Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


IV. Amor de madre (2/5)


Formamos una fila en el pasillo de la primera planta, frente a una de las salas que las enfermeras habían habilitado como sanatorio. Yo charlaba con Kiche mientras esperábamos nuestro turno. Por suerte o por amistad con la gente de su tierra, el Chilango había entrado el primero. Cristino Vallejo, de Tijuana, el segundo más joven de los doce tras de mí, que era quien nos precedía en la espera ante el cuarto de las curas.

La charla era animada, sobre todo con los que se hallaban más cerca, y así pude saber que el mentado Cristino me sacaba tan sólo cinco años, que había venido hacía siete meses de las costas del Pacífico a este nuestro México profundo a unirse a las tropas de Villa, y que era músico profesional —o al menos decía serlo.

Lo que no dijo, ni falta que hizo, pues se notaba a la legua, era que entre tanta hembra al de Tijuana le faltaban ojos y le sobraba lengua, pues en todas ponía la vista y para todas tenía un comentario.

El Chilango y Cristino, que se mantenían en buen estado de salud, apenas pasaron unos minutos dentro de la sala. Mi brazo quemado requirió algo más de atención.

La enfermera que lo revisó puso mala cara; me limpió y me dio vendas nuevas, pero no quedaba conforme con el aspecto de mis quemaduras, y una vez que terminaron las curas fue en busca del cabo Pascual y le sugirió que el soldado del brazo llagado debería aplicarse cierto medicamento. El fármaco resultó ser un ungüento que las enfermeras preparaban, un emplasto a base de hierbas que desgraciadamente no tenían allí, pero del que me sería muy fácil servirme, ya que disponían de buenas cantidades en el almacén.

El almacén estaba en el silo donde habíamos dejado a Villa y al resto de los nuestros, así que tocaba cruzar El Valle de nuevo. Les pedí a los otros dos que habían sido atendidos antes de mí que me acompañasen a dar una vuelta por el pueblo, ya que, sabiendo que tenía que salir, el cabo me había encargado cierta lista de pertrechos que creía que nos iban a ser útiles en el camino: unos odres para guardar agua, material para herrar caballos y buen número de cuerdas, entre algunas otras cosas. El Chilango se disculpó, aduciendo que le gustaría quedarse a platicar con su amigo Rubén, así que tan sólo Cristino se vino conmigo a por mi ungüento y las provisiones para el cabo.

* * *

Nos acercamos los dos hasta el mercado, que a esas horas de la tarde estaba en creciente ebullición. Después de localizar todo aquello que el cabo requería y solicitar que llevasen hasta la posada lo que no podíamos cargar entre los dos, aprovechamos lo ambientado del lugar para fundimos con el gentío, curioseando entre los puestos de comidas. En una de éstas vimos frente a un puesto de verduras a una linda chava, de piel muy blanca y cabello rubio, en cuya cara resaltaban sus ojos azules.

—Mira qué ojos tiene la güerita —le dije a mi compadre.

—Sí, como para comerle todas las chichotas.

—¡Qué puntadas tienes! Eres todo un poeta, ja, ja —reí ante la brutal ocurrencia.

—Lo sé. Algún día, cuando la guerra acabe, tendré mi propia banda, y haremos las mejores rancheras de amor de México.

—Qué así sea, Cristino, que así sea. ¡Dudo que haya alguien que pueda resistirse a tus letras!

Y reímos alegres las lujuriosas ocurrencias de Cristino. Mas, cuando volvimos a mirar hacia el puesto de verduras, la rubita ya no estaba allí, y su preciosa cara había desaparecido entre la gente.

* * *

Encontramos más enfermeras en el lugar indicado por la enfermera que me había tratado. Relaté los pesares de mi brazo y me dieron un bote con el ungüento para aplicármelo. Me aconsejaron no mover aún el vendaje limpio —estaba recién colocado y no había precisamente abundancia de material como para andar desperdiciando vendas—, así que en cuanto tuvimos el potingue volvimos sobre nuestros pasos y cruzamos de nuevo El Valle rumbo a la posada.

De vuelta a nuestro albergue, donde el cabo Pascual y los otros nueve —el displicente gringo incluido— debían estar ya ordenando lo que desde el mercado habían enviado a la posada tras nuestro encargo, cruzamos de nuevo el mercado y allá la vimos de nuevo. Jamás en mi vida me he arrepentido tanto de ver a una mujer bonita como aquella tarde.

Cristino solía ser el más atento cuando de atisbar mujeres se trataba. Y contaban los compañeros que todas le parecían hermosísimas. Se decía que tan sólo una vez mostró su contra-riedad ante la visión de una hembra.

