A la tropa que buscaba a Villa y a sus bandidos —o sea, a mí y a mis compañeros—, la llamaron Punitive Expedition, es decir, Expedición Punitiva, y fue la última gran operación de guerra llevada a cabo por la caballería en toda la Historia; y eso, hablando de miles de años en los que la humanidad se había aplastado bajo pezuñas de caballos, era un punto importante.
Posteriormente las guerras se librarían con vehículos y ca-rros de combate que no se cansaban como las monturas, y eran mucho más rápidos y resistentes que éstas; o incluso dominan-do los aires cuando se generalizó el uso de la aviación. Quedaría entonces la caballería relegada al recuerdo de momentos épicos de la Historia, desde las Navas hasta Austerlitz, pero entonces, y a pesar de que los gringos poseían gran número de vehículos motorizados, aún debían de confiar ante todo en sus divisiones montadas.
Como ya he comentado, desde la Casa Blanca pusieron al frente de la Expedición Punitiva al general Pershing, el mismo hombre que después sería el jefe supremo de su ejército en las llanuras europeas durante la Gran Guerra, demostrando así lo que ya dije antes, que el solar mexicano fue sin duda el mejor marco de pruebas posibles para probar la potencia armamentística gringa; de ahí que resulte sencillo especular sobre si desde arriba los gringos consintieron o no nuestro ataque —sin mirar a nadie, señor Woodrow.
Aunque aquella primera noche fuera un completo desconocido, nuestro cercano y nada deseado trato posterior con sus chicos, hizo que acabáramos conociendo al jefe gringo como si de un íntimo se tratara.
El brigadier general John Pershing, apodado Black Jack por razones que nunca llegué a conocer a ciencia cierta, quizás porque le tenía afición al famoso juego de las veintiuna con el que los soldados gringos solían jugarse hasta a sus padres —el que lo conocía—, era un hombre fornido, con los cabellos blancos y un poblado bigote también cano que competía en claridad con sus grises ojos. Era de una estatura similar a la de nuestro general Villa, como puede apreciarse en muchas de las fotografías que a ambos les tomaron juntos cuando al profesional estadounidense aún no le habían encargado matar al guerrillero mexicano. Guerrillero al que los gringos rieron las gracias mientras creyeron que podrían sacar tajada de su estrella revolucionaria, pero del que se distanciaron cuando vieron que eran sus enemigos los que controlaban México, a quien calumniaron llamando bandido al tiempo que maniobraban a favor de Carranza y Obregón, y al que representaron como personificación del Maligno después de lo de Columbus. Ese mismo al que, en aquellos días de los que les hablo, le tenían preparada una soga del mejor esparto de Tennessee para tomarle con ella la medida de una corbata en cuanto que Pershing lo agarrara. Porque lo de cazar a un bandolero sería cosa tirada para un militar de las aptitudes de Black Jack: grandes dotes de mando, excepcionales conocimientos tácticos, etcétera.
Además de todo eso, pensaban desde Washington, Pershing era un veterano de las guerras contra los rebeldes filipinos, y su experiencia combatiendo guerrilleros sin duda daría al imbatible ejército estadounidense un sinnúmero de ventajas, ya que precisamente en eso habría de convertirse aquella invasión; aunque el modo en que la planearon durante aquellas horas posteriores a nuestra incursión distaba mucho de una guerra de guerrillas.
Mientras Villa y nuestros demás altos mandos conversaban fuera, nosotros dimos con la cena, sin preocuparnos en exceso de lo que se nos venía encima. Porque si hubiésemos conocido detalles de la operación que los gringos estaban montando para agarrar a Villa, nos hubiésemos puesto a cubierto. Que iba a llover.
Pancho Villa, protegido con su gran sombrero charro como único paraguas ante tal amenaza de tormenta, volvió a la sala en la que habíamos tomado la cena y se sumió en una animada plática con el sargento, de nuevo con una sonrisa en la boca. ¿Qué podría intimidar a aquel hombre si el ejército estadounidense oliéndole el culo era incapaz de borrarle la sonrisa de los labios?
—Venga sargento, acompáñeme. Le prometí presentarle a los hombres. Ellos serán los que nos traigan las armas para derrotar a los gringos.
Villa se acercó a nuestra mesa y comenzó a dar nuestros nombres al sargento y al resto de sus oficiales. Comenzó por el cabo Pascual, siguió por el cura, Sanpablo y los otros, hasta acabar con mi nombre.
