Cuando el padre Blanco le dijo al general Villa que no habría problema para hacer lo que se le pedía, que ‹‹el Señor guiaba las balas de los justos›› dijo literalmente —no tenía guasa ni nada el páter, con la que nos estaban dando los gringos allá, al sur del pueblo—, otros tres hombres le acompañaron y el cuarteto montó otros tantos caballos y salió, bajo el canto de la ametralladora, fuera del pueblo. Mientras tanto, los que se quedaban bajo el chaparrón de disparos se aprestaban a buscar refugio.
—¡Aguas, aguas! Sáquense de ahí, ¡métanse tras algo o les dan boleto! —iba gritando el mismo Anselmo Nogales entre las filas de los villistas que se tiroteaban con los soldados gringos.
Cabalgando al galope el cura y sus tres compañeros se alejaron del pueblo rumbo al campamento Furlong, dando un cauteloso rodeo para evitar a los soldados que seguían saliendo a manadas desde detrás de sus muros.
Aunque aún tuvieron que pasar más de una hora zumbándose de lo lindo con los gringos, ocultándose como podían de los napos que venían del carro blindado, la ocurrencia que Villa le encargó al cura fue mano de santo —el páter sabrá de cuál— y aligeró mucho la presión que los gringos ejercían sobre los nuestros.
No sé cuántos hombres habrían caído ya de uno y otro bando en el momento en que el cura y los otros tres abandonaron el combate, pero debe tenerse en cuenta que cuando nos retiramos de Columbus dejamos atrás casi cien cadáveres, la mayoría de ellos en aquella zona lejana al hotel, mientras que los gringos reconocieron haber sufrido la baja de catorce de sus soldados. Hay que constatar que fue gracias al cura que aquella proporción no se disparó enormemente. Haciendo un cálculo somero se puede concluir que en el momento en que Villa recurrió al padre Blanco el conteo de las bajas de unos y otros rondaría entonces los ochenta contra diez; lo cual no eran ni mucho menos buenos números para los que atacaban el frente sur —especialmente para aquellos ochenta que compraron sus boletos para la sombra frente al Furlong. Pero, al fin y al cabo y lamentablemente para ellos, lo que contaba era que arriba agarrásemos al contrabandista —lo que entonces no estaba nada claro que lográsemos— y ellos podían considerarse mera carne de cañón.
En éstas estaban las gentes de López y Villa, sirviendo de elemento de distracción a los gringos, cuando el cura y sus tres compañeros desmontaron junto a una pequeña colina, a unos centenares de metros de la verja sureste del campamento Furlong. Los otros tres se apostaron a unas decenas de metros del padre Blanco, pero a aquella distancia bien poco podían alcanzar de no ser con grandes dosis de suerte, o gracias a que se cumpliera aquello que el propio cura había dicho sobre quién guiaba las balas de cada uno.
El cura, sin embargo, sí que podía. Tumbado boca abajo, llenándose de polvo su negra sotana, mimaba su Springfield para dirigir bien su tiro. Los rifles Springfield, de fabricación estadounidense, tenían un gran alcance, cercano a la milla, aunque a esa distancia su precisión era prácticamente nula. Pero en distancias menores y para un buen tirador, las posibilidades de acierto sobre blancos fijos crecían como un bebé mamando de seis tetas, y no hay que volver a repetir que el cura era un gran tirador. Los trescientos metros que le separaban de la valla, sumados al centenar largo que había desde ésta hasta su objetivo en el interior del campamento, hacían menos de medio kilómetro; casi la distancia límite para esperar un disparo exitoso.
El cura respiró hondo y aún tuvo la osadía de santiguarse; acercó el índice derecho al gatillo y fijo la vista en su objetivo. Bajo la recuperada claridad de la luna se podía distinguir un edificio apartado de las demás construcciones, y en su pared dos pequeñas ventanitas. Inmóvil como una roca apretó el gatillo y la bala salió zumbando hasta meterse limpiamente por el hueco de la ventana de la izquierda. Y después, nada. Entonces el cura, tranquilo a pesar del nulo efecto de su acertado tiro —si es que en realidad había querido meter la bala por aquella ventana—, volvió a repetir la operación.
Esta vez sin señal de la cruz —al parecer una valía para varios tiros, como en la feria— apuntó de nuevo su rifle, en esta ocasión hacia la otra ventana, la más cercana a la esquina del edificio. Apretó el gatillo, el proyectil salió del cañón del Springfield y acto seguido entró por el otro ventano: pero esta vez el efecto fue radicalmente contrario al del primer disparo. Cuando la bala del cura penetró en el edificio, una enorme nube de fuego acompañó a una explosión que hizo temblar incluso el suelo. Había vuelto a acertar, era como para pensar que alguien le guiaba realmente las balas. Y había volado el polvorín del campamento militar Furlong.
