Hizo ademán de buscar su arma, pero la escolta de Villa, Rufo Arce al frente, ya había desenfundado, y Caballero decidió escapar.
Salió a la carrera de entre sus hombres y se dirigió hacia una vieja caseta que los carrancistas habían acondicionado como establo durante la noche.
Corría hacia las caballerizas, volviéndose frecuentemente hacia la arboleda y descargando su pistola hacia allí, entre blasfemias e imprecaciones. Sus hombres no le disparaban, ya fuera por respeto, temor o lealtad hacia aquel hombre que hasta hacía apenas un instante les había mandado y ante el que la tropa, siguiendo a sus mandos intermedios, se había revelado. Algunos de ellos incluso parecían dudar acerca de qué camino tomar; si sumarse al motín de los sargentos o seguir a su capitán en su huída hacia las caballerizas.
Los acompañantes de Villa, Rufo Arce y los otros seis, imitaron el proceder de los amotinados, y no pegaron ni un solo tiro; temerosos de crear problemas con sus nuevos aliados y que la cosa terminase con los carrancistas retractándose en lu-gar de con la única huída de un oficial iracundo.
A pesar de ello, los disparos de Caballero llegaban hasta nuestras posiciones al otro lado del sembrado, y con ellos una inquietud que se apoderó de todos nosotros, que nos mostrábamos cada vez más decididos a lanzarnos al ataque contra la arboleda para rescatar al general, romper el cerco, o, simplemente, morir matando.
Afortunadamente no fue así, y los oficiales mantuvieron sus puestos, siguiendo las órdenes que Villa les había dado y conteniéndonos de este modo al resto.
Del otro lado, entre gritos y menciones a las madres de todos sus oficiales, Caballero alcanzó los establos.
—¡Les voy a traer acá a todo el ejército de México, traidores hijos de la gran chingada!
El capitán Caballero temblaba, ciego de rabia, cuando cerró tras de sí el cochambroso portón del cuchitril que cobijaba a su caballo, la vetusta caseta de caminero que se alzaba en el límite del bosquecillo.
Se detuvo y observó la arboleda por un hueco entre la tablazón. Algunos hombres habían abandonado a Villa y venían hacia donde él se encontraba.
Disparó hacia ellos. Las balas resonaron con fuerza en el interior del establo y se perdieron entre los árboles sin encontrar su objetivo. De inmediato se volvió de nuevo hacia los caballos, dispuesto definitivamente a huir, abandonando allá a los hombres sobre los que hasta hacía bien poco mandaba.
Estaba tan fuera de sí que tropezó y cayó de bruces sobre la paja que alfombraba el suelo del improvisado establo, apoyando las manos sobre la linda boñiga de un caballo que descansaba tranquilo en la sombría cuadra hasta el momento en que el capitán constitucionalista había irrumpido en ella.
Aún en el suelo, giró sobre su costado izquierdo, trabándose con las patas de un animal. Olvidando por un momento quienes iban tras él, fijó su vista en las palmas de sus manos, ahora calientes del contacto con las heces recién servidas.
A pesar de que fue tan sólo un instante el que su cabeza estuvo ocupada con tan apestoso asunto que se traía entre manos, jamás volvió a poner sus pensamientos en sus perseguidores. Una yegua, asustada por los disparos que acababan de resonar en la vieja caseta, y descentrada por la repentina entrada de luz exterior que había roto su penumbra, se encabritó, alzándose sobre sus patas traseras.
En la mente del capitán carrancista la sensación de asco dejó paso al pavor cuando, al volver la cabeza hacia la bestia, vio como el casco de una de sus manos delanteras se acercaba imparable hacia su rostro, irremisiblemente encaminada la pezuña del animal hacia su nariz.
Y eso fue lo último que el capitán Caballero pensó, porque su mente ya no estaba allá para pensar ni opinar nada acerca de la terrible estampa que a cuantos entraron después al establo mostraba su propia sangre al manar como un arroyo pastoso de sus fosas nasales, inundando el hueco surgido donde antes estuvo su ya demacrado rostro. Había dejado de pensar, de sentir y de padecer cuando su nariz crujió bajo la violenta embestida que le propinó su propia yegua, hundiéndosela en el rostro y aplastándole el cráneo.
Debió de parecerle buena la yegua asesina a Arce, porque aprovechando que estaba sin dueño, la agarró de las riendas y se la llevó después hasta El Valle. Otros hombres tomaron el cadáver del capitán y lo sacaron fuera de la caseta, colocándolo entre dos frondosos árboles situados ya en el límite del bosquecillo. Fue el propio Villa quien escogió la ubicación, interesado al parecer en que la tumba resultase visible desde la llanura. También insistió en que el hoyo en cuestión fuese poco profundo. Después pidió un par de maderos lisos y algo para escribir.
