Llegamos a la Posada del Zopilote cuando ya caía la noche, con el corazón saltando dentro de nuestros pechos y los pulmones asfixiados, después de correr entre las gentes del mercado y volar por las callejuelas que circundaban la iglesia mayor de El Valle.
Traíamos la sangre en ebullición y la excitación propia de dos críos que acaban de hacer una trastada y escapan del lugar de sus fechorías. Aunque mi fechoría en El Paso no había sido, ni mucho menos, una chiquillada; y el oscuro presagio tras el encuentro con el sheriff tampoco era, precisamente, cosa de niños.
Una vez en la posada referimos lo sucedido al cabo, quien se mostró tan asombrado como yo, e incluso más preocupado, por la extraña presencia un sheriff estadounidense en pleno México.
Decretó el cabo Pascual que nadie abandonase la posada aquella noche, con lo que quienes habían planeado una salida en busca de farra la vieron repentinamente abortada, esfumándose la que iba a ser su única noche libre entre el ataque sobre Columbus y nuestra próxima partida en busca del arsenal de Bradley Morgan.
No sé cómo lo tomaría el resto, pues algunos como Cristino ya habían hecho cantidad de planes a la vista de lo bullicioso de la ciudad. No había aprendido nada de nuestro encuentro vespertino; y de haberlo hecho, tras sopesar la opción de callejear hasta la madrugada por una ciudad repleta de enfermeras por una parte, y los riesgos de la salida por otra, había decidido que no valía la pena desperdiciar la noche. Por mi parte, puedo asegurar que a mí no me supuso un contratiempo en absoluto.
—¿Cómo vamos a quedarnos acá, mi cabo —preguntó quejumbroso Cristino—, si tenemos luna llena?
—No jodas, chinaco. ¿Qué pinta acá la luna?
—Cómo se nota que es usted de secano, mi cabo. Nomás que con luna llena suben las mareas y se abren las almejas. Eso todos los que conocemos el océano lo sabemos.
—Tú estás mal de la cabeza, Cristino —acertó a responder el cabo Pascual—. No me carguen y quédense todos aquí quietecitos hasta mañana. Y las ansias de mariscar se las aguantan.
Maldita era la gana que yo tenía de abandonar el Zopilote y salir en busca de parranda existiendo la posibilidad de toparme con el sheriff; aunque más tarde todo saliese del revés, y cambiasen radicalmente tanto mis intenciones como la fuente de mis temores.
Traíamos la sangre en ebullición y la excitación propia de dos críos que acaban de hacer una trastada y escapan del lugar de sus fechorías. Aunque mi fechoría en El Paso no había sido, ni mucho menos, una chiquillada; y el oscuro presagio tras el encuentro con el sheriff tampoco era, precisamente, cosa de niños.
Una vez en la posada referimos lo sucedido al cabo, quien se mostró tan asombrado como yo, e incluso más preocupado, por la extraña presencia un sheriff estadounidense en pleno México.
Decretó el cabo Pascual que nadie abandonase la posada aquella noche, con lo que quienes habían planeado una salida en busca de farra la vieron repentinamente abortada, esfumándose la que iba a ser su única noche libre entre el ataque sobre Columbus y nuestra próxima partida en busca del arsenal de Bradley Morgan.
No sé cómo lo tomaría el resto, pues algunos como Cristino ya habían hecho cantidad de planes a la vista de lo bullicioso de la ciudad. No había aprendido nada de nuestro encuentro vespertino; y de haberlo hecho, tras sopesar la opción de callejear hasta la madrugada por una ciudad repleta de enfermeras por una parte, y los riesgos de la salida por otra, había decidido que no valía la pena desperdiciar la noche. Por mi parte, puedo asegurar que a mí no me supuso un contratiempo en absoluto.
—¿Cómo vamos a quedarnos acá, mi cabo —preguntó quejumbroso Cristino—, si tenemos luna llena?
—No jodas, chinaco. ¿Qué pinta acá la luna?
—Cómo se nota que es usted de secano, mi cabo. Nomás que con luna llena suben las mareas y se abren las almejas. Eso todos los que conocemos el océano lo sabemos.