El hotel era un antiguo edificio de tres alturas, bajo y dos plantas, con un porche en la inferior, adosado en su pared sur a una casa pintada de rojo, más pequeña tanto en planta como en altura, cuya azotea quedaba justo al nivel de las ventanas del segundo piso del hotel, y en la que se intuía un tejadillo de chapa que descendía hacia la zona trasera, a la que conducía un callejón en la otra cara del edificio. La fachada norte daba a esa especie de callejón, de unos cuatro metros de ancho, que lo separaba de las últimas construcciones del pueblo por esa parte, y que llevaba a la zona trasera de la casa, a lo que suponíamos sería una especie de patio interior. Tenía las paredes pintadas de color ocre, y en el lateral que daba al lugar por el que habíamos irrumpido en el pueblo aparecía pintado con letras grandes y negras su nombre: Hoover Hotel. El único elemento dado a la decoración era una especie de marquesina de madera que cubría el porche y que se extendía entre las ventanas centrales de la primera planta, donde un mástil sujetaba una bandera norteamericana, con sus barras blanquirrojas y sus estrellas sobre fondo azul. Todo muy aseadito, no cabía esperar menos de una armería clandestina, el mayor centro de contrabando de la zona central de la frontera.
Del otro lado de la calle, frente al hotel, había una cantina. Estaba cerrada, o al menos del local no emergía luz alguna, mas no pudimos comprobar por nosotros mismos si en su interior había alguien o no antes del estruendo. Cuando estábamos a tiro de piedra del porche del hotel empezaron a salir gringos armados por todas partes, como vomitados por los edificios. Confusos —al igual que nosotros— con respecto a la procedencia y a la causa de la brutal explosión que los acababa de desvelar decidieron culpar, con bastante lógica, por cierto, a los mexicanos que habían aparecido cabalgando ante sus ojos simultáneamente a aquel estallido que había agitado el suelo de Columbus.
Con la fiesta montada alguno decidió, con buen ojo, que sería necesaria una cantina para que los hombres pudieran jalarse a gusto, y tres o cuatro que acababan de salir del hotel tumbaron a patadas la puerta del establecimiento. Fiesta preparada, cantina abierta… no quedaba otra que darse a una borrachera de tiros.
El coronel Cervantes nos llamó a resguardarnos en un primer momento, puesto que en lugar de pillar de improviso a los gringos en el hotel, eran ellos quienes habían empezado a zumbarnos sin piedad con extraordinaria rapidez instantes después de la explosión. Parecía que durmiesen con las pistolas bajo la almohada, los cabrones. Lo que, en cuanto uno observaba las trazas de nuestros compañeros de verbena, no era nada descabellado.
Al principio nos hicieron bastante daño. Creo que incluso llegaron a pensar que huíamos cuando volvimos grupas hacia el norte y cabalgamos de nuevo hacia las afueras del pueblo, por donde habíamos entrado; jaleados por el propio coronel que se cagaba en lo más alto por culpa de la maldita sorpresa con que habíamos logrado acercarnos al hotel: toneladas de sigilo explotando como si fueran bombas —que lo eran— al otro lado del pueblo. Si el culpable de la explosión era mexicano, maldecía el coronel, podía irse buscando una venda que le entrase bien en la cabeza, porque de seguro que Villa lo haría fusilar cuando supiese los aprietos en los que el jodido estruendo nos había metido allá en el hotel. O no.
Pero cuando retornamos, a los gringos les cambió la cara. Debían habernos tomado por cobardes que huíamos al primer contratiempo, y no se esperaban semejante regreso. A Cervantes le había parecido demasiada la gente que se estaba parapetando en el hotel como para entrar directamente allá, por lo que decidió que debíamos aposentarnos antes en el edificio de enfrente —la cantina— para tratar de darles a los gringos desde ella. Y como éramos revolucionarios —los valientes de Chihuahua, los Dorados de Villa… todo lo que quisieran nos podrían llamar, aunque en que en aquellos momentos nos quedaba mejor ser los Cincuenta Que Iban A Cenar Plomo— tan sólo teníamos una manera de asentarnos frente al hotelito, y ésta era tomando la cantina a puro huevo. Y con los cojones por delante nos lanzamos de nuevo hacia el hotel y la cantina. Con dos puestos sobre las sillas de los caballos y otra docena en las manos de los que iban en vanguardia. Huevos negros, duros como el metal, huevos sin clara ni yema, huevos de esos que les dicen granadas de mano.