Para entonces ya se había levantado el cerco y los sitiados andábamos ya confraternizando con los sitiadores en los alrededores del silo. Con la situación calmada tuve la ocurrencia de acercarme hasta la arboleda, y me cayó de regalo una pala. Villa nos dejó a unos cuantos cavando bajo los árboles y se apartó unos metros. Volvió minutos después, con la tumba parcamente horadada ya en el suelo, y nos sorprendió —una vez más, y lo que te rondaré, morena— a todos.
Había estado deleitándose con la que en tiempos había sido una de sus mayores inquietudes, que no eran otras que leer y escribir. Desde que aprendió las primeras letras —primero preso en la capital y después garabateando con su dedo en la arena del desierto, a los veintisiete años— siempre había sido muy aficionado a perfeccionar su escritura.
Vino con una cruz compuesta por los dos listones que se había llevado, y marcado sobre ella, con letras claras, traía su propio nombre: General Francisco Villa, ponía.
De nuevo fluía la impredecible personalidad de Villa, e incluso en los momentos de gran agobio como eran aquellos, con todos los gringos habidos y por haber acercándose a El Valle para convencernos de las bondades de una siesta bajo cinco palmos de tierra, Pancho Villa se permitía el lujo de hacer bromas y urdir engaños, riéndose a un tiempo de los gringos y de la propia muerte.
Como habría de decir después en su corrido el gran Cristino, allá estaba servidor, la noche después de cierto altercado con una dama estadounidense, cavándole la tumba al general Villa. Aunque para alivio nuestro, y especialmente del propio Pancho Villa, la tumba llevaría su nombre pero no sus carnes.
Mientras cavábamos la mentada tumba, los hombres más cercanos al difunto merodeaban por allá. Entre todos ellos había uno que probablemente intentando congraciarse con aquel Francisco Villa al que tanto temía y con los que le acompañábamos, no dejaba de soltar pestes contra el que había sido su superior.
—Yo soy bien creyente, mis cuates —dijo en una ocasión—, y ahora Dios me recompensa. Cuántas veces en los últimos meses le pedí que lo hundiera más que a mí… y al fin el Señor me ha dado mi capricho…
Tanto y tan exagerado fue lo que aquel dijo criticando a su antiguo oficial y halagando al nuevo jefe, que en un momento dado, cuando el mentado soldado carrancista estaba a punto de dejar de saber dónde terminaba la punta de su lengua y dónde comenzaba el trasero de don Francisco, el propio Villa le reprendió.
—Ya deja la lambeteada, que mal capricho te ha dado Dios entonces.
—¿A qué atole me dice eso, señor? —preguntó confuso el soldado carrancista.
—Porque de veletas está México lleno —respondió Villa—, y yo estoy harto de gentes que cuando llegan a la cima se dejan mover por el aire que más pega y cambian de dirección.
—Mas el quería entregarle, señor general…
—Clarines soldado, y no lo logró. Por eso él se ha rentado una linda parcelita y yo aún sigo de nómada; pero fue hombre que no se dejó mecer del aire, y yo le respeto. No se debe pedir tan alegremente que se hunda a gente así. Además, como la tumba es falsa y de seguro que los gringos la abrirán, no nos hemos tomado mucha molestia en meterla muy abajo, tan sólo un palmo escaso. Debería pedirle a Dios que le hundiesen más que a este Caballero, no sea que quede usted al aire y se lo coman los chacales si acaban dándole tierra del modo que a él. Y a nadie le gustaría llegar al otro lado con los huesos roídos por las alimañas.
El soldado se quedó muy blanco, no volvió a decir palabra y poco a poco se fue alejando de la tumba de su anterior jefe, fuertemente reprendido por las palabras del nuevo. Después, como si no acabase de sentar cátedra alguna, Villa se dirigió de nuevo a sus ayudantes que lo acompañaban y al resto de los carrancistas presentes.
—Espero que el día que me toque sea en un sitio más lindo que éste. Y si, como temo, las sendas de la Revolución me citan de improviso con la Huesuda, ustedes inventen algo bonito para poner en mi epitafio, ya que hoy nada he puesto yo. Se lo digo a mis Dorados, que quizás estén en mi velorio, pero también a los de ocre, porque nadie sabe quién le rodeará a uno cuando le manden al otro barrio.
