Solté la pistola en el suelo y me volví lentamente hacia la voz.
Lo que vi al girarme no pudo sorprenderme más. En lugar de encontrarme encañonado por un policía, un soldado, un agente de la migra estadounidense o por cualquier paisano gringo con más pólvora que sesos lanzado a mi búsqueda, apareció ante mí un indio altísimo, de largo pelo liso, muy moreno y sucio, que a lomos de un buen caballo pío rubio, se dirigía a mí en castellano.
El indio bajó de su caballo de manchas blancas, recogió mi pistola y me apuntó, llevándome hasta una zona más oculta. Después me hizo sentar sobre una roca cercana. Comenzó a preguntarme, muy tranquilo y pausado, interesándose por mi procedencia y las causas de que vagase desnudo por el cerro. Cuando acabé de relatar todo cuanto ustedes ya conocen, y como sintiéndose en deuda por la información que yo le había dado —más bien se la conté al cañón de su arma, de otra forma no creo que hubiese puesto mucho interés en la charla— me contó su historia.
Resultó ser un indio de la tribu de los hopi, que ahora vivían recluidos en una mísera reserva desierto adentro, en el límite del estado de Nuevo México con el de Arizona. Frecuentemente se relacionaban con caravanas de mercaderes mexicanos a los que compraban los escasos suministros que les permitían la supervivencia —la vida en los albores del siglo veinte era realmente difícil para los indios que no se habían sometido y adaptado a la forma de vida occidental, y que se encontraban recluidos en diminutas reservas; más aún si éstas estaban en pleno desierto— y por esto chapurreaba mi idioma, además de conocer el inglés y la propia lengua de su pueblo.
Un indio listo, sin duda.
Había salido hacía casi un mes de la reserva, cruzando el estado hacia el noreste, en dirección a la ciudad de Socorro, donde debía de realizar ciertas compras para llevar a su gente. Allá en Socorro fue timado por un comerciante local —al parecer era el pan de cada día y oficio nacional en aquel estado lo de timar a los forasteros, aunque él fuera mucho menos forastero que ninguno de los blancos que le engañaron— y se encontró sin dinero ni mercancías.
Después de verse sin nada le dio por robar —infame último recurso, darse al más cruel de los crímenes: el robo para poder comer— tras lo cual la policía se había echado tras él.
Empezó entonces su huída hacia el sur siguiendo el río Grande —que era como los estadounidenses llamaban a nuestro río Bravo del Norte—, hasta que dio con sus huesos en la ciudad de El Paso aquella noche en la que yo, casualidades del destino, había comenzado a escapar de los mismos perseguidores que a él lo atormentaban.
Y ésta era, obviando algunos pequeños detalles que también me contó, su historia reciente. Detalles nimios como que en su descenso junto al río había robado una docena de huevos de un corral y algo de ropa y una manta de un tendedero, había cazado dos conejos o que se había cargado a cuatro federales unos días antes en un tiroteo cuando casi lo atrapan en la ciudad de Las Cruces. Todo esto me confesó, rememorando cada paso dado, y todo lo narró con calma mientras yo escuchaba atento, sentado desnudo sobre una piedra del cerro que dominaba El Paso.
Se llamaba Kiche —por no conservar, los indios ya ni siquiera conservaban aquellos legendarios nombres que antaño llevaban, más propios de seres sobrenaturales que de personas, como Caballo Loco, Toro Sentado, Potorro Negro o tantos otros— y a él probablemente le deba la vida desde aquella noche fría del cerro junto a El Paso, cuando me dejó ropa para abrigarme, intentó curar mi brazo y compartió el mendrugo de pan y la cecina que llevaba en sus alforjas. También me pidió que le llevara conmigo rumbo al sur, al otro lado de la frontera, donde presumía —iluso— que los soldados blancos que lo perseguían no podrían capturarlo.
Así fue como el azar en forma de mexicano en cueros danzando entre arbustos convirtió al indio hopi Kiche en soldado de la Revolución. El primer piel roja del ejército de Pancho Villa.
Pero aún quedaba demasiado lejos Pancho Villa y demasiado cerca El Paso —a los pies de nuestro cerro, concretamente— como para pensar en revoluciones y dejar de preocuparnos por la policía gringa que a ambos nos seguía.
* * *
Al amanecer el frío viento que bajaba de las lejanas montañas se metía entre las carnes y se quedaba allí, alojado en los tuétanos, tan profundo y punzante que parecía que nunca fuese a abandonarme. Ni siquiera la manta que Kiche me cedió lograba evitar que anduviese yo completamente destemplado. Era a todas luces arropo insuficiente para pasar una noche al raso en aquella esquina texana; y si yo tenía un frío de muerte, el mismo debió de sufrir él durante aquella noche, a pesar de lo cual en ningún momento dudó a la hora de cederme la manta india que portaba originalmente y cubrirse tan sólo con la que había robado del tendedero, compartiendo mi frío y, desde entonces, mi destino.