—Tú estás mal de la cabeza, Cristino —acertó a responder el cabo Pascual—. No me carguen y quédense todos aquí quietecitos hasta mañana. Y las ansias de mariscar se las aguantan.
Maldita era la gana que yo tenía de abandonar el Zopilote y salir en busca de parranda existiendo la posibilidad de toparme con el sheriff; aunque más tarde todo saliese del revés, y cambiasen radicalmente tanto mis intenciones como la fuente de mis temores.
* * *
Caída ya la noche nos juntamos los catorce —pues Adelita y Rubén Lobo se sumaron de nuevo a nosotros para la cena— en la misma mesa del rincón en la que habíamos almorzado y que ya parecía reservada por el mesonero para los hombres de Villa. Todos bien aposentados junto al ventanal y justo frente a la tarima desde la que unos mariachis amenizaban la velada. Estábamos en guerra, sí, pero la música y el baile continuaban latiendo en la sangre de México. Y nosotros éramos México.
Después de cenar Adelita se excusó, como había hecho en la sobremesa, y dejó nuestra compañía para retirarse a su habitación del primer piso, junto a la sala de curas. Y es que ‹‹los heridos no conocen de horarios››, como ella dijo, y desde primera hora de la mañana al hospitalito irían llegando guerrilleros necesitados de sus cuidados y de los de sus compañeras. Eso si había suerte. No sería la primera noche que pasaba en vela atendiendo a algún paciente de urgencia. La muerte también reclama lo suyo de madrugada.
Una vez que la mítica Adelita nos dejó, sin la coacción de la presencia de una dama en nuestra mesa, la plática recobró sus cauces habituales: cabalgadas, tiros, tragos y ansias de libertad. Los indómitos cimientos de nuestra Revolución. Y también mujeres. Sobre todo mujeres.
No es de extrañar que entre semejantes composiciones siendo bañadas con abundante cerveza, la cosa se nos fuera yendo de las manos.
Al principio el posadero en persona era quien nos servía, confortado por la presencia en su establecimiento de las mentadísimas enfermeras y de un grupo de guerrilleros cuyo buen trato —como entonces nos confesó el cabo Pascual— había sido solicitado directamente por el general Villa.
Con esta carta de presentación, el dueño del local, gran simpatizante de los revolucionarios, se deshacía en atenciones hacia los comensales que habitábamos la mesa del rincón. Pero cuando dejamos de ser comensales y pusimos todo nuestro empeño en ser los mejores bebensales del local, el dueño se hartó un poquito de nosotros y mandó a una de las mozas a servirnos. La pobre cantinera no tuvo la suerte de encontrarnos tan sobrios ni tan caballerosos como lo habíamos sido con nuestra anterior compañía femenina, y aguantó brava todo lo que le llovió desde el rincón, acercándose hasta nuestra mesa cada vez que requeríamos de más chelas, cosa que ocurría con extraordinaria frecuencia.
Cuando dimos con las existencias de cerveza del local, y por no hacer de menos a las bebidas nacionales, también le pegamos un poco al pulque y al tequila. No fue a lo único a lo que se le pegó, porque en una de las visitas de la cantinera Carlitos el Macaco quiso palpar de qué estaban hechas las nalgas de la chava y se llevó una jugosa hostia en la cara de parte del cabo Pascual. Nuestro oficial, aún tomado hasta las trancas cómo íbamos los demás, no estaba por la labor de permitir que nos propasásemos con la cantinera; a pesar de que en ocasiones él también se dejaba llevar y la sobaba un poco, aunque fuese tan sólo de palabra.
Entre las lindezas que después de los primeros dos millones de tragos de tequila —quizás alguno menos— pudo escuchar la chava, el propio cabo la deleitó con un ‹‹dueña, te iba a comer el culo aunque lo tuvieses llenito de mierda.››
Supongo que al cabo le debió parecer haber sido de lo más romántico, porque cuando el gran Cristino —siempre tan poeta, el morro— le preguntó de seguido ‹‹¿me dejará rebañar las petacas después, mi cabo?››, el pobre se llevó otro lindo arreón. Que eso ya no debía resultarle al cabo nada poético.
