Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


V. La tumba de Villa (5/6)


Arce, que había regresado sin contratiempos pasando junto a los cuervos que revoloteaban sobre al caballo muerto, esperaba desde hacía algún tiempo refrescándose a la puerta de la estancia en que se encontraba entrevistándose el general. Cuando el espía salió, pasó al interior y dio cuenta a Villa del resultado de su embajada.

—Traigo malas noticias, general —comenzó Arce—. No están por la labor de negociar. Al parecer su jefe, un tal Caballero, no piensa desaprovechar la oportunidad de hacernos pínole ahora que nos tiene cercados. Puede que incluso ya hayan soltado el borrego de que nos han agarrado.

Villa se mesó los bigotes. Estaba ofuscado.

—Así que están amachados en no negociar… —susurró, lanzando una mirada hacia sus hombres de confianza, que seguían a distancia la conversación.

—Bueno, en realidad sí que han hecho una oferta, nomás que está cabrón de aceptar. ¡Pretenden que vaya usted en persona a negociar tras sus líneas!

Villa quedó un momento en silencio. Volvió a atusarse los bigotes mientras recapacitaba. Y sonrió.

—Pues eso es lo que toca —dijo—. Estoy precisado a ir si queremos salir de este maldito silo.

—¡Pero olvidarán las banderas blancas y le agarrarán en cuanto lo tengan a mano! —dijo Arce, alarmado.

—Quizás.

El general arqueó las cejas y, levantándose de su banqueta, salió fuera.

* * *

A muchos kilómetros de allá, quince hombres se apearon del tren en la estación en El Fuerte aquella misma mañana. Habían salido de El Paso ocho días antes, tomando el camino que hacia el oeste recorrían los ferrocarriles de la Southern Pacific hasta llegar a la ciudad de Tucson, en Arizona.

Allí habían cambiado de línea y seguido la que, hacia al sur, atravesaba Sonora con rumbo al golfo de California.

Pasaron la frontera por Nogales y bajaron directamente hasta encontrarse con el océano en la ciudad de Guaymas, desde donde corrieron paralelos a la costa, cruzando el Yaqui y el río Fuerte para cambiar de nuevo la dirección de su viaje nada más cruzar el puente que sobre éste se tendía cerca de Los Machis.

Tomaron entonces un tercer tren, que llevaba desde la costa de nuevo hacia la fronteriza Chihuahua, como si quisieran completar sus vacaciones y cruzar México para volver de nuevo a El Paso.

Pero debió de gustarles Sinaloa, porque cuando llegaron a la villa de El Fuerte, donde las montañas de la sierra dejan de ser ondulaciones en el horizonte y se puede admirar ya la grandeza de sus graníticas moles, bajaron del tren.

Adquirieron buenas monturas y cierto número de mulas de carga y porteadores, contrataron los servicios de un guía local, y pusieron rumbo a las nevadas cumbres de la Sierra Madre.

Bradley Morgan, sin duda con el objetivo de olvidar pasados y penosos momentos, se había llevado lejos del desolado Columbus a unos amigos, y todos ellos marchaban, buscando paisajísticos deleites, hacia las Barrancas.

* * *

En El Valle, mientras tanto, ya se preparaba la segunda embajada, cuya composición no difirió mucho de la primera. A decir verdad tan sólo hubo un cambio. A los siete hombres en-viados a los carrancistas en la primera ocasión se sumaba un octavo: el mismísimo Pancho Villa, que había decidido negociar en persona a pesar de las advertencias de sus oficiales.

En esta ocasión, y como precaución —bastante somera, por cierto—, todos iban a caballo, aunque era bastante poca la seguridad que las bestias aportarían una vez en terreno de los de Carranza.

Cruzaron el sembrado al paso, como si no fuese con ellos la cosa, mostrándose orgullosos en su cabalgar. No venimos a suplicar nada, parecía decir su encastillada pose, tan sólo pedimos una tregua para poder echar a los invasores. No os confiéis ni nos creáis derrotados, porque cuando larguemos a los gringos os vamos a dar una somanta de hostias, cabrones.

