—Stop!, ¿dónde van? —dijo uno de ellos.
El que así habló, en una mezcla de imperativo idioma inglés e inquisitivo español, iba tocado con un sombrero vaquero marrón claro descolorido por el sol, y destacaba entre el resto porque era el único cubierto de esa manera, mientras que los demás iban al aire o usaban raídas gorrillas azules.
El capitán Arturo Tenorio, que era quien mandaba la operación, nos hizo una seña con la mano, tranquilizándonos. Para nada quería montar un escándalo allí, en medio de la calle principal de El Paso, donde, a pesar de nuestra nutrida provisión de armas, un tiroteo entre una veintena de hombres y las fuerzas locales hubiera acabado de muy mala manera para nosotros; con muchas posibilidades de quedarnos a criar malvas para siempre a ese lado del río Bravo y, desde luego, con ninguna de apretarle las clavijas a Brad Morgan.
—No se apure jefe, somos gente de paz —dijo el capitán Tenorio, lo que era tan imposible de creer mirándonos apenas un segundo como si le hubiera dicho que éramos el Papa y sus cardenales que veníamos a evangelizar Texas.
Mientras el del sombrero vaquero miraba al capitán con cara de no entender ni una coma de lo que había dicho, nuestros otros quince hombres merodeaban a unos metros de nosotros, intentando adoptar el aire casual de alguien que pasaba por allí, tal y como había sido comunicado en el plan de acción diseñado la noche anterior: si el primer grupo se veía abordado por los hombres de Morgan, los de atrás entrarían en acción; si por el contrario los que importunaban eran militares gringos, tenían orden de mantenerse al margen, pasando tan desapercibidos como les fuera posible para intentar completar ellos la misión. Huelga decir que mexicanos, en grupo y siguiendo como chacales a otra media docena de compadres clavaditos a ellos que lucían sus armas por el centro de la ciudad a pleno mediodía, no lo conseguían ni por asomo.
Un ligero vistazo a la pechera del que llevaba el sombrero vaquero nos sirvió para darnos cuenta de que era el mismísimo sheriff de El Paso quien entorpecía nuestro camino. En el lado opuesto a su estrella lucía su nombre, Buttocks. Y otra ojeada a su cara bastaba para darse cuenta de que su primera pregunta era totalmente inútil, ya que de nada le valía preguntar en su cacofónico castellano para hacerse entender ante los forasteros si era incapaz de comprender una palabra de lo que éstos le respondieran.
Acabadas semejantes cortesías previas volvió a preguntar, esta vez en inglés, y lo hizo para interesarse, precisamente, por si alguno de nosotros conocía su idioma.
—¿Qué carajo dice el de la estrella? —me preguntó Tenorio.
—Quiere saber si hablamos inglés.
—Pues respóndele que sí, y a cada pregunta que te haga tú hazte rosca y procura traducírmela a mí, pero sin marcar la jerarquía. Nomás tú me dices, ¿entiendes? —calló un instante, pensativo—. No hemos hecho ninguna, así que no nos deberían tocar mucho los huevos.
Al sheriff no le sentó nada bien la rajada del capitán, y se puso hecho una furia, gritando como un loco, repitiendo a voces la pregunta y ordenando que callásemos. Le respondí en un torpe inglés fingido, mucho peor del que en realidad hablaba, procurando así evitar que me cosiese a preguntas. Era mejor que creyera que nos iba a ser difícil comunicarnos, y era mejor aún que yo pudiese entender la acelerada conversación que mantenía con sus hombres mientras él ignoraba cuánto alcanzaba a comprender.
—Dice que tiremos las armas, ca…
Callé a media palabra. Les hubiera sido verdaderamente fácil deducir lo que realmente éramos si interpretaban correctamente aquello; lo cual no era nada complicado, por cierto. Y todo esto suponiendo que ninguno de los otros entendiese el castellano, en cuyo caso, y tras las anteriores palabras del capitán Tenorio, estábamos aviados.
—Eso, que tiremos las armas. ¿Qué hacemos?
El capitán comprendió enseguida mi rápida rectificación y obvió en el acto la indisciplina de tutear a un superior —lo cual, y tratándose de nuestro ejército, no era precisamente pecado mortal, pues no éramos la armada más disciplinada de la Tierra, como luego se apreciará.
Depositó su rifle en el suelo, al tiempo que soltaba su cinto y dejaba caer su pistola, gesto que los otros cinco secundamos al instante. Después introdujo muy despacio la mano en el interior de su chaqueta y extrajo de ella otro pequeño revolver, desprendiéndose de él de idéntica manera. Repitió la operación con el que escondía en la manga derecha, para desprenderse después de una pistola diminuta que ocultaba en los pantalones. Por último, y mientras los demás sacábamos cuantas armas ocultábamos bajo los sarapes, el cabo vació el caño de su bota, donde ocultaba un pequeño puñal. Ahora era misión del segundo grupo encontrar a Morgan. Todo quedaba en sus manos.