Lo dijo sin rencor, consciente de que lo único que le unía a aquellos soldados que hasta hacía unas horas escasas nos cercaban era el odio furibundo hacia los invasores del norte, y que en un futuro, cuando los gringos se hubiesen marchado, aquellos u otros carrancistas tratarían de nuevo de meterlo en un hoyo como aquel. Si es que finalmente los gringos se marchaban sin llevársele en una caja de pino.
Afortunadamente, tales palabras que entre otros enemigos hubieran resultado impronunciables, allá eran posibles. Si hubo algo claro en México durante la época de la Revolución fue precisamente que se trataba de un asunto de mexicanos que debía de ser solucionado por mexicanos, desechando mayoritariamente cualquier opción que conllevase una injerencia extranjera en la guerra.
De este modo, y aunque a veces los distintos gobiernos federales admitieron ayudas de tipo técnico por parte de los gringos, jamás permitieron el apoyo militar explícito de éstos. Desde la época del desembarco estadounidense en Veracruz contra Huerta, cuando Carranza se opuso a la entrada en suelo mexicano de los gringos a pesar de que le era absolutamente propicia, hasta estos momentos que ahora cuento, todos los mexicanos abandonaron sus rencillas internas cuando los gringos pasaron la raya y su secular intervencionismo en los despachos se convirtió en una invasión en toda regla.
No importaba ser hombre de Carranza, que era de facto el presidente de la República, o serlo de Villa, que era, de facto también y por desgracia, general de una gloriosa División venida a grupo de guerrilleros en busca de un arsenal que detuviese su caída. Daba gusto ver como los mexicanos, enfrascados durante años en una lucha intestina que enfrentaba las más variopintas huestes acaudilladas por líderes de todo tipo y condición, aparcábamos esta pelea fratricida al olor del gringo.
Y lo hacíamos porque en la revolución más caótica, juerguista e imprevisible de todos los tiempos, en la que fusilamientos y cañonazos se repartían a partes iguales con riadas de alcohol y buenas canciones, a todos nos pareció plato de gran gusto el dejar de matar manitos por un tiempo y dedicarnos a joder gringos.
Tras solicitar un epitafio a los que le rodeaban, Villa se apoyó ufano sobre la cruz con su nombre, holgándose por ser capaz de mantenerse junto a y no bajo ella, como era el deseo de muchos.
—¿No querían los gringos mi tumba? Pues acá la tienen. Y ahora yo también quiero algo suyo. Vayan a Galeana y tráiganme a Ramiro Pozal.
Salió a la carrera de entre sus hombres y se dirigió hacia una vieja caseta que los carrancistas habían acondicionado como establo durante la noche.
Corría hacia las caballerizas, volviéndose frecuentemente hacia la arboleda y descargando su pistola hacia allí, entre blasfemias e imprecaciones. Sus hombres no le disparaban, ya fuera por respeto, temor o lealtad hacia aquel hombre que hasta hacía apenas un instante les había mandado y ante el que la tropa, siguiendo a sus mandos intermedios, se había revelado. Algunos de ellos incluso parecían dudar acerca de qué camino tomar; si sumarse al motín de los sargentos o seguir a su capitán en su huída hacia las caballerizas.
Los acompañantes de Villa, Rufo Arce y los otros seis, imitaron el proceder de los amotinados, y no pegaron ni un solo tiro; temerosos de crear problemas con sus nuevos aliados y que la cosa terminase con los carrancistas retractándose en lu-gar de con la única huída de un oficial iracundo.
A pesar de ello, los disparos de Caballero llegaban hasta nuestras posiciones al otro lado del sembrado, y con ellos una inquietud que se apoderó de todos nosotros, que nos mostrábamos cada vez más decididos a lanzarnos al ataque contra la arboleda para rescatar al general, romper el cerco, o, simplemente, morir matando.
Afortunadamente no fue así, y los oficiales mantuvieron sus puestos, siguiendo las órdenes que Villa les había dado y conteniéndonos de este modo al resto.
Del otro lado, entre gritos y menciones a las madres de todos sus oficiales, Caballero alcanzó los establos.
—¡Les voy a traer acá a todo el ejército de México, traidores hijos de la gran chingada!
El capitán Caballero temblaba, ciego de rabia, cuando cerró tras de sí el cochambroso portón del cuchitril que cobijaba a su caballo, la vetusta caseta de caminero que se alzaba en el límite del bosquecillo.
Se detuvo y observó la arboleda por un hueco entre la tablazón. Algunos hombres habían abandonado a Villa y venían hacia donde él se encontraba.
Disparó hacia ellos. Las balas resonaron con fuerza en el interior del establo y se perdieron entre los árboles sin encontrar su objetivo. De inmediato se volvió de nuevo hacia los caballos, dispuesto definitivamente a huir, abandonando allá a los hombres sobre los que hasta hacía bien poco mandaba.