—¡Aguas, aguas! Sáquense de ahí, ¡métanse tras algo o les dan boleto! —iba gritando el mismo Anselmo Nogales entre las filas de los villistas que se tiroteaban con los soldados gringos.
Cabalgando al galope el cura y sus tres compañeros se alejaron del pueblo rumbo al campamento Furlong, dando un cauteloso rodeo para evitar a los soldados que seguían saliendo a manadas desde detrás de sus muros.
Aunque aún tuvieron que pasar más de una hora zumbándose de lo lindo con los gringos, ocultándose como podían de los napos que venían del carro blindado, la ocurrencia que Villa le encargó al cura fue mano de santo —el páter sabrá de cuál— y aligeró mucho la presión que los gringos ejercían sobre los nuestros.
No sé cuántos hombres habrían caído ya de uno y otro bando en el momento en que el cura y los otros tres abandonaron el combate, pero debe tenerse en cuenta que cuando nos retiramos de Columbus dejamos atrás casi cien cadáveres, la mayoría de ellos en aquella zona lejana al hotel, mientras que los gringos reconocieron haber sufrido la baja de catorce de sus soldados. Hay que constatar que fue gracias al cura que aquella proporción no se disparó enormemente. Haciendo un cálculo somero se puede concluir que en el momento en que Villa recurrió al padre Blanco el conteo de las bajas de unos y otros rondaría entonces los ochenta contra diez; lo cual no eran ni mucho menos buenos números para los que atacaban el frente sur —especialmente para aquellos ochenta que compraron sus boletos para la sombra frente al Furlong. Pero, al fin y al cabo y lamentablemente para ellos, lo que contaba era que arriba agarrásemos al contrabandista —lo que entonces no estaba nada claro que lográsemos— y ellos podían considerarse mera carne de cañón.
En éstas estaban las gentes de López y Villa, sirviendo de elemento de distracción a los gringos, cuando el cura y sus tres compañeros desmontaron junto a una pequeña colina, a unos centenares de metros de la verja sureste del campamento Furlong. Los otros tres se apostaron a unas decenas de metros del padre Blanco, pero a aquella distancia bien poco podían alcanzar de no ser con grandes dosis de suerte, o gracias a que se cumpliera aquello que el propio cura había dicho sobre quién guiaba las balas de cada uno.
El cura, sin embargo, sí que podía. Tumbado boca abajo, llenándose de polvo su negra sotana, mimaba su Springfield para dirigir bien su tiro. Los rifles Springfield, de fabricación estadounidense, tenían un gran alcance, cercano a la milla, aunque a esa distancia su precisión era prácticamente nula. Pero en distancias menores y para un buen tirador, las posibilidades de acierto sobre blancos fijos crecían como un bebé mamando de seis tetas, y no hay que volver a repetir que el cura era un gran tirador. Los trescientos metros que le separaban de la valla, sumados al centenar largo que había desde ésta hasta su objetivo en el interior del campamento, hacían menos de medio kilómetro; casi la distancia límite para esperar un disparo exitoso.
El cura respiró hondo y aún tuvo la osadía de santiguarse; acercó el índice derecho al gatillo y fijo la vista en su objetivo. Bajo la recuperada claridad de la luna se podía distinguir un edificio apartado de las demás construcciones, y en su pared dos pequeñas ventanitas. Inmóvil como una roca apretó el gatillo y la bala salió zumbando hasta meterse limpiamente por el hueco de la ventana de la izquierda. Y después, nada. Entonces el cura, tranquilo a pesar del nulo efecto de su acertado tiro —si es que en realidad había querido meter la bala por aquella ventana—, volvió a repetir la operación.
Esta vez sin señal de la cruz —al parecer una valía para varios tiros, como en la feria— apuntó de nuevo su rifle, en esta ocasión hacia la otra ventana, la más cercana a la esquina del edificio. Apretó el gatillo, el proyectil salió del cañón del Springfield y acto seguido entró por el otro ventano: pero esta vez el efecto fue radicalmente contrario al del primer disparo. Cuando la bala del cura penetró en el edificio, una enorme nube de fuego acompañó a una explosión que hizo temblar incluso el suelo. Había vuelto a acertar, era como para pensar que alguien le guiaba realmente las balas. Y había volado el polvorín del campamento militar Furlong.
