Todo esto sucedió mientras yo estaba aún en la planta más alta, inspeccionando. Fui abriendo las puertas una a una y disparando sobre cada habitación a diestro y siniestro, como antes había hecho Kiche en el pasillo. Después de comprobar que un cuarto estaba vacío, volvía a cargar las armas y repetía la misma operación en el siguiente. Así lo hice en las tres habitaciones superiores, hasta comprobar que estaba completamente solo allá arriba.
Pero en la planta intermedia sí que había un gringo apostado en la ventana, y tras oír a sus compañeros dar la voz de alerta anteriormente, mis disparos contra la nada en la planta superior le resultaron sospechosos. Gran deducción, por cierto. Si hay mexicanos en el hotel y como no acostumbramos a agujerearnos a tiros entre nosotros, pensaría, si se oyen tiros en la planta superior quiere decir que hay mexicanos en la planta superior. Cogito ergo sum. Padrísimo el silogismo del gringo, como aquel otro que dice que si la lana no pesa, y las calzas son de lana, cuando éstas pesan es que te has cagado.
Y en lo más barrido me jiñé cuando, tras su excepcional demostración de deducción lógica, el muy cabrón subió las escaleras y apareció en el pasillo en el preciso instante en que yo salía de la última de las habitaciones, la más cercana a la puerta de la escalera exterior por la que habíamos entrado, tras comprobar que no quedaba nadie en aquella planta. Me pilló desprevenido —gran error, porque de haber estado atento le hubiera podido dejar seco en el mismo sitio que ocupaba su colega de la ventana— y tuve suerte de que errase su primer disparo, lanzándome de un salto al interior de la habitación. Eché rápidamente mano de la bolsa que llevaba colgada en bandolera para ver la munición de que disponía, porque con el gringo en el pasillo salir de allí iba a resultar algo complicado. Y como los de enfrente no fuesen comiéndose poco a poco a la gente que disparaba desde abajo, racionar las balas iba a ser más que necesario.
Acababa de comprobar que disponía aún de una importante cantidad de munición cuando el del pasillo se vino como un loco a por mí. Yo había previsto un tiroteo, como los que se ven en el cine, desde un lado al otro del pasillo, en espera de que alguno de los dos —preferiblemente yo— tuviese la suficiente suerte como para hacer buena puntería sin asomar la cabeza. Pero el filósofo del demonio no debía de haber visto demasiadas películas del Salvaje Oeste —creo que yo no había visto ninguna por aquel entonces, y es que estamos hablando de hace demasiados años: una época en la que los cines no estaban todavía nada extendidos y en la que incluso el gran John Wayne debía de andar aún buscándose pelos en los huevecillos— y desechó rápidamente aquella opción, lanzándose como un león hacia la puerta de mi habitación.
Descargó su pistola contra mí y apenas tuve tiempo de ocultarme detrás de la gran cama para evitar sus balas, que impactaron en el punto en el que yo estaba antes, desgarrando las mantas y reventando el colchón. Estaba tumbado sobre la tarima en el lado de la cama opuesto al pistolero, cubriéndome la cabeza con las manos —inútil gesto ante tal rociada de balas—, cuando las plumas del jergón comenzaron a enloquecer en el aire, movidas por la brisa exterior. Entonces reparé en la ventana abierta.
Pero en la planta intermedia sí que había un gringo apostado en la ventana, y tras oír a sus compañeros dar la voz de alerta anteriormente, mis disparos contra la nada en la planta superior le resultaron sospechosos. Gran deducción, por cierto. Si hay mexicanos en el hotel y como no acostumbramos a agujerearnos a tiros entre nosotros, pensaría, si se oyen tiros en la planta superior quiere decir que hay mexicanos en la planta superior. Cogito ergo sum. Padrísimo el silogismo del gringo, como aquel otro que dice que si la lana no pesa, y las calzas son de lana, cuando éstas pesan es que te has cagado.