Estaba tan fuera de sí que tropezó y cayó de bruces sobre la paja que alfombraba el suelo del improvisado establo, apoyando las manos sobre la linda boñiga de un caballo que descansaba tranquilo en la sombría cuadra hasta el momento en que el capitán constitucionalista había irrumpido en ella.
Aún en el suelo, giró sobre su costado izquierdo, trabándose con las patas de un animal. Olvidando por un momento quienes iban tras él, fijó su vista en las palmas de sus manos, ahora calientes del contacto con las heces recién servidas.
A pesar de que fue tan sólo un instante el que su cabeza estuvo ocupada con tan apestoso asunto que se traía entre manos, jamás volvió a poner sus pensamientos en sus perseguidores. Una yegua, asustada por los disparos que acababan de resonar en la vieja caseta, y descentrada por la repentina entrada de luz exterior que había roto su penumbra, se encabritó, alzándose sobre sus patas traseras.
En la mente del capitán carrancista la sensación de asco dejó paso al pavor cuando, al volver la cabeza hacia la bestia, vio como el casco de una de sus manos delanteras se acercaba imparable hacia su rostro, irremisiblemente encaminada la pezuña del animal hacia su nariz.
Y eso fue lo último que el capitán Caballero pensó, porque su mente ya no estaba allá para pensar ni opinar nada acerca de la terrible estampa que a cuantos entraron después al establo mostraba su propia sangre al manar como un arroyo pastoso de sus fosas nasales, inundando el hueco surgido donde antes estuvo su ya demacrado rostro. Había dejado de pensar, de sentir y de padecer cuando su nariz crujió bajo la violenta embestida que le propinó su propia yegua, hundiéndosela en el rostro y aplastándole el cráneo.
* * *
Debió de parecerle buena la yegua asesina a Arce, porque aprovechando que estaba sin dueño, la agarró de las riendas y se la llevó después hasta El Valle. Otros hombres tomaron el cadáver del capitán y lo sacaron fuera de la caseta, colocándolo entre dos frondosos árboles situados ya en el límite del bosquecillo. Fue el propio Villa quien escogió la ubicación, interesado al parecer en que la tumba resultase visible desde la llanura. También insistió en que el hoyo en cuestión fuese poco profundo. Después pidió un par de maderos lisos y algo para escribir.
Para entonces ya se había levantado el cerco y los sitiados andábamos ya confraternizando con los sitiadores en los alrededores del silo. Con la situación calmada tuve la ocurrencia de acercarme hasta la arboleda, y me cayó de regalo una pala. Villa nos dejó a unos cuantos cavando bajo los árboles y se apartó unos metros. Volvió minutos después, con la tumba parcamente horadada ya en el suelo, y nos sorprendió —una vez más, y lo que te rondaré, morena— a todos.
Había estado deleitándose con la que en tiempos había sido una de sus mayores inquietudes, que no eran otras que leer y escribir. Desde que aprendió las primeras letras —primero preso en la capital y después garabateando con su dedo en la arena del desierto, a los veintisiete años— siempre había sido muy aficionado a perfeccionar su escritura.
Vino con una cruz compuesta por los dos listones que se había llevado, y marcado sobre ella, con letras claras, traía su propio nombre: General Francisco Villa, ponía.
De nuevo fluía la impredecible personalidad de Villa, e incluso en los momentos de gran agobio como eran aquellos, con todos los gringos habidos y por haber acercándose a El Valle para convencernos de las bondades de una siesta bajo cinco palmos de tierra, Pancho Villa se permitía el lujo de hacer bromas y urdir engaños, riéndose a un tiempo de los gringos y de la propia muerte.
Como habría de decir después en su corrido el gran Cristino, allá estaba servidor, la noche después de cierto altercado con una dama estadounidense, cavándole la tumba al general Villa. Aunque para alivio nuestro, y especialmente del propio Pancho Villa, la tumba llevaría su nombre pero no sus carnes.
Mientras cavábamos la mentada tumba, los hombres más cercanos al difunto merodeaban por allá. Entre todos ellos había uno que probablemente intentando congraciarse con aquel Francisco Villa al que tanto temía y con los que le acompañábamos, no dejaba de soltar pestes contra el que había sido su superior.