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El hotel era un antiguo edificio de tres alturas, bajo y dos plantas, con un porche en la inferior, adosado en su pared sur a una casa pintada de rojo, más pequeña tanto en planta como en altura, cuya azotea quedaba justo al nivel de las ventanas del segundo piso del hotel, y en la que se intuía un tejadillo de chapa que descendía hacia la zona trasera, a la que conducía un callejón en la otra cara del edificio. La fachada norte daba a esa especie de callejón, de unos cuatro metros de ancho, que lo separaba de las últimas construcciones del pueblo por esa parte, y que llevaba a la zona trasera de la casa, a lo que suponíamos sería una especie de patio interior. Tenía las paredes pintadas de color ocre, y en el lateral que daba al lugar por el que habíamos irrumpido en el pueblo aparecía pintado con letras grandes y negras su nombre: Hoover Hotel. El único elemento dado a la decoración era una especie de marquesina de madera que cubría el porche y que se extendía entre las ventanas centrales de la primera planta, donde un mástil sujetaba una bandera norteamericana, con sus barras blanquirrojas y sus estrellas sobre fondo azul. Todo muy aseadito, no cabía esperar menos de una armería clandestina, el mayor centro de contrabando de la zona central de la frontera.
Del otro lado de la calle, frente al hotel, había una cantina. Estaba cerrada, o al menos del local no emergía luz alguna, mas no pudimos comprobar por nosotros mismos si en su interior había alguien o no antes del estruendo. Cuando estábamos a tiro de piedra del porche del hotel empezaron a salir gringos armados por todas partes, como vomitados por los edificios. Confusos —al igual que nosotros— con respecto a la procedencia y a la causa de la brutal explosión que los acababa de desvelar decidieron culpar, con bastante lógica, por cierto, a los mexicanos que habían aparecido cabalgando ante sus ojos simultáneamente a aquel estallido que había agitado el suelo de Columbus.
Con la fiesta montada alguno decidió, con buen ojo, que sería necesaria una cantina para que los hombres pudieran jalarse a gusto, y tres o cuatro que acababan de salir del hotel tumbaron a patadas la puerta del establecimiento. Fiesta preparada, cantina abierta… no quedaba otra que darse a una borrachera de tiros.
El coronel Cervantes nos llamó a resguardarnos en un primer momento, puesto que en lugar de pillar de improviso a los gringos en el hotel, eran ellos quienes habían empezado a zumbarnos sin piedad con extraordinaria rapidez instantes después de la explosión. Parecía que durmiesen con las pistolas bajo la almohada, los cabrones. Lo que, en cuanto uno observaba las trazas de nuestros compañeros de verbena, no era nada descabellado.
Al principio nos hicieron bastante daño. Creo que incluso llegaron a pensar que huíamos cuando volvimos grupas hacia el norte y cabalgamos de nuevo hacia las afueras del pueblo, por donde habíamos entrado; jaleados por el propio coronel que se cagaba en lo más alto por culpa de la maldita sorpresa con que habíamos logrado acercarnos al hotel: toneladas de sigilo explotando como si fueran bombas —que lo eran— al otro lado del pueblo. Si el culpable de la explosión era mexicano, maldecía el coronel, podía irse buscando una venda que le entrase bien en la cabeza, porque de seguro que Villa lo haría fusilar cuando supiese los aprietos en los que el jodido estruendo nos había metido allá en el hotel. O no.
Pero cuando retornamos, a los gringos les cambió la cara. Debían habernos tomado por cobardes que huíamos al primer contratiempo, y no se esperaban semejante regreso. A Cervantes le había parecido demasiada la gente que se estaba parapetando en el hotel como para entrar directamente allá, por lo que decidió que debíamos aposentarnos antes en el edificio de enfrente —la cantina— para tratar de darles a los gringos desde ella. Y como éramos revolucionarios —los valientes de Chihuahua, los Dorados de Villa… todo lo que quisieran nos podrían llamar, aunque en que en aquellos momentos nos quedaba mejor ser los Cincuenta Que Iban A Cenar Plomo— tan sólo teníamos una manera de asentarnos frente al hotelito, y ésta era tomando la cantina a puro huevo. Y con los cojones por delante nos lanzamos de nuevo hacia el hotel y la cantina. Con dos puestos sobre las sillas de los caballos y otra docena en las manos de los que iban en vanguardia. Huevos negros, duros como el metal, huevos sin clara ni yema, huevos de esos que les dicen granadas de mano.
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