Y en lo más barrido me jiñé cuando, tras su excepcional demostración de deducción lógica, el muy cabrón subió las escaleras y apareció en el pasillo en el preciso instante en que yo salía de la última de las habitaciones, la más cercana a la puerta de la escalera exterior por la que habíamos entrado, tras comprobar que no quedaba nadie en aquella planta. Me pilló desprevenido —gran error, porque de haber estado atento le hubiera podido dejar seco en el mismo sitio que ocupaba su colega de la ventana— y tuve suerte de que errase su primer disparo, lanzándome de un salto al interior de la habitación. Eché rápidamente mano de la bolsa que llevaba colgada en bandolera para ver la munición de que disponía, porque con el gringo en el pasillo salir de allí iba a resultar algo complicado. Y como los de enfrente no fuesen comiéndose poco a poco a la gente que disparaba desde abajo, racionar las balas iba a ser más que necesario.
Acababa de comprobar que disponía aún de una importante cantidad de munición cuando el del pasillo se vino como un loco a por mí. Yo había previsto un tiroteo, como los que se ven en el cine, desde un lado al otro del pasillo, en espera de que alguno de los dos —preferiblemente yo— tuviese la suficiente suerte como para hacer buena puntería sin asomar la cabeza. Pero el filósofo del demonio no debía de haber visto demasiadas películas del Salvaje Oeste —creo que yo no había visto ninguna por aquel entonces, y es que estamos hablando de hace demasiados años: una época en la que los cines no estaban todavía nada extendidos y en la que incluso el gran John Wayne debía de andar aún buscándose pelos en los huevecillos— y desechó rápidamente aquella opción, lanzándose como un león hacia la puerta de mi habitación.
Descargó su pistola contra mí y apenas tuve tiempo de ocultarme detrás de la gran cama para evitar sus balas, que impactaron en el punto en el que yo estaba antes, desgarrando las mantas y reventando el colchón. Estaba tumbado sobre la tarima en el lado de la cama opuesto al pistolero, cubriéndome la cabeza con las manos —inútil gesto ante tal rociada de balas—, cuando las plumas del jergón comenzaron a enloquecer en el aire, movidas por la brisa exterior. Entonces reparé en la ventana abierta.
* * *
Con la fiesta dentro del Hoover en su máximo apogeo, del otro lado del pueblecito la masacre había remitido, o al menos no eran sólo los mexicanos los que recibían, y es que, tras el desconcierto de la violenta explosión, el general Villa se lanzó con sus hombres hacia el campamento, hostigando a los gringos. Mientras, quienes quedaban vivos entre los de Pablo López continuaban su lucha, de nuevo sin refuerzos, en la zona de la estación. Y de esta manera, a la espera de que los dos toques de corneta llamasen a retirada, continuaron batiéndose los dos grupos; ya mucho más aliviados de la presión de los gringos, pues éstos ponían todos sus empeños en evitar que el fuego de la explosión se propagase por otros almacenes de pólvora.
Precisamente esta ausencia de Villa en la estación durante aquellos momentos del combate sirve para desmontar otro de los mitos que sobre él se crearon, que es el que concierne al reloj de la estación de Columbus. Aún hoy los gringos mantienen como pieza de museo el desvencijado reloj, detenido en la hora que señala el momento álgido de nuestro ataque sobre Columbus, e indican que fue el propio Pancho Villa quien le dio aquel disparo para dejar constancia de la hora en que invadió los Estados Unidos, atribuyéndole un punto de egocentrismo del que carecía el general. Hubo un momento en el que a los gringos les faltó asegurar que Villa tenía cuernos y cola de demonio, o que almorzaba corazones de niños, porque de todo dijeron acerca de su persona, olvidando que fueron ellos mismos quienes años antes solicitaban su presencia en los Estados Unidos, pedían permiso para filmarlo o se retrataban gustosos con él. Crearon incluso un parque que lleva su nombre, el Pancho Villa State Park, mancillando con ello la memoria del gran líder de la División del Norte mucho más de lo que lo hicieron con tantas calumnias inventadas e historias de medias verdades.
* * *
Para dejar de lado medias verdades o mentiras enteras y retomar mi relato con sucesos plenamente veraces, volveré, de nuevo y definitivamente, hasta la última planta del hotel Hoover.