—A ésa no la tocaba ni con un palo —comentó una noche, borracho como una cuba en una cantina de Torreón.

Cuando le dijeron que ésa era uno de los hombres que habían tomado la ciudad a las órdenes del general Felipe Ángeles, se limitó a dejar escapar un suspiro de alivio y siguió bebiendo tequila.
También en aquella ocasión, caminando por el mercado, Cristino fue el primero en reparar en ella. Me dio con el codo, exaltado. Después habló con el mismo entusiasmo con que los cachorros mueven la cola cuando huelen al amo.

—Mira Fuego —lo de Luciano era ya historia después de la cena con Villa—, la güera de los ojos lindos. Ahí está otra vez, seguro que es gringa.

Cristino me lanzó un rápido vistazo, volvió de nuevo a fijar su mirada en la güera y dejó caer una reflexión en voz alta.

—No es El Valle un lugar donde abunden estos del norte, y menos como ella, ¿qué carajo hará aquí?

—Pues no lo sé, pregúntaselo si quieres.

—Pues yo no hablo ni gotita de inglés, mano. ¡Cómo le voy a preguntar yo nada!

—No te preocupes, que yo sí.

—¿Hablas inglés? No chingues, güey, qué grande.

—Claro que hablo inglés, por eso me cogieron con la gente que fue a El Paso con el capitán Tenorio.

—¿Y fueras capaz de entenderte con ella?

—Por supuesto —le dije, ignorante de dónde nos metíamos.

—¡A huevo! Vamos pues a platicar un rato con la señorita.

Y avanzamos hacia la muchacha Cristino y servidor, el uno preguntando cómo se saludaba a una linda güerita y el otro —o sea, yo— traduciendo.

—Dile a la señorita guz ifnin medam, que es buenas tardes.

Cristino se adelantó unos pasos. A punto estaba el saludo de salir de su boca cuando un hombre fornido, bastante mayor que ella, surgió de entre la gente que abarrotaba el mercado con las últimas luces de la tarde, y se le acercó. El hombre fornido y la güerita se enfrascaron en una intensa charla, pero Cristino iba tan contento con poder presentarse en inglés ante una dama que no le importó. Incluso se presentó ante el hombre de la misma manera, tratándolo de señora. Cuando quiso decir algo más a la asombrada pareja se volvió, buscándome con la mirada, pues me había quedado algo rezagado entre el gentío, y me saludó efusivo, requiriéndome para poder continuar su plática con los gringos.

Entonces el hombre reparó en mí. Hizo un arco con su enorme brazo derecho y desplazó tras él a la joven en el momento en que yo llegaba casi a su altura, diciéndole en inglés:

—Aparta cariño, es él.

Yo me quedé en el sitio, asombrado, incapaz de comprender el sentido de aquellas palabras. Mientras tanto, a mi alrededor el gentío nos ignoraba con absurda naturalidad.

Hubo quien se giró ante la subida de tono en la voz del gringo, pero fueron apenas unas pocas cabezas durante unos instantes más breves aún. Ninguno de los allí presentes entendía ni una coma de inglés, y todos volvieron de inmediato a sus quehaceres.

—¿Quién es él, papá?

—Un piojoso. Un piojoso cabrón. El piojoso cabrón que mató a Wilson.

Y entonces identifiqué aquella cara. Sin su disfraz de trabajo no había sido capaz de distinguir a aquel gringo de anchos hombros. Un hombre cambia mucho cuando se despoja de su uniforme. Y cambia aún más si no tiene a otros veinte envueltos en llamas bailando a su alrededor cual demonios aullantes.

Ahora sabía que aquél a quien la celebrada joven de los ojos claros y el cabello dorado llamaba papá era el sheriff de El Paso.

La güerita parecía ya bastante menos apetecible e infinitamente menos accesible. Ni falta que hacía.

—¡Ándale Cristino! ¡Corre que nos vuelan los huevos!

Salimos corriendo a través de la marabunta de gente que atestaba el mercado y pude oír como la linda güerita me dirigía por primera vez la palabra, gritándome con voz iracunda.

—¡Hijo de puta! ¡Me has dejado viuda, te voy a mataaar!

Y es que al parecer, el tipo al que le di el tiro en la mandíbula cuando huí de la comisaría era, además de un asqueroso pedante, conocido de aquellos dos que ahora me buscaban para cobrarse venganza. Nada menos que el esposo de aquella mujer, y, por ende, el yerno del sheriff.

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