Los otros quince debían esperar el tiempo justo mientras que el sheriff nos retenía y se entretenía un rato a nuestra costa. Posiblemente nos despiojaran como solían hacer con todos los mexicanos detenidos, como si ellos, sucios racistas, no tuviesen los mismos piojos del tamaño de pelotas que nosotros y que cualquier hijo de vecino —la higiene no se había puesto de moda aún, debió ser algo posterior, como el fascismo o usar pajarita—, y después lo más probable era que nos soltaran. Si todo sucedía pronto aún podríamos agarrar nosotros mismos a Morgan; si por el contrario nuestra estancia en el hotel Jail se prolongaba demasiado, al menos nos quedaban el cabo Filiberto y sus otros catorce hombres para completar la misión.
—Llévelos a la comisaría, Wilson —le dijo el sheriff a uno de sus acompañantes, un tipo joven y guaperas, que traía atascado de gel su moreno pelo rizado.
El tal Wilson, con muy malos modos, por cierto, me dio un culatazo con su rifle y me empujó calle abajo con los cañones en el cogote, poniéndome en cabeza del grupo de detenidos que enfilábamos el mismo tramo por donde habíamos venido. Y al volvernos pudimos ver, con sorpresa y pesar, como una veintena larga de agentes había apartado a los nuestros de las caballerías y también los dirigían, ya desarmados, hacia la oficina del sheriff a punta de rifle.
Ahora sí que lo de Morgan se había puesto jodido. Se complicaba por momentos nuestra visita al dentista, el ajuste de cuentas con Morgan y, sobre todo, la recuperación inmediata de la plata o la consecución definitiva de las armas. A poder ser ambas cosas, porque hubiera sido lindo de veras haberle dado cuatro buenas al hostelero del demonio para que nadie anduviese de choteo con nuestra gente. Que no se había levantado Villa con su División del Norte a enfrentar a todo un Ejército Federal para que un gringo miserable se mofase de nosotros.
Pero la aparición de los policías trastocaba todo nuestro plan. En aquella época de la Revolución mexicana de la que les hablo, convencidos como estaban los vecinos de que podían maltratarnos e inmiscuirse cuanto quisieran en nuestros asuntos sin que nadie en México les exigiese cuenta alguna —tan resueltos estaban a guiar nuestra revolución que no se habían contentado con manejar los hilos del Palacio Nacional desde Washington, sino que incluso habían pretendido un desembarco en Veracruz, cuando Huerta estaba al mando tras cargarse a Madero—, la migra estadounidense hacía lo que le venía en gana de los mexicanos que traspasaban la frontera, confiados como estaban en que nunca nadie osaría devolverles la moneda. Y no tuvieron razones para dudar de ello, al menos hasta que poco después sufrieron en sus carnes el pago de tanta afrenta y se vieron obligados a prevenirse de nosotros, conscientes ya de que incluso el perro más débil era capaz de morder la mano del amo más fuerte. Aunque allá los hijos de perra eran ellos.
El que así habló, en una mezcla de imperativo idioma inglés e inquisitivo español, iba tocado con un sombrero vaquero marrón claro descolorido por el sol, y destacaba entre el resto porque era el único cubierto de esa manera, mientras que los demás iban al aire o usaban raídas gorrillas azules.
El capitán Arturo Tenorio, que era quien mandaba la operación, nos hizo una seña con la mano, tranquilizándonos. Para nada quería montar un escándalo allí, en medio de la calle principal de El Paso, donde, a pesar de nuestra nutrida provisión de armas, un tiroteo entre una veintena de hombres y las fuerzas locales hubiera acabado de muy mala manera para nosotros; con muchas posibilidades de quedarnos a criar malvas para siempre a ese lado del río Bravo y, desde luego, con ninguna de apretarle las clavijas a Brad Morgan.
—No se apure jefe, somos gente de paz —dijo el capitán Tenorio, lo que era tan imposible de creer mirándonos apenas un segundo como si le hubiera dicho que éramos el Papa y sus cardenales que veníamos a evangelizar Texas.
Mientras el del sombrero vaquero miraba al capitán con cara de no entender ni una coma de lo que había dicho, nuestros otros quince hombres merodeaban a unos metros de nosotros, intentando adoptar el aire casual de alguien que pasaba por allí, tal y como había sido comunicado en el plan de acción diseñado la noche anterior: si el primer grupo se veía abordado por los hombres de Morgan, los de atrás entrarían en acción; si por el contrario los que importunaban eran militares gringos, tenían orden de mantenerse al margen, pasando tan desapercibidos como les fuera posible para intentar completar ellos la misión. Huelga decir que mexicanos, en grupo y siguiendo como chacales a otra media docena de compadres clavaditos a ellos que lucían sus armas por el centro de la ciudad a pleno mediodía, no lo conseguían ni por asomo.