Después el cabo Pascual se sentó de nuevo, tranquilo, y habló con la misma voz pausada con la que un padre reprende a su hijo. Haciéndose cruces de la paciencia que debía tener para controlar a sus alocados hombres y zanjando a su manera el incidente.
—Hablen bien hombre, hablen bien… que no cuesta una puta mierda.
Tan sólo el padre Blanco, por causa de su oficio o quizás de su educación —porque bien se sabe que estar a dieta no le impide a uno leer el menú—, y también el gringo, que casi no entendía el castellano, se mantenían al margen de tan excelsa poesía.
Y así, entre tragos, piropos, más tragos y canciones —los pobres mariachis que amenizaban la velada en la cantina del Zopilote acabaron hartándose de nuestras peticiones y de la insistencia de Cristino para que le dejasen cantar algo con ellos— se fue viniendo la madrugada, con el de Tijuana encaramado a la barra al ritmo de La barca de Guaymas. Es de justicia reconocer que no lo hacía mal del todo, al fin y al cabo, aunque no hubiese sobrado algo menos luctuoso.
Mucho tiempo después, tras muchas botellas más, y no pocos comentarios acerca de la belleza de aquellos ángeles que curaban nuestras heridas, en especial de nuestra invitada de cena Adelita, llegado el momento en que me di cuenta de que me costaba encontrármela para mear, me eché la del estribo, abandoné nuestra mesa y enfilé hacia el piso superior, más borracho que Huerta, en busca de la cama. Y juro que mi intención en ese momento era encontrarla yo solito.
Fueron una docena de gráciles pasos hasta el comienzo de las escaleras; recorrí el camino tan bizarra y desenvueltamente que apenas me llevé por delante cuatro sillas. En el momento en que el mundo se empinó ante mí, la cosa fue bastante peor.
Cuando la pierna derecha abandonó el contacto con el suelo en busca del primer escalón, la izquierda, agraviada por quedar sola en mi batalla con la gravedad por mantenerme erguido, dijo nones. Perdí mi precario equilibrio y me balanceé, venciéndome sin remedio ni reflejos hacia babor, donde la pared impactó contra mi brazo sano y evito la caída.
En mi siguiente intento de dar un paso y por no ser menos que su compañera, la pierna derecha flaqueó también. Pero yo, ágil e inteligente como un ánade cojo, había supuesto ya esta contingencia, y fueron mis manos las que frenaron el impacto, evitando que mi muy maltratado brazo derecho recibiera el impacto de la pared.
Con semejante elegancia, y en un tiempo récord de menos de cinco minutos, completé mi estética ascensión hasta el penúltimo escalón. Pero, oh, maravilla, por artificio de cualesquiera que sean las musas que pueblan el cerebro de un hombre tras su edad en vasos de tequila, aquel penúltimo escalón se convirtió repentinamente en el último. Cuando mi pie izquierdo volvió a alzarse para completar la ascensión, no encontró el apoyo esperado a la distancia deseada y pie, pierna, cintura y todo lo que había después, desde allí hasta mi crisma, acudimos raudos a la pétrea llamada del suelo.
Mis abotargados sentidos apenas sufrieron tras el impacto, y con la agilidad de una tortuga me rehíce en mi verticalidad perdida, con la mente aún puesta en botellas, canciones y en la belleza de las enfermeras; sobre todo en Adelita.
El alcohol había hecho bien su trabajo y, una vez erguido de nuevo, yo me encontraba bastante perdido en el amplio pasillo del primer piso, donde debían de andar reposando las enfermeras.
Lo crucé, y al llegar al final tuve que apoyarme de nuevo para no vencerme contra el suelo, esta vez contra la puerta de la sala de curas. Pero ésta estaba mal cerrada y cedió, cayendo yo trompicado hasta dentro, donde tropecé con algunos útiles metálicos que hicieron no poco ruido. Una vez salí del cuarto enfilé el resto del pasillo, alcanzando las escaleras que subían arriba, hacia mi cuarto, en el momento en el que sentí una mano en el trasero.
0 comentarios:
Publicar un comentario