—Tenía pensado enviar al mando de estos hombres a un oficial —los mandos allí presentes se miraron entre ellos—, pero la nueva situación aconseja que ustedes se queden conmigo —volvieron a mirarse, ignoro si más relajados—. Así que serán once los que vayan a buscar nuestras armas y municiones… Bueno, serán doce, porque llevarán consigo al gringo, lógicamente.
En esos momentos Holmock descansaba vigilado en su piltra, ignorante de cuántos nuevos amigos acababa de hacer.
—Es un buen número doce, y llevando con ustedes un sa-cerdote y un santo —todos miramos a Sanpablo, y éste rió— no me cabe duda de que he elegido unos buenos apóstoles.
Estaba de buen humor el general, sin duda, y en aquel caso la metáfora era sumamente acertada, porque, aparte del hecho de ser una docena y de curas y santos, éramos conscientes de que también llevábamos con nosotros al indispensable miembro de la familia iscariota: mister Arthur Holmock.
Pancho Villa se levantó entonces, dispuesto a abandonar la estancia. Justo bajo el quicio, antes de salir, se volvió y nos dijo:
—Disfruten de su última cena, mis apóstoles.
Los de la mesa apartada nos miramos, inquietos, y Villa continuó, a modo de chanza.
—La última en este rancho, por supuesto, porque no quiero que ninguno de ustedes se me muera hasta que me traiga las dichosas armas. ¡Es una orden!
Y la gente rió de nuevo.
—Por cierto —culminó el general— partiremos rumbo a El Valle mañana al alba, así que no se me jalen mucho. Hoy no se pasen con el tequila.
Diez mil gringos comenzarían a penetrar en México dos días después, a mediodía del 15 de marzo. La mayoría de ellos entró en la primera oleada que se llevó a cabo durante esas primeras fechas que siguieron a nuestra incursión; enormes contingentes de caballería, apoyados por decenas de carros, blindados y toda la fuerza aérea estadounidense que constaba, allá por marzo del dieciséis, de —pásmense— tres centenares de aviones. Todo ello suponía un gasto mensual que ascendía a la nada despreciable cantidad de quince millones de dólares de la época, invertidos con el único objetivo de agarrar por las pelotas al único loco que había tenido jamás la ocurrencia de invadir suelo gringo, un tal Doroteo Arango, también llamado Francisco Villa, Padre de la Revolución y general de la División del Norte.
Posteriormente las guerras se librarían con vehículos y ca-rros de combate que no se cansaban como las monturas, y eran mucho más rápidos y resistentes que éstas; o incluso dominan-do los aires cuando se generalizó el uso de la aviación. Quedaría entonces la caballería relegada al recuerdo de momentos épicos de la Historia, desde las Navas hasta Austerlitz, pero entonces, y a pesar de que los gringos poseían gran número de vehículos motorizados, aún debían de confiar ante todo en sus divisiones montadas.
Como ya he comentado, desde la Casa Blanca pusieron al frente de la Expedición Punitiva al general Pershing, el mismo hombre que después sería el jefe supremo de su ejército en las llanuras europeas durante la Gran Guerra, demostrando así lo que ya dije antes, que el solar mexicano fue sin duda el mejor marco de pruebas posibles para probar la potencia armamentística gringa; de ahí que resulte sencillo especular sobre si desde arriba los gringos consintieron o no nuestro ataque —sin mirar a nadie, señor Woodrow.
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Aunque aquella primera noche fuera un completo desconocido, nuestro cercano y nada deseado trato posterior con sus chicos, hizo que acabáramos conociendo al jefe gringo como si de un íntimo se tratara.
El brigadier general John Pershing, apodado Black Jack por razones que nunca llegué a conocer a ciencia cierta, quizás porque le tenía afición al famoso juego de las veintiuna con el que los soldados gringos solían jugarse hasta a sus padres —el que lo conocía—, era un hombre fornido, con los cabellos blancos y un poblado bigote también cano que competía en claridad con sus grises ojos. Era de una estatura similar a la de nuestro general Villa, como puede apreciarse en muchas de las fotografías que a ambos les tomaron juntos cuando al profesional estadounidense aún no le habían encargado matar al guerrillero mexicano. Guerrillero al que los gringos rieron las gracias mientras creyeron que podrían sacar tajada de su estrella revolucionaria, pero del que se distanciaron cuando vieron que eran sus enemigos los que controlaban México, a quien calumniaron llamando bandido al tiempo que maniobraban a favor de Carranza y Obregón, y al que representaron como personificación del Maligno después de lo de Columbus. Ese mismo al que, en aquellos días de los que les hablo, le tenían preparada una soga del mejor esparto de Tennessee para tomarle con ella la medida de una corbata en cuanto que Pershing lo agarrara. Porque lo de cazar a un bandolero sería cosa tirada para un militar de las aptitudes de Black Jack: grandes dotes de mando, excepcionales conocimientos tácticos, etcétera.
