Cometa, si hubieras sabido
lo que venías anunciado
jamás hubieras salido
por el cielo relumbrando.
SOBRE MADERO
lo que venías anunciado
jamás hubieras salido
por el cielo relumbrando.
SOBRE MADERO
Marzo era un buen mes para morir. En 1916, además, también era un buen mes para hacer turismo.
En ese mes y ese año del que hablo entré por primera vez en los Estados Unidos de Norteamérica. Allí habitaba el mal y salió a mi encuentro. Una víbora que reptaba junto a las aguas silbó ante mi caballo; a la dueña del desierto no le gustaba que entrásemos en su reino. Descabalgué y puse pie sobre la nación bendecida por Dios, la garante de la libertad, la elegida para mandar sobre todas las demás. La víbora continuó silbando; habituada a hacer y deshacer a su antojo no soportaba la libre presencia de un extraño. Aquel árido mundo era todo suyo y me exigía, al igual que a un polluelo o a un ratón, completa sumisión. Se interpuso amenazante, se creía con cierto derecho sobre el sendero y reclamaba pleitesía; estaba acostumbrada a que todas las criaturas evitasen incomodarla y se le humillasen. Antes de que la serpiente pudiese alzarse, aplasté su cabeza bajo mi bota y continué mi camino. Un hombre valiente siempre es ingobernable.
Éramos veintiuno los que aquella mañana cruzamos el río Bravo hacia la orilla de los güeros que, a decir verdad, también era nuestra, o al menos lo fue hasta que nos la robaron los vecinos casi setenta años atrás de lo que cuento, cuando lo de Guadalupe Hidalgo. Está bien recalcar lo de éramos, porque de ahí a unas pocas horas de aquel 6 de marzo del lejano 1916 ya nunca más fuimos veintiuno, más bien fui uno solo, ya que únicamente yo pude escapar con vida y regresar a México cabalgando febrilmente, mientras que el resto quedaron para siempre en suelo contrario. Aunque puede que los arrojasen al río y bajasen plácidamente mecidos hasta el golfo, y quizás embarrancasen después sus cuerpos en alguna isla caribeña donde moran los espíritus de aquellos que mueren asesinados por la policía. Quizás. Pero no quise quedarme allí para saber lo que hicieron con los compadres que en ese momento entraban conmigo en la calle principal de El Paso, pues si ellos fueron masacrados sin haber cometido delito alguno —al menos ese día—, mi futuro hubiera sido bastante oscuro de haberme echado el guante después de pegarle un tiro en la boca a aquel gringo. Mas no adelantemos acontecimientos, que tiempo habrá en este relato para saber de oscuros porvenires y tiros a bocajarro, y no pocos precisamente, más adelante.
* * *
Era una época dura en todo México, pero lo era más aún en la frontera. Allá, además de cuidarnos del acecho de las tropas de nuestro enemigo Carranza, habíamos de tener especial tiento en el trato con nuestros nunca bien del todo avenidos vecinos estadounidenses, cuya policía o ejército, siempre de ánimo voluble y enojo fácil, acostumbraban a pegar el tiro primero y preguntar después a todo lo que oliera a sur; circunstancia ésta que sufrían muchos pobres desgraciados cuya única culpa era ganarse la vida menudeando mercancías a un lado y otro del río.
Cuando nos dieron el alto estábamos apenas a un centenar de pasos de nuestro objetivo: la casa en la que el ilustre dentista doctor Reeds pasaba consulta a sus pacientes, y en la que debía estar reparándose la boca el hombre a quien habíamos ido a buscar, un honrado hostelero llamado Bradley Morgan, al que de haber sido en verdad hostelero —y sobre todo honrado— jamás hubiera buscado semejante grupo de huéspedes.
Pero la verdad es que Bradley Morgan, Brad para los amigos o para los que, como era nuestro caso, participábamos de sus turbios negocios, no era un hostelero de un pueblucho en Nuevo México. Al menos no era tan sólo un hostelero. Porque aunque sí regentaba un hotel por aquel entonces, los principales ingresos del bueno de Brad Morgan se debían al contrabando de armas de un lado a otro de la raya, proporcionando a los cuatreros del norte y a los guerrilleros del sur armamento ligero, dinamita y similares.