Resultaba increíble la confianza que el indio había puesto en mí desde prácticamente el primer momento: escuchó mi historia, compartió la suya, me devolvió sin el menor recelo la pistola que yo había arrancado de las manos del soldado a quien pegué el tiro en la boca, repartió su frugal cena y de inmediato me tomó dentro de su bando. O más concretamente, como he dicho antes, se incluyó él dentro del mío, decidido a pasar a México en busca de una seguridad que en aquel lado de la frontera le era inaccesible.
Como prófugos que éramos no debíamos hacer ningún tipo de fuego que delatase nuestra posición, así que nos resguardamos bajo el saliente de una roca y allí pasamos la primera de las muchas noches al raso que durante aquella guerra contra los enemigos del pueblo mexicano nos tocó compartir. Y es que las circunstancias de la vida nos colocaron inopinadamente en el mismo bando, un bando que como más adelante contaré, nos resultaba totalmente ajeno a ambos cuando vimos la luz de este mundo a finales del diecinueve, en dos lugares tan lejanos el uno del otro como queda ahora aquel pasado siglo.
* * *
Si bien es cierto que tanto Kiche como quien les habla fuimos inseparables compañeros de correrías por las sierras y desiertos de Chihuahua a partir de entonces, no es menos verdad que aquella primera mañana amanecí solo, recostado bajo la manta que el hopi me había prestado, y algo desconcertado al ver que él no se encontraba en el mismo lugar donde se había acostado la madrugada anterior. El desconcierto creció cuando eché en falta también a su magnífico caballo pío, y me duele reconocer que en un primer momento pensé que el indio me había abandonado.
Estaba bastante mal vestido aún, a pesar de los calzones y la camisa —obviamente, robados— que Kiche había sacado de sus alforjas para mí. Tras los primeros instantes de confusión y duda me arrebujé en mi manta y salí cauteloso fuera del escondite, aunque no duró demasiado tal precaución. Pastando a una veintena de pasos de distancia del lugar en que yo había pasado la noche divisé al caballo pío, que se movía libre y tranquilo por la ladera. Entonces cometí la imprudencia de salir hacia donde se encontraba el animal mordisqueando hierbajos, desatendiendo toda cautela, y caí en la trampa.
Estoy seguro de que llevaba mucho tiempo allí, apostado tras alguna roca o matojo, sorprendido por la aparición de aquel caballo, y preguntándose como un fugitivo desnudo había podido burlar a todos sus perseguidores y se había hecho con una montura; expectante mientras aguardaba que yo abandonase mi escondite para cazarme por sorpresa.
Avancé hacia el caballo sin recelos, olvidando que era un fugitivo y que no resultaba muy conveniente dejarme ver. Tan sólo di unos pocos pasos, apenas la mitad de la distancia que me separaba del animal, cuando fui completamente consciente de la magnitud de mi error.
Sonó a rueda metálica moviéndose y enseguida comprendí lo que sucedía a mis espaldas. Era la segunda vez que oía tras de mí el martilleo de un arma al cargarse en unas pocas horas, tiempo muy escaso como para no reconocer al instante aquel sonido. Era muy improbable que esta vez tuviese la misma suerte que de madrugada, y que después de amenazarme con un arma, quien quiera que se encontrase a mis espaldas fuese a ser tan comprensivo conmigo como lo había sido el indio.
Esperaba, esta vez sí, encontrar un soldado, un policía o un hombre de la migra de El Paso tras de mí cuando levanté las manos con la intención de girarme mansamente hacia él. De momento no quedaba otra alternativa, ya que al salir en pos del caballo había sido tan estúpido que no había cogido la pistola, preocupado como estaba de abrigarme todo cuanto podía, empleando la única mano sana en sostener con fuerza la manta en torno a mi cuerpo.
No tuve más tiempo para analizar mi gravísima situación, ni para girarme hacia donde había sonado el escalofriante crujido del arma al cargarse; ni tan siquiera tuve tiempo para oír la voz de quien me apuntaba, pues cuando parecía que empezaba a pronunciar su primera palabra, un disparo la silenció.
Oí su voz, prácticamente imperceptible. Escuché el estruendo del disparo que la acalló y después me quedé allí, simplemente sorprendido de no estar ya muerto, incapaz de comprender qué extraña fuerza me mantenía aún erguido. Me giré muy despacio y vi que el hombre que me había apuntado —efectivamente se trataba de un soldado— yacía muerto en el suelo, con una gran mancha de sangre que poco a poco empapaba el costado izquierdo de su camisa, lugar en el que le había impactado la bala.
Unos metros más allá, escorado a mi derecha con el rifle en la mano y aún en la misma posición que tenía en el momento del disparo, estaba Kiche, que se acababa de cargar a su quinto soldado en tres semanas. Un repóker que me había salvado la vida.