Un cuento de la Revolución mexicana


«México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos»


Este antiguo dicho ha marcado la existencia de la nación mexicana desde la irrupción de sus vecinos como gran potencia mundial, pero entre campesinos, guerrilleros, soldados regulares y locos de todo tipo, esta cercanía –aprovechada siempre desde el norte para sus manejos y poco nobles intereses– podía en cualquier momento ser sinónimo de una venganza definitiva; y jamás México estuvo tan cerca de los gringos como en la madrugada del 9 de marzo de 1916, cuando Pancho Villa echó a rodar esta historia.


IV. Amor de madre (5/5)


Se volvió loca, y he de reconocer que me dio verdadero miedo. Si por cualquier razón necesitan ustedes reprimir una erección, les aconsejo este método. Ni agua fría, ni relajación, ni nada. Miedo. Cuando tienes verdadero pavor no te la levanta ni un regimiento de cabareteras.

No me resulta costoso aceptar que cuando la moza se puso pendeja me cagué —por los pelos no literalmente— y huí. Yo, alguien a quien se le debía considerar un valiente guerrillero de la Revolución, saliendo por patas delante de una güerita desarmada. Pero el miedo es libre, y no se demuestra la valentía en un combate o en un asalto, pues en el momento de plena acción todo el mundo tiene miedo. Y es este miedo el que te ayuda a poder contarlo y a tener la oportunidad de volver a pasar miedo en una fecha posterior. La valentía se demuestra cuando, lejos del campo de batalla, del asalto o de la emboscada, tu sargento pide hombres con arrestos para sumarse a ella y tú lo haces, y te apuntas al juego que puede que acabe en una muerte que en esos momentos te pilla realmente distante. Después, entre el olor de la pólvora y el fragor de las balas y los cañonazos todos tienen —tenemos— miedo.

En aquel momento no había cañones ni rifles, pero creo que el más valiente se hubiese arredrado. Cuando instantes después de abrir la puerta de la alcoba, la dulce señorita sobre cuyos encantos habíamos bromeado Cristino y yo por la tarde en el mercado fue plenamente consciente de lo que allí estaba ocurriendo, de su rostro se borró toda dulzura y sus facciones se volvieron duras y peligrosas como las de una pantera herida.

Su gesto era tan aterrador, tan despiadadamente asesino, que aún hoy creo no equivocarme mucho si afirmo que de echarme el guante allí, mientras yacía junto a su madre, me hubiera desollado con gran deleite. Allí no había ningún sargento reclutando, así que bien estaba el acojonarse un poco.

Cuando Satanás disfrazado de güerita se abalanzó sobre la cama para sacarme el corazón y comérselo —o quizás hacerme algo peor—, pegué un salto hasta la puerta y salí zumbando de allí, escaleras abajo, hacia el comedor y después hacia la calle. Y corrí. Corrí como un cobarde, sí, pero un cobarde entero. Con los pantalones a medio subir y la bandera ya a media hasta, como fiel reflejo del fúnebre destino que me habría esperado de caer en manos de la joven gringa.

* * *

Desarmado como estaba no era muy aconsejable volver al Zopilote ni andar vagando en la madrugada como gato callejero, y poco a poco me fui llegando hasta donde estaban Pancho Villa y los demás, junto al silo.

Al pasar junto a la plazuela de la iglesia me extrañó escuchar un ruido a lo lejos. Parecía gente en marcha, una especie de romería o procesión, pero ninguno de nosotros tenía noticias de que semejante acontecimiento se estuviese celebrando en El Valle por aquellas fechas. Al fin, cuando dejé atrás los muros de la iglesia y pude ver campo abierto, divisé a lo lejos el acontecimiento del que procedían aquellos ruidos.

En efecto se trataba de una procesión, pero en lugar de beatos paseando vírgenes o santos, eran hombres de uniforme sacando a procesionar media docena de cañones, que conducían en sigilosa marcha hacia el este de la ciudad, rumbo a la arboleda que se alzaba a una legua del silo.

Como los gringos se encontraban demasiado lejos de El Valle para habernos dado alcance en las escasas horas que llevábamos asentados allá y entre la columna de los cañones se distinguían los tonos ocres de los uniformes, había que desechar la posibilidad de que fuesen los hombres de Pershing.

Se trataba de constitucionalistas, soldados de Carranza que se querían unir a la caza. Y en aquella fecha y en aquella ciudad de El Valle, la única veda que quedaba abierta era la del guerrillero, por lo que tan sólo había una pieza que cazar: el general Francisco Villa. Puritita caza mayor.