Un ligero vistazo a la pechera del que llevaba el sombrero vaquero nos sirvió para darnos cuenta de que era el mismísimo sheriff de El Paso quien entorpecía nuestro camino. En el lado opuesto a su estrella lucía su nombre, Buttocks. Y otra ojeada a su cara bastaba para darse cuenta de que su primera pregunta era totalmente inútil, ya que de nada le valía preguntar en su cacofónico castellano para hacerse entender ante los forasteros si era incapaz de comprender una palabra de lo que éstos le respondieran.
Acabadas semejantes cortesías previas volvió a preguntar, esta vez en inglés, y lo hizo para interesarse, precisamente, por si alguno de nosotros conocía su idioma.
—¿Qué carajo dice el de la estrella? —me preguntó Tenorio.
—Quiere saber si hablamos inglés.
—Pues respóndele que sí, y a cada pregunta que te haga tú hazte rosca y procura traducírmela a mí, pero sin marcar la jerarquía. Nomás tú me dices, ¿entiendes? —calló un instante, pensativo—. No hemos hecho ninguna, así que no nos deberían tocar mucho los huevos.
Al sheriff no le sentó nada bien la rajada del capitán, y se puso hecho una furia, gritando como un loco, repitiendo a voces la pregunta y ordenando que callásemos. Le respondí en un torpe inglés fingido, mucho peor del que en realidad hablaba, procurando así evitar que me cosiese a preguntas. Era mejor que creyera que nos iba a ser difícil comunicarnos, y era mejor aún que yo pudiese entender la acelerada conversación que mantenía con sus hombres mientras él ignoraba cuánto alcanzaba a comprender.
—Dice que tiremos las armas, ca…
Callé a media palabra. Les hubiera sido verdaderamente fácil deducir lo que realmente éramos si interpretaban correctamente aquello; lo cual no era nada complicado, por cierto. Y todo esto suponiendo que ninguno de los otros entendiese el castellano, en cuyo caso, y tras las anteriores palabras del capitán Tenorio, estábamos aviados.
—Eso, que tiremos las armas. ¿Qué hacemos?
El capitán comprendió enseguida mi rápida rectificación y obvió en el acto la indisciplina de tutear a un superior —lo cual, y tratándose de nuestro ejército, no era precisamente pecado mortal, pues no éramos la armada más disciplinada de la Tierra, como luego se apreciará.
Depositó su rifle en el suelo, al tiempo que soltaba su cinto y dejaba caer su pistola, gesto que los otros cinco secundamos al instante. Después introdujo muy despacio la mano en el interior de su chaqueta y extrajo de ella otro pequeño revolver, desprendiéndose de él de idéntica manera. Repitió la operación con el que escondía en la manga derecha, para desprenderse después de una pistola diminuta que ocultaba en los pantalones. Por último, y mientras los demás sacábamos cuantas armas ocultábamos bajo los sarapes, el cabo vació el caño de su bota, donde ocultaba un pequeño puñal. Ahora era misión del segundo grupo encontrar a Morgan. Todo quedaba en sus manos.
Los otros quince debían esperar el tiempo justo mientras que el sheriff nos retenía y se entretenía un rato a nuestra costa. Posiblemente nos despiojaran como solían hacer con todos los mexicanos detenidos, como si ellos, sucios racistas, no tuviesen los mismos piojos del tamaño de pelotas que nosotros y que cualquier hijo de vecino —la higiene no se había puesto de moda aún, debió ser algo posterior, como el fascismo o usar pajarita—, y después lo más probable era que nos soltaran. Si todo sucedía pronto aún podríamos agarrar nosotros mismos a Morgan; si por el contrario nuestra estancia en el hotel Jail se prolongaba demasiado, al menos nos quedaban el cabo Filiberto y sus otros catorce hombres para completar la misión.
—Llévelos a la comisaría, Wilson —le dijo el sheriff a uno de sus acompañantes, un tipo joven y guaperas, que traía atascado de gel su moreno pelo rizado.
El tal Wilson, con muy malos modos, por cierto, me dio un culatazo con su rifle y me empujó calle abajo con los cañones en el cogote, poniéndome en cabeza del grupo de detenidos que enfilábamos el mismo tramo por donde habíamos venido. Y al volvernos pudimos ver, con sorpresa y pesar, como una veintena larga de agentes había apartado a los nuestros de las caballerías y también los dirigían, ya desarmados, hacia la oficina del sheriff a punta de rifle.