Deberían ustedes conocer, gentes honradas de otros tiempos y otros lugares distintos a los que ahora evoco, algunos conceptos sobre el contrabando. Su gracia reside en que uno ofrece algo que el otro no puede conseguir por cauces legales y, a cambio, este segundo le engrasa la cartera al otro. Pero en el momento en el que una de las dos partes no cumple, el contrabando pierde todo su humor, convirtiéndose en un robo o una estafa, y los estafados, que no acostumbran a ser espejo de demasiadas virtudes, más bien al contrario, tienden a tomarse la justicia por su mano.
Aquella mañana eran cuarenta y dos las manos dispuestas a apretarle el gaznate a mister Morgan porque el cargamento de fusiles que religiosamente habíamos pagado hacía más de cuatro meses ni aparecía ni tenía visos de aparecer jamás; y la verdad es que se echaban bastante de menos las mercancías del hostelero, porque las guerras son mucho más asequibles cuando se cuenta con algo contundente con que joder a los de enfrente.
Ni que decir tiene a estas alturas, que los veintiuno de El Paso éramos hombres de Pancho Villa en pleno viaje de negocios. Y estábamos verdaderamente cerca de nuestra reunión de trabajo cuando apareció la migra estadounidense.
Apenas había media docena de edificios entre nosotros y la casa del doctor Reeds donde suponíamos que debía estar Morgan. El plan era aparentemente sencillo: entrar allí e intentar sacarlo por las buenas, llevarlo fuera de la ciudad y conseguir las armas que el gringo nos adeudaba, acompañándolo si fuera necesario hasta el lugar donde quisiera que guardase el arsenal. ‹‹Hasta el culo del mundo, si hace falta›› habían sido literalmente las órdenes. Una vez conseguida la mercancía el futuro que esperaba a don Bradley era más bien incierto.
Pero la sencillez de nuestro cometido era tan solo pura apariencia, ya que a ninguno de nosotros se nos escapaba que no se reunía un contingente como el nuestro, constituido en su práctica totalidad por lo más granado de la milicia villista, para hacer tratos con un contrabandista a base de buenas palabras o para vérnoslas con un solo hombre si no había entendimiento. Todos en aquel grupo eran veteranos de las campañas revolucionarias —todos excepto yo—: presentes en Aguascalientes, triunfantes en la Ciudad de México y supervivientes a la derrota de Celaya. Por contra quien les habla, que había sido incorporado a la partida por conocer el inglés, tan sólo había tenido la desgracia de estar presente en la mencionada y dolorosa derrota celayense contra Obregón. No fue un buen comienzo, y ya les he anticipado cómo acabó lo de El Paso, pero para inicios gloriosos ya estuvo Alejandro Magno.
* * *
Volvamos con el contrabandista. Bradley Morgan, que en su reducto de Nuevo México y defendido por una recua de paisanos a los que empleaba como matones conseguía guardar las apariencias de hombre honrado, llamaba mucho más la atención cuando se movía, como era el caso, fuera de su pequeña ciudad. En ocasiones como aquella la escolta de pistoleros le delataba. Por eso, por si acaso, las árganas de nuestros caballos bullían de balas y pistolas, mientras que en el grupo de vanguardia —media docena a pie: servidor y cinco chihuahueños— llevábamos las armas bien a mano, decididos a emplearlas raudos al menor síntoma de encerrona. Lo que no esperábamos era encontrarnos con lo que se nos vino encima en aquel momento. Una decena de hombres armados hasta los dientes —puede que alguno llevase encima cerca de la mitad de lo que acarreábamos nosotros— y uniformados con la casaca azul de la migra estadounidense nos rodeó a los de cabeza.
2 comentarios:
Bien, bien, me gusta.
Esperando al siguiente capítulo.
Muchas gracias. Espero seguir contando con sus comentarios, caballero.
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