—Yo soy bien creyente, mis cuates —dijo en una ocasión—, y ahora Dios me recompensa. Cuántas veces en los últimos meses le pedí que lo hundiera más que a mí… y al fin el Señor me ha dado mi capricho…
Tanto y tan exagerado fue lo que aquel dijo criticando a su antiguo oficial y halagando al nuevo jefe, que en un momento dado, cuando el mentado soldado carrancista estaba a punto de dejar de saber dónde terminaba la punta de su lengua y dónde comenzaba el trasero de don Francisco, el propio Villa le reprendió.
—Ya deja la lambeteada, que mal capricho te ha dado Dios entonces.
—¿A qué atole me dice eso, señor? —preguntó confuso el soldado carrancista.
—Porque de veletas está México lleno —respondió Villa—, y yo estoy harto de gentes que cuando llegan a la cima se dejan mover por el aire que más pega y cambian de dirección.
—Mas el quería entregarle, señor general…
—Clarines soldado, y no lo logró. Por eso él se ha rentado una linda parcelita y yo aún sigo de nómada; pero fue hombre que no se dejó mecer del aire, y yo le respeto. No se debe pedir tan alegremente que se hunda a gente así. Además, como la tumba es falsa y de seguro que los gringos la abrirán, no nos hemos tomado mucha molestia en meterla muy abajo, tan sólo un palmo escaso. Debería pedirle a Dios que le hundiesen más que a este Caballero, no sea que quede usted al aire y se lo coman los chacales si acaban dándole tierra del modo que a él. Y a nadie le gustaría llegar al otro lado con los huesos roídos por las alimañas.
El soldado se quedó muy blanco, no volvió a decir palabra y poco a poco se fue alejando de la tumba de su anterior jefe, fuertemente reprendido por las palabras del nuevo. Después, como si no acabase de sentar cátedra alguna, Villa se dirigió de nuevo a sus ayudantes que lo acompañaban y al resto de los carrancistas presentes.
—Espero que el día que me toque sea en un sitio más lindo que éste. Y si, como temo, las sendas de la Revolución me citan de improviso con la Huesuda, ustedes inventen algo bonito para poner en mi epitafio, ya que hoy nada he puesto yo. Se lo digo a mis Dorados, que quizás estén en mi velorio, pero también a los de ocre, porque nadie sabe quién le rodeará a uno cuando le manden al otro barrio.
Lo dijo sin rencor, consciente de que lo único que le unía a aquellos soldados que hasta hacía unas horas escasas nos cercaban era el odio furibundo hacia los invasores del norte, y que en un futuro, cuando los gringos se hubiesen marchado, aquellos u otros carrancistas tratarían de nuevo de meterlo en un hoyo como aquel. Si es que finalmente los gringos se marchaban sin llevársele en una caja de pino.
Afortunadamente, tales palabras que entre otros enemigos hubieran resultado impronunciables, allá eran posibles. Si hubo algo claro en México durante la época de la Revolución fue precisamente que se trataba de un asunto de mexicanos que debía de ser solucionado por mexicanos, desechando mayoritariamente cualquier opción que conllevase una injerencia extranjera en la guerra.
De este modo, y aunque a veces los distintos gobiernos federales admitieron ayudas de tipo técnico por parte de los gringos, jamás permitieron el apoyo militar explícito de éstos. Desde la época del desembarco estadounidense en Veracruz contra Huerta, cuando Carranza se opuso a la entrada en suelo mexicano de los gringos a pesar de que le era absolutamente propicia, hasta estos momentos que ahora cuento, todos los mexicanos abandonaron sus rencillas internas cuando los gringos pasaron la raya y su secular intervencionismo en los despachos se convirtió en una invasión en toda regla.
No importaba ser hombre de Carranza, que era de facto el presidente de la República, o serlo de Villa, que era, de facto también y por desgracia, general de una gloriosa División venida a grupo de guerrilleros en busca de un arsenal que detuviese su caída. Daba gusto ver como los mexicanos, enfrascados durante años en una lucha intestina que enfrentaba las más variopintas huestes acaudilladas por líderes de todo tipo y condición, aparcábamos esta pelea fratricida al olor del gringo.
Y lo hacíamos porque en la revolución más caótica, juerguista e imprevisible de todos los tiempos, en la que fusilamientos y cañonazos se repartían a partes iguales con riadas de alcohol y buenas canciones, a todos nos pareció plato de gran gusto el dejar de matar manitos por un tiempo y dedicarnos a joder gringos.
Tras solicitar un epitafio a los que le rodeaban, Villa se apoyó ufano sobre la cruz con su nombre, holgándose por ser capaz de mantenerse junto a y no bajo ella, como era el deseo de muchos.
—¿No querían los gringos mi tumba? Pues acá la tienen. Y ahora yo también quiero algo suyo. Vayan a Galeana y tráiganme a Ramiro Pozal.