Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


III. Doroteo y yo (2/7)


Pero no habían luchado Villa y Zapata durante meses contra un primer tirano para dejar el poder a esas alturas en manos de otro hombre semejante a quien habían combatido y vencido. Así, convencidos de que les resultaba igual el bocado de perro que el de perra, el Norte y el Sur volvieron a alzarse en armas. Continuó la lucha y vino todo lo demás: el levantamiento junto a Carranza y Obregón, el derrocamiento de Huerta, la División del Norte, la caída en desgracia… hasta llegar de nuevo a la guerrilla y a Columbus.

Cuatro días después de aquello último, el hombre que vengó a su hermana violada eligiendo la clandestinidad para el resto de sus días, el hombre que había aupado al poder a quien le había de traicionar, el hombre que había invadido la nación más poderosa del orbe, ese hombre, entraba por la puerta de la sala donde yo aguardaba turno para la cura de mi brazo quemado y se sentaba frente a mí.

* * *

Fue la primera vez que me hallé frente a frente, en privado y por expresa voluntad suya, con Pancho Villa.

Y no fue un encuentro casual.

Al anochecer del día siguiente a nuestro ataque, cuando los supervivientes —entre los cuales se contaban muchos heridos que no pasaron de aquella primera noche— llegamos a la destartalada granja fronteriza que hacía las veces de cuartel general de nuestra División, los oficiales habían acudido puntuales a su cita con Villa y le habían informado detalladamente del resultado de nuestro ataque sobre los Estados Unidos de América. Cuando llegaron al punto concerniente a nuestra actuación en el hotel, alguien tuvo la ocurrencia de hacer notar la presencia entre el grupo que había dado con Arthur Holmock, el socio de Morgan, del mismo joven que había logrado escapar de El Paso. También hubo palabras sobre mi decisiva actuación en tal captura. De la nula voluntariedad de mis actos durante la captura de Holmock, al parecer, nadie dijo nada.

Sea como fuere, algo debió de calar hondo en el general. Quizás fuera el recuerdo de la tarde anterior al asalto, y de como Kiche y yo habíamos aparecido como dos espectros a caballo, descomponiendo a toda la guarnición. O quizás fuera fruto de mi afortunada intervención tras la plática de Pablo López. El caso es que Villa quiso hablar en persona con aquel morro que, por azares del destino, se había visto tan inesperada y profundamente implicado en su intento por hacerse con el arsenal.

Cuando entré en la estancia se oían de fondo, en el exterior, los acordes de La Cucaracha, un corrido que se había hecho muy popular durante aquellos tiempos de la Revolución. Años después he llegado a oír como mucha gente atribuía la creación de tan famosísimo corrido —cuya tonada, por cierto, trae ascendencia española, de los lejanos tiempos de las guerras entre castellanos y moros— al propio Pancho Villa; pero si he de ser justo no puedo añadir a la lista de virtudes que poseía el general la de ser compositor musical —no digo ya bueno o malo—, y aunque durante las ocasiones que yo tuve de tratarlo personalmente la situación era tan sumamente delicada que hubiese resultado enormemente temerario el dedicar tan sólo un minuto de su tiempo a componer canciones, me inclino a pensar que se trata más de un mito posterior que de una realidad.

Caso similar a esa fama de bebedor empedernido que siempre le acompañó tras su trágico asesinato, pero que puedo asegurar —esta vez con total seguridad— que era totalmente inmerecida. De cualquiera de las maneras ya nos encargábamos los hombres de la tropa —servidor hacía grandes méritos en ese campo— de vaciar las botellas que el general dejaba intactas, no fuesen a perderse. Ya saben lo que dicen de las copas: la primera con agua, la segunda sin agua, y la tercera como agua.

Ya estaba el calvo encontrando su peine, cuando el general, poco amigo de rodeos fútiles, independientemente de que tocara repartir balas o palabras, se centró en el asunto por el que me había hecho llamar.

—Creo que debes seguir en esta chamba —comenzó a decir Villa, apenas se hubo sentado—. Nomás tú pudiste pelarte del matazón allá en El Paso, y atrapamos a Holmock gracias a ti.

Desconozco si el general era un hombre creyente en lo que al azar y el destino concierne, pero dudo que Villa me eligiese ese día para ‹‹seguir en aquella chamba›› por causa de superstición. Más bien tiendo a creer que vio tras aquellas dos acciones mías ciertas aptitudes válidas —al menos la que me predisponía a la huída de las situaciones más desesperadas resultaba innegable— para ser útil en aquella peligrosa búsqueda en la que pretendía involucrarme de lleno. Sin olvidar el asunto del idioma, pues era de suponer que mi inglés nos resultara útil a la hora de seguir correctamente la ruta que nos debía marcar el gringo.