Ahora sí que lo de Morgan se había puesto jodido. Se complicaba por momentos nuestra visita al dentista, el ajuste de cuentas con Morgan y, sobre todo, la recuperación inmediata de la plata o la consecución definitiva de las armas. A poder ser ambas cosas, porque hubiera sido lindo de veras haberle dado cuatro buenas al hostelero del demonio para que nadie anduviese de choteo con nuestra gente. Que no se había levantado Villa con su División del Norte a enfrentar a todo un Ejército Federal para que un gringo miserable se mofase de nosotros.
Pero la aparición de los policías trastocaba todo nuestro plan. En aquella época de la Revolución mexicana de la que les hablo, convencidos como estaban los vecinos de que podían maltratarnos e inmiscuirse cuanto quisieran en nuestros asuntos sin que nadie en México les exigiese cuenta alguna —tan resueltos estaban a guiar nuestra revolución que no se habían contentado con manejar los hilos del Palacio Nacional desde Washington, sino que incluso habían pretendido un desembarco en Veracruz, cuando Huerta estaba al mando tras cargarse a Madero—, la migra estadounidense hacía lo que le venía en gana de los mexicanos que traspasaban la frontera, confiados como estaban en que nunca nadie osaría devolverles la moneda. Y no tuvieron razones para dudar de ello, al menos hasta que poco después sufrieron en sus carnes el pago de tanta afrenta y se vieron obligados a prevenirse de nosotros, conscientes ya de que incluso el perro más débil era capaz de morder la mano del amo más fuerte. Aunque allá los hijos de perra eran ellos.
* * *
Fue por aquel desprecio propio de animales que los gringos nos tenían que cuando llegamos a la oficina del sheriff nos obligaron a desnudarnos, y de semejante guisa nos sacaron al patio trasero. Allá nos pusieron a los veintiuno en fila y comenzaron su humillante —y peligrosa— desinfección.
Estábamos todos desnudos sobre el polvoriento suelo de pizarra, cubriendo nuestras partes nobles con las manos como bien podíamos, vejada toda nuestra expedición por vernos así de maltratados, cuando apareció un oficial portando una lata, dispuesto a cerciorarse de que su contenido fuese queroseno. Para ello se acercó a la pared más baja del patio, la que quedaba protegida del sol por un tejadillo que descendía hacia el exterior del recinto, y allá dejó caer un pequeño chorretón que formó un charco sobre el suelo. Después, acoplando a la lata una boquilla al estilo de una regadera, comenzó a untar con el carburante a los hombres que estaban más cerca de la entrada del patio.
Y así nos fue embadurnando a todos los villistas: a Carmelo el Colorado, el más veterano de mis cuates, que para su desgracia estaba el primero de la fila; a Javier Río, a Natán, al Vasco Mera, a Salgado, Janda y Rolo, a los primos Eduardo y Joaquín López, a Llorente, a Alacrán, a Bellotín y al Chino; también al Maño y al Truchas, que incluso agradecían lo de que les hubiesen dejado en cueros, pues así combatían el clavo que el tequila les había incrustado en las sientes la convulsa madrugada anterior.
Siguió con el cabo Filiberto y el mismísimo capitán Tenorio para irse llegando hasta la altura del Gordo Núñez, probablemente uno de los pocos villistas rechonchos que pude ver durante toda la guerra, un tipo afable y despistado, al que debía de olvidársele frecuentemente que era un guerrillero mal alimentado, ya que atendiendo a las lorzas cada día más hermosas que gastaba, parecía que le engordase hasta el aire del desierto.
Cuando el que llevaba la lata de queroseno llegó a la altura de aquel Gordo Núñez, el jefe Buttocks se quiso regocijar más aún en su proceso de desinfección, y le dijo al de la lata:
—Al gordo échale doble ración de gasolina, que como sus putos piojos coman la mitad que él, seguro que saben hasta bucear.
Ocurrencia que los otros policías rieron con grandes carcajadas.
Entonces el de la lata hizo dos gestos que marcaron mi vida para siempre: echó un segundo chorro de queroseno sobre el Gordo Núñez con el que casi consumió toda la lata, y sacudió lo poco que quedaba sobre mi brazo izquierdo. Al percatarse de que no quedaba más desinfectante se volvió hacia el sheriff Buttocks y se encogió de hombros, como pidiendo una indicación acerca de qué hacer conmigo. Entonces el sheriff me miró a los ojos, consciente de que en mayor o menor grado yo era capaz de comprenderle, y con un gesto de soberbia que no olvidaré mientas viva me dijo:
—No te preocupes muchachito, que también a ti te vamos a quitar la roña.
Lo dijo recalcando mucho la palabra roña, regocijado con la lamentable estampa que ofrecíamos los veintiuno allí desnudos. Me sentí tan vejado que mantuve toda mi iracunda atención clavada en el sheriff, y por ello aún hoy soy incapaz de jurar —iba a decir poner la mano en el fuego, Dios me libre— cómo fue exactamente lo que sucedió tan sólo un instante después.
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