Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


I. El Paso (3/5)


El cigarro del tal Wilson, el tipo del pelo engominado que me había encañonado anteriormente en la calle, se deslizó de entre sus dedos y fue a caer junto a nosotros, sobre el charco de combustible que se había derramado de la lata cuando habían empezado a embadurnarnos. Repentinamente los primeros hombres de la fila se vieron envueltos en llamas y sus gritos de angustia se fueron extendiendo entre todos nosotros que, arracimados en aquella esquina del viejo patio, íbamos prendiendo uno a uno como teas con patas. Entonces, envueltos todos en una horrible bola de fuego, fue cuando los gestos del oficial de la lata cobraron la enorme importancia en mi vida a la que antes me refería.

Si bien el segundo remojón de queroseno que le habían dado al Gordo Núñez impidió que a mí me tocara la ración que me correspondía y que me hubiera dejado allá en el sitio, las últimas gotas, que habían caído sobre mi brazo al sacudir la lata, prendieron solidariamente como habían hecho todos mis compañeros.

En aquel patio de la comisaría de El Paso fue donde me granjeé una horrible cicatriz para mi brazo izquierdo y un nuevo nombre fruto de aquel bautismo ardiente, pues allí contraje los dudosos méritos necesarios para que en toda la División del Norte a Luciano Hervás Aller —que vengo siendo yo— se le conociera posteriormente como Lucho Fuego.

* * *

Ya dije que jamás después pude afirmar con certeza que el mentado Wilson tuviese la intención de achicharrarnos vivos a todos nosotros, puesto que en mi cabeza nunca ha conseguido entrar la idea de que ni siquiera un cerdo policía gringo como él pudiese cometer tal aberración. Pero hay que verse en mi llagado pellejo para comprender todo lo que sucedió después, y como los acontecimientos se precipitaron vertiginosamente desde el momento en que el cigarro prendió en el charco de queroseno.

Por ser el suelo de pizarra resultaba verdaderamente difícil encontrar un mísero puñado de tierra que arrojar sobre los hombres ardientes para apagar las llamas, por lo que éstas se iban extendiendo poco a poco, involuntariamente avivadas por nosotros mismos merced a los intentos que hacíamos de apagarnos entre los compañeros. De esta manera nos movíamos frenéticos, ardientes, y el peligro de que propagásemos el fuego por el edificio que circundaba el patio era realmente alto. En esta horrible danza estábamos cuando el sheriff, visiblemente ofuscado, se encaró con el agente Wilson.

—¡Estúpido Wilson Milksop! ¡Vas a quemar todo el edificio con tus locuras!

Lo que yo interpreté al instante —no sé si acertadamente— como una confirmación de que nuestro incendio era intencionado. Viendo además que mis súplicas para que ayudasen a mis compañeros, ya con mi mejor inglés, eran totalmente desatendidas mientras se afanaban en salvar los barriles, bancos y demás aparejos de madera del patio, me golpeé con fuerza el ardiente costado contra la pared más cercana y rodé después agitándome convulso por el suelo hasta que fui a llegar, con mi brazo izquierdo en carne viva, hasta los pies del tal Wilson Milksop.

—Ayuda —supliqué.

A lo que tan sólo respondió con el esbozo de una media sonrisa, regocijándose ante aquel dantesco espectáculo de hombres aullantes y olor a carne quemada.

Cuando vi asomar la mueca en su cara de guaperas engelado, ardió dentro de mí un odio repentino mucho más fuerte que todas las llamas que me rodeaban; me apoyé en mi chamuscado brazo izquierdo e izándome como bien pude sobre mis rodillas estiré la otra mano, le quité la pistola del cinto al policía y le pegué un tiro en la boca que le destrozó la cara.

El sonido del disparo pareció por un instante acallar los quejidos de mis compañeros. Algunos de ellos, los más afortunados, estaban silenciados para siempre porque yacían ya muertos sobre el suelo del patio. La mayoría gritaba como puercos en el matadero cuando logré ponerme en pie, aún con el arma de Milksop en la mano. Subiéndome a uno de los barriles apilados en una esquina trepé desnudo hasta el tejadillo, mientras que desde abajo todos los policías presentes en nuestra desinfección y los que habían salido alertados por las llamas, los gritos y el disparo, e incluso el propio sheriff Buttocks, vaciaban sus pistolas contra mí. O más bien contra el tejadillo del cobertizo por el que en esos momentos me deslizaba buscando la huída.

Caí del tejado a la parte trasera de la cárcel-comisaría-patíbulo de El Paso y empecé a correr con los huevos colgando sin una dirección clara. Gracias al cielo, detrás de las dependencias del sheriff no había más calles. Se extendía ante mí un seco erial que daba, unos centenares de pasos hacia el este, a un barranco tras el que se levantaba una loma. Anulado el pensamiento por el dolor del brazo quemado empecé a correr hacia la loma sin saber realmente dónde iba.

Las piedras y los espinosos arbustos se me clavaban en las plantas desnudas de los pies, y cuando alcancé el barranco éstos me sangraban, llenos de rozaduras y heridas; pero el cuerpo es listo y no atiende a un dolor leve cuando sufre otro mucho más agudo, y mi brazo izquierdo en carne viva dolía infinitamente más que unos pies medianamente despellejados. Cuando llegué al barranco creí percibir cierto movimiento a lo lejos, procedente de la ciudad. Incluso —esto puedo asegurarlo, pues vi como se levantaba la tierra ante mí— escuché algún tiro de rifle lanzado a bulto desde los tejados de las últimas casas de El Paso. Decidí que tocaba escapar de allí como fuera, y salí del barranco por el lado opuesto, el de la pequeña loma. Trepé asiéndome incluso de la piedra más minúscula, sintiendo como mis uñas se levantaban y rompían al clavarse en el reseco terraplén. Al llegar a lo más alto de la pared de tierra me encontré ante la pequeña ondulación de un cerro rocoso que antes no alcanzaba a ver; tomándolo como mi única salvación posible continué cerro arriba, moviéndome encorvado, no fuese que alguna de las balas disparadas sin ton ni son desde las casas me alcanzase. Y así, casi a gatas, seguí corriendo rumbo a la cima. Rumbo a mi vida.

* * *

El brazo me ardía, sangrante y supurante de un líquido transparente, de textura similar al pus. Comparado con semejante dolor, las uñas arrancadas eran simples cosquillas, pero aún así mis maltrechos pies y piernas no iban a poder aguantar una huída prolongada, por lo que decidí buscar cuanto antes un lugar donde ocultarme. Me metí en un agujero, la boca de una especie de madriguera de algún animal grande, quizás un tejón. Después me desvanecí.

Junto a la madriguera, o lo que fuera, pasé inconsciente el resto del día, hasta que, ya caída la noche, volví en mí. Llevaba allá desnudo muchas horas, y comencé a temblar. Impulsado por el frío más que por el miedo —jamás me hubiese movido de haber pensado en lo que podrían hacerme los policías después de haberles matado a un compañero, si habían sido capaces de quemar vivos, impertérritos, a otros veinte sin culpa alguna—, decidí salir de mi escondite y huir; ignorante por completo de cómo hacer para escapar de allí y volver a México.

No llevaba ni veinte metros vagando desnudo entre las matas del montecillo, con la única compañía de la pistola en la mano derecha —aún de haber sido zurdo, el brazo izquierdo, en carne viva, estaba demasiado débil como para apuntar a nada— cuando a mis espaldas oí el martilleo de otra pistola al cargarse y una voz me instó a tirar mi arma.

—Deja el arma, hombre desnudo —me dijo.

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