Sea como fuere su decisión hizo posible que me viese dentro de esta historia que ahora narro.

—Espero que no le temas a que nos pasemos del tueste contigo —prosiguió Villa—, porque te voy a afectar para una tarea que no tiene nada que envidiar a la de ningún otro chinaco.

Aquello, lógicamente, me asustó e intrigó muchísimo. ¿Pensaba acaso en ascenderme?

—Sé que eras el único novato de los veintiuno de El Paso. Allá tuvimos la de malas y tú fuiste el único en volver. Aún no alcanzo a comprender cómo te las arreglaste para llegar hasta acá con ese brazo quemado, acompañado de un indio y… en fin.

Villa calló apenas un instante, quizás pensando en el horrendo fin de aquellos veinte hombres.

—En Columbus, sin embargo—continuó de inmediato—, rodeado por gente que conoces bien, conseguisteis dar con uno de los hombres que buscábamos entre que nosotros andábamos ya con el agua por los aparejos, y vuestras bajas fueron aceptables en esta ocasión.

No pensarían lo mismo las mujeres o hijos de los caídos. O los caídos mismos, si es que podían pensar algo, allá donde estuviesen. Pero, revolucionario o no, Villa era un general, y ya se sabe. Aceptables, dijo.

—He decidido darte carta para esta partida —concluyó finalmente—. Me vas a ayudar a hacer el listado. Elegirás conmigo a los que serán tus compañeros.

Asombrado y confuso, no tuve más remedio que interpelar al general.

—Compañeros, ¿para qué, mi general?

—Vais a encontrarme esas armas que ese hijo de la chingada de Morgan nos debe, y si para ello tenéis que traer en salsa al gringo Holmock hasta que os lleve al mismísimo infierno, lo haréis. Sabemos que no tiene las armas en ninguna bodega del otro lado de la raya; guardan todo nuestro arsenal escondido en una cueva acá, en México, y me lo vais a encontrar.

Si se hiciera necesario un dibujo para ilustrar en una encioclopedia la entrada «último mono con rostro de asombro tras serle encomendada tarea de responsabilidad sorprendentemente elevada», mi expresión tras escuchar aquellas palabras habría resultado perfecta.

Pero ni Villa pensaba en ascenderme, ni las entradas de las enciclopedias son tan largas. Como tampoco lo son las noches de marzo en Chihuahua. Aunque a alguno se le llegaran a hacer eternas.

—¿En México? —pregunté desconcertado-. ¿Y qué hacen acá?

El general Villa tuvo a bien solventar mi duda. La situación de caos y abandono político imperante en México a causa de la guerra hacía más fácil maniobrar con grandes cargamentos de armas al sur de la raya que al norte. Además, dado que Holmock y su socio, Morgan, distribuían sus mercancías principalmente entre los revolucionarios que combatíamos en México, resultaba mucho más eficaz y seguro esconderlas directamente aquí, evitando de ese modo tener que transportarlas a través de la frontera.

Y es que, si la relación de un contrabandista con la policía aduanera siempre está plagada de inconvenientes, si además el receptor de la mercancía orbitaba peligrosamente hacia la consideración de enemigo del gobierno, esa relación era simplemente imposible.

Villa lo explicó con otras palabras. «Antes, cuando les caíamos bien a los jefes gringos, Morgan daba buenas mordidas a la migra. Pero ahora que para ellos nomás somos unos meros bandidos, la migra le morderá a él los huevos si le agarra pasándonos armas. Por eso las esconden acá.»

El general también consignó con detalle, excesivo detalle en algún caso, las andanzas de Holmock tras su rapto.

Los días pasados desde lo de Columbus no habían sido muy agradables para Arthur Holmock. Algunos hombres de confianza de Villa le habían apretado las clavijas para sacarle toda la información que él había quemado en el brasero que inició el incendio del pueblo. A pesar de ello, el muy pendejo no había contado ni una palabra más de lo que el general me acababa de transmitir, e insistía en guiar personalmente a Pancho Villa hasta el escondite del armamento. Pensaba que si lo contaba todo su vida no valdría nada —me inclino a pensar que ahí el gringo llevaba razón—, pero estaba muy lejos de la intención de Villa el ir en persona a buscar nada, y mucho menos con la que iba a caer.

En esas estaba yo, sentado en una mesa cara a cara con el general Villa, que con un papel en la mano esperaba mi consejo para formar un grupo en el que, por suerte o por desgracia, hacia mucho tiempo que yo ya estaba incluido.

—Necesito una decena de hombres, así que piensa bien cuáles son los nueve que elegirías si tuvieses que jugarte las pelotas con ellos. Porque la cosa va a ser más o menos así.

0 comentarios:

Publicar un comentario