Desde mi posición, acurrucado entre la ventana y la cama, agarré ésta por la traviesa que unía las dos patas de aquel lado y la levanté de costado, arrojándola contra el hombre que acababa de disparar contra el colchón —contra mí reventando el colchón sería más correcto—, que se la vio venir encima de improviso. Libre por unos momentos del alcance de su arma me puse en pie y salté por la ventana abierta que daba a la azotea de la casa roja. Una vez fuera rodé tratando de acercarme lo más posible a la pared del hotel, intentando no ser un blanco fácil cuando los disparos comenzasen a sonar a través de la ventana por la que acababa de volar. Rodar por el suelo me magulló el brazo izquierdo, que aún estaba muy dañado de las llamas de tres días antes en El Paso, a pesar de la ayuda de Kiche en el cerro y de las vendas nuevas que me habían puesto en nuestro campamento la tarde anterior. Pero estas magulladuras no fueron nada comparadas con el dolor que me produje cuando, a trompicones, me recosté sobre la pared del hotel. El violento roce contra su rugosa superficie hizo que las heridas se me abrieran de nuevo; la sangre emergió, cadenciosa y tibia, y pude sentir un ardiente aguijonazo recorriendo mi supurante brazo izquierdo. Me tambaleé, ciego de dolor, hasta la cubierta del tejadillo que delimitaba la parte trasera de la azotea y me dejé caer sobre ella, prácticamente inconsciente, con la certeza de que en cuanto asomase por la ventana el gringo con el que me había tiroteado en la habitación todo se acabaría. Y no me parecía mal asunto, porque el dolor de mi brazo desgarrado y sangrante me llevaba directo al delirio. Intenté con un último esfuerzo auparme hasta el tejadillo pero nada más poner el costado derecho encima de la chapa ésta cedió y caí, primero rebotando sobre unas vigas de madera que lo sujetaban y después sobre algo más blando que amortiguó la caída, probablemente un gran saco.
* * *
No recuerdo nada más después de la caída, así que he de creer lo que Pan y Kiche me contaron después, cuando recobré el conocimiento ya del otro lado de la raya, en México.
Después de que cayera el brasero por la patada del gringo de la camisa de seda, una de las mesas camilla prendió y el susodicho aprovechó el momento para ocultarse junto a la puerta del patio. Desde allí, y mientras el fuego crecía, mantenía alejados a Pan y Kiche a base de disparos, hasta que una de las cortinas, que se había prendido con las llamas que emergían del brasero y que a estas alturas ya devoraban a buen ritmo el supuesto libro de registros, cayó entre los dos villistas y el gringo, y éste salió corriendo al patio. Cuando lograron atravesar la, nunca mejor dicho, cortina de fuego, Pan y mi buen amigo Kiche detuvieron su carrera, perplejos, nada más entrar en el patio. Allí, entre vigas de madera, y chapas corroídas, alumbrado por la luz del incendio que se llevaba ya toda la planta baja del hotel, estaba yo, inconsciente, tumbado sobre el cuerpo del gringo, que yacía también bastante grogui tras caerle a plomo setenta kilos de revolucionario desde un tejado. Bendito saco.
Rápidamente nos cargaron a ambos a hombros y caminaron por el patio hacia el callejón de la pared norte del hotel. Nos montaron sobre sus dos caballos, tomaron a mi yegua por las riendas y fueron a buscar al coronel.
Candelario Cervantes observó al gringo que Kiche había dejado caer ante sus pies, frunciendo el ceño.
—Éste no es Morgan —dijo.
Pan y el indio se quedaron petrificados. Ambos se hubieran jugado una mano a que a esas alturas no quedaba ningún otro gringo vivo en el hotel. Si yo hubiese estado en condiciones de intervenir, les habría hablado del tipo que me obligó a volar a través de la ventana, pero las carnes abiertas del brazo y el coscorrón me inducían más a la siesta que a andar aportando datos.
Datos que, por cierto, poco importaban al coronel. Cervantes pareció leer sus pensamientos al observar sus rostros, pero en lugar de montar en cólera esbozó una sorprendente sonrisa de conformidad que ninguno de los otros dos alcanzó a comprender en aquel momento.
Candelario Cervantes estaba exultante. Había identificando inequívocamente al tipo inconsciente como Arthur Holmock, el socio del contrabandista Bradley Morgan, y con eso le bastaba.
Sacó la corneta y dio dos toques.
Así fue como acabó el asalto a Columbus, la única invasión continental de los Estados Unidos durante dos siglos, de la que volví inconsciente trotando sobre Kalinka, perdiéndome lo que cuentan fue gran espectáculo digno de observar: como las llamas del brasero que se había llevado para siempre el mapa con el escondite de nuestras armas y que se habían propagado por mesas y cortinas del hotel se extendían de casa en casa, convirtiendo Columbus en una enorme tea.