Las noticias de que Villa había pedido una tregua mientras durase la invasión gringa ya salpicaban los corrillos carrancistas, y acabaron por inundarlo todo cuando el general en persona avanzó hacia sus posiciones. Muchos, que lo habían combatido pero nunca lo habían tratado, dudaban de que aquel fuese realmente Villa.

—No hagan caso, que es un doble —decía uno.

—Dicen de Villa que es un asesino sanguinario, un fantasma imposible de atrapar…

—No puede ser ése… —decía otro—. Es demasiado humano y se expone demasiado para ser él.
Pero sí que era Villa. Quizás esperasen ver con sus propios ojos las crueldades que la propaganda carrancista tanto fomentaba, tratando de convertir al general en un ladrón, en un asesino despiadado, en un vulgar asaltador.

Cuando Villa llegó definitivamente hasta el interior de las líneas carrancistas, bajo la sombra de la arboleda, alguno acabó por convencerse de que no vería a Pancho Villa merendarse ningún gatito crudo aquella tarde. El general ni olía a azufre ni arrancaba corazones con sus propias manos. Era un hombre como otro cualquiera —más valiente y leal que la mayoría de los de su posición, eso sí—, pero no era ningún monstruo: tenía sus dos ojos, sus brazos, sus piernas, su bigotazo y su buen par de cojones para meterse tan parcamente escoltado en plena posición enemiga.

Y, por cierto y aunque no venga muy al hilo, los gatos saben mejor asados, se lo dice uno que sabe.

* * *

—Soy Francisco Villa, jefe de la División del Norte —espetó, sin apenas formalidades, el general—, y vengo a negociar una tregua con la facción carrancista.

Apenas pronunciadas estas palabras, el capitán carrancista Alfonso Caballero se incorporó, dirigiéndose hacia sus enemi-gos.

—No hay embajada que valga viniendo de un asesino.

—¡Pendejo…! —musitó Arce, llevando rápidamente la ma-no hacia la culata de su arma, de la que esta vez no se había desprendido. Villa detuvo su gesto.

—Además —continuó Caballero— la División del Norte hace meses que dejó de existir. Hoy ustedes son nomás unos simples gavilleros.

Se giró hacia donde se encontraba su oficialidad y se dirigió a uno de ellos.

—Sargento, arreste a estos hombres.

Pero nadie se movió.

Un murmullo de incómoda indecisión se extendió entre los constitucionalistas. Instantes después, Caballero repitió la orden. Pero nadie se movió.

Ésta quedó de nuevo sin respuesta, y la tensión se volvió insoportable. El tiempo pareció detenerse y una ráfaga de aire caliente sacudió la lona de las tiendas y las ramas de los árboles. Los murmullos iniciales se apagaron y el silencio se apoderó de todo.

Era un silencio sepulcral, denso y violento, tan sólo roto por el zumbido de un tábano. Cuando fue a posarse sobre la palpitante carótida de Caballero, éste aplastó al insecto contra su propio cuello de una rápida palmada y repitió la orden por tercera vez.

Por tercera vez quedó sin respuesta alguna, y Villa sonrió.

Porque, tal y como el general esperaba, nadie se movió.

* * *

El rumor de la tregua propuesta por Villa se había extendido con rapidez, y la acogida resultaba, saltaba a la vista, excelente. Aquellas gentes de Carranza, sin necesidad de asamblea ninguna, ya habían decidido cambiar de bando mientras durase la penetración gringa. Incluso antes de que Villa pudiera tratar con sus mandos. Tan sólo la sargentada había conspirado levemente, y, al ver que la tropa rasa no actuaba, concluyeron que los soldados también eran de su misma opinión. Finalmente fue el sargento al que Caballero se había dirigido antes quien tomó la palabra.

—Pues… verá… el caso es que hemos decidido pactar una tregua con la División del Norte, mi capitán. Algunos sargentos hemos hablado con la tropa —mintió— y vamos a sumarnos a ellos.

—¡Aquí no se suma a nadie ni María Santísima! —comenzó a gritar Caballero, ciego de ira por el más que consumado motín—. ¡Por mis huevos que estos pendejos salen de acá con las manos en la espalda o con los pies por delante!

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