Además de todo eso, pensaban desde Washington, Pershing era un veterano de las guerras contra los rebeldes filipinos, y su experiencia combatiendo guerrilleros sin duda daría al imbatible ejército estadounidense un sinnúmero de ventajas, ya que precisamente en eso habría de convertirse aquella invasión; aunque el modo en que la planearon durante aquellas horas posteriores a nuestra incursión distaba mucho de una guerra de guerrillas.
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Mientras Villa y nuestros demás altos mandos conversaban fuera, nosotros dimos con la cena, sin preocuparnos en exceso de lo que se nos venía encima. Porque si hubiésemos conocido detalles de la operación que los gringos estaban montando para agarrar a Villa, nos hubiésemos puesto a cubierto. Que iba a llover.
Pancho Villa, protegido con su gran sombrero charro como único paraguas ante tal amenaza de tormenta, volvió a la sala en la que habíamos tomado la cena y se sumió en una animada plática con el sargento, de nuevo con una sonrisa en la boca. ¿Qué podría intimidar a aquel hombre si el ejército estadounidense oliéndole el culo era incapaz de borrarle la sonrisa de los labios?
—Venga sargento, acompáñeme. Le prometí presentarle a los hombres. Ellos serán los que nos traigan las armas para derrotar a los gringos.
Villa se acercó a nuestra mesa y comenzó a dar nuestros nombres al sargento y al resto de sus oficiales. Comenzó por el cabo Pascual, siguió por el cura, Sanpablo y los otros, hasta acabar con mi nombre.
—Tenía pensado enviar al mando de estos hombres a un oficial —los mandos allí presentes se miraron entre ellos—, pero la nueva situación aconseja que ustedes se queden conmigo —volvieron a mirarse, ignoro si más relajados—. Así que serán once los que vayan a buscar nuestras armas y municiones… Bueno, serán doce, porque llevarán consigo al gringo, lógicamente.
En esos momentos Holmock descansaba vigilado en su piltra, ignorante de cuántos nuevos amigos acababa de hacer.
—Es un buen número doce, y llevando con ustedes un sa-cerdote y un santo —todos miramos a Sanpablo, y éste rió— no me cabe duda de que he elegido unos buenos apóstoles.
Estaba de buen humor el general, sin duda, y en aquel caso la metáfora era sumamente acertada, porque, aparte del hecho de ser una docena y de curas y santos, éramos conscientes de que también llevábamos con nosotros al indispensable miembro de la familia iscariota: mister Arthur Holmock.
Pancho Villa se levantó entonces, dispuesto a abandonar la estancia. Justo bajo el quicio, antes de salir, se volvió y nos dijo:
—Disfruten de su última cena, mis apóstoles.
Los de la mesa apartada nos miramos, inquietos, y Villa continuó, a modo de chanza.
—La última en este rancho, por supuesto, porque no quiero que ninguno de ustedes se me muera hasta que me traiga las dichosas armas. ¡Es una orden!
Y la gente rió de nuevo.
—Por cierto —culminó el general— partiremos rumbo a El Valle mañana al alba, así que no se me jalen mucho. Hoy no se pasen con el tequila.
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Diez mil gringos comenzarían a penetrar en México dos días después, a mediodía del 15 de marzo. La mayoría de ellos entró en la primera oleada que se llevó a cabo durante esas primeras fechas que siguieron a nuestra incursión; enormes contingentes de caballería, apoyados por decenas de carros, blindados y toda la fuerza aérea estadounidense que constaba, allá por marzo del dieciséis, de —pásmense— tres centenares de aviones. Todo ello suponía un gasto mensual que ascendía a la nada despreciable cantidad de quince millones de dólares de la época, invertidos con el único objetivo de agarrar por las pelotas al único loco que había tenido jamás la ocurrencia de invadir suelo gringo, un tal Doroteo Arango, también llamado Francisco Villa, Padre de la Revolución y general de la División del Norte.