Salí corriendo como un gamo hacia el silo, y una vez allá pude contar a nuestra gente todo lo que acababa de ver, sin ob-viar detalle alguno; desde la sospechosa presencia vespertina de un sheriff norteamericano en el mercado hasta la espectral aparición nocturna de una columna de constitucionalistas con seis cañones.

Las tornas parecía que cambiaban, y no para bien, precisamente. Villa, temiendo que un asalto constitucionalista a la ciudad le hiciese perder a su rehén gringo, quiso tener de nuevo a los doce del arsenal consigo, así que mandó traer hasta el silo a mis compañeros y a Holmock. Consideró demasiado peligroso que me acercase de nuevo a la posada, por lo que envió a otros hombres a buscarlos mientras yo descansaba, totalmente sobrio ya después de los últimos sobresaltos, junto a la tropa del silo.

No acabaron ahí las labores de Villa durante aquella madrugada. Tras enterarse gracias a mi apresurado relato de que el sheriff de El Paso estaba en la ciudad, a su alcance, me juró que lo mataría con sus propias manos, como reparación a lo que el gringo les había hecho a mis compañeros y a su apreciado capitán Tenorio.

—Que ese bastardo disfrute del alba que viene, porque nomás va a tener esta quitado de la pena, y de inquietud le quedan las pocas que haya hasta que estas manos lo echen al pico.

* * *

Yo jamás volví al Zopilote. Ni aquella madrugada, ni nunca. Antes del amanecer mis compañeros ya habían sido devueltos a la unidad del silo por la patrulla que el general mandara en su busca. Ninguno de nosotros se arrimó más por la posada. Todos los apóstoles perdimos nuestras prebendas, y yo la bendición de que calmaran convenientemente el dolor de mi brazo quemado. Pero sobre todo perdimos para siempre la posibilidad de tratar con aquellas lindas mozas de la capital, valientes combatientes, guerrilleras a su manera, entre las que la propia Adelita acabaría sobresaliendo, convirtiéndose, gracias a leyendas y corridos, en un personaje de la Revolución tan famoso como los propios generales que en ella combatieron.

Y hablando de corridos, años después, el sin par Cristino cumplió al fin su sueño de formar una banda, y quiso que la gente recordase aquella historia de los tiempos de la Revolución, componiendo con ella uno de los más famosos que durante años se interpretaron en todo México:

Dos decenas más uno
por la migra detenidos;
era marzo, fue en El Paso,
y allá los quemaron vivos.

Queman sus cuerpos,
prende su carne,
pero lo que arde
es su dignidad.

Tomándole su pistola
le dio un tiro y despachó
desnudo al yerno del sheriff
y a México se escapó.

Éste era Luciano Fuego
y algunos días después
volvió a topar con el sheriff
y yo se lo narraré.

El sheriff fue con su hijita,
a El Valle para vengarlo.
Lo hallaron en el mercado
mas no pudieron cazarlo.

Olvidando el mal encuentro
fue a dormir a la posada,
pero antes de ir al jergón
le dio al zumo de cebada.

Borracho como una cuba
conoció a una gentil dama,
resbalosa, y de la mano
fueron a probar la cama.

Pero en mitad de la prueba
alguien sorprendió la acción:
era la hija del sheriff
y de la dama en cuestión.

Enloqueció la güerita
y embistió como un torito
cuando vio a Luciano Fuego
haciéndole un hermanito.

‹‹Con mi madre, ¡miserable!
Mandaste a mi hombre a la tumba
y ahora te vengo a encontrar
hurgando en sus catacumbas.››

La noche antes de cavarle
la tumba al general Villa
Luciano Fuego cavó
en el coño de una gringa.


Siempre le agradecí tal honor a Cristino, quien siguió componiendo y añadiendo a estos versos, más o menos verdaderos, algunos otros que resultaron muy fantasiosos, como se suele hacer en algunos corridos para exaltar más aún a la persona cuya historia se cuenta. Tuvo el detalle de obviar que salí corriendo de las garras de una linda güerita, pues aquello no me daba mucho aire de héroe. Así pues, como todo lo demás en esta historia es verdadero, y por no parecer ególatra, iré directamente a por la última de las estrofas de estos Días de Fuego —pues así fue como Cristino, el mariachi más obsceno que pudiera conocerse, bautizó mi corrido—, y que, sobre el fondo de las trompetas de su banda, podía oírse así:

En las sierras y desiertos
a los gringos combatió
pero fue en aquella alcoba
donde mejor los jodió.

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