una de las dos partes no cumple, el contrabando pierde todo su humor, convirtiéndose en un robo o una estafa, y los estafados, que no acostumbran a ser espejo de demasiadas virtudes, más bien al contrario, tienden a tomarse la justicia por su mano.

Aquella mañana eran cuarenta y dos las manos dispuestas a apretarle el gaznate a mister Morgan porque el cargamento de fusiles que religiosamente habíamos pagado hacía más de cuatro meses ni aparecía ni tenía visos de aparecer jamás; y la verdad es que se echaban bastante de menos las mercancías del hostelero, porque las guerras son mucho más asequibles cuando se cuenta con algo contundente con que joder a los de enfrente.

Ni que decir tiene a estas alturas, que los veintiuno de El Paso éramos hombres de Pancho Villa en pleno viaje de negocios. Y estábamos verdaderamente cerca de nuestra reunión de trabajo cuando apareció la migra estadounidense.

Apenas había media docena de edificios entre nosotros y la casa del doctor Reeds donde suponíamos que debía estar Morgan. El plan era aparentemente sencillo: entrar allí e intentar sacarlo por las buenas, llevarlo fuera de la ciudad y conseguir las armas que el gringo nos adeudaba, acompañándolo si fuera necesario hasta el lugar donde quisiera que guardase el arsenal. ‹‹Hasta el culo del mundo, si hace falta›› habían sido literalmente las órdenes. Una vez conseguida la mercancía el futuro que esperaba a don Bradley era más bien incierto.

Pero la sencillez de nuestro cometido era tan solo pura apariencia, ya que a ninguno de nosotros se nos escapaba que no se reunía un contingente como el nuestro, constituido en su práctica totalidad por lo más granado de la milicia villista, para hacer tratos con un contrabandista a base de buenas palabras o para vérnoslas con un solo hombre si no había entendimiento. Todos en aquel grupo eran veteranos de las campañas revolucionarias —todos excepto yo—: presentes en Aguascalientes, triunfantes en la Ciudad de México y supervivientes a la derrota de Celaya. Por contra quien les habla, que había sido incorporado a la partida por conocer el inglés, tan sólo había tenido la desgracia de estar presente en la mencionada y dolorosa derrota celayense contra Obregón. No fue un buen comienzo, y ya les he anticipado cómo acabó lo de El Paso, pero para inicios gloriosos ya estuvo Alejandro Magno.

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Volvamos con el contrabandista. Bradley Morgan, que en su reducto de Nuevo México y defendido por una recua de paisanos a los que empleaba como matones conseguía guardar las apariencias de hombre honrado, llamaba mucho más la atención cuando se movía, como era el caso, fuera de su pequeña ciudad. En ocasiones como aquella la escolta de pistoleros le delataba. Por eso, por si acaso, las árganas de nuestros caballos bullían de balas y pistolas, mientras que en el grupo de vanguardia —media docena a pie: servidor y cinco chihuahueños— llevábamos las armas bien a mano, decididos a emplearlas raudos al menor síntoma de encerrona. Lo que no esperábamos era encontrarnos con lo que se nos vino encima en aquel momento. Una decena de hombres armados hasta los dientes —puede que alguno llevase encima cerca de la mitad de lo que acarreábamos nosotros— y uniformados con la casaca azul de la migra estadounidense nos rodeó a los de cabeza.